Portada: Molière en el papel de César en La muerte de Pompeyo. Óleo sobre lienzo de Nicolas Mignard, 1656. Museo de la Vida Romántica, París.
Teatro

La apoteosis de la comedia: Molière, una risa que dura ya cuatro siglos

“Molière es el teatro. Molière es el triunfo de la comedia”, puntualiza Luis de Tavira sobre Jean-Baptiste Poquelin, Molière, el inmortal dramaturgo del que en este 2022 conmemoramos los cuatrocientos años de su natalicio. De su legado y la revolución que generó en el teatro a partir de la risa, la demolición de lo sublime y la fusión entre ficción y realidad versa esta conversación entre dos de las más prominentes personalidades del teatro en México: Luis de Tavira y David Olguín. “Molière glorifica lo efímero, lo que es finalmente la teatralidad: el presente puro”, señala, a su vez, Olguín, quien recientemente fue galardonado con el V Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura de la Universidad de Guanajuato.


Por David Olguín

Luis de Tavira [LT]: Alguna vez le preguntaron a Jacques Copeau su opinión sobre Molière y contestó categórico: “Molière es el teatro”. Y creo que es así, Molière es el teatro, y yo diría que más precisamente la comedia. Y la comedia es la mitad de lo que es el teatro. Es decir, esto que está en el emblema de Epidauro, y que de alguna manera representa la fundación de lo humano, la máscara que celebra a un ser que llora y a un ser que ríe. Reír lo hace ser lo que es, y llora porque sabe que muere. La conciencia de que morimos detona lo que nos lleva a celebrar; a celebrar la vida, a celebrar la muerte. En medio de eso está la posibilidad de reírse de uno mismo, como parte de su conciencia. Eso vendría a ser la comedia, que luego será condenada, proscrita, perseguida, excomulgada, satanizada… Todo eso, sin duda, es Molière. Él es tradición; abreva en ella y no se explica sin ella. Como ese espíritu imantador que arranca desde Menandro hasta la comedia del arte, durante su juventud en los mercados y ferias de París, atravesando toda esa peripecia atroz que ha perseguido y condenado a la comedia, para rescatarla finalmente, por lo menos en Francia. Su obra consiste en el triunfo de la comedia. La comedia se canoniza en Molière; da el salto a eso que llamamos lo “clásico”. Después de lo cual, difícilmente será posible discutir la centralidad de la comedia en la conciencia de lo humano.

David Olguín [DO]: Esta entrada que nos haces, ubica muy bien el sentido y significado de la obra de este monstruo. Pensando en esta idea de [Eric] Bentley a propósito de la alta comedia o de la comedia que resulta más importante, como una superación de la amargura, del dolor humano, me parece que este se cuela inevitablemente en Molière, quien lo va encontrando hacia el final de su vida. Tú dices: “Molière es el teatro”, y es fascinante oírlo con esa precisión. Yo también lo pienso así, no sólo como un hombre de teatro, en términos de que es integral y abarca todo: fue manager de una compañía, fundó y monetarizó su primera compañía, el Ilustre Teatro. Actuó, ante todo; sus contemporáneos describen que bastaba un gesto, una pequeña contracción de su cara para que descendiera la comedia a su cuerpo. Autor, y aunque quizá sea el comediógrafo más importante de todos los tiempos, no le puso tanta atención a la palabra escrita. Leía por ahí que sus cerca de treinta comedias, muchos escritos, su correspondencia se quedaron en una maleta rescatada por su fidelísimo amigo actor La Grange[1], quien de pronto formuló la idea de que Molière tenía mucho prurito de publicar sus obras.

LT: Es que Molière no escribe para el libro… Escribe para ser oído. Es puro oído porque ante todo es un actor. Un actor para el que resultó necesario componer tragedias; que empieza modificando los sketches de la comedia del arte, en un ejercicio muy libre de lo que hoy llamamos “dramaturgia”, y que fundamentalmente tiene que ver con encontrar su propia identidad. El teatro nos coloca donde hay que estar. Y eso es lo que hizo el teatro con Molière, que resultó obediente pero a fuerzas. Es un enigma. ¿Cómo fue que el hijo de un tapicero real, perteneciente a una clase ascendente, educado por los jesuitas en Clermont, es decir, destinado por la familia a vivir como una persona honorable, económicamente solvente, va a dar al teatro? Y como actor… Es decir, su pretensión no es otra que ser actor. Está el enigma de qué lo lleva a actuar. Es el momento del apogeo trágico en donde los grupos teatrales, su propio grupo del Ilustre Teatro y la compañía de los Béjart, lo que pretenden es hacer tragedia; hacer a Racine y a Corneille. Por más que sabemos que en la infancia entró en contacto con los cómicos italianos, con Scaramouche[2] en particular, es una decisión personal enigmática, que lo llevará incluso a pedirle al padre la herencia para invertir en la compañía; asunto que lo llevaría hasta la cárcel. En fin, pretendió ser actor trágico, pero tuvo problemas porque era medio tartamudo. Imagínate, con la enunciación tan afectada y enfática de la tragedia clásica francesa y de los alejandrinos. Sucumbe entonces a un hipo –una especie de hipo, un tic–, que, claro, produce risa involuntaria en este caso. Su intento de actor trágico resulta tremendamente incómodo. El público se ríe de él y lo abuchea, pero algo descubre cuando el público se ríe de él, y eso lo va a llevar a encontrar su lugar como actor, actor cómico, para lo cual hay que recuperar la dignidad de la comedia. Es extraño cambiar su apellido Poquelin por Molière. Este es un enigma. Hay muchas especulaciones de por qué “Molière”. Al parecer es un anagrama de un personaje de Scaramouche.

Scaramouche, grabado en un volumen publicado por John Bowles. The New York Public Library Digital Collections. Fuente: NYPL.

 

DO: Hay varias teorías: que si se debe a un pueblo donde él estuvo y era el apellido de una familia que lo recibió y lo acogió en circunstancias muy difíciles, cuando andaba de gira en el sur de Francia.

LT: En cualquier caso, tiene que renunciar a su nombre; esconderse en el seudónimo –hoy decimos “nombre artístico”, en aquel entonces era un nombre vergonzante…

DO: Para no manchar el de Poquelin.

Es actor ante todo y aunque sea tartamudo, lleno de tics, descubre que en su debilidad está su voz, su riqueza.

LT: La profesión de actor no era honorable. La familia va a quedar marcada por tener entre ellos a un actor. Eso nos dice mucho, también, del hostigamiento social al teatro que va tejiendo a esa sociedad, y eso explica mucho la personalidad, el ímpetu teatral de este comediógrafo prodigioso, que es actor, ante todo, aunque sea tartamudo, lleno de tics, y que descubre que en su debilidad está su voz, su riqueza. Decías tú que no le preocupa lo que hoy llamamos el texto, la línea. Yo creo que sí… y mucho.

DO: No, no decía que no le preocupara la línea, sino la preservación de la línea como tal. Es decir, glorifica lo efímero, lo que es, finalmente, la teatralidad, el presente puro. Eso es, creo, lo que envuelve ese gesto, sobre todo al final de su vida, de no querer que se publicaran los textos. Daba por hecho que estaban en la cabeza de su compañía, y que, por supuesto, la gente y el pueblo también se los sabían de memoria.

Molière, a la derecha, sostiene en su mano un pequeño espejo para copiar los gestos, ademanes y recursos de su maestro Tiberio Fiorilli (a la izquierda), mejor conocido como Scaramouche.“Scaramouche maestro, Élomire estudiante”, detalle del frontispicio Élomire hypochondre, comedia satírica de M. Le Boulanger de Chalussay, 1670.
Fuente: Gallica (sitio web), Biblioteca Nacional de Francia.

LT: Él escribe sus textos, por decirlo así, en el tejido nervioso del actor, es decir, en su cuerpo. En las acotaciones sobre la expresión corporal –lo que ha sobrevivido– es impresionante cómo está pensando en el cuerpo del actor. Y también, en que el personaje es su habla. Esto es único en Molière. No está haciendo literatura, sino teatro.

DO: Claro, casi no hay acotaciones…

LT: Casi no hay acotaciones, hay indicaciones de movimiento. Tiene una característica admirable y terriblemente notable por encima de los grandes dramaturgos. Diríamos que el gran dramaturgo es el creador de personajes, pero también el personaje en el drama es su decibilidad. El inmenso poeta que es Shakespeare hace hablar a casi todos sus personajes, sean quienes sean, de este estrato o del otro, con la misma voz del poeta; el soldado habla con igual elevación poética que cualquier otro personaje. En cambio, en Molière es clarísimo que la diferencia entre un personaje y otro es el habla. Esto nos resulta difícil de apreciar en las traducciones. El personaje es su habla; entonces lo que hay allí es el oído.

Madeleine Béjart en el papel de Madelón en Las preciosas ridículas.
Pintura de autor desconocido, siglo XVII. Biblioteca Nacional de Francia, París.

DO: Es el oído, pero, fíjate, yo creo que también está el cuerpo en términos de la acción. Simplemente, pensemos en esa escena de trapacerías de Scapin… ¿por qué diablos se fue a meter a esa galera[3]? Esto es un homenaje brutal a la comedia del arte y a la acción cómica pura, ¿no? Tú aludías al enigma de cómo ese hombre destinado a tener un lugar en palacio, con un oficio respetable, burgués, con una formación tanto en leyes como en filosofía… Es decir, que tenía todo un camino andado. De fondo, yo creo que Molière es un disoluto, un rebelde frente a las constricciones sociales de su tiempo. Por ejemplo, se apasiona por una mujer mayor que él, Madeleine Béjart, con quien huye hacia el sur; funda con los amigos de ella y su familia, donde hay cómicos y demás, el Ilustre Teatro; rápidamente se enrola en la aventura teatral –tarde, en realidad, para la época en que empiezan a escribir los autores en su tiempo; él llega tarde a la dramaturgia, es ya treintón–. Hablamos de una producción dramática de alrededor de veintitrés años; es entonces hablar ya de un hombre muy maduro, aunque ciertamente cabe recordar que él aspiraba a la tragedia. Rubem Fonseca, experto en thriller policiaco, en novela negra y demás, tiene una hipótesis muy curiosa. Escribió una novela sobre los últimos días de Molière, El enfermo Molière, con una hipótesis a propósito de su muerte, que viene a cuento por lo que estamos hablando. Se le acerca un amigo a Molière; le dice que quiere escribir una tragedia, y se la da para que la lea. Él le responderá: “Difícilmente podríamos encontrar aquí a nuestro Racine, a nuestro Corneille, pero creo que, también, difícilmente podríamos encontrar una comedia”, con lo que Fonseca también refuerza esa idea de una subvaloración de la comedia. Lo que vemos en la novela es un thriller policíaco, donde se refrenda la idea que el propio Molière tenía respecto a su rol en el teatro y en la vida pública del reinado de Luis XIV; decía: “Me van a amar tanto como me van a odiar”. Una piedra en el zapato permanentemente. Y creo que conforme va pasando su vida, y ante todo en ese último lustro, que es cuando aparecen, digamos, las grandes obras de Molière, ese período al final de su vida, digamos de sesenta y dos, más o menos, hasta llegar a los setenta y tres. En ese momento está escribiendo Tartufo, luego El avaro, Don Juan, El misántropo…

LT: Las mujeres sabias…

En esta pintura, vemos a Molière –a la izquierda–con el traje de Arnolphe; en el mismo orden de secuencia se representan los siguientes personajes: Jodelet, Poisson, Turlupin, el Capitan Matamore, Arlequin, Guillot-Gorju, Gros Guillaume, el Dottor Grazian Balourd, Gaultier-Garguille, Polichinelle, Pantalon, Philippin, Scaramouche, Briguelle y Trivelin. Cómicos franceses e italianos representando una farsa, óleo sobre lienzo, atribuido a Verio, 1670.
Biblioteca de la Comédie-Française, París.

Louis XIV y Molière almorzando en Versalles de Ingres. Óleo sobre lienzo, 1857; boceto para el cuadro Le déjeuner de Molière, destruido en 1871 en el Palacio de las Tullerías.
Biblioteca de la Comédie-Française, París.

El enfermo imaginario de Honoré Daumier, óleo sobre madera, circa 1862,
Museo de Arte de Filadelfia, Filadelfia.

El actor está queriendo convencer a su público de una muerte hipocondriaca, de una muerte imaginaria. Tose frente al espectador, y, sin embargo, son poses reales de alguien con tuberculosis; está muriendo en escena, por así decirlo, y el espectador ríe. Es una maravilla sobre ficción, realidad y verdad...

DO: Y lo último es El enfermo imaginario, que es con la que va a morir. La teoría de Fonseca es que envenenan a Molière. Resulta tan pernicioso, tan molesto, finalmente, para la vida pública, que crea tantos enemigos, como él dice, como afectos. Hace un ratito decíamos, cómo ese momento de la muerte se vuelve fundacional, mitológico; cómo podríamos discutir tanto sobre la ontología misma de la teatralidad, por así decirlo. El actor está queriendo convencer a su público de una muerte hipocondriaca, de una muerte imaginaria. Tose frente al espectador, y, sin embargo, son poses reales de alguien con tuberculosis; está muriendo en escena, por así decirlo, y el espectador ríe. Es una maravilla sobre ficción, realidad y verdad…

LT: Es una visión importantísima de lo que implica ese encontronazo que explica la razón del ser y el poder del teatro en el mundo. Es ese encontronazo entre lo real –si es que podemos hablar de algo así– y lo ficticio. El puente de lo onírico o de lo imaginario. El teatro no es un museo, está vivo. Nosotros no tenemos la culpa de ser tan viejos, culturalmente hablando, en relación con Molière. Nosotros retomamos o reencontramos a Molière, después de Sartre, de Freud, de Sade. En la afirmación contundente, clínica, de la psicología profunda, de esa unidad de lo psicosomático, todo eso se encuentra ya intuido en la obsesión de este enfermo de tuberculosis y de amargura. Es decir, enfermo real que trabaja con eso para crear su escena; una omnipotencia de la imaginación que lo hace vivir su propia muerte y convertirla en una escena. Es la apoteosis de la actuación y de la comedia.

DO: Además de lo que mencionas, creo que hay ahí la inauguración de un tono diferente a propósito de la comedia. No es ya ese Molière de la comedia aristofánica, gozoso o festivo, carnavalesco… En ese último periodo, Molière tiene deudas, está casado con Armande, que tiene una enorme ligereza amorosa.

LT: Y que, además, es la hija de su amante. Ahí hay una promiscuidad, si no es que algo más.

DO: Inclusive, en escena. Por ejemplo, en El misántropo se le ocurre a Molière –con todos los líos que podría implicar– poner a su esposa como Célimène; a su amante, como Arsinoé; y como Éliante, a la otra actriz que le estaba diciendo “no”, pero sobre la que tenía interés, en un cóctel que diríamos cardíaco. La parte final de su vida también está rodeada de enemigos, de ataques. La Iglesia lo persigue, el propio rey tiene que entrar constantemente a apagar fuegos y demás. Y ahí nace la visión de ese Molière dolido, amargado …

Armande Béjart, aguafuerte de Gueullette, Acteurs et actrices du temps passé, la Comédie-Française, París: Librairie des Bibliophiles, 1881.
Colección del Museo Británico, Londres.

LT: Es cierto lo que dices, que es un acontecimiento histórico, es decir, un parteaguas para todo el teatro. Y para toda la visión que el teatro ha producido con relación al enigma de lo humano. Es ubicar el momento de la irrupción, que casi sentimos involuntaria, de Molière retado a inventarse algo para recuperar la comedia en un contexto histórico muy particular. Eso que la filología nos hace nombrar “los siglos de oro”. Es el momento del esplendor cultural, en este caso, de Francia. Es contemporáneo de Descartes, de Galileo, de Pascal, pero también es el momento de la asunción de todo ese cambio cultural que supuso el humanismo renacentista; este debate que va a llevar del teocentrismo medieval al antropocentrismo humanista, que suscitará toda esta discusión que terminará hasta la Ilustración. Hay aquí una asimilación de la recuperación del teatro, de sacarlo de donde se ha convertido, por la liturgia, en teatro sacro, y de la expulsión de la carreta de las comedias a los caminos y a las puertas de la ciudad; toda esta tradición de excomunión, de destierro de la tragedia. Este detonante del Renacimiento fue el descubrimiento, en el final del siglo XV en el norte de Italia, de ese texto atribuido a Aristóteles que se llama la Poética, la gran reflexión sobre la condición esencial de lo que llamamos “teatro”. Ese texto funda uno de esos problemas centrales del arte que [György] Lukács llama “los problemas del realismo”. La Poética de Aristóteles es fundamentalmente la posibilidad de entender la aportación de Sófocles a lo que sería la invención de lo humano, o de encontrar en el fenómeno humano el eje antropocéntrico de nuestra explicación. Ese texto, reencontrado en el siglo XV, que detona, entre otras cosas, el Renacimiento, está gravemente mal traducido por Robortello[4], porque le precede la traducción de los textos platónicos, que es lo contrario de esta postura; es el idealismo frente al realismo. Eso que Cervantes entiende tan bien en nosotros, esta mezcla de realismo e idealismo, este Quijote, este Sancho Panza, pasa por entender que la Poética de Aristóteles –ya convertido por Santo Tomás en padre de la Iglesia– es un texto fragmentado, y fragmentado muy sospechosamente. Es decir, Aristóteles anuncia que su reflexión poética implica dos tratados, el de la tragedia y todo lo que implica la visión trágica, y el de la comedia. Pero lo que llega a nosotros es la tragedia, y nada, absolutamente nada, sobre la comedia. Entonces, la reflexión poética que funda el reconocimiento legitimador teórico del humanismo no tiene la reflexión cómica. Cuando Aristóteles plantea la peripecia, la catarsis y la anagnórisis, esas grandes estructuras de principios y efectos poéticos, si va uno al ParisinusIII[5], que es el texto al que podríamos acceder, atribuido a Aristóteles, al leerlo se antoja preguntarse: ¿Qué habría dicho ese texto de la catarsis cómica? Resulta que no podemos. Está esa conjetura maravillosa de Umberto Eco del monje aquel que se encuentra el texto completo y decide mutilar la parte de la comedia porque la comedia es mala de origen. Recupera aquí una de las frases de aquella epístola brutal de Bossuet contra Molière, que se llama Contra el teatro. Bossuet, el gran orador, el gran escritor, padre de la Iglesia galicana, confesor del rey, se avienta contra Molière después del Tartufo en esta epístola. Su inicio es esa frase que retoma Eco para justificar la fragmentación de la Poética por aquel monje de su novela: “La comedia es mala de origen. Porque es mentira, y de la mentira no puede salir nada bueno”. Así empieza la premisa de Bossuet, que acusa de mentira al desenmascarador de la verdad.

DO: Es también esta idea de la risa del diablo. En Eco está la idea del seductor, el engañador, el enmascarado, el que es legión, el que es múltiple es el demonio.

LT: No hay referencia en la narración evangélica de la humanidad de Jesús; se dice que llora, que se enoja, que se enternece, que se indigna, pero no hay indicación…

DO: Lo más que llega es a la ternura, a algo cercano a la simpatía. No tiene ese otro lado humano que es lo malicioso…

Cuando Aristóteles plantea la peripecia, la catarsis y la anagnórisis, esas grandes estructuras de principios y efectos poéticos, se antoja preguntarse: ¿Qué habría dicho de la catarsis cómica?

LT: Como lo impone el blasfemo de Buñuel en la Vía Láctea, en esa imagen del Cristo soltando una carcajada maravillosa que es la liberación misma. El problema de la risa y la consecuencia que esto tiene es por lo que ha sido expulsada hasta de la reflexión teatrológica. Y entonces viene la reformulación poética de los franceses; y, concretamente, de Nicolas Boileau, autor de El arte poética, que recupera buena parte de la de Aristóteles para reformularla; también recupera a Horacio. Es muy curioso porque considera a Molière el mejor autor de Francia y del mundo en ese momento. Su poética es el planteamiento del paradigma de eso que llamamos lo “clásico”; uno se pregunta cómo fue que Boileau formuló esta poética donde recupera la reconstrucción de lo cómico a partir de Molière. Claro, no de todo, fundamentalmente del Misántropo, que es donde él encuentra la recuperación de la comedia. Lo que me lleva a otra consideración de las relaciones extrañas de la cultura. Este texto de la poética de Boileau, amigo de Molière, apologeta de la comedia de Molière, recuperador de la comedia y de la dignidad poética de la comedia, lo traduce en México Francisco Javier Alegre, jesuita expulsado en San Ildefonso. Esta expulsión llevará a la pérdida de la traducción de Alegre donde compara la poética de Boileau con el Arte nuevo de hacer comedias de Lope [de Vega] para encontrar una síntesis nuestra, que queda interrumpida por esa expulsión, efectuada unos añitos antes de que comience el movimiento de Independencia. Entonces, vemos que un discípulo de los jesuitas, un cura de Torres Mochas llamado Miguel Hidalgo y Costilla, escenifica nada menos que el Tartufo de Molière. Y ahora sí la imaginación se va muy lejos: el pensamiento liberador independentista encuentra su ruta, su camino liberador, ya no digamos en Hidalgo, en Lizardi, sino en Molière.

DO: De todas las obras de Molière es la que de manera más violenta, hasta sanguinaria, diría yo, ataca los lastres sociales, y finalmente, el siglo XIX mexicano está en una enorme rebelión contra los fundamentalismos, que en buena medida nos manda hasta nuestros días. Creo que ese tartufismo, esta idea, digamos, de verdades únicas y definitivas, de absolutos, de que alguien se puede parar en un púlpito, en público –por no mencionar las mañaneras–, para adoctrinar y levantar el dedo y decir “esta es la verdad única y demás”, es algo que en Tartufo queda radicalmente desnudo en su doblez. Aquí haría una liga al momento final de Molière, a esa idea que percibo como un cambio tonal en términos del desarrollo de la comedia hasta este punto, donde si bien están Racine y Corneille, lo que logra Molière es una especie de fusión, lo “tragicómico”. Como si hubiera leído el final de la vida de Chéjov, por ejemplo. La idea de un Chéjov que también muere de tuberculosis, cuyo cadáver se transporta para que pueda llegar de esa zona –que no era Alemania, pero, para que nos ubiquemos más o menos, cerca de ahí–; viaja hasta San Petersburgo en un vagón rodeado de ostras congeladas para que el cuerpo alcance a llegar, y lo recibe una banda de guerra pensando que es el tren donde viene un general que ha estado en campaña. La banda de guerra va a recibir al buen Chéjov; y por el contrario, sus amigos literatos van a recibir al general, y todo deriva en una escena que podría ser molieresca, en ese tono, digamos, del final del Misántropo, del Tartufo, del Avaro. Por otro lado, es muy propia de la visión tragicómica de Chéjov.

Yo creo que Molière transita finalmente de esa comedia festiva solar, muy influenciada por la comedia del arte popular, comedia del cuerpo; comedia que también es, en su acepción clásica, horaciana, el “castigat ridendo mores”, castigar las costumbres a partir del humor y de la risa, cuestionando las jorobas del alma. Toda esa visión que logra la comedia clásica y que hace muy claro el epitafio de La Fontaine a Molière, que dice: “En esta tumba yacen Plauto y Terencio, pero un poco más arriba, Molière”.

LT: En Molière están Menandro, Plauto, Terencio, y llevados a esa cúspide me parece maravillosa la asociación que haces con Chéjov: Molière está en Chéjov. Yo no sé qué tan deliberado sea, pero bueno, está en todas sus discusiones con Dyachenko[6]y Stanislavski. Él quiso hacer con Tío Vania una comedia, basta leerla en la clave no del naturalismo stanislavskiano, sino de la de un hombre que descubre el teatro a través de una actriz y su interés por el teatro cuando convive con los actores. Así fue como llegó o como se hizo hombre de teatro Molière, porque a su grupo le llamaba “la familia”, una familia, incluso promiscua, pero familia, a fin de cuentas, aunque no fueran consanguíneos.

Está ese otro prodigioso Molière del metateatro que implica el debate con la crítica y la polémica por el favor del rey, en esa gran lección de lo que es el teatro cuando estrena La escuela de las mujeres, y de alguna manera se expone a ser encontrado en la materia prima de esa descarnada comedia, y suscita la crítica justamente por la sospecha que implica el que se haya casado con una mujer mucho más joven, que, además, para agravar las cosas, pues es parte de esa familia de actores, siendo la hija de quien ha sido la amante conocida de Molière. Hay quien dice que se casó con su hija, aunque no fuera consanguínea. Y es lo que ha hecho detonar tanta sospecha contra la vida teatral y su condena a una comunidad estrecha, promiscua, familiar. Se hace teatro en familia, y el teatro, a lo que no era una familia, lo vuelve una familia. Viene entonces una crítica terrible de los enemigos porque también hay algo de caníbal en este medio; algo muy propio de la vida teatral, sobre todo en este momento en que empieza a despertar. No hay peor enemigo de una gente de teatro que el colega. Eso sigue. Esto nos recuerda mucho lo que pasa ahora con el alegato de los apoyos y de que si los privilegiados o no. De pronto un envidioso amargado le escribe al rey y le dice, ante el éxito de La escuela de las mujeres –porque lo que no soporta este envidioso es el éxito de la comedia–, que cómo puede apoyar a un incestuoso inmoral y le pide en nombre de la gente de teatro que le retire el apoyo y dé una lección de moralidad porque es intolerable. Molière siente entonces que han puesto en peligro un apoyo que necesita para hacer teatro, lo cual tiene mucho en común con lo que está pasando ahora. Lo maravilloso es la respuesta del rey, quien le dice: “Yo te concedo el derecho a responder a tus críticos, como tú sabes hacerlo, no por un decreto real, sino que te invito a Versalles, yo los reúno a todos, y tú en el escenario les contestas”. Y entonces, a La escuela de las mujeres sigue una segunda obra que se llama La crítica de La escuela de las mujeres, donde hace teatro en el teatro y vemos cómo surgió la comedia. A los críticos esto los va a encender aún más. Otro de los actores de la comedia de la compañía del Hotel de Borgoña, que son sus enemigos, escribe una muy mala comedia, El retrato del pintor[7], una especie de contracrítica a La escuela de las mujeres.

Luis XIV y Molière, óleo sobre lienzo de Jean-Léon Gérôme, 1863, Malden Public Library, Malden, Massachusetts.

 

Lo maravilloso es que la discusión tenga lugar en el escenario. Para terminar, Molière estrena en Versalles el Impromptu de Versalles, en el que, como final de una trilogía da, de alguna manera, su gran lección de sus convicciones teatrales, que, curiosamente, consiste en una crítica de las actuaciones. No se defiende como dramaturgo ni como comediógrafo, se defiende desde el punto de vista de la actuación, como maestro de actores, como actor. Lo maravilloso del Impromptu de Versalles es la comparación que empieza a hacer, porque trae a escena a los actores contrincantes y los planta frente a sus actores, y él decide actuar a los personajes antagónicos. Y claro que es el triunfo final. Desde el teatro, impone el triunfo de la comedia; se defiende, y por supuesto que el rey lo seguirá apoyando, al grado de canonizarlo por más que Bossuet lo haya excomulgado y haya muerto excomulgado. Lo que me gusta mucho es que la defensa de Molière sea por el camino de la actuación. Tiene que ver con la actuación, y lo que critica en los otros actores es lo que Boileau va a ponderar: el realismo. Lo que hoy en día llamaríamos la naturalidad contra la impostación sobreactuada, sobrenfática. Yo distinguiría –sin llegar a la construcción de la obra más acabada del paradigma, lo que implica esta estética o esta poética, que es sin duda El misántropo– que no veo aquí un regreso a la tragedia o una mezcla trágica. Me parece que es llevar a las últimas consecuencias la comedia como un tono real, que la hace distinta de la farsa. La diferencia de la comedia y la farsa es el realismo. La comedia es realista. Y quizá lo sea más porque lo que hace es descender de la extraordinariedad de la tragedia, es decir, aquello que estructura una tragedia, que es lo extraordinario del personaje, lo extraordinario de una virtud o de un defecto, o lo extraordinario de una situación. Edipoempieza en Tebas, donde hay peste. La situación ya está alterada. La comedia realista de Molière, como en Menandro –que es discípulo de Teofrasto, el autor de Los caracteres–, es sobre lo ordinario; está más cerca de Eurípides que de Sófocles. Es lo que llamaríamos la vida cotidiana, la vida ordinaria, pero no se queda ahí, sino que desenmascara lo que está subvertido, todo lo que hemos ocultado. Lo que viene a consistir poéticamente en una poderosísima demolición de la sublimación. Una demolición de lo sublime, con lo cual sí hay un ataque frontal a la impostura trágica y una invención irresistible de la sinceridad.

En Molière, dice Goethe, admiramos una irresistible franqueza que resulta insultante. ¿Por qué? Porque lo que muestra es aquello subvertido en las imposturas, y que no es otra cosa que el miedo al ridículo, pero el miedo al ridículo está fundado en esta poética de morir en la realidad del ridículo. Todos los seres humanos tenemos miedo a hacer el ridículo, sin más, lo que se llama pánico escénico. Y ¿por qué tendríamos pánico de hacer el ridículo? Porque somos ridículos. Ahí está el realismo; es que somos ridículos. La superioridad de Molière es que lo acepta.

DO: Creo que habría que invertir los términos del espejo en el que se refleja finalmente ese realismo, porque la extravagancia propia del tiempo, o de las personas que están en la calle en el tiempo de Molière, no es, a fin de cuentas, la cotidiana, la normalización y la contención de lo que ocurre a partir de finales del siglo XIX con el comportamiento social. En ese sentido, creo que todavía El misántropo, con esa carga de realismo, por supuesto que tiene muchos momentos donde no deja de estar ese Molière que finalmente reaparece en El enfermo imaginario. Ese Molière del juego verbal, de la exacerbación de lo insólito del comportamiento humano, de la extravagancia. Que quizá yo, fíjate, pensaría más en ese realismo en función de nuestras extravagancias posmodernas, es decir, de este mundo de espuma y de betún y de pastel tipo Sanborns, este mundo de la espectacularidad contemporánea, de eso que empezó a describir [Guy] Debord en la sociedad francesa de finales del siglo XX, y que fue llegándonos a América Latina hasta que hoy finalmente también estamos en esa espuma de extravagancia donde una especie de comportamiento realista resulta lo excepcional.

LT: Sí, estoy totalmente de acuerdo contigo. Lo que sucede es que no hay un realismo. Cuando hablamos de realismo estamos hablando de un propósito poético porque así lo plantea el propio Aristóteles, el para qué; lo cual es una teleología de la búsqueda poética, de este hacer poético. Hay muchos realismos. El de Molière es el suyo, una postura poéticamente asumida, que la lee muy bien Boileau, y que no puede plantearse ni definirse como una etiqueta, como la podemos encontrar en todo el avance epistemológico que nos trae hasta nosotros. Hay una interlocución, por eso digo que es tradición y funda tradición, pero también hay una postura que tiene que ver con ese momento del racionalismo cartesiano. Con el principio que veo en suDon Juan, la preconización de lo que la Ilustración llamará el librepensador. Esto es lo que lee Voltaire, que incluso lee ateísmo en un hombre que no le tiene miedo al infierno. Eso quedará más claro en Lord Byron y el Manfred, que elige el infierno antes que perder la libertad, en lo cual hay una tremenda amargura y un escepticismo brutal ante su propio fracaso, pero también ante lo que lo amenaza como castigo; no hay que olvidar el trasunto de tragedia teológica que está en el original de Tirso. Tirso hace teología en El burlador, como lo hizo en El condenado por desconfiado. Es el problema de la predestinación que está en el corazón de la Reforma y de la división del cristianismo en ese momento. Molière es un avanzado, es verdaderamente impresionante para su momento. Es el primer laico claramente asumido, y eso lo olió muy bien Bossuet. Aparece el laicismo ahí, el agnosticismo. El relámpago final con el que acaba su Don Juan provoca en el estreno una carcajada. ¿Cómo es posible la fulminación del burlador que merece el infierno…?

DO: Exactamente, ahí en ese gesto final, está ese Molière que aun cuando está siendo “demoníaco” –por decirlo así– con esa arrolladora argumentación por la libertad de pensamiento, en el último momento, también, cuando el otro ya se fue a los infiernos, está ese gesto cómico de “mi sueldo, no me pagaste mi sueldo”, y es la única preocupación que tiene su criado.

LT: Prodigiosa, es prodigiosa. Ahí está la demolición de lo sublime.

 

 



[1] Charles Varlet (1635-1692), señor de La Grange, actor y miembro de la compañía de Molière. [N. de la r. Todas las notas son autoría de la redacción por lo que en adelante ya no se acreditarán]. 

[2] Tiberio Fiorilli (1608-1694), actor italiano, maestro de Molière, a quien se le reconoce haber fijado al personaje Scaramouche de la comedia del arte. Su identificación con dicho personaje fue tal que terminó siendo conocido simplemente como Scaramouche.

[3] Los enredos de Scapin (1671), comedia de Molière.

[4] Francesco Robortello (1516-1567), humanista, maestro y traductor. Se le considera pionero de la teoría de la comedia. 

[5] Se refiere al códice Parisinus, escrito entre los siglos X-XIII, de origen bizantino, que fue uno de los códices usados para fijar el texto griego definitivo de la Poética. “A mediados del siglo XVI –leemos en la introducción del tratado de Aristóteles, edición de Gredos– perteneció a la colección de manuscritos del cardenal Ridolfi, de donde pasó a Francia, todavía en el mismo siglo”. Aristóteles, Poética. Magna moralia. Barcelona: Gredos, 2011. 

[6] Viktor Dyachenko (1818-1876), crítico de teatro y dramaturgo de gran éxito en Rusia durante la segunda mitad del siglo XIX.

[7] El retrato del pintor o La contracrítica de La escuela de las mujeres de Edmé Boursault, aunque, como resulta evidente, el título es homónimo de la pieza metateatral del propio Molière.



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