Los días que corren la guerra se acrecienta en Europa del este. Y es por ello que, por más que estas líneas quieran ser festivas, terminarán siendo agridulces, como alguno de los adagios de Mozart que, en medio de su luminosidad intensa, nos conduce hacia un intermedio agitado y oscuro. Al salir, quedarán sentimientos encontrados, pero habrá de pasar el horror y la luz volverá a brillar. Puede caminarse “desde las cenizas hacia la luz”, nos asegura la pianista Nelly Ben-Or. Habrá de ser así.
Al repasar la historia de Ucrania me he detenido en la ciudad de Leópolis, cuya fortuna a través de los tiempos es una inmejorable lección sobre la historia de la atribulada nación por haber estado en manos de casi todos: de los austríacos, de los polacos, de la tiranía estalinista, de la demencia nazi, y hoy, de otros que quieren violentarla. No por nada, el historiador norteamericano Timothy Snyder ha llamado a esa región de Europa las “tierras sangrientas”. Pero en el terreno musical, la sola mención de aquella bella ciudad, hoy amenazada, ha traído a mi memoria la figura de dos músicos muy destacados, nacidos ahí. El primero, el gran director Stanisław Skrowaczewski, que falleció en 1917; la segunda, mi admirada maestra Nelly Ben-Or, que en los próximos días cumplirá noventa años. Aunque sus trayectorias son muy diferentes, existen entre ellas elementos comunes, casi todos terribles, casi todos debidos a la guerra. Ambos hubieron de huir hacia Polonia (tal y como hacen hoy los refugiados ucranianos), y ambos sufrieron pérdidas irreparables. A Skrowaczewski, los tabiques estallados por una explosión le cayeron en la mano y truncaron irremediablemente su carrera pianística. Nelly Ben-Or, que pasó innumerables percances durante la guerra, pudo eventualmente proseguir una exitosa carrera pianística, pero antes hubo de sufrir el infierno cuando los nazis asesinaron a su padre en el gueto de Varsovia. El fanatismo ideológico, la ceguera religiosa y la crueldad de la guerra no conocen de matices y arrasan con todo. Barbarie y voracidad, insensatez y estulticia; todo ello parece incontenible, pero siempre queda, detrás del horror, el ejemplo de tantas personas que poseen una voluntad de vida inquebrantable, a quienes anima una llama de luz que es inextinguible. Así lo mostraba, apenas en días pasados, Vera Lytochenko, una violinista ucraniana que tocaba en algún sótano de Járkov mientras unos tontos lanzaban misiles para oscurecer el cielo, ya de humo, ya de oprobio. ¿Para qué más habrían de hacerlo?
En un atrasado, pero más que merecido homenaje, Nelly Ben-Or recibió en 2020 por parte de la reina Isabel II la condecoración de la Orden del Imperio Británico, en virtud de su contribución a la educación en torno al Holocausto.
En un atrasado, pero más que merecido homenaje, Nelly Ben-Or recibió en 2020 por parte de la reina Isabel II la condecoración de la Orden del Imperio Británico, en virtud de su contribución a la educación en torno al Holocausto. Parte fundamental de esa labor fue la publicación en 2018 de su libro autobiográfico Cenizas hacia la luz: de una infancia en el Holocausto a una vida en la música. En sus páginas recorremos la vida de una joven arrastrada por la guerra, asolada por la invasión de los nazis a Polonia y perseguida por ser judía. A decir verdad, algunas páginas del libro apenas pueden leerse, ya que están inmersas en la brutalidad, en el humo de la destrucción, y son prueba fehaciente y punzante de la insensatez humana. Otras, aunque espeluznantes, son muy reveladoras, como aquellas donde Ben-Or nos cuenta que, habiendo perdido el tren que habría de llevarlas hacia Varsovia, su madre y ella subieron a otro, destinado al uso de la soldadesca de la Wehrmacht. Como viajaban con pasaportes falsos y nombres católicos, como la madre fingió hablar “sólo algunas palabras” en alemán (cuando en realidad había sido educada en Graz), los propios nazis les ayudaron diligentemente, las llevaron en el tren y uno de aquellos oficiales no dudó en ofrecer su abrigo para que la pequeña niña no pasara frío. “Estos nazis –dice Ben-Or– no sólo eran brutos sino francamente estúpidos”. ¿Puede contarse mejor historia para retratar el absurdo extremo de la demencia humana?
Los horrores de la guerra marcaron e hirieron a la joven Nelly, pero nunca la destruyeron ni mucho menos fueron impedimento para que siguiera, en medio de tanta desolación, el necio sueño de tocar el piano. Cuando la guerra terminó en 1945, pudo ir a Katowice para ser inscrita en el prestigioso Liceum Muzyczne, donde se concentraban los mejores maestros y alumnos de música de Polonia. Ahí estudió con Wanda Chmielowska y obtuvo un “Chopin Stypendium” que habría de convertirse en el primer atisbo de luz tras las cenizas de la guerra. De ahí en adelante, la luz se acrecienta. Nelly Ben-Or pudo emigrar al flamante Israel, donde estudió con Henriette Michelson, quien había dejado Nueva York y su posición en la Juilliard School para ir al naciente estado judío. Ya establecida en Israel, ganó un concurso Mozart, con Claudio Arrau como presidente del jurado, y tuvo, por fin, un período de paz tras una niñez de miedo y persecución. Posteriormente, recibió clases de Vlado Perlemuter, pero la mayor parte de su vida artística y docente transcurrió y continúa en Londres.
El imposible sueño de la joven pianista perseguida por la guerra se ha convertido, en todos esos años, en la inspiración cotidiana que sus alumnos siempre recibíamos. Ir a sus clases era entrar en un remanso de lucidez, en un espacio donde los problemas pianísticos dejaban de ser inabordables y donde la música parecía encontrarse a sus anchas, en su casa, en su hábitat.
Originalmente, Ben-Or llegó a Inglaterra para tomar un curso con Patrick Macdonald, reconocido maestro de la llamada “técnica Alexander”, desarrollada por Frederick Matthias Alexander. Su interés por esa técnica la llevó a quedarse en Gran Bretaña y a convertirse en una de las más afamadas maestras de dicha disciplina (que promueve una reeducación del cuerpo para propiciar un mejor desempeño físico y mental, una técnica idónea para músicos y artistas escénicos que hoy se enseña regularmente en las más importantes escuelas de música del orbe). Casada con el arquitecto inglés Roger Clynes –un auténtico gentleman con su proverbial sentido del humor británico a flor de piel–, ha hecho de Londres su hogar, ha consolidado una destacada carrera como pianista, con recitales para la BBC y presentaciones en las más prestigiosas salas de Londres –Wigmore Hall, Queen Elizabeth Hall–, y ha sido maestra distinguida de la Guildhall School of Music durante varias décadas, además de recorrer varios países para impartir cursos y clases maestras. El imposible sueño de la joven pianista perseguida por la guerra se ha convertido, en todos esos años, en la inspiración cotidiana que sus alumnos siempre recibíamos. Ir a sus clases era entrar en un remanso de lucidez, en un espacio donde los problemas pianísticos dejaban de ser inabordables y donde la música parecía encontrarse a sus anchas, en su casa, en su hábitat.
La traducción al español de algunas páginas de su referido libro, que a continuación entregamos, sólo son el discreto saludo a una destacada trayectoria artística y a una vida ejemplar en tantos sentidos. Son, también, un recordatorio dolorosamente pertinente, de la guerra y sus atrocidades; constituyen un penoso testimonio de persecución y barbarie, del exterminio y la intolerancia que, como plagas necias, insisten en crecer bajo nuestras plantas; pero, ante todo, son muestra elocuente de cómo el arte y la vida, aun entre las peores circunstancias, terminarán por alzarse, por imponerse.
Dejo para el final de este prólogo algo particular de los años de luz. En las páginas finales de su libro, Nelly Ben-Or hace un recuerdo emotivo de sus días pasados en México. Tuvimos la fortuna de escucharla en diversos recitales (el primero ofrecido en diciembre de 1985 en el Palacio de Minería, dedicado a las víctimas del terremoto, y otro posterior, en 1999 en la Sala Ponce), y de que impartiera diversos cursos y clases maestras. Fue, asimismo, jurado del Concurso Nacional de Piano Angélica Morales en dos ocasiones; por todo ello tuvo la oportunidad de viajar por algunas partes de nuestro país. Prenda elocuente de su relación con México, grabó un disco con mazurcas de Chopin, Ponce y Szymanowski, donde convergen, inesperadamente, tres grandes compositores, dos países y un género pianístico pleno en hallazgos y destellos. Para Ben-Or, ese disco tanto como su conocimiento y relación con México forman parte de la luz, y son muestra de cómo, tras los horrores de la guerra, los nubarrones de ceniza y humo acabaron por disiparse. Testimonios así alcanzan a iluminar los días sombríos que hoy corren.
Los dos fragmentos que siguen cuentan algo de la temprana vida de Nelly Ben-Or. En el primero, la encontramos tras dejar Leópolis para buscar en Varsovia una mejor vida que nunca llegó. En el segundo, se narra algo del horror vivido en los heroicos días del alzamiento contra los nazis invasores entre agosto y octubre de 1944. Nada de lo que esas páginas cuentan se adivinaría tras la maestra y la mujer extraordinaria que tenemos la fortuna de conocer, y es una maravilla poder atestiguar que las terribles escenas narradas por ella se refieren a la misma persona de hoy, de fino trato, estupendo sentido del humor, incesante charla y generosidad y cariño sin límites.
La calle Trembacka, Varsovia
(fragmento)
Tras algún tiempo de vivir en la cocina del departamento de los Kowalski, me puse cada vez más nostálgica de poder tocar el piano. Este era un interés y un involucramiento pasional que no había sido aplastado, ni siquiera por el horror de nuestra situación. A menudo miraba a través de la puerta de la cocina que conducía hacia la recámara de la vieja pareja, y veía que había un piano. De vez en cuando su hija les visitaba y se sentaba al piano para tocar, no particularmente bien para ser honestos.
Mi deseo de llegar a ese instrumento y tocarlo me hizo fastidiar a mi madre para que le preguntara a la señora Kowalska si me dejarían tocar. Al principio, mi mamá se rehusó a dar un paso al respecto. Se llevaba muy bien con la pareja, pero de ninguna manera les revelaría que yo tenía talento musical o que había tenido anteriormente clases de música. Quería mantener la impresión de que proveníamos de un entorno nada sofisticado. La idea de tener una hija con talento y habilidad musical habría levantado sospechas a nuestro alrededor. Como a menudo el talento musical se asociaba con las personas judías, mi madre perdió el sentido de la proporción al creer que cualquier católico en Polonia inmediatamente pensaría que uno era judío si tenía talento musical.
Pero apenas podría culpársele de reaccionar de esa manera, si se consideran las condiciones amenazantes en las que estábamos. Sin embargo, yo estaba irresistiblemente atraída al piano e insistí para que mamá pidiera a la señora Kowalska que me dejara tocar. En un inicio, mi madre me pidió callarme y no pedir una cosa tan imposible. “Van a sospechar de nosotros”, me dijo. “No deben saber que has tocado antes; somos simplemente gente de clase trabajadora, ¿recuerdas?”. Sin embargo, después de un tiempo de fastidiarla constantemente, habló a la señora Kowalska, quien inmediatamente me permitió entrar y “jugar” en el piano. Se suponía que yo nada sabía al respecto.
El toque y el sonido de ese instrumento ejercieron su magia sobre mí. Pronto los ancianos se interesaron en mi ejecución, que, sobra decirlo, no escondía el hecho de que tenía un talento musical. Al poco tiempo sugirieron que, cuando su hija tomaba su clase semanal, yo también podría hacerlo. Al principio mi madre rechazó la oferta, diciendo que no pensaba “que fuera adecuado para mí tocar el piano”. Más me valdría ayudar con las labores de la casa, todo ello como un débil camuflaje para esconder su miedo de que se descubriera nuestra identidad judía. Como era de esperarse, se dejó persuadir, y comencé a tener clases de piano semanales.
Mi sed de música era tal que hice enormes avances cada semana. Tras un tiempo ya tocaba algunas piezas algo difíciles –mi repertorio consistía en muchos valses de Strauss en transcripción para piano.
La maestra era una vieja solterona, quien, asumimos, provenía de una familia alguna vez culta y rica que la había educado como se educa a una joven señorita, es decir, para hablar en francés y tocar el piano, independientemente de si tenía o no talento musical. Como habían caído en desgracia durante los tiempos difíciles de la guerra, nuestra señorita “maestra” había recurrido a dar clases de piano. Como pianista profesional y docente, hoy puedo decir que su conocimiento y habilidad eran casi nulos. Sin embargo, mi sed de música era tal que hice enormes avances cada semana, más a pesar que gracias a mi maestra. Tras un tiempo ya tocaba algunas piezas algo difíciles –mi repertorio consistía en muchos valses de Strauss en transcripción para piano–. La maestra habló con mi mamá y dijo que yo era demasiado talentosa para que ella pudiera enseñarme, y le sugirió enviarme a la famosa escuela Chopin en Varsovia. Naturalmente, mi madre recibió esto con una mezcla de satisfacción y renovada ansiedad. Se negó tajantemente a enviarme fuera de la casa a cualquier espacio público. Entre menos personas supieran de mí o de ella, estaríamos más seguras. Así que de nueva cuenta encontró alguna razón para explicar su rechazo a enviarme a la escuela Chopin. La maestra, desesperada, sugirió que al menos debería participar en un concierto para pequeños alumnos arreglado por una amiga suya que enseñaba en el conservatorio. Como mi madre no pudo negarse, pude tocar.
Mi pequeña ejecución causó, al parecer, algún revuelo. De nuevo, mi madre tuvo que mostrar su rechazo para reconocer mi talento, para evitar otra exposición a la luz pública en caso de que mis rasgos o cualquier otra cosa de mi persona les causara la sospecha de que éramos judías. Tristemente, aun entre los más educados polacos, el antisemitismo estaba tan arraigado que cualquiera podía ser denunciado como un judío prófugo ante los nazis. Los temores de mi madre a la sobreexposición fueron, desafortunadamente, del todo justificados y probaron estar bien fundamentados…
El alzamiento de Varsovia
(fragmento)
Cuando las tropas alemanas irrumpieron en nuestro edificio, habiendo capturado nuestra calle, ahí mismo ejecutaron a cualquier hombre. El viejo señor Kowalski encontró la misma muerte de la que había oído y se había regocijado cuando sucedía en el gueto. La depravación, una vez suelta, se lleva a todas las víctimas que encuentra en su camino. Mi madre tuvo razón; y el viejo Kowalski fue asesinado en la escalera de nuestro edificio cuando los nazis allanaron nuestros apartamentos. A las mujeres y niños se les persiguió hasta sacarlos del edificio, haciéndoles correr en medio de metralla y otras explosiones hacia la plaza central del teatro. Ahí cientos de personas de diferentes calles habían sido acomodadas en filas, vigiladas por alemanes fuertemente armados, con largas cananas de brillosas balas, listas para ser disparadas a la gente en cualquier momento. A las casas de las que habíamos huido se les prendió fuego. Mientras corríamos pensé que nos dispararían, pero cuando alcanzamos la gran plaza frente al gran teatro de Varsovia pasó por mi mente que ese era nuestro lugar de ejecución. Habíamos pasado al lado de montones de cuerpos quemados y mutilados; personas que habrán perdido sus vidas apenas antes de que viéramos sus horripilantes restos.
Yo absorbía todas estas impresiones infernales con la agudeza de percepción que probablemente sólo se despierta en momentos de peligro extremo. Cuando finalmente acabamos formados en la plaza del teatro, frente a las ametralladoras y a los feroces y viciosos alemanes, de hecho, éramos una barricada viviente a través de la cual la lucha continuaba. Yo me paré en mi estado de pánico demente, agarrada de la mano de mi madre, tratando de esconderme en su cuerpo. Se nos ordenó que nos moviésemos, so pena de que se nos dispararía inmediatamente. Fue así como las balas volaban a través de las hileras de gente, algunas de las cuales fueron heridas o cayeron muertas. Por un milagro extraordinario, ni a mi madre ni a mí nos tocó bala alguna. Pero en algún momento, frente a una ametralladora puesta frente a mí, perdí todo control y comencé a llorar histéricamente, temiendo que se nos ejecutaría de inmediato.
Fue en este momento cuando sucedió la más extraordinaria e inesperada cosa. Mientras me aferraba al vestido de mi madre, temblando con un llanto incontrolable, uno de los soldados que nos vigilaba se me acercó. Acarició mi cabeza con gentileza y con una voz evidentemente conmovida me habló en alemán. Al haber sido expuesta a tanto alemán hablado entre la familia de mi madre que había sido educada en escuelas austriacas, entendí perfectamente lo que me decía: “No llores, chiquita… Yo también tengo una pequeña niña como tú en Viena…”. Desató de su cinturón una cantimplora que contenía café. Entregándomela me dijo que bebiera un poco y que le ofreciera a mi madre. En ese estado de angustia y temor absolutos, dudé automáticamente, como si esperara alguna trampa, destinada a envenenarnos a ambas. Apenas puedo entender cómo es que estos pensamientos casi dementes pasaron tan rápido por mi cabeza. El soldado lo percibió inmediatamente, y tomando el café, bebió algunos sorbos para regresármelo en seguida. Su comportamiento en esas irrazonables circunstancias fue tan extraordinario que de momento no entendíamos. Cada una de nosotras bebió un poco, y él me tocó la cabeza de nuevo con una ternura patriarcal y me dijo: “No temas, todo estará bien”. El incidente parecía totalmente irreal: uno de nuestros opresores y posibles verdugos acercándose a consolar a una niña llorosa… Realmente, no podíamos acomodar esta experiencia en la demente realidad que nos rodeaba…
Tras algunas horas parados en filas, rodeados por soldados, se nos orilló hacia las bodegas del teatro que teníamos enfrente. Ahí, en apretujados cuartuchos, pasamos la noche hacinados en grupos. Desde otros lugares de las bodegas nos llegaban los gritos de personas que debieron haber sido torturadas. De un momento a otro ignorábamos la suerte que nos aguardaba. Finalmente, llegó la mañana y se nos ordenó en alemán que todos saliéramos a la calle, rápidamente. Mientras mi madre y yo íbamos hacia la puerta, atrapó mi mano el soldado austríaco, quien puso en ella una bolsa de galletas y otra botella de café, diciéndonos “tómenlo, lo van a necesitar”. Y así lo hicimos más tarde. Entonces hubo un revuelo de carreras y esperas para ser finalmente arrumbadas en un tren. Entonces corrió el rumor: íbamos a Auschwitz. Recuerdo muy claramente lo que sentí en ese momento. Había escuchado tal descripción de las atrocidades que tenían lugar en ese campo de concentración que el darme cuenta de que me dirigía hacia el infierno casi me paralizó de miedo. Sentí un dolor físico agudo, asfixiante, que se apoderaba de todo mi cuerpo. Esta debe haber sido una experiencia del tipo de intensidad que, en algunos casos, causa la muerte instantánea. No lo puedo describir de otra manera.
El tren comenzó su trayecto hacia fuera de la combatiente Varsovia. Se nos deportaba, irónicamente, no por judíos, sino como ciudadanos de la capital rebelde, como castigo por el alzamiento contra los nazis. En el tren, casi éramos puras mujeres y niños, con algunos ancianos. Y de repente… se detuvo, poco antes de llegar a Auschwitz. Los alemanes gritaron “Alle Fraue und kinder bis fünf jahre, raus!” (“todas las mujeres y niños de hasta cinco años, ¡afuera!”). Como yo tenía once años y estábamos con la señora Kowalska y sus hijos, ella inmediatamente cogió a su bebé y le dijo a mi madre que tomara al otro (el niño de tres años que mi madre había cuidado con tanto cariño), para que así mi madre y ella pudieran legítimamente abandonar el tren con un niño menor de cinco años, conmigo pegada a mi madre como un corderillo. Nos precipitamos fuera del tren, con mi madre sosteniendo al pequeño Jacek de la mano, y la joven señora Kowalska aferrando a su bebé, Joasia, y yo colgada de la falda de mi madre. Nos unimos a cientos más y nos condujeron a una iglesia vecina que estaba vacía. Corrió la voz de que nos encerrarían para que los alemanes prendieran fuego al edificio. Tuvimos que pasar la noche ahí, sin comida ni un lugar para dormir que no fuera el suelo de concreto. Más tarde escuchamos que Auschwitz estaba demasiado lleno para recibirnos. El milagro que había rogado interna y desesperadamente en ese viaje por tren había ocurrido. No llegamos hasta las cámaras de gas.