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Música y ópera

Lourdes, Emperatriz de México


Por Claudio Valdés Kuri

 I

“Pon mucha atención, prepárate para escuchar verdaderas proezas” –me dijo Rogelio Gómez, un cantante por amor al arte y astrónomo por pasión autodidacta–. Yo tenía quince años y una muda de voz que parecía un salto cuántico: de soprano a bajo en apenas dos días. Era la última silla en la fila más grave del coro Convivium Musicum, debutante en el Palacio de Bellas Artes, con los nervios hechos música.

“Llegó al ensayo como si viniera del mercado, sin escudos ni pedestal. Comenzamos a cantar y fue como si el universo hiciera clic”.

 

Desde donde estaba, alcanzaba a ver al nuevo director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Sergio Cárdenas. Pero a ella no la vi, la oí primero: una voz femenina surgió de la misa de Mozart con el poder de partir la arquitectura del aire. Una voz tan perfectamente puesta que parecía dictada por el mismo compositor. Luego giró el rostro y la reconocí: la misma que meses antes había escuchado cantando en una banda de rock, frente a la Casa del Lago.

—Ella es Lourdes Ambriz —me dijo Rogelio con una especie de reverencia pagana—: la Emperatriz de México.

Bautizada así no por decreto ni por protocolo, sino por una audiencia en éxtasis que aplaudía la belleza de su voz, su gracia, su porte y su forma de desafiar el arte operístico como quien le pone un vestido nuevo a los dioses antiguos. Una emperatriz que, en el fondo, era más bien la princesa de un sueño colectivo, la heroína de innumerables enamorados que nunca osaron confesarlo.

II

La música antigua me llegó como una revelación. Me pasó por encima, como una ola barroca, y luego me arrastró a la orilla de una nueva necesidad. Así nació Ars Nova, el ensamble de voces que armamos Magda Zalles, Guadalupe Gómez, Mario Iván Martínez y yo. De la polifonía renacentista saltamos al tesoro olvidado: la música virreinal de América Latina, tan singularmente efervescente y tan ignorada en ese entonces.

Y entonces vino París.

La UNESCO celebraba los “quinientos años del encuentro entre dos mundos”, pero nosotros no teníamos soprano. Habíamos perdido a varias en el camino, como se pierden los guijarros en una corriente.

—¿Y si le hablamos a Lourdes?

—¿Estás loco? Es la soprano de México, no va a venir.

Pero Lourdes vino. Llegó al ensayo como si viniera del mercado, sin escudos ni pedestal. Comenzamos a cantar y fue como si el universo hiciera clic. Intercambiamos miradas. Lo supimos sin decirlo:

—Es ella. Es ella.

Desde entonces, Ars Nova se convirtió en un navío incansable. Navegamos países, teatros, festivales. Y Lourdes… Lourdes se adaptaba como el agua al recipiente, cantaba como quien respira, comía como una aristócrata aventurera, sin dejar de probar ninguna comida por exótica que fuera. Y yo, agradecido, era testigo y partícipe de un anecdotario fascinante e hilarante.

 

Mario Iván Martínez, Lourdes Ambriz, Magda Zalles y Claudio Valdés Kuri, integrantes de Ars Nova, conjunto vocal de música antigua.

 

III

Después de quince años con Ars Nova, partí a fundar mi propia compañía: Teatro de Ciertos Habitantes. Lourdes y yo nos seguíamos la pista a la distancia, como dos cometas que orbitan el mismo sol. La vi cantar desde trapecios o montar arias clásicas o contemporáneas con la soltura de quien cocina en casa. Siempre nueva. Siempre ella.

Entonces, me llegó la comisión para dirigir la ópera Montezuma de Carl Heinrich Graun. Invité a Gabriel Garrido como director musical, junto con su magnífico Ensemble Elyma, cuya sede se encuentra en Ginebra. El papel de Eupaforice, la emperatriz ficticia inventada por el libretista Federico II de Prusia, era para Lourdes. Nadie lo dudaba. Bueno, Gabriel sí.

—Parece un pajarito mojado —dijo al verla llegar a Suiza, vencida por largo vuelo y por el invierno.

“Lourdes no se quebraba. Se abría. Nos sorprendía cada día con más fuerza, como si guardara un universo en cada célula”.

 

Al día siguiente, ya recuperada, ese pajarito cantaba con el poder de un águila real. En los ensayos, Lourdes se convirtió en un misterio a revelar. Hicimos un inusual laboratorio de creación. Con Diego Piñón y su danza butoh buscamos no solo escenas, sino indagación interior. Lourdes no se quebraba. Se abría. Nos sorprendía cada día con más fuerza, como si guardara un universo en cada célula.

Un día, durante una exploración en Teotihuacán, descendió por una escalera filosa, en pleno sol, y cayó al suelo entre convulsiones.

“Mientras desciende, va siendo herida hasta que cae en el piso, totalmente desmembrada, cual diosa Coyolxauhqui. Poco después resurgirá de sus cenizas y ascenderá la escalera de manera invertida. Todo esto Lourdes lo realizaba al tiempo que cantaba”.

 

—Se queda —dije.

Después supe que las convulsiones eran cortesía de un ejército de hormigas rojas, que no lograron sacar a Lourdes de su concentración.

Y luego vino la escena. Arriba de una pirámide, Eupaforice lamenta su destino al ver cómo su mundo se derrumba, ante la humillación que su marido sufre. Mientras desciende, va siendo herida en sus extremidades por colaboradores de los españoles, hasta que cae en el piso, totalmente desmembrada, cual diosa Coyolxauhqui. Poco después resurgirá de sus cenizas y ascenderá la escalera de manera invertida, jalándose de sus pies hasta alcanzar la cima, erguirse nuevamente y tomar la decisión de luchar por su pueblo. Nótese que Lourdes realizaba todo esto mientras cantaba, sin detrimento alguno, un aria de coloratura de altísimo nivel técnico… La gente no respiraba.

Mientras escribo esta narración se me vuelve a enchinar la piel con el recuerdo de esta proeza, como uno de los actos escénicos cantados más sobresalientes y emocionantes que he visto en mi vida.

Lourdes Ambriz como Eupaforice en Montezuma de Carl Heinrich Graun, dirección escénica de Claudio Valdés Kuri.

 

IV

Pasaron los años y llegó el XXV aniversario del Teatro de Ciertos Habitantes. Creamos Del mago al loco, un espectáculo nacido del tarot. Lourdes, claro, fue la Emperatriz. ¿Quién más podía encarnar la materialización del pensamiento en acto y el gozo del hacer que enuncia ese arcano? Además de entrenar vocalmente al resto del equipo, cargar sillas para el público cada noche, bailar tango y kathak y tocar instrumentos, inundó de gozo a los asistentes cuando realizó otra de sus proezas: cantar el aria Rejoice Greatly de George Frederick Handel, mientras caminaba altiva sobre los hombros del resto del elenco.

Meses después, ataviada con un vestido rojo de corte oriental, la hermosa y querida Emperatriz de México recibiría la Medalla Bellas Artes en el Palacio de Bellas Artes.



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