Muy querida Lulú:
Recibe estas líneas, que otros también leerán, como un testimonio de cariño, respeto, admiración y agradecimiento de mi parte. Somos contemporáneos, y en la cronología profesional de cada uno hemos coincidido y colaborado tantas veces que quizá nunca antes abrí un paréntesis para expresarte mi reconocimiento y para darte las gracias.

Lourdes Ambriz interpreta a Gretel y Encarnación Vázquez a Hänsel, en
Hänsel und Gretel, ópera de Engelbert Humperdinck, Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 2013.
En los años ochenta del siglo pasado despuntaba tu brillante carrera. Te conocí tempranamente, y recuerdo vívidamente, en la primera década de tu vida artística, tus impecables participaciones como Olympia (Les Contes d’Hoffmann, 1982 y 1987), con la dirección escénica de Rafael López Miarnau; tu Nannetta del Falstaff de 1984 (¡con Ramón Vargas como Bardolfo!), bajo la mancuerna que integraban Eduardo Mata y Juan Ibáñez; tu afilado Oscar de Un ballo in maschera (1985), bajo la batuta de lo zio Alfredo Silipigni; tu sutilísima Najade (Ariadne auf Naxos, 1985), de nuevo dirigida por Eduardo Mata y Rafa López Miarnau; la inolvidable Juliette (Roméo et Juliette, 1987) escenificada por José Antonio Alcaraz, y tu actuación protagónica en Aura (1989), de nuestro Mario Lavista, con Ludwik Margules y Alejandro Luna en el equipo creativo. Este breve pero significativo listado de aquellos tiempos está marcado por la mayoría de los afectos indelebles que, de una u otra manera, me hicieron pasar del aprendizaje a la adquisición del oficio y, en ese tránsito, una y otra vez figurabas tú, como intérprete idónea de tu amplísimo repertorio, siempre con la certidumbre de tu destreza técnica, tu musicalidad y tu sentido dramático.
“Tu devoción a la música antigua y a la contemporánea da cuenta de la amplitud de tu mirada estética”.
A las pocas semanas de Aura, en ausencia de un comparsa informal, expandí mi labor al frente de la gerencia artística de la Ópera de Bellas Artes para encarnar una bruja voladora que hiciera temblar a Gretel –es decir, a ti– y a tu hermanito, Hänsel (Encarnación Vázquez), para contentamiento de Luis Gimeno, del maestro Savín y de los técnicos del escenario del Palacio. En el transcurso de las décadas coincidimos no sólo en la Ópera de Bellas Artes con feliz frecuencia, sino también en el Festival Internacional Cervantino, en la Dirección General de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México y, claro, en mis propias escenificaciones. Tu presencia artística, siempre versátil, ha sido proficua y estimulante para nuestros colegas –los tuyos y los míos– en todo tipo de aventuras: ha sido imprescindible en la ópera, con un repertorio representativo de los cuatro siglos y pico de la historia del arte lírico, lo mismo que en conciertos y recitales, en grabaciones, en experimentos y divertimenti escénico-musicales, y en estrenos absolutos que han nutrido el panorama de la música de nuestro tiempo. Tu devoción a la música antigua y a la contemporánea da cuenta de la amplitud de tu mirada estética.
“Así has sido desde el comienzo: cantante y actriz distinguida por un rigor profesional de tiempo completo”.

Contigo, con tu complicidad, ocurrieron los estrenos en México de dos cúspides mozartianas: La clemenza di Tito (1993) e Idomeneo, re di Creta (1998), y cada vez que leo o escucho una frase de Servilia o de Ilia, tu voz y tu canto persisten en mi memoria. Desde el primer ensayo de The Visitors (1999), en ocasión del estreno absoluto de la versión definitiva de la magistral ópera de Carlos Chávez, las complejidades de la partitura y del poema dramático de Chester Kallman parecieron peccata minutafrente a tu asombroso control de cada detalle: en los ensayos escénicos jamás hubo el menor titubeo de parte tuya, y la esmerada preparación que hiciste de tu papel –Lauretta, desdoblada en Psiqué, María Magdalena y Eva– resultó ejemplar para propios y extraños. Así has sido desde el comienzo: cantante y actriz distinguida por un rigor profesional de tiempo completo, de cabo a rabo y por los cuatro costados; además, por si fuera poco, te caracterizan también la discreción, el buen talante, el sentido del humor y la ligereza que te distancia de cualquier atisbo de los malhadados tópicos del divismo de una prima donna.



Gracias a tu intuición y sensibilidad, en Die Zauberflöte (2000) conté con la colaboración de Victoria Gutiérrez, e incorporamos una serie de mudras a la gestualidad que habría de caracterizar a cada uno de los personajes, y tu Pamina, de veras exquisita, parecía haber surgido de la más honda y ancestral tradición del kathak. Al año siguiente, te pregunté si cantarías suspendida en el aire, ascendiendo, descendiendo y girando; con tu entusiasmo habitual y como buena Pamina, afrontaste el reto, venciste en las pruebas y, a la par de Encarnación y de Verónica Alexanderson, comenzaste una rutina de práctica que nos condujo a la más feliz representación del lecho del Rin y de las ondinas: fuiste una Woglinde sin parangón en el estreno en México de Das Rheingold (2003), y volviste al ciclo del Anillo como Ortlinde en Die Walküre (2004). Tus huellas muestran el rumbo para asumir con arrojo y precisión las tareas escénicas y las musicales de igual manera.
Al cabo de los años –quién lo hubiera dicho– tu afán por mejorar el mundo te condujo a dirigir la Ópera de Bellas Artes y, contigo al frente, llevamos a cabo el tardío estreno en el Palacio de La fanciulla del West (2017), nada menos…
Al escribir estas líneas para ti, he procurado estar en silencio para escuchar, en mi memoria, tu Susanna. Siempre que vuelvo a Le nozze di Figaro, apareces, con tu sonrisa y con tu inteligencia por delante.
¡Qué trayectoria proficua, querida Lulú! Trabajar contigo (colaborar de veras) ha sido siempre una delicia y un privilegio. Elena Marsans, mientras iluminábamos La clemenza di Tito, fascinada, me dijo: “Mira cómo recibe la luz Lourdes”, y yo te digo, simplemente: “Nadie recibe la luz como tú”.
Gracias, Lulú.