28
Música y ópera

Lourdes Ambriz: voz en la memoria, voz de la memoria


Por Ricardo Miranda

Recuerdo haber quedado particularmente impresionado por una conversación que tuve con Salvador Moreno en Barcelona hace cosa de treinta años. De visita en su apartamento de la Barceloneta, uno tenía que hacer un gran esfuerzo para saber dónde posar la mirada: ¿En la vista al mar? ¿En la vista hacia la ciudad condal que se abría en un balcón opuesto? ¿En el cuadro donde Ramón Gaya pintó a Victoria de los Ángeles? La poderosa imagen nos llevó rápidamente a hablar de ella –¿quién se resiste a platicar de cantantes?–, y por extensión, de otras grandes voces. Ese día descubrí que para Moreno sus años en México habían tenido un soundtrack donde ciertas voces se habían fijado en su memoria. La de Margarita González le era particularmente valiosa y lamenté que se tratara de una cantante a la que no creo haber escuchado en vivo y cuya imagen sonora no podía invocar. Como además en los años sesenta o incluso en los setenta, aquello de ‘vamos a grabar un disco’ no era cosa de todos los días, ha de realizarse un esfuerzo, a veces tecnológicamente ingrato, para recuperar las grandes voces mexicanas de antaño. A Irma González, a Oralia Domínguez, a Margarita González misma se les puede escuchar en grabaciones, escasas las de óptima calidad, más comunes las de dudosa fidelidad.

Triste, y algo larga, sería la imposible lista de las voces mexicanas que apenas pudimos conocer y que se han desvanecido en el tiempo, porque a la felicidad de cantar en plenitud la acompaña la sombra del tiempo, la evaporación perenne del instante musical. No es la primera vez que reflexiono acerca de la evanescencia de la interpretación. Un solista o una cantante estudia y dedica horas y más horas a ensayar, a prepararse. Quienes tienen la suerte de escuchar un buen concierto gozan con ello, pero la memoria es frágil y solo quedan, a la postre, los ecos de una emoción vivida y acaso la imagen mental de cierta sonoridad, de cierta cualidad. Al cerrar los ojos, puedo “recordar” la voz de Joan Sutherland o la de Edita Gruberová, que por virtud de su espectacularidad y de una técnica descollante, dejaban una impresión inolvidable. Pero el antídoto a todo esto, a la injusta cualidad efímera de los empeños musicales, se localiza en las grabaciones y es una suerte que Lourdes Ambriz haya reflejado en muchos discos –ignoro cuántos son– algo de su voz maravillosa.

Lo que sigue es una lista caprichosa, que nace de la admiración y el cariño que he tenido por Lourdes desde hace tres décadas. Valga advertir que tuve el privilegio de acompañarla en reiteradas ocasiones, así que las líneas que siguen no pueden ser parciales ni quieren serlo. Pero estoy seguro de que no camino solo al señalar algunas de sus grabaciones que, desde hoy, podemos considerar de referencia. Tampoco es que quiera ceñirme a un orden cronológico, así que comenzaré por ensalzar la más divertida de todas: su interpretación del Dúo para pato y canario de Silvestre Revueltas. El texto de Carlos Gómez Barrera ya es toda una provocación, pero su agudo sentido del humor quedó plenamente atrapado en la voz de Lourdes Ambriz: “A, e, i o, u, porque el burro sabe más, mucho más que tú…”. Hay que escuchar esa versión, donde su voz potente, sonora, se presta en todo su colorido a los juegos tímbricos de Revueltas y donde los últimos compases parecen caer estrepitosamente, un accelerando que apenas puede cantarse; verdadero trabalenguas, sustentado en una escritura densa y cataclísmica. No habrá sido nada fácil lograr ese final de la canción y pasará mucho tiempo antes de que tengamos una mejor versión. Y ya que hablamos de Revueltas, valga recordar que Lourdes grabó muchas más de las canciones de Revueltas. Las “Cinco canciones para niños”, el “Canto de una muchacha negra”, “Amiga que te vas”, “Parián” y más títulos quedaron impresos en el álbum Silvestre Revueltas. Música de excepción, lanzado en el marco de la celebración del centenario del compositor en 1999, y en el disco Sensemayá con la Camerata de las Américas, dirigida por Enrique Diemecke. Con cada texto, con cada personaje que canta, la voz de Lourdes se multiplica y se transforma, se oscurece o se aligera, siempre dentro del personaje que canta; y en la punzante música de Revueltas, su voz se escucha plena, cómoda, a sus anchas.

“Lourdes Ambriz participó en una emblemática producción de ópera del Montezuma de Carl Heinrich Graun, donde, además de ella, toda una cohorte de relevantes voces mexicanas fueron atrapadas en el tiempo”.

 

Montezuma de Carl Heinrich Graun. CD, Capriccio, 1992.

Ese conjunto revueltiano pareciera confirmar que las grabaciones de Lourdes Ambriz se han concentrado en la música del siglo XX y XXI; en ocasiones, deteniéndose en los lugares más insospechados, como la contribución que hizo para registrar las canciones que Béla Bartók incluyó en sus seis volúmenes de Mikrokosmos para piano y que los estudiantes de la Escuela Nacional de Música grabaron bajo la guía y producción de Krisztina Deli. Pero quiero recordar una muy notable excepción: cuando participó en una emblemática producción de ópera, posteriormente grabada, del Montezumade Carl Heinrich Graun (1704-1759), quien fuera Kapellmeister de la corte de Federico II. Es una grabación extraordinaria donde no solo Ambriz, sino toda una cohorte de relevantes voces mexicanas –Encarnación Vázquez, María Luisa González Tamez, Conchita Julián y Luz Angélica Uribe– fueron atrapadas en el tiempo, capturadas por el micrófono en una notable instantánea donde se aprecia el conjunto de sus voces; un momento afortunado que la grabación resguarda para fortuna nuestra. Aunque las óperas que se ocupan de diversos personajes y episodios de la conquista de México no son pocos, Montezuma se distingue por tener un libreto del propio monarca, no exento de varias licencias histórico-literarias. Una de tantas es la participación de Eupaforice, supuesta reina de Tlaxcala y prometida de Moctezuma. Papel escrito para una soprano coloratura de grandes cualidades, había sido nada menos que Joan Sutherland quien se había lanzado, desde la década de los años sesenta, a interpretarlo, y grabó algunas arias del personaje. Años después, la propia Ambriz cantó ese papel, aunque en la versión grabada, con una voz más joven, cantó otro de los papeles, el de un ficticio Pilpatoé, general de las huestes aztecas. El aria del primer acto, Vegga, che alfin gl’impone, hace que el general, cantado originalmente por un castrato, apremie a Moctezuma para ir a la batalla. Es un aria de bravura, que Lourdes acometió espectacularmente y que no solemos asociar con quien ha dedicado muchos conciertos y grabaciones a la música de nuestro tiempo. La frescura de su voz, su agilidad y potencia, el timbre argentino y una afinación sin mácula son todas virtudes técnicas de una interpretación que seduce y emociona.

Que la voz de Lourdes Ambriz posee cualidades especiales, lo señalaron implícitamente dos músicos de impecable trayectoria que la invitaron a trabajar en ambiciosos y puntuales proyectos. El gran director Eduardo Mata invitó a Lourdes a participar con los Solistas de México en la grabación de El retablo de Maese Pedro, la ópera para títeres que Manuel de Falla escribió para la princesa de Polignac y que se estrenó en 1923. La preciosa partitura tiene el papel del Trujamán, que Falla concibió para una voz blanca, de niño, que, sin embargo, exige un carácter muy definido. En la partitura el compositor anotó: “La parte del Trujamán exige una voz nasal y algo forzada: voz de muchacho pregonero; de expresión ruda y exenta, por consiguiente, de toda inflexión lírica”. Parece un contrasentido haber otorgado esta parte a Lourdes Ambriz, mas al buscar una voz blanca pero con amplias cualidades histriónicas –porque el Trujamán lleva la narrativa a lo largo del cuento, pese a su rango melódico restringido como un pregón– es fácil advertir que Eduardo Mata no pudo haber escogido mejor y que a Lourdes Ambriz el papel le sentó de maravilla. De manera injusta, por cierto, la carátula del disco no da el crédito correspondiente, pero este detalle poco importa frente a una grabación por demás lograda y satisfactoria.

Lourdes Ambriz interpreta el papel del Trujamán en El retablo de Maese Pedro, ópera de Manuel de Falla, Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 2005.
Manuel de Falla / Julián Orbón, dirección de Eduardo Mata, Solistas de México. CD, Troy: Dorian Recordings, 1995.

 

Mario Lavista fue otro de los importantes músicos que seleccionó a Lourdes para un proyecto especial, nada menos que el montaje y grabación de su ópera Aura, estrenada en 1989, basada en la novela homónima de Carlos Fuentes. Aunque la ópera lleva por título el nombre de una de las protagonistas, tanto en la ópera como en la novela, Aura y Consuelo (Lourdes Ambriz y Encarnación Vázquez) son una sola mujer: “Soy vieja, tengo más de cien años, soy fea / eres hermosa… tu belleza no se marchitará aunque pasen diez mil años”. Curiosamente, Aura y el Trujamán se parecen en su diseño musical, más salmo que melodía, y comparten la cualidad hierática, fuera del tiempo. En la segunda escena de la ópera, el desdoblamiento del personaje está muy bien captado: mientras Felipe y Aura dialogan –él, con preguntas intencionadas, ella, con respuestas lacónicas–, Consuelo reza, sotto voce, un sortilegio de invocaciones y frases religiosas. La orquesta transmite inmediatamente la cualidad espectral de todo aquello. En la novela se nos dice que ella reza para que todo se acabe (“¡Ay, pero cómo tarda en morir el mundo!”). Entre otras cosas, este detalle nos revela que la deliberada cualidad atemporal de la voz de Lourdes es, en esta grabación, la voz espectral de un ser que viaja en el tiempo.

Acaso por esa razón, por tener una voz flexible que puede viajar por tiempos y repertorios, una veta se distingue al seguir su trayectoria artística. Todos los repertorios neoclásicos parecen idóneos para su voz, acaso porque esa ida y vuelta al pasado desde el presente es algo que parece intrínseco a su timbre. Mata mismo había llevado a Lourdes de gira por España para cantar las cantigas de Julián Orbón, mientras que Lavista, al escribir una pieza dedicada a ella, eligió precisamente un Salmo, un canto antiguo. En el que considero su mejor disco, Lourdes y Alberto Cruzprieto grabaron en forma insuperable un bello recital denominado Canciones arcaicas, dedicado a explorar un repertorio de canciones escritas en el siglo XX, donde la evocación de lo antiguo es, más que un hilo conductor, un bálsamo de pureza sonora. El juego implícito –la música de antaño inventada desde la modernidad neoclásica– requiere, precisamente, una voz que sepa lo que representa cantar la música antigua. Entrevistada en Guadalajara en 1988, Lourdes Ambriz explicaba:

Definitivamente, la música antigua tiene que interpretarse con voz blanca, no debe haber vibrato, además, el volumen debe ser reducido a menos de la mitad, probablemente, de lo que se utiliza en la ópera. Porque la impostación no debe utilizar los mismos resonadores, tiene que ser más lineal; cambia la impostación, la manera de cantar, y de hecho no creo que se modifique la técnica al interpretar la música antigua, sino que es una técnica completamente distinta.

Aura de Mario Lavista. CD, Tempus Clásico / Secretaría de Cultura / El Colegio Nacional, 2010.

 

Buena parte del éxito de las interpretaciones que Lourdes hizo de las preciosas canciones de Rodolfo Halffter, Manuel M. Ponce, Salvador Moreno, Eduardo Hernández Moncada y Gerhart Münch –siempre acompañada con un desempeño pianístico impecable– radica en esa facilidad suya para surcar con su voz el tiempo, para deslizarse, como Aura, del presente al pasado, de lo antiguo a lo contemporáneo.

“Cada vez que escucho a Lourdes cantar, la música se antoja un remanso de frescura, de inocencia e intensidad”.

 

Canciones arcaicas, Lourdes Ambriz (soprano) y Alberto Cruzprieto (piano). CD, Quindecim Recordings, 1992.
José Rolón: música de cámara, Lourdes Ambriz (soprano), Ricardo Miranda (piano) y el Cuarteto Latinoamericano. CD, Cenidim / Conaculta / UNAM / INBA, 1994.

“El pasado es diáfano y sereno”, escribí en las notas para ese disco. “Un pasado arcádico, idealizado, lleno de buenas esperanzas y virtudes, en cuya evocación parece posible recobrar la inocencia perdida y la sencillez –que no simpleza– tan amenazada”. Me atrevo a repetir esas palabras porque cada vez que escucho a Lourdes cantar, cada vez que su voz se asoma desde una u otra grabación, la música se antoja un remanso de frescura, de inocencia e intensidad, como si poseyera la mágica virtud de hacerme escuchar por vez primera. Estas y otras grabaciones ayudan a imprimir su voz en el recuerdo y al retrotraer esta música al horizonte presente, es la voz de Lourdes la que canta diáfana, cristalina, un “arroyo tenaz que desenvuelve su cinta azul”, diría Enrique González Martínez; es la suya, en estos repertorios, la voz en mi memoria, la voz de la memoria.



Continúa leyendo esta edición de Liber

Música y ópera

Lourdes, Emperatriz de México

Por Claudio Valdés Kuri

Te podría interesar

Dueña de las llaves de la vida

Por Nurani Huet Cortés

Una compañera de vida

Por Encarnación Vázquez

Lourdes, Emperatriz de México

Por Claudio Valdés Kuri

Laudatio admirabilis operis

Por Sergio Vela

Lourdes Ambriz. Homenaje

Al saludar la trayectoria y figura de la gran soprano Lourdes Ambriz no hacemos sino devolver un poco del aprecio y admiraci&oa...

Por Ricardo Miranda

Registro del histórico estreno de Parsifal en México

Para conmemorar la presentación de la ópera Parsifal en el Liber Festival de 2024, se realizó el documenta...

Por Felipe Jiménez

Giacomo y las mujeres

Conmemoramos el centenario de la muerte del compositor Giacomo Puccini (1858-1924) con este ensayo del historiador Luis de Pabl...

Por Luis de Pablo Hammeken