Giacomo Puccini en 1921. Fuente: Wikipedia.
25
Música y ópera

Giacomo y las mujeres

Conmemoramos el centenario de la muerte del compositor Giacomo Puccini (1858-1924) con este ensayo del historiador Luis de Pablo Hammeken. El autor de La bohème, Manon Lescaut, Madama Butterfly y Tosca, entre muchas más obras que cambiaron la historia de la ópera del siglo XX, mantuvo tortuosas relaciones sentimentales con numerosas mujeres, quienes inspiraron la creación de sus famosas heroínas.


Por Luis de Pablo Hammeken

V’è nella Selva Nera una leggenda

Che delle Villi la leggenda è detta

E ai spergiuri d’amor suona tremenda.

Se muore d’amore qualche giovinetta

Nella selva ogni notte la tregenda

Viene a danzare, e il traditor vi aspetta;

Poi, se l’incontra, con lui danza e ride

E, colla foga del danzar, l’uccide.

Le villi

Hace 100 años, el 29 de noviembre de 1924, Giacomo Puccini murió en Bruselas, Bélgica. Fue el último de una estirpe de compositores de ópera italiana que se remonta hasta el periodo barroco. Fue también el único que pudo adecuar ese género a los gustos del gran público del siglo XX, la era del fonógrafo, de la radio y del cine. No es difícil encontrar ecos de sus melodías en varios musicales de Broadway y el West End, pero la razón por la que Puccini es más recordado y querido es por los adorables personajes femeninos que pueblan las partituras de sus óperas. ¿Qué aficionado a la ópera no ha llorado al ver agonizar a Manon, o al escuchar a Tosca implorar, inútilmente, auxilio a Dios, o a Cio-Cio-San soñar con el improbable regreso de Pinkerton? Estas heroínas tienen, como pocos personajes en la historia de la ópera, la capacidad de quedarse en la mente y en el corazón del espectador mucho después de la caída del telón.

Son tan realistas, tan entrañables, tan especiales estas criaturas de ficción, que resulta indudable el hecho de que su autor las concibió con amor. A nadie sorprende que Puccini llorara cuando terminó de componer la escena de la muerte de Mimì. Eso ha llevado a muchos a preguntarse por la vida romántica del compositor. El creador de esos maravillosos personajes, pensamos, tuvoque haber tenido una relación muy especial con el sexo femenino. Y así fue. Pero, como intentaré mostrar en las siguientes páginas, no fue una relación feliz ni saludable. En particular, su vínculo con Elvira, la mujer con la que compartió casi cuatro décadas de su vida, fue, como en el libreto de una de sus óperas, una fuente de sufrimiento infinito, provocado no por las circunstancias externas, sino por los defectos de carácter de ambos.

“Probablemente Puccini se inspiró en Elvira para componer la hermosa aria ‘Se come voi piccina’, en la que Anna, la protagonista de la ópera, expresa su miedo y su tristeza ante la partida de su novio”.

 

Cuando Giacomo conoció a Elvira, él tenía 26 años, estaba recién egresado del Conservatorio de Milán y se encontraba componiendo su primera ópera, con la que esperaba ganar un concurso de óperas cortas. Ella tenía 24 años, estaba casada con un próspero tendero de la ciudad de Lucca, llamado Narciso Geminiani; había dado a luz a dos hijos, Fosca y Renato; y, como muchas mujeres de su época y de su clase social, se aburría soberanamente. Fue precisamente para remediar el aburrimiento de su esposa, y para distraerla de las frecuentes aventuras extramaritales de él, que a Narciso se le ocurrió contratar a Giacomo Puccini, un antiguo condiscípulo, para que le diera clases de piano. En esa época –era el otoño de 1883–, Giacomo era un joven alto, guapo, de ojos lánguidos, casi tristes, que contrastaban con sus modales alegres y desenvueltos. Tenía abundante cabello castaño, llevaba un bigote elegante y, aunque era bastante pobre, tenía un porte aristocrático. Elvira no era precisamente bonita, pero sí imponente. Muy alta, de nariz patricia, larga y recta, pelo rubio oscuro, que solía peinar en una trenza enrollada sobre su cabeza, recordaba la estatua de una emperatriz romana. Tanto él como ella se sentían capaces de grandes triunfos y grandes pasiones, que sus circunstancias no les habían permitido realizar.

La ópera en la que él estaba trabajando, Le villi, está basada en una leyenda de Europa Central, según la cual existe un grupo de espíritus femeninos, las walis o vilis, fantasmas de mujeres que han muerto con el corazón roto por la traición de un hombre, que se vengan de los infieles seduciéndolos y haciéndolos bailar, en un aquelarre demoníaco, hasta la muerte. Puedo imaginarme al joven Puccini, con esas historias en la cabeza, siendo testigo, en aquellas tardes sentado al piano junto a Elvira, de cómo su bella alumna era cotidianamente descuidada, abandonada y traicionada por un marido egoísta, incapaz de valorarla. Probablemente se inspiró en ella para componer la hermosa aria “Se come voi piccina”, en la que Anna, la protagonista de la ópera, expresa su miedo y su tristeza ante la partida, quizá definitiva, de su novio. Se trata de la primera de una estirpe de personajes femeninos tiernos, vulnerables, trágicamente enamorados y profundamente entrañables, que pueblan las óperas de Puccini.

Elvira Bonturi, esposa de Giacomo Puccini.

La ópera no ganó el concurso. Ni siquiera recibió una mención. Se dice que la caligrafía con la que estaba escrita la partitura era tan mala que los jueces ni siquiera se tomaron la molestia de leerla. Afortunadamente para Puccini, quien sí la leyó fue Giulio Ricordi, el presidente de la famosa editorial musical de Milán. Fue él quien consiguió que Le villi, después de algunas adecuaciones, fuera montada nada menos que en el teatro de La Scala de Milán, el 31 de mayo de 1884.

La noche del estreno, el compositor escribió a su madre el siguiente telegrama: “Tumultuoso éxito. Todas las esperanzas sobrepasadas. Dieciocho llamadas. Primer final tres bises. Soy feliz. Giacomo”. Debió de ser una de las últimas alegrías que recibió la signora Puccini, que murió menos de dos meses después. Podría pensarse que la muerte de su madre abrió en Puccini un vacío, una necesidad urgente de cariño maternal que quiso llenar con el amor de otra mujer que lo quisiera y cuidara como ella. Elvira que, pese a ser dos años menor que él, era madre y tenía mucha más experiencia emocional podría cumplir el papel a la perfección.

En todo caso, el enorme éxito de que gozó esa primera ópera tanto con el público como con la crítica cambió radicalmente la posición económica y social de Giacomo. Ya no era un profesor de música muerto de hambre, sino un prometedor compositor de ópera. Acaso el más prometedor de Italia. Esta circunstancia le permitió, finalmente, declarar su amor a Elvira. Desde luego, fue correspondido. A principios de 1886, ella quedó embarazada, lo cual precipitó los acontecimientos. Con todo el escándalo que debió producir en la provinciana y ultra católica sociedad de Lucca, Elvira abandonó a su esposo, dejó con él a su hijo Renato y se llevó a Fosca a vivir con Giacomo a Monza, unos 20 kilómetros al norte de Milán. Como el divorcio no estaba permitido en el Reino de Italia, la pareja debió vivir “en pecado”. En esas condiciones nació su hijo, al que llamaron Antonio (o, más comúnmente, Tonio).

Los primeros años de convivencia de Giacomo y Elvira fueron, al parecer, muy felices. En sus cartas de esa época, él la llamaba con todo tipo de apodos juguetones cariñosos, especialmente “topizia” (“ratoncita”), mientras que él mismo firmaba “topizio”. Ni siquiera el estrepitoso fracaso de Edgar, la segunda ópera de Puccini, estrenada en abril de 1889, pudo enturbiar la armonía de la pareja. Esta obra, ambientada en Flandes en el siglo XIV, no gustó al público, ni a la crítica, ni al propio compositor, que siempre la juzgó como una pieza mediocre. La felicidad doméstica, al parecer, no era conducente a la creatividad artística de Puccini.

Cubierta del libreto de Le villi, ópera de Giacomo Puccini, escrito por Ferdinando Fontana. Milán: 1884. Fuente: Archivo Histórico Ricordi.

Sin embargo, la relación empezó a deteriorarse a principios de la década de 1890. Se conserva una carta que Giacomo escribió a Elvira en junio de 1891, mientras trabajaba en su siguiente ópera, Manon Lescaut, en la que se evidencian los terribles celos que ella empezaba a sentir y los reclamos, cada vez más frecuentes y más amargos, que le hacía:

¿Por qué no te quedas tranquila? ¿Qué razones tienes para sospechar tanto de mí? Yo no tengo nada que reprocharme. Siempre he actuado y siempre lo haré con lealtad hacia ti, sin subterfugios, sin idea alguna de dejarte o de traicionarte. […] Iré a verte en noviembre, si es que podemos esperar tanto tiempo. Iré y te haré volver en ti, para que comprendas lo que quiero: vivir contigo eternamente y con nuestro bebé, hasta que llegue el momento en que entre a un internado… Por Dios, ten fe en mí. ¿Qué más puedo decirte? Las mismas quejas, las mismas injurias. Me conoces muy bien y sabes que no puedes tener dudas. Si sigues así, me herirás. Y sabes que soy tu amor. Y que tú eres mi único verdadero y santo amor…

La carta termina con las palabras: “Sabes que soy y seré siempre tu Topizio”. ¿Eran fundamentadas las sospechas de Elvira? ¿Eran sinceras las palabras de Giacomo? No podemos saberlo. No hay evidencia que indique que, en ese momento, Puccini estaba siendo infiel. Aunque, dado su comportamiento posterior, tampoco podemos descartarlo.

“A Manon Lescaut siguieron otras obras maestras que, hasta el día de hoy, siguen conmoviendo a los públicos de todo el mundo: La bohème, en 1896; Tosca, en 1900; y Madama Butterfly, en 1904”.

 

En todo caso, la vida de Puccini dio un nuevo giro el 1 de febrero de 1893 con el estreno de Manon Lescaut. En esta ópera, el compositor y los múltiples autores que colaboraron en el libreto lograron construir una protagonista compleja y contradictoria, coqueta, frívola y ambiciosa, pero al mismo tiempo tierna, entrañable, completamente femenina, que cautivó el corazón del público desde la primera función. Antes de dos años, la ópera se estaba representando en teatros de todo el mundo: Buenos Aires, Río de Janeiro, San Petersburgo, Madrid, Hamburgo, Lisboa, Budapest, Praga, Londres, Montevideo, Filadelfia y México. A partir de ese momento, que coincidió con el retiro de Giuseppe Verdi, Puccini se convirtió en el compositor de ópera más exitoso del mundo. En su reseña de Manon Lescaut, George Bernard Shaw escribió: “Puccini me parece ser, más que cualquiera de sus rivales, el verdadero heredero de Verdi”.

A Manon Lescaut siguieron otras obras maestras que, hasta el día de hoy, siguen conmoviendo a los públicos de todo el mundo: La bohème, en 1896; Tosca, en 1900; y Madama Butterfly, en 1904. Fue en esa época del cambio de siglo cuando el nombre de Puccini comenzó a asociarse, cada vez más a menudo, con la palabra genio. Y, junto con la fama, empezó a llegar el dinero. Mucho dinero. Con él, Puccini pudo hacer realidad una fantasía que había acariciado por muchos años y mandó construir una magnífica villa en Torre del Lago. Se trata de un pueblo de pescadores ubicado en la comuna de Viareggio, no lejos de Lucca, entre el lago Massaciuccoli y el mar de Liguria.. Con su pintoresca torre del siglo XV, que se refleja en las tranquilas aguas del lago, el lugar había capturado la imaginación del compositor desde su más temprana juventud. Se instaló ahí en 1900, convertido en una especie de señor feudal, acompañado de Elvira y Fosca. (Tonio, de 14 años, había sido internado en un colegio privado en Suiza). Ahí empezó a reunir una impresionante colección de automóviles y lanchas de motor, todo con la más moderna tecnología.

Además del automovilismo, en estos años Giacomo empezó a cultivar otra afición, otro “deporte”, como él mismo lo llamaba: la seducción. Si diez años antes las aventuras extramaritales de Puccini no eran más que fantasías de Elvira, producto de su inseguridad y de su mala experiencia en el pasado, ahora eran una realidad patente y dolorosa. No fue difícil para el compositor, todavía atractivo, rico e inmensamente célebre, coleccionar amantes, igual que lo hacía con los coches y las lanchas. Indudablemente, la interminable sucesión de mujeres, de distintas edades, nacionalidades y clases sociales, halagaban la vanidad masculina de Giacomo, que, en el fondo, todavía no superaba las inseguridades de su juventud. Según el compositor y periodista Aldo Valleroni, el donjuanismo de Puccini no era un fin en sí mismo, sino que cumplía una función importante para su proceso creativo: cada vez que componía una ópera, se enamoraba de una mujer que encarnaba, de un modo u otro, a la heroína. De acuerdo con esta idea, no eran sólo sus amantes, eran, literalmente, sus musas.

Por su parte, Elvira fue amargándose más y más con los años. Las fotografías que conservamos de ella nos la muestran con una expresión cada vez más adusta. Nunca quiso resignarse a las infidelidades de Giacomo, tanto o más frecuentes que las de su primer marido. Tampoco pudo tomar la medida extrema de separarse de él, como lo había hecho con Narciso. Simplemente, no contaba con los recursos ni materiales ni psicológicos para una decisión semejante.

En una carta que Giacomo le escribió a Elvira en 1915 trató de explicar su conducta con un candor que raya en el cinismo:

Nunca has mirado estas cosas como lo hacen otras mujeres que son más razonables. ¡Dios, Dios! El mundo está lleno de historias así. Y todos los artistas cultivan esos jardincitos, para no pensar que están acabados, viejos, y que han perdido su batalla. Tú te imaginas historias inmensas. En realidad sólo se trata de un deporte, al que todos los hombres, en mayor o menor medida, le dedican un momento pasajero, sin por supuesto abandonar lo que para ellos es más sagrado, o sea, la familia… Deja que el tiempo y los hechos lo demuestren.

El primer romance más o menos documentado de Puccini empezó en 1900, cuando visitó Turín para supervisar una producción de Tosca. En el tren conoció a una estudiante de derecho de nombre Corinna (al menos así la llamaba él). Es muy poco lo que sabemos de este personaje; aunque, por su elección profesional, tan inusual en una señorita de esa época, podemos deducir que era inteligente, moderna e indiferente a las convenciones sociales. Los rumores de la relación llegaron a oídos de Elvira que inició, ayudada de varios amigos y familiares, una campaña para desprestigiar a “la piamontesa”, como la llamaba despectivamente, y separar a los amantes. Los efectos venenosos de esa campaña se observan en una carta que le escribió a Giacomo su amigo y editor Giulio Ricordi, en la que lo exhortaba a romper con Corinna:

¿Es posible que un hombre como Puccini, un artista que conmueve a millones de personas haciéndolas clamar bajo el poder de su creación, pueda convertirse en un juguete ridículo y feo en las engañosas manos de una mujer vulgar y destructiva?… ¿Acaso este hombre ha perdido la facultad de juzgar claramente? ¿No comprende este hombre la inmensa distancia que separa el amor de la obscenidad repelente, que destruye en un hombre su personalidad ética y su valor físico?

Elvira Puccini, Giacomo Puccini y Antonio Puccini en la casa del compositor en Torre del Lago, 1900. Fuente: Archivo Histórico Ricordi.

En esa carta, y otras similares, Ricordi y las hermanas de Puccini, que habían tomado partido con Elvira y en contra de Corinna, dedicaban a esta toda clase de epítetos peyorativos y misóginos, que incluían “mujerzuela”, “prostituta” y “vampiresa”. Sin embargo, no fue esta campaña la que produjo la ruptura, sino un aparatoso accidente automovilístico que sufrió Puccini el 25 de febrero de 1903, en el que se fracturó la tibia derecha. Durante su convalecencia, que fue larga y dolorosa, Giacomo tuvo que permanecer en cama, sometido a la estrecha vigilancia de Elvira, quien supervisaba cada una de las cartas que escribía y recibía. No es de extrañar que esa circunstancia resultara deprimente para el hiperactivo músico. “¡Adiós a todo, adiós a Butterfly, adiós a mi vida! –le escribió a su amigo, el libretista Luigi Illica– Ahora estoy totalmente hundido en el desaliento”. Aunque, a pesar de sus palabras pesimistas, Puccini sí pudo concluir la orquestación de Madama Butterfly, que se estrenó el 17 de febrero del año siguiente, su relación con Corinna no sobrevivió al periodo de incomunicación forzada.

“A Sybil Seligman, Puccini la describió como ‘la persona que más se ha acercado a la comprensión de mi naturaleza’ y como ‘esa criatura exquisita y bella, que es la mejor amiga que tengo’ ”.

 

Sybil Seligman, 1890. Fuente: Wikipedia.

Otro incidente, ocurrido poco después, contribuyó a consolidar la relación entre Giacomo y Elvira. Narciso Geminiani, el esposo legal de ella, murió, aparentemente, a manos del marido de una de sus múltiples amantes. Con eso, ella quedó libre para casarse con Puccini, con el que ya tenía casi veinte años de convivencia. La boda se celebró en la pequeña parroquia de Torre de Lago el 3 de enero de 1904.

Por supuesto, el cambio en el estatus legal de la pareja no significó el final de las aventuras amatorias de Puccini. En 1905, durante un viaje a Londres, conoció, en una reunión en la casa de Paolo Tosti, a una de las mujeres a las que más querría en su vida. Se llamaba Sybil Seligman, era inglesa, judía, tenía 37 años y era la esposa de un acaudalado banquero. Era, además, una mujer excepcionalmente sensible, inteligente y culta, con amplios conocimientos sobre el mundo de la ópera (ella misma era una cantante amateur). El vínculo entre ella y Giacomo está bien documentado, gracias a la colección de cartas del compositor conservadas y publicadas por Vincent, el hijo de Sybil.

Durante aquel viaje a Londres, la relación tuvo un carácter eminentemente sexual; pero con el tiempo fue evolucionando hacia una amistad más bien intelectual (aunque no menos estrecha ni íntima). En una conmovedora carta escrita en 1906, Puccini la describió como “la persona que más se ha acercado a la comprensión de mi naturaleza” y como “esa criatura exquisita y bella, que es la mejor amiga que tengo”. A diferencia de la apasionada Elvira, Sybil nunca sintió celos ni se mostró posesiva con Puccini. Era gentil y delicada con la esposa del compositor y siempre le mandaba algún regalo, elegido con exquisita elegancia británica, cuando él la visitaba en Londres. La afectuosa complicidad entre ambos, sostenida sobre todo por vía epistolar, se prolongó hasta la muerte de Puccini.

Pero, en Italia, las cosas no siempre sucedían de manera tan civilizada. En octubre de 1908, mientras Puccini trabajaba en su ópera western, basada en The Girl of the Golden West, Elvira detectó que su esposo intercambiaba miradas sospechosas, quizá incluso alguna carta, con una de las doncellas de su casa de Torre de Lago, una muchacha local de nombre Doria Manfredi. Para Elvira, ser traicionada por su marido con su propia criada fue la gota que derramó el vaso. La faceta más desagradable de su personalidad, que ya había aflorado durante el affaire de Corinna, tuvo entonces su peor expresión. Despidió a la chica con malos modos y, no contenta con ello, dedicó los días y las semanas siguientes a desfogar su furia, persiguiéndola y acosándola por el pueblo. La insultaba a voz en cuello en la calle, en las tiendas y hasta en la iglesia, para asombro de los habitantes de Torre de Lago. Incluso fue a hablar con la anciana madre de la chica para decirle que su hija era una puta. La situación se volvió insoportable para Doria, que no vio otra solución que quitarse la vida. Ingirió unas cápsulas de cloruro de mercurio y murió después de tres días de agonía atroz. Y mientras tanto, Giacomo no levantó un dedo en defensa de la pobre muchacha.

Al hacerle la autopsia a su cadáver se descubrió un hecho que sorprendió a todos, empezando por la propia Elvira: el himen estaba intacto. Doria no pudo haber mantenido una relación sexual con el señor. La cruel persecución a la que Elvira la había sometido resultó, a la vista de todos, totalmente injustificada. El hermano de la víctima, furioso, interpuso una demanda penal contra Elvira, por calumnia, difamación y amenaza de muerte, que se negó a retirar a pesar de las cuantiosas sumas que Puccini le ofreció para acallar el asunto.

El juicio se llevó a cabo en 1909. Elvira, que no se atrevía a dar la cara en Torre del Lago, huyó a Milán. No se presentó, alegando motivos de salud, cosa que no ayudó a su defensa. Fue encontrada culpable y sentenciada a siete meses y cinco días de prisión, y al pago de 700 liras por daños y perjuicios, más los costes del proceso. “He pasado los días más trágicos de mi vida –le escribió Puccini a su querida Sybil–, ahora me siento mejor, pero me da asco cuando pienso en las barbaridades que se han cometido”. Más de un observador ha identificado en la ópera Turandot, en la escena donde la despiadada princesa atormenta a Liù y la orilla al suicidio, un eco de aquellos días de pesadilla.

Doria Manfredi, prima de Giulia Manfredi, se suicidó al no poder soportar la injusta acusación de que era amante de Puccini. Fotografía: Paolo Benvenuti / The Observer.

Por su parte, Elvira, al enterarse del veredicto, escribió a su marido:

Este último golpe me ha demolido y seguramente no me recuperaré fácilmente. Todos me han condenado… ¿Ahora qué haremos? ¿Presentar un recurso? ¿Cuál será mi defensa? ¿Decir la verdad? Pero tú sabes que ahora más que nunca eso es imposible porque te haría un daño irreparable. ¿Qué dirá el mundo si permiten que condenen a tu esposa? ¿Tendré que ir presa? Espero que no sea lo que deseas.

En efecto, Puccini no permitió que se cumpliera la sentencia y pagó a los Manfredi la exorbitante cantidad de 12 000 liras para que desistieran de su demanda. Aun así, queda la duda: ¿cuál era esa “verdad” a la que se refería Elvira en su carta, que podría servir como defensa, pero que, de revelarla, causaría a su esposo “un daño irreparable”? Durante décadas, los biógrafos de Puccini fueron incapaces de responder a esa pregunta.

A principios del siglo XXI, 100 años después de la trágica muerte de Doria Manfredi, el cineasta Paolo Benvenuti, durante la investigación para una película biográfica sobre Puccini en la que estaba trabajando, hizo un descubrimiento extraordinario. Su equipo localizó a Nadia Manfredi, la nieta de una prima de Doria, quien conservaba en su ático una maleta desvencijada que había pertenecido a su abuela, llena de papeles y fotografías. Además, guardada en una lata de galletas, había un rollo de película. Esta contenía ocho minutos de filmación de muy buena calidad, considerando la época en que fue grabada (se estima que en 1914), en la que se muestra a Puccini tocando el piano, caminando en su jardín e incluso paseando por el lago en una lancha de motor. Análisis posteriores demostraron que la película nunca antes había sido proyectada, lo cual aumentó más su valor histórico.

Además, la maleta contenía casi un centenar de cartas amarillentas, casi todas escritas por el propio Puccini. Al leerlas, Benvenuti encontró que el compositor sí había tenido una relación sexual con una muchacha de Torre de Lago –en eso, Elvira no se equivocaba–; pero que no había sido con la doncella de la casa de los Puccini, sino con una prima de esta, de nombre Giulia, que era la abuela de Nadia. Al parecer, Doria había sido sólo la intermediaria entre su prima y el músico, y la facilitadora de su romance. Así se explican las actitudes sospechosas que despertaron la ira de la señora de Torre del Lago.

Giulia Manfredi atendía la cantina del pueblo, propiedad de su padre. A diferencia de la tímida Doria, Giulia era desinhibida, alegre y de un carácter muy fuerte (algunos lo calificaban de “masculino”), que le permitía lidiar con los clientes, no siempre caballerosos, de la taberna. Era, además, extraordinariamente guapa, como lo comprueba una fotografía suya que se conserva. Para cualquiera que conociera la obra de Puccini, resultaba evidente que Giulia Manfredi era una versión de la vida real de Minnie, heroína de la ópera La fanciulla del West, que se estrenó en la Ópera Metropolitana de Nueva York en 1910, y que, con toda seguridad, le sirvió de modelo e inspiración para crear el papel.

La inspiración para la heroína de La fanciulla del West fue Giulia Manfredi, quien tuvo una relación clandestina con Giacomo Puccini. Fotografía: Paolo Benvenuti / The Observer.

Eso no fue todo. El 23 de junio de 1923, Giulia dio a luz a un niño, al que llamó Antonio, igual que el hijo que Giacomo y Elvira habían tenido en 1886. El contenido de las cartas de la valija es un indicio, aunque no una prueba contundente, de que Puccini era el padre biológico de la criatura. Este otro Antonio, que llevó el apellido Manfredi, vivió siempre en la pobreza, hasta su muerte, ocurrida en Viareggio en 1998. Nadia, la propietaria de la maleta, es hija suya.

El descubrimiento de Benvenuti fue la base de una película a la que tituló Puccini e la fanciulla, que se estrenó en 2008. Desde antes del estreno, el filme provocó un escándalo mayúsculo. Simonetta Puccini, la única nieta y heredera “legítima” del compositor, interpuso una demanda contra Benvenuti y el equipo de producción de la película. El proceso legal que siguió –y cuyo resultado, hasta el momento, desconozco– tiene, necesariamente, resonancias de aquel otro pleito judicial celebrado un siglo antes entre los Manfredi y los Puccini.

“Las mujeres más importantes en su vida no fueron para nada pequeñas, débiles o abnegadas. La apasionada y celosa Elvira, la inteligentísima Sybil, la brava Giulia fueron todas mujeres extraordinariamente fuertes, cada una a su manera”.

 

Me gustaría poder decir que el escándalo de 1909 fue el final de las aventuras de Giacomo y de los celos de Elvira. No fue así. Hasta su muerte, Puccini siguió cultivando sus “jardincitos”, para usar su propia expresión. Entre sus amantes destacan la soprano austriaca Rose Ader (famosa por sus interpretaciones de las heroínas puccinianas); la húngara Blanka Lendvai, hermana del compositor Erwin Lendvai; y la baronesa alemana Josephine von Stengel. En cuanto a Elvira, tampoco dejó de atormentar, perseguir y vigilar a Giacomo ni de retorcerse de furia cuando descubría que sus sospechas respecto a las infidelidades de este eran justificadas…, lo cual, para su desgracia, ocurría la mayoría de las veces. Como Anna, la protagonista de aquella primera ópera de Puccini, y que posiblemente se inspiró en ella, terminó vengándose de forma terrible de la traición de su amado. Sobrevivió a Giacomo seis años. Murió en Milán el 9 de julio de 1930.

Las heroínas más famosas y queridas de las óperas de Puccini –Mimì, Cio-Cio-San, Suor Angelica o Liù– son, o parecen ser, mujercitas dulces, frágiles, sufridas y abnegadas; femeninas en el sentido más convencional de la palabra. “Piccole donne innamorate” era la frase con la que él mismo las describía. Ello podría hacernos suponer que eran estas las cualidades que el compositor valoraba y buscaba en las mujeres en la vida real. Y, sin embargo, al analizar su biografía romántica nos damos cuenta de que las mujeres a las que más quiso, las que fueron más importantes o estuvieron más presentes en su vida, no fueron para nada pequeñas, débiles o abnegadas. La apasionada y celosa Elvira, la inteligentísima Sybil, la brava Giulia fueron todas mujeres extraordinariamente fuertes, cada una a su manera.

Lo que sí tienen en común con los personajes femeninos de Puccini es su maravillosa complejidad, la enorme gama de matices, en apariencia contradictorios, que reúnen en su personalidad. No son demonios, pero tampoco diosas, sino seres humanos de carne y hueso. Están llenas de imperfecciones y defectos, pero son capaces de actos de increíble heroísmo o de belleza sublime. Igual que el propio Giacomo Puccini. Y es justamente por eso, por su tremenda humanidad, por lo que queremos tanto a esos personajes y por lo que nos seguimos conmoviendo hasta las lágrimas con sus historias.



Continúa leyendo esta edición de Liber

Música y ópera

Las tribulaciones de una hija del Oeste en México

Para la inauguración del Palacio de Bellas Artes, prevista para 1910, se había considerado el estreno mundial de ...

Por Felipe Jiménez

Te podría interesar

Sólo la muerte pudo hacer que Bruckner dejara de dudar

Para conmemorar los doscientos años del nacimiento de Anton Bruckner (1824-1896), el escritor y melómano Hugo Roc...

Por Hugo Roca Joglar

Las tribulaciones de una hija del Oeste en México

Para la inauguración del Palacio de Bellas Artes, prevista para 1910, se había considerado el estreno mundial de ...

Por Felipe Jiménez

Sergio Magaña, la conjura del origen

A un siglo del nacimiento del dramaturgo Sergio Magaña (1924-1990), el también dramaturgo David Olguín rin...

Por David Olguín

A cien años del Manifiesto del surrealismo

“No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue a poner a media asta la bandera de la imaginación”, de...

Por Erika Madrigal

El Festival de Morelia: un festival en cinco movimientos

 “Cuesta lo mismo pensar en grande que en pequeño, la diferencia son los resultados”, expresó el...

Por Lorena Díaz Núñez

La ópera y la discusión sobre la naturaleza del hombre

El musicólogo Fernando Álvarez del Castillo reflexiona sobre Los portentosos efectos de la madre naturaleza (1752...

Por Fernando Álvarez del Castillo

Una vuelta de tuerca hacia la luz sobre la figura de Sor Juana

El historiador Jesús Joel Peña Espinosa reseña el libro Al amor de Sor Juana, de Alejandro Soriano Vall&eg...

Por Jesús Joel Peña Espinosa

Fronteras de la palabra

Raúl Falcó explora en este original ensayo los límites y umbrales de la palabra; esos discursos dirigidos ...

Por Raúl Falcó