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Música

Sólo la muerte pudo hacer que Bruckner dejara de dudar

Para conmemorar los doscientos años del nacimiento de Anton Bruckner (1824-1896), el escritor y melómano Hugo Roca Joglar reflexiona sobre la oscura y mística singularidad de la obra del compositor. Asimismo, reseña la reciente ejecución en la Ciudad de México de la Octava sinfonía del austríaco por parte de la Orquesta Sinfónica de Minería, un suceso poco frecuente en México.


Por Hugo Roca Joglar

Anton Bruckner (1824-1896) era inseguro con la música que creaba. Compartía borradores con gente de confianza. Los comentarios que recibía lo llevaban a emprender revisiones exhaustivas. Reseñas críticas que leía en periódicos y revistas lo sumían en prolongados lapsos de abatimiento y duda durante los cuales modificaba las partituras. Varias de sus sinfonías tienen múltiples versiones. Actualmente, entre directores, musicólogos y público suele existir un consenso en torno a que las ediciones originales son las más interesantes. Esta inseguridad de Bruckner con respecto a su genio es una de las grandes incógnitas en la historia de la música.

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La música de Bruckner en México es un sueño secreto. Los melómanos solemos escucharla ocultos. No por pena, miedo o culpa. Simplemente es un compositor al que nadie programa. Sus sinfonías desbordan las necesidades de un concierto. Exigen demasiado espacio en mente, emociones y tiempo. Cuando está Bruckner, no puede haber nada más.

Si se trata de dedicar la jornada musical a una obra única, la decisión contempla taquilla. En cuanto a compositores con fama de excesivos, Berlioz, Mahler y hasta Busoni son opciones más viables para vender boletos.

Desde una mirada estrictamente artística, también Bruckner implica riesgo. Estudiar a fondo cualquiera de sus sinfonías exige identificar y descifrar detalles, matices y sutilezas que sólo comienzan a manifestarse tras varias lecturas. Es una tarea que puede llevar meses. Eso únicamente para dirigirlo de forma solvente. Trascender lo meramente correcto y aspirar a dotar la poéticabruckneriana de algo parecido a una interpretación personal es una auténtica especialidad: el trabajo de toda una vida artística.

Bruckner es un sueño secreto no sólo para los melómanos, sino también para los directores de orquesta.

Acercarse a su música es una atracción que condena al aislamiento.

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Cuando la Sinfónica de Minería programa la Octava sinfonía de Bruckner durante el cuarto programa de su temporada de verano 2024, ir a ese concierto se siente como una experiencia prohibida. Por eso no me extraña que las personas escojamos ropa oscura y gestualidad severa. Zapatos, vestidos y suéteres negros. Bocas tensas y miradas quietas. Tampoco me extraña que la noche (sábado 27 de junio) sobre la Sala Nezahualcóyotl no tenga estrellas. Únicamente luna; afilada y pequeña, colgada al fondo del cielo con forma de uña rota.

Se agotan los boletos (más de dos mil). La explicación no es Bruckner. Más bien los Grammy que han ganado la orquesta y su director artístico, Carlos Miguel Prieto, cuya afinidad por los sinfonistas fineses es conocida, pero para quien Bruckner es novedad.

Carlos Miguel Prieto dirige el ensayo de la Orquesta Sinfónica de Minería el sábado 27 de julio, previo al concierto donde se interpretó la Octava sinfonía de Anton Bruckner. Fotografía: OSM.

Ahí también hay un misterio. ¿A qué van a sonar? Son un conjunto sin historia relativa con este tipo de arte. ¿Será convincente su sonido bruckneriano? Da igual. Incluso decido ignorar cuál es la versión que vamos a escuchar.

Que Bruckner vaya a sonar públicamente bajo esta rara luna lejana, que alumbra con lechosos resplandores extensiones de helechos y piedras volcánicas, ya es suficiente novedad.

Pido vino tinto. Cafetería del primer piso. La gente entra a la sala. Permanezco quieto. Momento de replegar. Con respecto a Bruckner, soy un territorio del que desconozco las fronteras. Quedo solo. Debo realizar una preparación previa. Suena música distante. Es la primera parte del concierto. Que opto por perderme.

Hay quienes, antes de Bruckner, pueden con otra obra. Yo, no. Estoy convencido, como Sergiu Celibidache, Pierre Boulez, Eduardo Mata y Daniel Barenboim, de que Bruckner exige exclusividad.

Si ahora me metiera a la sala a escuchar el Concierto para saxofón alto y orquesta que John Adams (1947) escribió con esbozos de jazz, sería pervertir el sentido sobre por qué estoy aquí:

Pensar en Bruckner.

Pensar para Bruckner.

Permitirme una contemplación intensa hacia su Octava, que comenzó a componer, cosa extraordinaria, en un estado cercano a la felicidad.

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Comenzaba 1885. Bruckner tenía 60 años. Acababa de estrenar su Sinfonía número 7 (30 de diciembre de 1884 en la Gewandhaus de Leipzig). El éxito fue contundente. Duró un cuarto de hora la ovación final. El húngaro Arthur Nikisch, quien la dirigió, declaró: “Desde Beethoven no ha habido nada que se acercara a esta sinfonía”. También fue estrenada con éxito en varias ciudades alemanas y austriacas.

Así que sí: Bruckner comenzó a componer su Octava en un estado cercano a la felicidad. O por lo menos al triunfo. Por primera vez en su carrera pareció confiado en sí mismo (“Quieren que componga de otra manera. Podría, pero no debo hacerlo”).

El segundo movimiento de su Séptima es un adagio que escribió al enterarse de que Wagner había muerto (febrero 1883). Lo compuso a manera de lamento. Las notas de carácter apuntan: “Muy solemne y muy lento”. Establecen el origen. Dos indicaciones expresivas que son en sí mismas dos motivos: Lentitud y Solemnidad.

“Bruckner asume el reto, tan wagneriano, de transmitir la mística potencia de la transformación: esa cualidad del ser de convertirse en otro sólo siendo, sin artificio. El reto de transmitirlo a través del sonido”.

 

Lo demás es desarrollo místico. Bruckner asume el reto, tan wagneriano, de transmitir la mística potencia de la transformación: esa cualidad del ser de convertirse en otro sólo siendo, sin artificio. El reto de transmitirlo a través del sonido. Concretamente, por medio de un desarrollo temático aglutinante, que asocia temas con conceptos. Instrumentos con ideas. Acordes con sentimientos.

Manuscrito de Brucker. Biblioteca del Congreso, Washington.

Entonces ya modular no es sólo modular. Lentitud/Suspensión/Quietud/Contemplación. Ir de un pasaje a otro ya no es únicamente avanzar. Solemnidad/Reverencia/Elevación/Santidad. El acontecimiento musical adquiere un flujo metaexpresivo y circular.

A la mitad del movimiento, hacia el minuto 11, los acontecimientos parecen vaciarse sobre un suelo tonal inestable. Así que se vacían de todo menos de ansiedad. Se proyectan fúnebres reflejos del segundo movimiento de la Sinfonía número 7 de Beethoven. Pero también lo funesto se complica. Una complejidad de textura orquestal. Cierto eco extraño. Tierno y gutural. Son tubas wagnerianas (más pequeñas y suaves), cuyo aliento da pie a la construcción paulatina de un crescendo orquestal donde los temas de la Lentitud y la Solemnidad, con todas sus transformaciones a cuestas, se fusionan para encarnar un nuevo motivo temático: el tema de la Resurrección, que hacia el final se termina por transformar en el tema de la Eternidad.

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Retrato juvenil de Anton Bruckner. Museo Anton Bruckner, Ansfelden, Austria.

El público aplaude. Allá, no aquí. En la sala, no en mi imaginación. Al saxofón, no a las tubas wagnerianas. Termino el vino. Entro a la sala. El tiempo parece que se colapsa. La dinámica cambia. Las butacas se liberan de cualquier recuerdo de John Adams. En el escenario se agregan ¡tres arpas!, y al lado de los cuatro cornos aparecen cuatro hombres cargando tubas wagnerianas. Las luces se apagan. El director sale. Aplausos. Ya suenan acá, no allá. Aplausos expectantes, no celebratorios. Esperan a Bruckner, quien entre 1885 y 1887 escribió su Octava, que comenzó en la nada.

Su idea fue hacerla ascender desde las cenizas hacia el encuentro con lo inexplicable.

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En el Adagio de la Séptima (el movimiento más extenso de la obra: 24 minutos), los temas de Lentitud y Solemnidad se fusionan en un crescendo para encarnar el tema de la Resurrección, que termina por convertirse en el tema de la Eternidad. El Adagio de la Octava (el movimiento más extenso de la obra: 35 minutos) comienza, en un nivel conceptual, con el tema de la Eternidad. Su ambición resulta tan desmesurada que, en una decisión en contra de la tradición, Bruckner debe postergar el Adagio: pasarlo del segundo al tercer movimiento, donde tendría que estar el scherzo o algún extrovertido número de danza, para no desequilibrar la estructura sinfónica. Su misma distribución prioriza una esencia contemplativa. Situado ahí, como antesala del fin, el Adagio adquiere un sentido premonitorio. De epifanía. ¿Qué revela?

Si su origen es el tema de la Eternidad, ¿qué queda por revelar?

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Con esa pregunta instalada en la piel, ahora que el Adagio de la Octava está sonando, ensayo posibles respuestas desde una relación directa con el sonido en tiempo real:

El misterio del universo expresado en la intimidad.

Lo cósmico se repliega hacia lo individual.

Bruckner emprende la transformación del tema de la Eternidad para convertirlo en el tema de Su Liberación.

Y a partir de ahí, revelarnos todo.

Todo el color. Toda la desgracia. Todo el sonido. Toda la tristeza. Toda el ansia.

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Más de 130 años después de haber escrito su Octava sinfonía, a 10 000 kilómetros de donde la escribió, 2000 personas de pie aplaudimos a Bruckner durante 5 minutos seguidos porque esta obra tiene el poder de aplastarnos el corazón.

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Bruckner sabía que había escrito una obra maestra. Era septiembre de 1887. En cuanto terminó de componerla se la mandó al director de orquesta Hermann Levi con el siguiente mensaje: “¡Aleluya! Finalmente, la Octava está terminada, y mi padre artístico debe ser el primero en saberlo. Deseo que sea de su agrado”.

Eso de “padre artístico” se debía a que había sido uno de los más entusiastas defensores de su Sinfonía número 7. La Octava, sin embargo, a Hermann Levi le pareció horrible. La rechazó. El rechazo sumió a Bruckner en desesperación y duda. Comenzó una serie obsesiva de revisiones y nuevas versiones (en el libro El problema Bruckner simplificado de Deryck Cooke se documenta la existencia de por lo menos tres versiones: 1887, 1890, 1892, en las que participaron directa o indirectamente Robert Hass, Leopold Nowak y varios discípulos de Bruckner, como Joseph Schalk).

“La inseguridad de Bruckner con respecto a su genio es una de las grandes incógnitas en la historia de la música”.

 

A pesar de que sentía haber escrito una sinfonía capaz de hundir el corazón, Bruckner hizo caso a los demás. Reescribió. Se dejó editar. Otra vez permitió que otros lo hicieran sentir mal sobre su intimidad. Dudas horribles sobre anular su instinto y mutilar su voz más real.

Anton Bruckner, retrato de Anton Huber, 1890.

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Entonces regresamos al inicio del ensayo: la inseguridad de Bruckner con respecto a su genio es una de las grandes incógnitas en la historia de la música. Desmontar piezas claves de este enigma quizá puede comenzar con su contexto: el sinfonismo romántico alemán, que comenzó con Beethoven (1770-1827).

A grandes rasgos, para efectos de establecer una progresión narrativa superficial, Mendelssohn le dio continuidad a las ideas sinfónicas beethovenianas más equilibradas, gozosas y convencionales (escuchemos la Sinfonía número 5, La reforma). Schumann, a las más atormentadas, perturbadoras y novedosas (escuchemos la Sinfonía número 4). Brahms recibió el desarrollo de ambos. Bruckner encaja ahí: entre los románticos alemanes de la segunda mitad del siglo XIX, justo al lado de Brahms, para representar, contra su voluntad, el papel del enemigo.

Aún peor: el papel de traidor.

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La tradición musicológica parecía empeñada en establecer que entre la Novena (1824) de Beethoven y la Cuarta (1885) de Brahms el círculo de la gran tradición del sinfonismo romántico cerraba de forma perfecta.

Pero Beethoven no murió tras su Novena. Antes de morir escribió seis cuartetos para cuerdas (del 12 al 16, entre 1825 y 1827) en donde propone nuevas formas de articular sonidos. Formas minuciosas y sofisticadas. Obsesionadas con el detalle, jamás con el efecto. Donde el significado de cada célula melódica es cuestionado y desarrollado a través de intrincados vínculos conceptuales que establecen relaciones directas entre sonidos e ideas, instrumentos y deseos. De tal forma que la concepción temporal de la obra se disloca hacia la simultaneidad. Ritmos confusos. Acordes etéreos. Melodías que a veces transmiten la sensación de inmovilidad. Se busca establecer una coherencia espiritual.

Transcripción y reducción para órgano de la Gran misa alemana núm. 1 de Michael Haydn efectuadas en 1841 por el joven Bruckner. Manuscrito con firma autógrafa. Fuente: Dorotheum (blog).

 

“En sus últimos cuartetos para cuerdas, Beethoven le anunció al mundo la existencia de una música incómoda, metafísica y demencial, pero la exploración de este anuncio no existió en el sinfonismo germano hasta que llegó Bruckner”.

 

Por ejemplo: flotar y desintegrarse. En apariencia, insinuación incompleta y fantasmal. Su función es premonitoria. Al inicio parece sonar fuera de lugar. Pero eso se debe a que musicalmente siempre perteneció al final. Aunque ubicada en el nacimiento, espiritualmente ya pertenecía a la destrucción definitiva. En sus últimos cuartetos para cuerdas, Beethoven le anunció al mundo la existencia de esta música incómoda, metafísica y demencial.

Schubert exploró este anuncio en el Quinteto para cuerdas en do mayor, que escribió agonizante. Berlioz exploró este anuncio en sus inclasificables obras de proporciones monumentales (escuchemos su trilogía La infancia de Cristo). Wagner exploró este anuncio en sus óperas (escuchemos el momento en Tristán e Isolda, donde las necesidades expresivas de un amor tan intenso cuya destrucción es necesaria porque ha puesto en peligro la armonía del universo entero lo llevan a romper con la tonalidad).

Pero la exploración de este anuncio no existió en el sinfonismo germano hasta que llegó Bruckner.

Por eso su presencia ahí resultaba tan peligrosa: las sinfonías de Bruckner representaban la existencia de ese otro Beethoven. No el épico atormentado de la Novena, sino el siniestro y en apariencia inconexo de los últimos cuartetos para cuerdas.

Eduard Hanslick se encargó de difundir por todo Europa, a través de sus populares críticas de música, la idea de que Brahms era el heredero que culminaba con perfección y majestad el sinfonismo romántico.

(Ese Beethoven heroico de Brahms que va hacia el futuro blandiendo una espada).

Y Bruckner era el gran pervertidor degenerado de una tradición grandiosa.

(Ese Beethoven desdibujado de Bruckner que desciende en espiral envuelto entre fantasmas para anularse en la nada).

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Bruckner creció en un entorno rural y religioso. De niño cantó en un coro monacal. Organista virtuoso con debilidad por los grandes maestros de la polifonía barroca. Como compositor fue autodidacta. El miedo a Dios lo atormentaba. Paul Henry lo describió como un “católico medieval arrojado al turbulento mundo de Wagner”. Nunca se casó. Dedicó su vida a crear sinfonías románticas desde y para la tradición germana, a la que sentía pertenecer. Si llevó ahí ideas wagnerianas no fue para provocar, sino porque lo sintió natural.

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¿Quizá el problema era su origen?

Bruckner no era alemán, sino austriaco. Por más afinidad estilística que sintiera, ¿quizá el peso de buscar su lugar en una tradición ajena lo hacía sentir como un advenedizo?

Si fue así, ¿por qué no acercarse entonces al legado de Mozart, el más ilustre compositor austriaco?

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Bruckner era un católico ferviente; Mozart, un sibarita. Bruckner nunca se casó y uno de sus grandes orgullos de vejez, según insinúa Gordon L. Thomas en la biografía Anton Bruckner, A Genius Emerges, era el hecho de que moriría virgen. Mozart, durante sus primeros veinte años, escribió poemas con indicaciones sobre cómo lamer un ano. Bruckner nunca escribió óperas porque, al ser teatro con música, lo consideró siempre un género pagano (se lo toleraba a Wagner porque en su caso los consideraba rituales sagrados). Mozart fue un célebre operista porque su imaginación dramática tendía hacia la representación escénica.

“Las sinfonías de Bruckner transmiten densidad, contención y sufrimiento (están atravesadas por una sensación permanente de místico y arduo sacrificio)”.

 

Sin embargo, coinciden en algo: ambos dedicaron a la sinfonía los esfuerzos cumbres de su obra. Aunque se trata, claro, de experiencias sonoras diametralmente opuestas. Las sinfonías de Mozart transmiten burbujeo, erotismo y ligereza (están atravesadas por una permanente sensación de lúdica sensualidad). Las sinfonías de Bruckner transmiten densidad, contención y sufrimiento (están atravesadas por una sensación permanente de místico y arduo sacrificio).

Es aquí donde podría plantearse la cuestión sobre si Bruckner se contradice: ¿por qué volcarse hacia dotar de influjo sacro un género pagano como la sinfonía?

Sobre si Bruckner quedó atrapado en una íntima condena a la amargura: ¿no es un esfuerzo irremediablemente destinado a la frustración y al agotamiento?

Sobre si Bruckner no llevaba dentro de sí mismo a su peor enemigo: ¿y si mientras escribía para Dios tenía sueños secretos sobre teatro?, ¿y si mientras ante sus amigos se jactaba de célibe tenía una vida oculta, imaginada o encarnada, donde una y otra vez cometía el pecado al que sus creencias denominaban fornicación?

Preguntas sin respuestas, aunque no resultan ociosas, plantean enigmas que buscan dirigir luz hacia el único lugar que importa: la música tan brillante como dolorosa que un compositor atormentado por las inseguridades creó para la humanidad.

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Un juicio crítico hacia Bruckner desde la actualidad debe adoptar una postura contemporánea: empatizar con su precaria salud mental y redescubrir su arte entendiéndolo víctima de tradiciones agresivas e intolerantes.

Como el fanatismo religioso: ¿qué lo hizo sentirse despreciable por tener un cuerpo?

Como el sinfonismo alemán: ¿qué lo hizo sentirse un impostor?

Como la academia: ¿qué lo hizo sentirse incapaz en cuanto se apartaba de las reglas?

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Tracemos entonces una perspectiva consoladora: imaginemos a Bruckner durante su agonía. Vivió enfermo los últimos diez años de su vida, que dedicó en gran medida a escribir su última sinfonía, la Novena (que dedicó “al amado Dios” y escribió en la misma tonalidad que la Novena de Beethoven: re menor). Completó los tres primeros movimientos. El tercero es un Adagio de casi treinta minutos. Para culminar la primera sección de este Adagio, suena un motivo temático en escala descendente de expresión dulce y elegíaca a cargo de las tubas con fondo de violines, al que Bruckner bautizó Adiós a la vida, y murió mientras trabajaba en el movimiento final, del que sólo escribió pasajes fragmentados, muchos de ellos en particelle.

En su libro La imaginación sonora, el filósofo catalán Eugenio Trías se dedica a reconstruir este finale a partir de las sombras esqueléticas que Bruckner dejó vacías. Destaca la aparición de un pasaje del que se pueden distinguir:

dos motivos en su inexorable continuidad; ambos de irremediable gravitación letal. El enunciado toma aliento a mitad de camino y se da un respiro, como si recalara en un pequeño terraplén. El tema musical se cierra en un compás cadencial que sugiere, de forma solemne, descanso eterno. A esta frase coral se le podría llamar El descenso al sepulcro, que completa y perfecciona el coral del Adiós a la vida.

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La historia tradicional de la música tiende a lamentar el hecho de que su obra final quedó inconclusa. Quizá es tiempo de imaginar una solución distinta. Que la muerte le impidiera a Bruckner terminar su Sinfonía número 9 es una buena noticia. Significa que por primera vez en su vida no tuvo tiempo de dudar. Ya no pudo corregirse desde la mirada de los demás. En esa obra tenemos el privilegio de escuchar el flujo natural de su instinto. La relación más directa que sostuvo con la divinidad.

Su voz más real.



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