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Literatura

Fronteras de la palabra

Raúl Falcó explora en este original ensayo los límites y umbrales de la palabra; esos discursos dirigidos al silencio de un ser amado que ha muerto, a una entidad trascendente, a un perro o a un gato; esos soliloquios de Hamlet, de Swann, o de Eco y Narciso. “¿Con quién habla un hombre que habla solo?”, se preguntaba Octavio Paz.


Por Raúl Falcó

El hecho de que alguien profiera en el aire la palabra articulada sin que esté dirigida a interlocutor alguno ha sido siempre motivo de alarma por atreverse a prescindir no sólo de la convención dialogada, sino hasta de la presencia misma de un receptor. La extrañeza de semejante práctica se cifra en la exclusión de un interlocutor, pero su perversión se explaya en la carencia, voluntaria o padecida, de un destinatario. 

Cupido y Psique, óleo sobre tela de Edvard Munch, 1907. Museo Munch, Oslo.

Sin embargo, es una costumbre aceptada por casi todas las civilizaciones que cuentan con teatro y religión que un actor hable solo en escena, o que un devoto creyente rece a solas en un templo. En ambos casos, el “oyente”, trátese del público o de la divinidad, está postulado por la convención que lo incluye en su propia estructura. Ya sea que se consideren los casos del monólogo y del aparte, o el de la plegaria, todos los hablantes saben y aceptan un uso del lenguaje articulado sin aparente sujeto destinatario porque ambas instituciones legislan que su simulacro puede ubicarse en el nivel de una otredad radical que no saldrá de la reserva de su distancia. En el teatro, el público, ajeno a cualquier intervención en el curso de la acción, se encuentra en una posición similar a la de la divinidad omnipresente que sostiene la fe de los creyentes: ambos ocupan el lugar del destinatario trascendental y silencioso al que se dirigen confesiones y plegarias porque ese lugar del otro, radicalmente apartado del intercambio al que obliga el diálogo, es la piedra de toque de la arquitectura de sus convenciones. De ahí a que un coro griego, desde un escenario, lance al aire tal o cual sentencia, entonada al unísono por la pluralidad de sus voces, o a que la congregación de los fieles, reunida en el recinto sagrado, pronuncie también al unísono sus oraciones al altísimo, tan sólo se tratará de una diferencia de número y de volumen, que no de naturaleza. Sin olvidar, por otra parte, el hecho de que ambos grupos, constituidos por hablantes de una misma lengua, con tan sólo estar de acuerdo en hacerlo de consuno, ya validan esta práctica con el sello de la aceptación social que su propia acción colectiva encarna.

“No se trata de un loco, sino de un ser humano, que, en su dolor no logra resignarse al silencio de la muerte ni al lento calvario de la aceptación y del olvido”.

 

Pero, volviendo al sujeto aislado y ajeno a su inclusión en cualquiera de estas instituciones que enmarcarían sus acciones verbales, puede resultar elocuente considerar, por ejemplo, el caso del deplorado viudo, que habla “a solas” ante la tumba de su llorada consorte. Le habla con fluidez, le cuenta los pormenores de su semana y hasta le pregunta cosas a ella, a su querida pareja, ya para siempre silenciosa. Cualquier viandante en ese cementerio, al pasar cerca de esta tumba, tan sólo nutrirá esa humana compasión capaz de entender y respetar la desesperación que el dolor de una pérdida irreparable puede engendrar en quien la padece. Resulta del todo aceptable que, aunque esa amada haya desaparecido para siempre y se encuentre imposibilitada tanto para escuchar como para contestar las preguntas que su amante le dirige, la cadena de monólogo que este articula frente a una lápida recién tallada tiene, de alguna manera, un destinatario perfectamente identificable. No se trata de un loco, sino de un ser humano, que, en su dolor no logra resignarse al silencio de la muerte ni al lento calvario de la aceptación y del olvido. Si, además, se evoca la grandeza moral que es fuente de inspiración tanto del monólogo como de la plegaria, algo de su prestigio le será concedido sin reparo al pobre viudo que habla solo, porque nadie pondrá en duda que habla con “alguien”, ya que ese “alguien” está ubicado en un lugar trascendente, similar al del público en el teatro o al de la divinidad en el templo.

Orfeo en la tumba de Eurídice, óleo sobre tela de Gustave Moreau, 1891. Museo Gustave Moreau, París.

“La cadena discursiva que algunos dueños son capaces de prodigarles a sus mascotas no causa en la mayoría de los testigos más que un sentimiento similar al del viandante en el cementerio, con la atenuante de que estos hablantes tienen al menos a un ser vivo frente a sí”.

 

Si se prescinde de la compasión que el dolor ajeno infunde en casi cualquier testigo, no puede dejar de resultar notable que tampoco a nadie extrañe la verborrea que algunas personas son capaces de dirigirle a un perro, a un gato o a un pájaro. Si bien no faltan algunos radicales que consideran absurdo pretender hablar con los animales, los que no profesan esta creencia, sustentando acaso su aprobación en los atisbos de respuesta que un ladrido, un gemido, un maullido o un gorgorito parecen otorgar a ciertos sonidos característicos que replican a una orden o a un nombre, verán con simpatía la aparente atención y la insondable mirada que dichos animales pueden dirigirle a la cadena verbal que un dueño solitario es capaz de asestarles diariamente. No sé si por un respeto tan profundo como agradecido hacia la cercanía que algunos animales son capaces de mantener con los seres humanos, el caso es que la cadena discursiva que algunos dueños son capaces de prodigarles a sus mascotas no causa en la mayoría de los testigos más que un sentimiento similar al del viandante en el cementerio, con la atenuante de que estos hablantes tienen al menos a un ser vivo frente a sí, sin importar que su reacción excluya toda manifestación verbal. Lamentablemente, para dichos animales, el hecho de que sólo puedan responder afectivamente a ciertas voces y gestos, emanados de la presencia de su amo, los condena el resto del tiempo a tener que tragarse dosis más o menos desquiciadas del fárrago que la obstinación de este les dirige. A fin de cuentas, están tan silenciosos y quietos como una lápida, si se considera su incapacidad para entrar a formar parte de la cadena discursiva que fatalmente se abate sobre su paciencia; o sobre la elegante indiferencia que suelen enarbolar, en espera de la comida o del paseo que, con toda regularidad, resultarán ser el objeto de su único deseo inarticulable.

Pídelo, óleo sobre tela de Harold Piffard.

A estas alturas, ya es tiempo de atreverse a formular la siguiente pregunta: ¿qué satisfacción persigue un ser parlante si, tras hablar narrando, enumerando, comentando y hasta preguntando en voz alta, ante su anhelo de la aparición de una sombra o ante el brillo de una mirada animal que nunca podrá responderle, es capaz de encontrar, por el sólo hecho de hablar ante un ente imaginario, ya sea que esté o no presente, la misma ilusión intersubjetiva gracias a la cual el lenguaje otorga presencia y sentido a quienes lo comparten en el diálogo? Aunque resulte un tanto escalofriante proseguir, es inevitable preguntar entonces: ¿basta haber asimilado los mecanismos primarios del diálogo para poder prescindir de la presencia real del otro, a cambio de tan sólo postular su lugar estructurante en la cadena hablada por quien la activa al acapararla solitariamente, sin necesidad alguna de recibir, por parte de ese otro, fundamental en el intercambio lingüístico, el menor atisbo de respuesta, por no decir de presencia?

La brusquedad y radicalidad de estas preguntas no se abaten realmente sobre el viudo o el dueño de alguna mascota. Si bien adictos a ciertos espacios solitarios del diálogo ficticio, sin duda viven en sociedad y hablan con otros seres humanos, aunque tan sólo sea para cumplir intercambios verbales breves y utilitarios. Por el contrario, hay una violencia que surge de golpe ante ciertas prácticas verbales que parecen estar mucho más cerca de una dimensión radicalmente asocial, ejemplificadas por el triste caso, tan cercano a los aquí reseñados y, sin embargo, tan diferente, del “alienado” que habla, musitando o gritando, pero en una circunstancia humana obligada a carecer de la menor coartada respecto a una otredad identificable socialmente. Ya sea en la esquina de cualquier calle, en la celda de una cárcel, en el cuarto de un hospital o en las veredas de alguna clínica hay seres que su condición mental ha orillado a hablar… con nadie. Trátese de breves imprecaciones, de frases sin fin, de repeticiones obsesivas, de murmullos o de gritos, la palabra que articula un hablante, claramente dirigida a alguien que no puede ser reconocido y que, por lo tanto, se convierte en nadie, se ve implacablemente rechazada y condenada por los demás hablantes, por el sólo hecho de que no pretende disimular que carece de la coartada de la más mínima apariencia de algún sujeto “interlocutor” identificable.

“El síntoma de prescindir abiertamente del menor destinatario imaginario –muerto, animal o trascendente– de la palabra proferida por un sujeto es inmediatamente percibido como uno de los rasgos más evidentes de locura por la inmensa mayoría de sus congéneres”.

 

El síntoma de prescindir abiertamente del menor destinatario imaginario –muerto, animal o trascendente– de la palabra proferida por un sujeto es inmediatamente percibido como uno de los rasgos más evidentes de locura por la inmensa mayoría de sus congéneres. En algún verso, Octavio Paz preguntaba: “¿Con quién habla un hombre que habla solo?”. No se puede plantear mejor el asunto. En efecto, resulta evidente que, desvanecidos el público de un teatro, la divinidad que un templo consagra, la sombra del ser amado o la fiel mascota, la condición radical del desesperado hablante, cuya condición lo ha forzado a que prescinda de la menor coartada social de algún simulacro de receptor respecto a los testigos de su estado, no significa de ningún modo que su discurso carezca de destinatario. Por el contrario, la tiranía que ejerce la crueldad de algún fantasma imaginario al que se dirige este hablante victimado reviste una magnitud y un poder tales que ha logrado adueñarse de la civilidad mínima de su víctima, al grado de convertirlo a los ojos de sus semejantes en un “alienado” (literalmente, en el otro), incapaz de distinguir las diferencias entre el apremio de sus padecimientos y las leyes de la realidad compartida. Cuando se mantiene oculta la identidad portadora de la crueldad y de la metamorfosis de su figura, culpables de esa tiranía de la otredad que somete al sujeto a semejante grado de victimización, su comportamiento suscita un grado de rechazo familiar y social lo suficientemente virulento como para que siempre se proceda a aislarlo del cuerpo social. Indagar y atender este padecimiento no sólo no se presenta como una tarea fácil, sino que el acercamiento terapéutico al sufrimiento del paciente no puede garantizar el apaciguamiento de su intensidad, salvo el que la química ofrece frente a las limitaciones de los tratamientos de naturaleza verbal. Por este motivo, nadie podría afirmar que este sujeto, “normalizado” químicamente, sea capaz de sostener un diálogo en el que su interlocutor sea verdaderamente para él otro sujeto, dueño de su diferencia y similar a él respecto a las leyes del lenguaje compartido.

Sin embargo, aunque pueda parecer situado casi en el mismo tenor, el caso del paciente o del sujeto que, mientras mantiene un diálogo constante con tal o cual figura tan sólo existente en su imaginación, dirige su palabra al prójimo en turno, teniendo en realidad frente a él a una esquiva o risueña enfermera, a un médico armado de paciencia o a un familiar resignado, se ve ubicado de modo muy diferente. Mientras este comportamiento no empeore y se vuelva violento, tanto las familias como las instituciones le otorgarán al sujeto que lo padece un trato que sabrá mezclar el aislamiento familiar u hospitalario con una tolerancia que llegará a preferir la complicidad con los siempre iguales fantasmas que habitan la imaginación del doliente a la decisión de intervenir en ella para intentar comprenderlos o ahuyentarlos. Este tipo de “alienación” mental se ha prestado desde siempre a chascarrillos y a la creación de personajes literarios, teatrales o cinematográficos, en obras que pueden oscilar entre la comedia y el horror. El fundamento retórico en el que se apoya esta costumbre es el equívoco, constituyendo una de sus figuras más extremas por tratarse de casos en los cuales la aclaración de las circunstancias, que suele resolver una trama, no procede. La invariable obsesión con la que se manifiesta una personalidad imaginaria y, por ende, la palabra que su portador les dirige a las figuras de su necesario entorno, igualmente imaginario, atraviesa inalterable cualquier nudo o desenlace de circunstancias entre personajes que encarnan la norma, prestándose por lo mismo a su asimilación como un factor de comicidad o de tragedia irreductible, según el contexto en el que se encuentren. Es menester recordar aquí que la sola presencia del destinatario final, ya sea lector o espectador, le brinda sentido a la totalidad de una obra con estas características, observándola sin participar en ella y gozando de las múltiples capas de significación que puede revestir un tejido de equívocos bien planteado. Aunque por su complejidad pueda no tratarse del mejor ejemplo, es imposible no pensar en las cavilaciones y simulaciones del príncipe Hamlet para calibrar hasta qué grado su movilidad respecto a su propia identidad y a la de quienes lo rodean puede resultar inquietante y pletórica de sentido, apenas interviene en los movimientos de las pasiones e intenciones que agitan a los demás personajes. Todavía hoy, no faltan las sesudas consideraciones acerca de la “locura” de Hamlet, tratando de evaluarla a través de sus “síntomas”, como si se tratara del testimonio de un sujeto mentalmente enfermo y no del atrevido, desencantado y muy literario texto de un Shakespeare visionario y harto de las convenciones teatrales, que concibe un dispositivo “teatral”, capaz de producir un inesperado cortocircuito en la estructura tradicional de la tragedia, al convertirla en una siniestra sucesión de “accidentes”; al mismo tiempo que se ensaña en desenmascarar todas las bajezas “normales” que pueden asociarse a la lucha por el poder frente a la “locura”, que, en el fondo, tan sólo trata en vano de evitar la pérdida de su legitimidad arrebatada.

¡Habla, habla!, óleo sobre tela de John Everett Millais, 1895. Tate, Londres.

En cambio, resulta mucho más elocuente evocar tan sólo, entre muchos otros textos, la novela El jardinero de Jerzy Kosinski, así como su adaptación cinematográfica con el actor Peter Sellers encarnando al protagonista, en una de sus últimas y más memorables interpretaciones. Se trata de una ficción mediante la cual un sujeto sin historia y visiblemente ajeno a los pormenores que lo van propulsando hacia la confianza de la familia que lo ha hospedado con la intención muy pragmática de evitar que demande a la señora de la casa, cuyo coche lo ha arrollado sin mayores consecuencias, recibe cuidados médicos y el mejor de los tratos mientras se va relacionando con quienes lo rodean. Merced a esta circunstancia, este personaje no tarda en compartir casi de inmediato el secreto de importantes decisiones políticas al sorprender con sus observaciones al dueño de la casa, relevante personalidad de lo más influyente tras el poder visible. Aunque tan sólo pueda llegar a confesar su vocación por la jardinería para justificar el motivo y el estilo de sus consideraciones, tan generales y sutiles como los aforismos de un sabio oriental, la brevedad sentenciosa de sus metáforas naturalistas no tarda en convertirlo en el sabio asesor que la cúpula en el poder, solicitando consejo al dueño de casa que lo ha invitado a acompañarlo, requiere para resolver sus dudas y escoger mejor su estrategia política. La deliciosa y muy satírica comicidad que emana de este relato se basa justamente en la manera como los recursos del equívoco son llevados hasta sus últimas consecuencias. A diferencia de los demás personajes de la ficción, el lector o el espectador –el destinatario final– percibe muy rápidamente que se encuentra frente a un “diálogo de sordos” y disfruta de las felices coincidencias que van hilando las desquiciadas e inexplicables ocurrencias del protagonista con la coherencia interpretativa que les prestan los demás personajes, otorgándoles de esta manera una pertinencia de orden superior, del todo ajena al misterioso y enajenado mundo referencial del jardinero. Obviamente, la sátira que anima este relato busca denunciar a un tiempo la vacuidad del discurso político, cuya más apremiante necesidad es la urgencia de argumentos renovados que puedan caracterizarse al mismo tiempo por la vaguedad engañosa de su contenido, así como la sordera y la ceguera de quienes padecen su tiranía. Lo sorprendente es haberlo logrado gracias a la figura del “alienado”, cuyo obvio interlocutor imaginario se mantiene en el misterio, puesto que el efecto de la ficción reside justamente en que cada uno de los personajes con los que él interactúa se identifica consigo mismo, al interpretar que el discurso del jardinero alienado le está dirigido de una manera mucho más cuidadosa, personal y reveladora que el discurso común y corriente desde el que ellos le hablan y lo escuchan.

Hamlet, Horacio, Marcelo y el fantasma (Shakespeare, Hamlet, acto 1, escena 4), grabado de Robert Thew a partir de una pintura de Henry Fuseli, 1796. Museo Metropolitano de Nueva York.

“No creo que haya ningún enamorado que, en pleno trance amoroso, acepte o se interese en lo más mínimo en prestar oído a algo así como el análisis del estado que lo embarga”.

 

Gracias a estos ejemplos, puede resultar más pertinente el examen de ciertas prácticas verbales entre sujetos aparentemente normales, aunque habitados por esa pasión del alma llamada enamoramiento. Para proseguir con esta pesquisa, es necesario dar por sentado que la identificación que un sujeto puede experimentar entre tal otro ser humano y su propio “ideal del yo”, que va desde la coincidencia entre ciertos rasgos anatómicos o gestuales de su objeto con sus propias preferencias hasta la evidencia de estar actualizando el mito de haberse encontrado con la “otra mitad” que lo completa, depende mucho más de las elaboraciones imaginarias del sujeto enamorado que de los atributos reales de su objeto. Básteme evocar aquí la incapacidad de Swann, en la gran novela de Proust, para explicarse cuáles fueron los oscuros motivos que pudieron alimentar la convicción de haber estado enamorado de una mujer que, una vez pasado el torbellino del arrebato amoroso, tan sólo pudo parecerle tan vulgar como radicalmente ajena a su sensibilidad. Sin embargo, el verdadero embrollo que genera esta condición pasional se da cuando coinciden por ambas partes, y al mismo tiempo, los elementos que confunden a un sujeto con el objeto ideal de la pasión amorosa. La fuerza que aún conservan en nuestros días los mitos de la pareja predestinada o del amor recíproco a primera vista, ampliamente sustentado como uno de sus mejores baluartes por todas las expresiones de la cultura universal y popular, es suficientemente elocuente como para que las siguientes observaciones bien puedan toparse con la resistencia que la atávica creencia en estos mitos todavía es capaz de oponerles desde el trasfondo de nuestros deseos y de nuestras creencias. Sin duda, contribuye a esto, en gran manera, la inusitada intensidad de sensaciones y sentimientos que genera el estado de enamoramiento hasta el punto de que no sea incomprensible preferir la ilusión de su mentira a la revelación de su verdad. No creo que haya ningún enamorado que, en pleno trance amoroso, acepte o se interese en lo más mínimo en prestar oído a algo así como el análisis del estado que lo embarga. Y es que tales son los efectos de la intensidad de la pasión amorosa en cualquier sujeto que la padece. Ajeno o ajena, por ejemplo, al ridículo social o a los obstáculos que puedan dificultar ese pleno acceso tan deseado al disfrute del objeto de sus ansias, cualquier enamorado en ese estado preferirá sin duda la intensidad del sufrimiento y de la postergación con tal de no disminuir los efectos de esa fuerza misteriosa que, a través de la certidumbre que le produce la ilusión amorosa, se ha apoderado de sus sentidos y de su espíritu. Acaso en esta adicción irresistible a un estado de sensibilidad exacerbada respecto a la norma reside el secreto del apego radical a esta convicción a fin de cuentas insostenible. Sin embargo, muy pocos serán los enamorados recalcitrantes capaces de reconocer que, en el fondo, lo que buscan es la exaltación, ya que el solo hecho de concebirlo anularía la eficacia imaginaria de que el objeto de su deseo sea la causa incuestionable de la intensidad de ese estado. Por lo tanto, mientras se trate de mantener su exaltación, la pareja de enamorados se prestará, entre los resquicios del despliegue inspirado de sus lances amorosos, a dirigirse mutuamente, a través de la palabra que los justifica y encierra en una especie de universo privado, frases a menudo idénticas, por no decir tautológicas, que manifiestan verbalmente su mutuo sentir, pero cuya característica fundamental consiste en fundir la apariencia y la presencia del objeto del deseo con la figura imaginaria a la que se dirige el discurso de cada uno de ellos.

“Quedan para la literatura y el teatro los casos ejemplares en los que la intensidad de esta pasión parece adquirir una fuerza indestructible cuando su destino se ha sellado trágicamente ante la imposibilidad de ser reconocido por los demás”.

 

Alegoría del amor (fragmento), óleo sobre tela de Gustav Klimt, 1895. Museo de Viena.

Contrariamente a los casos aquí citados, este ejemplo de palabra pronunciada, pero no dirigida a ese destinatario real, definido por sus grados irreductibles de otredad respecto al sujeto, adquiere su fuerza insólita porque, al ser en apariencia un intercambio recíproco entre dos sujetos que lo realizan frente a frente, la definición misma del diálogo se ve socavada por la apariencia de una práctica de la palabra que parece no diferir de ninguna de sus leyes esenciales. Por esta razón, el único argumento capaz de resolver esta espinosa confusión reside justamente tanto en la forma como en el contenido de las frases que suelen dirigirse los enamorados. Lo primero que llama la atención de cualquier testigo indiscreto, entre suspiro y suspiro, es la frecuencia con la que las palabras que el enamorado le dirige a la enamorada le son devueltas por ella idénticamente formuladas, como si una de las evidencias del amor recíproco fuera la repetición textual, prueba contundente de que una sola y misma pasión los habita simultáneamente y de que, por ello y para ambos, ese amor es indiscutiblemente real. Lo segundo, presente en cada una de sus formulaciones, es la desnudez con la que la palabra que se dirigen mutuamente tan sólo tiende a repetir una y otra vez la afirmación de que su receptor es la causa indiscutible del estado de contundente certidumbre respecto a su sentir en el que se encuentra el emisor. Para un tercer sujeto, ajeno a semejantes efluvios amorosos y, por ello, excluido y hasta contrariado por su existencia, la evidencia de este uso simplificado y hasta tautológico del lenguaje tan sólo podrá llevarlo a comparar la palabra del enamoramiento con una debilidad mental cercana a la enfermedad o a la imbecilidad. En cambio, no faltarán las madres, abuelas y tías que cubrirán con sus bendiciones a la pareja y que, si nada lo impide, la orillarán a comparecer ante el altar para consagrar su pasión y, con la inmensa sabiduría que finalmente las caracteriza, la depositarán ante la necesidad paulatina de aceptarse como la reunión fortuita de dos alteridades que tienen por delante la misión de descubrirse y reconocerse como tales. En todas las épocas, la sabiduría social ha encontrado la manera de asimilar y aprovechar para sí misma el desarrollo inevitable del impulso originario de este extravío cuando es usado por el cuerpo social para su propia perduración. Quedan para la literatura y el teatro los casos ejemplares en los que la intensidad de esta pasión parece adquirir una fuerza indestructible cuando su destino se ha sellado trágicamente ante la imposibilidad de ser reconocido por los demás. Al cifrarse en la separación inevitable y en la consiguiente condena al sufrimiento para ambos amantes, o en el suicidio de los dos enamorados, desenlaces generalmente causados por el repudio o el escándalo social que genera el atrevimiento de sus amores, la altura en la que queda ese amor “irrealizado” nutre inmemorialmente, desde esa intensidad que ya nunca podrá desmentir el desgaste del tiempo, el mito que seduce, generación tras generación, a todos los seres humanos que anhelan ser merecedores de probar por lo menos una vez sus mieles sublimes.

Sin embargo, para beneplácito de algunos lectores avezados y, también, de algunos amantes tan desencantados como confundidos, existe una literatura que, en vez de consignar el destino del amor imposible como el ideal que consagra la tragedia o el melodrama, prefiere optar por detallarlo como el desenlace inevitable de una falacia originaria. Ante la no tan cuantiosa lista de textos y autores que se lo han propuesto (desde Longo, Tirso de Molina, Choderlos de Laclos, Beaumarchais, hasta los desencantos de Mozart y el azoro de Swann), opto por apoyarme en la perfección con la que Ovidio nos ha relatado el mito de Narciso y Eco en su Metamorfosis. Es verdad que la relación de la ninfa Eco y de Narciso no plantea la situación de un amor recíproco. Por el contrario, el cruel destino de Eco se origina en que el amor que le profesa a Narciso (así como el de todos cuantos se enamoran de su belleza con tan sólo verlo) no es correspondido. Pero no por ello se ve menguado: su pasión sigue intacta, aunque su cuerpo se convierta en un montón de huesos desperdigados entre las rocas y en la espesura de un bosque, en castigo por haber pecado de parlanchina; sin embargo, le es dado conservar su voz, si bien ya no existen ni el cuerpo ni el ser capaz de articularla desde su propia intencionalidad.

Por su parte, Narciso, ajeno a todas las pasiones que desencadena y olvidando el oráculo que dictaminó que “viviría mientras no se conociera”, se acerca a la fuente que mana en un claro de ese mismo bosque y, al verse reflejado en la transparencia de sus aguas, se enamora perdidamente de su propia imagen. La eficacia reveladora de esta fábula consiste precisamente en que la fuerza del enamoramiento del que es presa Narciso le impide ver que el rostro que dibujan las aguas cristalinas de la fuente es el suyo propio. Lo contempla arrebatado y le habla, seguro de que ese ser que se manifiesta ante él en todo el esplendor de su belleza es otro. En este punto aparece la otra vertiente reveladora de este relato: como a Eco, en su condición incorpórea, tan sólo le ha sido dado pronunciar las últimas sílabas de las frases que retumban en la quietud del bosque, su voz no puede más que repetir esas últimas palabras de las frases amorosas que Narciso le dice a su imagen y que son, sin duda, las que ella misma, en vida, hubiera querido dirigirle. De este modo, Narciso cree que su reflejo le contesta desde una pasión igualmente compartida, mientras la verdadera expresión de la pasión amorosa de Eco, que no es más que la réplica mecánica de una palabra que no es suya, tan sólo puede repetir, como eco de su propia memoria perdida, esas mismas palabras que nunca quisieron ser escuchadas por el objeto de su deseo. Amén de la agonía estéril de Narciso frente a su propio reflejo y de su final metamorfosis en esa flor que todavía hoy conocemos como narciso, ligada por Ovidio a la metamorfosis de la enamorada Eco en ese fenómeno acústico al que seguimos llamando “eco”, este relato muestra inmejorablemente la dimensión alucinada, “alienada”, de la palabra amorosa. El extremado planteamiento de Ovidio, que escenifica en un mismo texto el doble equívoco al que pueden conducir los extravíos del enamoramiento, encierra acaso la más arriesgada y brillante revelación del engaño que habita a los enamorados. No sólo son capaces de contemplar en otro rostro el reflejo del que les dibuja su “ideal del yo”, y con el que, cual Narciso, no pueden más que identificarse amorosamente, sino que tomarán por ciertas y ajenas las mismas palabras que acaban de pronunciar con tal de que respondan a las suyas. El triste sino de la ninfa Eco, superficialmente legible como el destino al que condena un amor no correspondido, no hace de hecho más que subrayar la ilusoria condición del sujeto que repite como propia la misma frase que la pasión del otro le ha dirigido a la imagen de su amor, duplicándola a su vez, como el irresistible reflejo de un espejo en otro espejo. 

Eco y Narciso, óleo sobre tela de John William Waterhouse, 1903. Galería de Arte Walker, Liverpool.

Los casos de “palabra fronteriza” que anteceden a las observaciones acerca de la naturaleza de la palabra amorosa se distinguen de esta en que, amén de poder ser institucionales o personales, diversamente tolerados o condenados, revisten por regla general un carácter de perdurabilidad que, acaso para suerte de los enamorados, la palabra amorosa excluye a causa de los excesos que origina en quienes la experimentan, tan sólo llevaderos durante un tiempo limitado. Sin embargo, si se acepta el acercamiento entre estas diversas actitudes verbales que eluden la palmaria y radical otredad del otro, semejante pero diferente, poca es la distancia que separa su fingimiento o su ausencia del falaz simulacro de su existencia, aunque haya quedado claro que este último pueda ser evidente y hasta defendido por cualquiera que contemple con ternura los arrebatos amorosos de una pareja. Bástenos, pues, con retener la oscilación que este extremo de la palabra articulada puede recorrer desde su perdurabilidad hasta su mutabilidad, así como los extremos a los que pueden llegar la elaboración y el simulacro del lugar que debería ocupar la supuesta presencia de un destinatario real de dicha palabra. Y, para abarcar todo este recorrido, a modo de coda, nada mejor que el ejemplo tan simple que el doctor Jacques Lacan daba para figurar la cura o, si se prefiere, el final del análisis: tras todos los vericuetos que puede haber adoptado la transferencia en el proceso de un psicoanálisis, de repente, el analizado se da la vuelta y le pregunta al analista “Y por cierto, ¿quién es usted?”.



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