Surrealismo: arte y pensamiento
A cien años de la publicación del Manifiesto del surrealismo[1] en 1924, ¿en dónde ubicamos las raíces de aquella sensibilidad estética? El surrealismo forma parte de la trama del devenir convulso de la primera mitad del siglo XX: revueltas sociales y políticas, dos guerras mundiales que cimbraron valores preestablecidos, los avances de Einstein y las reformulaciones de Oppenheimer en la ciencia, Freud y el psicoanálisis. Asimismo, frente a las nuevas posibilidades de interpretar el mundo, emergía un entramado estético en el que las vanguardias artísticas mostraban una nueva sensibilidad. El dadaísmo, el cubismo y el futurismo precedieron al surrealismo; después de todo, fue el estado anárquico dadaísta el preámbulo para el movimiento surrealista.
Los orígenes
El tiempo y el espacio surrealistas, constituidos por realidades atemporales, metafísicas, fantásticas, o bien, canceladas y prohibidas, permitió a los surrealistas ubicar su origen en un surrealismo histórico encabezado por el Bosco, Brueghel, Goya y Sade. El común denominador que conecta a estos personajes es que todos realizaron composiciones radicalmente originales y disruptivas para sus respectivas épocas. La generación surrealista los recuperó como inspiración de su propia singularidad artística. En el mismo sentido, encontramos que para Breton, como parte de esta tradición de espíritus libres, Baudelaire “es surrealista en la moral”; Rimbaud “es surrealista en la práctica de la vida y en cualquier parte”; y Mallarmé “es surrealista en la confidencia”.
El dadaísmo, como la primera vanguardia artística, no sólo preparó la antesala del movimiento surrealista, sino que también marcó el ritmo de su época, imprimiendo su estado anárquico, antipoético y antiartístico. No obstante que la historia del dadaísmo fue relativamente corta, su impulso experimental —propio del espíritu de la época— se extendió a través de algunos de sus miembros, quienes en los años posteriores emergieron como artistas claves del movimiento surrealista. Tristan Tzara inauguró oficialmente el movimiento dadaísta en 1917. Para entonces, ya tenía un año que había abierto sus puertas el Cabaret Voltaire, lugar emblemático como punto de encuentro de los dadaístas. A pocos años de su fundación, finalmente, el grupo se dividió. Por un lado, “el grupo alemán, liderado por Huelsenbeck, George Grosz y los hermanos Herzfelde, con un enfoque fundamentalmente político”; y por el otro, “el grupo de Tzara, que se trasladó a París en 1920 y abogó por el anarquismo estético que a la postre desembocó en el surrealismo”.[2]
“Para definir este movimiento que tendía puentes entre la realidad, la libertad y la imaginación, Breton retomó el término “surrealismo” de Apollinaire, quien por primera vez colocó el concepto en la órbita del ámbito artístico y cultural”.
La libertad como premisa
Algunos de los dadaístas que abandonaron el grupo – fundado originalmente en Zúrich– emigraron a París y fundaron el movimiento surrealista, el cual mantuvo, como base de su legado dadaísta, el escepticismo, la reafirmación de la dignidad individual y los gestos de una anarquía artística a través del caos, lo contingente y lo convulso. Por su parte, André Breton, como líder del grupo que se instaló en París, optó por unificar dicha sensibilidad. En este marco se publicó el Manifiesto del surrealismoen 1924. Los caminos estéticos del que resultó el movimiento surrealista fueron diversos: la escritura automática, el collage y la pintura onírica, entre otros. Para definir este movimiento que tendía puentes entre la realidad, la libertad y la imaginación, Breton retomó el término “surrealismo” de Apollinaire, quien por primera vez colocó el concepto en la órbita del ámbito artístico y cultural. Finalmente, Breton definió el surrealismo de la siguiente manera:
Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como por escrito, o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con exclusión de todo control ejercido por la razón y al margen de cualquier preocupación estética o moral.[3]
Esta nueva estética literaria y plástica congregó a diversas personalidades, reuniendo a aquellos que habían “hecho profesión de fe de surrealismo absoluto”. En la lista aparecieron André Breton, Louis Aragón, Benjamin Péret, Paul Éluard, Jacques Baron, Philippe Soupault y Pierre Naville, entre otros. Ellos mismos habían transitado por los mares dadaístas, dando continuidad a una lucha contra lo convencional y lo que denominaban “burgués” (la religión, la vida familiar y el Estado, como instituciones cristalizadas). En contraposición, dirigieron su objetivo a plasmar artísticamente distintas manifestaciones de la mente humana como el automatismo, los sueños, el desconcierto y la locura, por lo que fueron tachados de promotores del anarquismo, el comunismo y la autodestrucción.
El movimiento surrealista celebró su primera exposición en 1926. Incluía autores como Jean Arp, Joan Miró, Man Ray, Max Ernst y André Masson. Con la libertad creativa como máxima premisa, los surrealistas no se anunciaron como una nueva escuela, sino que se asumieron como un camino experimental donde se podían integrar lo emocional, lo mental, el azar, lo geométrico, lo onírico, etcétera. Con base en esta heterogeneidad, en el surrealismo se logra distinguir dos vertientes, una línea abstraccionista y otra figurativa. Como ejemplos de la primera, se menciona a Masson, Arp y Miró; mientras que en la segunda, a Salvador Dalí, René Magritte e Yves Tanguy.
La obra surrealista invitó a reflexionar sobre las distintas realidades, la representación de dichas realidades, la interpretación sobre estas y el uso del lenguaje para definirlas. En este sentido, se subrayó que cada individuo experimenta una percepción e interpretación singulares, dado que cada uno posee distintos bloques mentales constituidos desde su propia experiencia vivencial. Dicha problemática quedó planteada en una obra icónica del surrealismo temprano, conocida por su inscripción Ceci n’est pas une pipe (1929) de René Magritte. Esta obra, que formó parte de su serie La traición de las imágenes, alude justamente a una distinción del objeto-materia frente a su representación y su enunciación.
El movimiento surrealista fue sumamente fecundo, al romper con la tradición artística precedente, generó estilos diversos, todos de gran originalidad. Asimismo, hubo puntos de encuentro entre los artistas surrealistas y su interconexión con elementos del cubismo, el futurismo, el onirismo, el purismo y la pintura metafísica, entre otros. En este sentido, Giorgio de Chirico, en específico su obra La canción de amor (1914) –piedra angular en el despegue surrealista–, influyó en otros artistas, tal fue el caso de Magritte. Al respecto, la composición de Chirico –cuyo paisaje onírico exterior es el elemento medular– reúne objetos disímiles y aparentemente desconectados. En el mismo sentido, en la obra de Magritte el punto central de su composición es el paisaje onírico, como se observa en La condición humana (1935). Posteriormente, la evolución de su composición, ya en la segunda mitad de siglo, aunque continuó captando espacios exteriores inmersos en una atmósfera de soledad, silencio, ensueño, y melancolía, se dirigió a la representación de la imagen humana como elemento central, como se observa en otra de sus obras emblemáticas El hijo del hombre (1964).
“El surrealismo permitió a los artistas poner en libertad sus sueños más profundos, sus fantasías, el delirio, la vigilia y los deseos reprimidos; y plasmarlos como parte de las múltiples realidades que cohabitan en el ser humano”.
Con base en lo señalado, el surrealismo permitió a los artistas poner en libertad sus sueños más profundos, sus fantasías, el delirio, la vigilia y los deseos reprimidos; y plasmarlos como parte de las múltiples realidades que cohabitan en el ser humano. De modo que en la obra surrealista estas pulsiones humanas, muchas veces incómodas o estigmatizadas y canceladas socialmente, quedarán al descubierto, exteriorizadas e incluso exhibidas hasta el alarde para hacer visible la complejidad que resguarda la psique humana. Así, las sombras del inconsciente ya no serán reprimidas ni ignoradas, sino que figurarán como componentes estéticos centrales. En este escenario, otros de los artistas que se incluyen en el movimiento son Chagall, Klee y Dalí. En todos ellos, lo onírico, lo metafísico y la pintura fantástica llenaron de significado la libertad surrealista.
Sin duda, Dalí fue uno de los artistas surrealistas con mayor reconocimiento a nivel internacional. Su trabajo abarcó distintos ámbitos y su actividad polifacética lo llevó a tener una colaboración cinematográfica con Buñuel, escribiendo el esbozo de un guion. Al respecto, el cineasta, “poco antes del estreno de Un perro andaluz”, reconoció “el ‘primer papel’ del pintor en ‘la concepción de la película’ ”[4]. Finalmente, la profunda curiosidad de Dalí también abarcó su vida sentimental, como lo ejemplifica la apasionada relación que sostuvo con Lorca. Aunque, a decir de Dalí, esta quedó en un plano “puramente” platónico, que al no trascender se mantuvo como su “fruta prohibida”.
El arte como actividad social revolucionaria
La premisa acerca del problema de la libertad en el surrealismo incluyó los ámbitos de lo individual y de lo social; su investigación fue guiada por los postulados de Freud y de Marx, respectivamente. De tal modo, el andamiaje del marco referencial surrealista estuvo conformado por una adhesión al materialismo dialéctico, a la dialéctica hegeliana y con especial relevancia de “la psicología del proceso del sueño” de Freud. Bajo estas consideraciones, entre los surrealistas hubo artistas que se afiliaron a partidos comunistas que –dependientes de la Unión Soviética– se establecieron en distintos países en la época. Como veremos en lo sucesivo, la revolución socialista que proponía Trotski –heredero del pensamiento de Lenin– fue valorada positivamente por el padre del surrealismo.
Asimismo, en este marco de ideas y posiciones políticas y teóricas, el surrealismo ubicó al positivismo como un enfoque a combatir, dado que la mayor premisa comtiana privilegiaba los hechos, para, de este modo, formular leyes a partir de la observación, la experimentación y el razonamiento. Para Breton, esta objetividad fundamentada en el “hecho” fue una visión a combatir. Así dijo que el positivismo estaba inspirado en un realismo dogmático y que representaba “el reinado de la lógica”. La crítica se dirigía hacia un racionalismo que demandaba que la experiencia sólo podía ser percibida a partir de elementos materiales, de los hechos comprobables desde la materia del mundo exterior. Para los surrealistas, dicho planteamiento revelaba, justamente, un “aspecto hostil hacia todo vuelo intelectual y ético”. Por su parte, Breton abogaba por la posibilidad de considerar otras verdades, deslindada de aquella verdad que imponía una estandarización y que encumbraba lo “civilizado” y una visión de “progreso” a partir de una visión unidireccional. Al respecto, señalaba:
Con el pretexto de civilización, con el pretexto de progreso se ha logrado eliminar del espíritu todo lo que podría ser tildado, con razón o sin ella, de supersticioso, de quimérico, y se ha proscrito todo método de investigación de la verdad que no estuviera de acuerdo con el uso corriente.[5]
En efecto, el movimiento surrealista –con todas las contradicciones que anidó– promovió romper la “jaula” de la lógica, que unos pocos imponían en el mundo y que se dirigía a alinear a la sociedad sobre su propio razonamiento, su orden, sus leyes y su moral. A cambio, la investigación del surrealismo sobre distintas realidades construidas desde el interior ponía al descubierto un mundo mental complejo. En él se destacaba la relevancia de una imaginación sin límites que necesitaba despojarse de los grilletes de las leyes del utilitarismo, que hacen morir o languidecer la luz creativa del humano. Al respecto, Breton se pronunció: “No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue a poner a media asta la bandera de la imaginación”.
“No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue a poner a media asta la bandera de la imaginación”.
El surrealismo se había propuesto exhibir que los estándares sociales no sólo guiaban y uniformaban los criterios de valor de la colectividad, sino, además, que esos límites eran una celda para una experiencia humana plena, o bien que esos grilletes impedían despegar su capacidad creativa, inventiva e imaginativa. Así, alentó “ir más allá de la insuficiente y absurda distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”.
México y el surrealismo: Breton, Rivera, Trotski y Kahlo
André Breton arribó a México en 1938 en calidad de embajador cultural, pues su visita tenía como objetivo impartir una serie de charlas y cátedras sobre arte y literatura. A su llegada al puerto de Veracruz, Diego Rivera recibió a Breton y a su esposa Jacqueline Landa, y los acogió como huéspedes en la hoy Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, en San Ángel. Por entonces, León Trotski era también huésped suyo en la Casa Azul de Coyoacán.
Aun cuando Breton pronunció la conferencia “Las transformaciones modernas en el arte y el surrealismo” en la Universidad Nacional Autónoma de México, la agenda cultural planeada para el padre del surrealismo no se llevó a cabo en su totalidad, debido a deficiencias logísticas tanto de las autoridades mexicanas como de las francesas. Durante su estancia, tuvo tiempo suficiente para viajar con Rivera y Trotski por distintos poblados cercanos a la Ciudad de México, recorriendo y disfrutando de pueblos aledaños a Tenayuca, Toluca y Cuernavaca. Finalmente, Breton estaba motivado a reunirse con Trotski para plantear una organización de artistas, la cual se concretó en una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente. Trotski, expulsado en 1929 de la Unión Soviética, vivía exiliado en México desde 1936 y encontró en Breton a un aliado[6]. Al cabo, como fruto del diálogo estético e intelectual entre ellos, se originó el Manifiesto por un arte revolucionario independiente. No obstante que el manifiesto fue redactado por ambos, Trotski pidió a Diego Rivera que fuera él quien lo firmara, sustituyendo así su autoría. El manifiesto se publicó el 25 de julio de 1938, firmado por Rivera y Breton.
“Para Breton, en México se producía un ‘surrealismo puro’. Desde su llegada, consideró la obra de Frida Kahlo como indiscutiblemente surrealista”.
Una de las posibles lecturas que arrojó la publicación de dicho manifiesto es la alianza que se mostraba entre Diego Rivera y André Breton, lo cual se observa, en términos estilísticos, como un diálogo entre el movimiento surrealista y el muralista. En este marco, Breton consideraba que los frescos de Rivera, de carácter histórico y didáctico, mostraban a un “gran pintor”, así como a un hombre que tenía “la llave materialista de los acontecimientos”. Respecto a sus coincidencias estilísticas, para Breton, en México se producía un “surrealismo puro”. Desde su llegada, consideró la obra de Frida Kahlo como indiscutiblemente surrealista. La artista, a quien no le interesaba ser encasillada en ninguna estilística, irónicamente señalaba, “no sabía que fuera surrealista hasta que André Breton llegó a México y me lo dijo”.
Conclusión
Si bien la publicación del Manifiesto del surrealismo en 1924 lanzó oficialmente al movimiento, sentando sus bases y su dirección, por otra parte, sus antecedentes los ubicamos desde el dadaísmo, movimiento que –desde el Cabaret Voltaire– imprimió un espíritu anarquista a la atmósfera cultural.
En su viaje a México, Breton concretó la interconexión del surrealismo con el arte y la política. Si bien con la publicación del Manifiesto por un arte revolucionario independiente Trotski tuvo oportunidad de denunciar desde su trinchera al estalinismo, por otra parte, Breton posicionó el arte como una actividad social revolucionaria y al quehacer del artista como parte de la trama de la exigencia de la emancipación del hombre.
El impacto de la visita de Breton a México tuvo una resonancia en las generaciones posteriores. En este sentido, la Exposición internacional del surrealismo de 1940 puso de manifiesto la expansión surrealista. Finalmente, el país donde se producía “surrealismo puro” se convirtió en tierra fértil para muchos artistas como Leonora Carrington, Remedios Varo, Wolfgang Paalen y Kati Horna, quienes emigraron a México en los años posteriores, con lo que el surrealismo continuó su expansión durante las siguientes décadas.
Bibliografía
Ades, Dawn, El Dada y el surrealismo. Barcelona: Editorial Labor, 1975.
Ball, Hugo, La huida del tiempo (un diario), prólogo de Paul Auster. Barcelona: Acantilado, 2005.
Breton, André, “Primer manifiesto del surrealismo”, en Manifiestos del surrealismo, traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini. Buenos Aires: Editorial Argonauta, 2001.
______, Manifiestos del surrealismo. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1969.
De Micheli, Mario, Las vanguardias artísticas del siglo XX. Madrid: Alianza Editorial, 2002.
Gibson, Ian, La vida desaforada de Salvador Dalí. Barcelona: Editorial Anagrama, 1998.
Rodríguez Prampolini, Ida, El surrealismo y el arte fantástico de México. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2023.
Waldberg, Patrick, Los iniciadores del surrealismo. México-Buenos Aires: Editorial Hermes, 1969.
[1] El Manifiesto del surrealismo (Manifeste de surréalisme) es conocido como el “Primer manifiesto del surrealismo” en sus traducciones al castellano.
[2] Hugo Ball, La huida del tiempo (un diario), prólogo de Paul Auster, Barcelona, Acantilado, 2005, p. 13.
[3] André Breton, “Primer manifiesto del surrealismo”, en Manifiestos del surrealismo. Traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Buenos Aires, Editorial Argonauta, 2001, p. 44.
[4] Ian Gibson, La vida desaforada de Salvador Dalí, traducción de Daniel Najmías, Barcelona, Editorial Anagrama,1998, p. 260.
[5] André Breton, op. cit., p. 26.
[6] Para entonces conocida como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).