Cuando Leonora Carrington (1917-2011) llegó en tren a la Ciudad de México en 1942, la mesa estaba puesta para recibirla a ella y a las viandas que prepararía en su cocina surrealista. Había contraído matrimonio con el escritor y diplomático Renato Leduc en Portugal, donde él cumplía el cargo de agregado cultural de México. Ambos habían sido presentados por Pablo Picasso en París en 1937 y se habían vuelto a topar brevemente en julio de 1940 en Madrid, donde Carrington y dos amigos suyos –Michel Lukas y Catherine Yarrow– intentaban obtener una visa para Max Ernst, por entonces pareja de Leonora, luego de su segunda reclusión en un campo para enemigos extranjeros. Justo en Madrid, la artista fue violada por un grupo de oficiales requetés, herederos del movimiento carlista nacido en el siglo diecinueve:
Se levantaron algunos de aquellos oficiales y me metieron a empujones en un coche [se lee en Memorias de abajo]. Más tarde estaba ante una casa de balcones adornados con barandillas de hierro forjado, al estilo español. Me llevaron a una habitación decorada con elementos chinos, me arrojaron sobre una cama, y después de arrancarme las ropas me violaron el uno después del otro.
Opuse tal resistencia que finalmente se cansaron y dejaron que me levantara. Mientras trataba de arreglarme la ropa delante de un espejo, vi a uno de ellos abrir mi bolso y vaciar su contenido. Esta acción me pareció absolutamente normal, así como la de acercarse y empaparme la cabeza con un frasco entero de colonia.
Hecho esto, me llevaron a un lugar cercano al Retiro, el gran parque, donde anduve vagando perdida, con las ropas destrozadas. Finalmente, me encontró un policía que me devolvió a [mi] hotel.
En agosto de 1940, debido a su angustiosa situación personal y al trauma de la violación tumultuaria, Carrington sufrió el colapso nervioso que la llevó a ser internada en un sanatorio mental de Santander, próximo al barrio de El Sardinero, donde fue atendida por el doctor Luis Morales, un psiquiatra español que al cabo de un tiempo –relata Susan L. Aberth– se preguntaría si la psicosis marginal de la artista, tal como fue diagnosticada por “médicos católicos convencionales”, habría sido influida por su “visión surrealista del mundo”. (Hay un dato muy curioso: en el verano de 1961, el hijo del doctor Morales, Luis Morales Noriega, fue nombrado jefe médico de la comisión que investigó las apariciones de la Virgen del Carmen a unas niñas de San Sebastián de Garabandal, cerca de Asturias. Según refiere otro psiquiatra que trabajó en la clínica de los Morales, Luis Jr. estaba enamorado platónicamente de Carrington y llegó a coleccionar catálogos de su obra). La ordalía en el sanatorio de Santander, salpicada de electrochoques y shocks insulínicos, está expuesta en Memorias de abajo, el “memorial casi científico” –señala Fernando Savater– que Carrington grabó y escribió entre el lunes 23 y el viernes 27 de agosto de 1943, mientras vivía en la desierta embajada rusa en la Ciudad de México, y es representada oblicuamente en el cuadro que tiene el mismo nombre. En este óleo se puede ver a la pintora como una figura alada, con aspecto de diosa, al ser conducida por su icónico caballo blanco hacia un orbe nocturno habitado por híbridos boschianos, carnavalescos, que –dice Aberth– “podrían personificar a los otros pacientes, a los enfermeros de la clínica, o a ambos”. En mi opinión, el título Memorias de abajo (Down Below en inglés) es una alusión directa a uno de los preceptos acuñados por el mítico Hermes Trismegisto en la Tabla de Esmeralda, el famoso texto alquímico publicado en latín en el siglo XVI: “Lo que está más abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”. De ahí viene el nexo con el tríptico Emprendí mi viaje hacia abajo, como un mensajero, hacia el abismo, ejecutado en 1977.
Como para dar sustento verbal al óleo que se discute, la fascinación por el universo equino resurge en un pasaje de la estrujante autobiografía de Carrington. Se trata de una “visión” nutrida por el coctel de drogas que se le inyectaba a la artista:
El lugar parecía el Bois de Boulogne; yo estaba en lo alto de una pequeña loma rodeada de árboles; a cierta distancia, debajo de mí, en el camino, había una valla como las que había visto a menudo en la feria caballar; a mi lado había dos grandes caballos atados el uno al otro; yo esperaba impaciente a que saltaran la valla. Tras largas vacilaciones, saltaron y bajaron la ladera al galope. De repente, se separó de ellos un pequeño caballo blanco; desaparecieron los dos caballos grandes, y no quedó nada en el sendero salvo el potro, que cayó rodando hasta abajo, donde quedó tendido de espaldas, moribundo. El potro blanco era yo.
El cuadro Memorias de abajo está fechado en 1941. Ese año, luego de abandonar el sanatorio del doctor Morales, Carrington se trasladó a Lisboa, donde consiguió burlar la vigilancia de su enfermera para pedir asilo en la embajada mexicana.
El embajador se portó maravillosamente conmigo –declararía Leonora a Marina Warner en julio de 1987 en Nueva York–. Tuve que entrar a verle, y dijo: ‘Está usted en territorio mexicano. Ni siquiera los ingleses pueden tocarla’. No sé cuándo apareció Renato [Leduc]. Al final, dijo: ‘Vamos a casarnos. Sé que es horrible para los dos, porque no creo en esa clase de cosas, pero…’ […] Encontré a Renato atractivo la primera vez que le vi, y aún lo seguía encontrando ahora. Tenía una cara morena como la de un indio, y el cabello muy blanco.
Al cabo de su matrimonio por conveniencia en Portugal, Carrington y Leduc viajaron a Nueva York a bordo de “uno de los últimos barcos en salir de Europa”, según dice Elena Poniatowska. “Al lado del extraordinario embajador mexicano Luis I. Rodríguez –añade Poniatowska–, Renato logró […] que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles aceptaran la invitación del general Lázaro Cárdenas y vinieran a México en el Sinaia, el Mexique, el Ipanema, el Captain Paul-Lemerle” [sic]. Aunque fueron esposos apenas dos años –se divorciaron en 1943, cuando ya vivían en la Ciudad de México–, Carrington y Leduc mantuvieron una amistad cercana; de hecho ella llegó a ilustrar XV fabulillas de animales, niños y espantos, el libro que Leduc publicó en 1957. “Alguna vez le pregunté a Renato por qué se habían separado y me contestó que Leonora hablaba más con el perro que con él –escribe Poniatowska–, y cuando le pregunté a Leonora por este mariage arrangé, este matrimonio forzado solo para salir de España, una chispa lúdica atravesó sus ojos negros: ‘Bueno… tampoco’ ”.
Dos años antes del arribo de Carrington a suelo mexicano, el arte surrealista fue introducido “oficialmente” en nuestro país merced a la Exposición Internacional del Surrealismo. En su ensayo “Aprender a ver”, incluido en el catálogo Materia y sentido. El arte mexicano en la mirada de Octavio Paz, Rafael Vargas escribe sobre esta magna exhibición:
El 17 de enero de 1940, a las diez de la noche, se inaugura en la Galería de Arte Mexicano –que Inés Amor ha trasladado al número 18 de la calle de Milán– la Exposición Internacional del Surrealismo, organizada conjuntamente por el poeta peruano César Moro, el pintor austriaco Wolfgang Paalen y André Breton. Los dos primeros residen en México, Breton colabora desde París.
La muestra reúne ciento ocho obras. Entre ellas, pinturas y dibujos de Giorgio de Chirico, Max Ernst, Paul Klee, René Magritte, Roberto Matta, Joan Miró, Henry Moore, Francis Picabia, Pablo Picasso, Man Ray y Remedios Varo.
Al hacer el recuento de las exposiciones presentadas en la Ciudad de México en 1940, Justino Fernández asienta:
La exposición de arte surrealista constituyó, sin género de duda, un acontecimiento extraordinario en nuestra capital. Por los nombres de los expositores puede darse cuenta de que se reunieron obras de los más importantes artistas contemporáneos […] Nada puede ser más benéfico en nuestro medio que exposiciones de esta categoría pues, por desgracia, casi siempre nos llegan retrasadas varias décadas.
“Carrington estuvo a tiempo para sumarse al auge del surrealismo en México, detonado en gran medida por la primera visita de André Breton al país en 1938”.
Pero Carrington no llegó retrasada sino al contrario: estuvo a tiempo para sumarse al auge del surrealismo en México, detonado en gran medida por la primera visita de André Breton al país en 1938. Cada vez más amplio, su círculo de amigos en la capital mexicana incluía a otros artistas también exiliados de Europa, a muchos de los cuales había conocido en Francia durante su relación amorosa con Max Ernst; entre ellos estaban dos parejas casadas con las que fincaría lazos estrechos: Wolfgang Paalen y Alice Rahon, Benjamin Péret y Remedios Varo. Fue a través de Paalen y Rahon que Carrington entró en contacto con Emérico Chiki Weisz, el fotógrafo e impresor húngaro que había trabajado con Robert Capa en la guerra civil española y que llegó a México a bordo de un barco portugués que partió de Casablanca. Él y Leonora se casarían en 1946 y tendrían dos hijos, Gabriel y Pablo, ambos con inclinaciones artísticas.
Aunque Paalen y Rahon habían creado su propio grupo de artistas emigrados alrededor de Dyn, la revista encabezada por Paalen entre 1942 y 1944, en cuyo primer número se incluyó un adiós público al surrealismo, Carrington “se alineó con el grupo de [Benjamin] Péret –escribe Aberth– en parte porque prefería una atmósfera menos formal, pero antes que nada por su creciente amistad con [la pintora española Remedios] Varo. Varo fue una presencia decisiva en este círculo y quien, pese a las difíciles condiciones de vida, logró elevar los ánimos con su sentido del juego y la espontaneidad”. El grupo solía congregarse, a veces durante toda la noche, en el departamento de Péret y Varo, ubicado en la calle Gabino Barreda de la colonia San Rafael. (Carrington y Leduc llegaron a instalarse en una casa situada en la misma colonia, en la calle Rosas Moreno). Durante esas reuniones, representadas por Gunther Gerzso en Los días de la calle de Gabino Barreda (1944) –un óleo de su casi olvidada faceta surrealista–, Carrington y Varo consolidaron los vínculos afectuosos y creativos que les permitirían descubrir y desarrollar un nuevo lenguaje pictórico. La enorme influencia mutua que se produjo entre ambas artistas resulta evidente en tres cuadros de distintos periodos. En Ab eo quod (1956), una de las “obras de cocina” más herméticas de Carrington, vemos una naturaleza muerta en la que rápidamente podemos identificar tres símbolos alquímicos: el huevo, la rosa y la granada. En Naturaleza muerta resucitando, fechado en 1963 –el año de su muerte–, Varo toma la granada de la mesa-altar de su amiga, la duplica y la hace estallar entre otras frutas transfiguradas en pequeños planetas femeninos que trazan una órbita espiral en torno de una vela encendida, lo cual sugiere una suerte de ceremonia religiosa apuntalada por la idea de resurrección. Finalmente, en El laberinto(1991), Carrington recupera la órbita que gravita sobre la mesa-altar de Varo y la convierte en un sombrío escenario habitado una vez más por espectros boschianos; en primer plano, en la esquina izquierda de la composición, el Ahorcado –uno de los veintidós arcanos mayores del tarot– monta un caballo, que ya no es blanco sino negro. Esta complicidad derivó incluso en la creación de una pintora ficticia, especie de alter ego compartido para el que Carrington y Varo concibieron una biografía y un estilo característico, que aplicaron en algunos cuadros. (Carrington conservaba una de estas obras en su casa de la calle Chihuahua en la colonia Roma, pero por desgracia ya no recordaba el nombre de la pintora inventada junto con su colega).
“En México encontraron un ambiente muy propicio ya que allí la magia formaba parte de la realidad cotidiana. México ejerció una apasionante influencia sobre Varo y Carrington, para las que el poder de los hechizos y presagios ya era una realidad”.
Janet A. Kaplan estudia el lazo fructífero que se generó entre las dos artistas exiliadas en Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo. Ahí anota:
Durante muchos años se vieron a diario y compartieron sus sueños, sus pesadillas, sus obsesiones y sus más profundos secretos […] Varo y Carrington compartían una poderosísima capacidad de imaginación que ni una ni otra encontraba en otras personas […] Utilizando símiles culinarios como metáforas para sus actividades herméticas, establecieron una especie de relación entre los roles tradicionales de la mujer y ciertos actos mágicos de transformación. A las dos les interesaba desde hacía tiempo el ocultismo, interés que se veía estimulado por la creencia surrealista en la “ocultación de lo maravilloso” y por haber leído mucho sobre brujería, alquimia, hechicería, magia y el arte de echar las cartas. En México encontraron un ambiente muy propicio ya que allí la magia formaba parte de la realidad cotidiana […] México ejerció una apasionante influencia sobre Varo y Carrington, para las que el poder de los hechizos y presagios ya era una realidad.
Esta amistad aparece retratada alegóricamente en La trompetilla acústica, la única novela de Carrington, escrita por completo “en el café Garibaldi de la Plaza de los Mariachis [en la Ciudad de México] en medio de una ruidosa cacofonía”, como la propia autora confesó a Susan L. Aberth. Publicada originalmente en francés en 1974, La trompetilla acústica es no solo un muy buen ejemplo de la capacidad de la artista para moverse en forma, digamos ambidiestra, entre la pintura y la literatura, sino una reflexión sobre el hondo malestar que le provoca la vida institucional; como señala Helen Byatt en el prólogo a la edición británica de 1991, “las instituciones resumen la aversión de Carrington a ser encerrada y recluida. Fue criada como católica y asistió a colegios de monjas, pero su carácter poco convencional fue calificado por las religiosas como una deficiencia mental y condujo a su expulsión. También desesperó al personal [del sanatorio en Santander] con sus repetidos intentos por subir al tejado para estar más cerca de las estrellas”. Ubicada en Lightsome Hall, el asilo de ancianas que podría ser un inteligente disfraz de la clínica del doctor Morales, la novela cuenta con dos personajes notables –Marian Leatherby, la narradora, y Carmella Velásquez, su mejor amiga y cómplice– que son obvios e irónicos alter ego de Carrington y Varo. Mitad alquimistas y mitad brujas, estas viejas damas echan a andar una historia llena de referencias culinarias y múltiples alusiones tanto al interés de Carrington por la tradición hermética como a su relación con México, donde, como ella misma dijo en una entrevista efectuada en 1977, se “sentía en casa, pero como uno se siente en una piscina familiar infestada de tiburones”. Al principio de La trompetilla acústica, Carrington enfatiza esta paradoja a través de su narradora:
Nunca logré entender este país y ahora comienzo a temer que jamás pueda regresar al norte, que jamás consiga salir de aquí. No debo renunciar a la esperanza: los milagros pueden ocurrir y ocurren muy a menudo. La gente piensa que cincuenta años es un largo periodo para visitar un país porque la mayoría de las veces representa más de media vida. Para mí cincuenta años no son más que el lapso temporal que he pasado en un sitio donde realmente no quiero estar. Durante los últimos cuarenta y cinco años he tratado de huir. Por alguna razón no lo he conseguido: debe haber un hechizo que me mantiene atada a este país.
Pese a estos sentimientos contradictorios, Leonora Carrington halló en México una patria adoptiva tan generosa como pródiga en leyendas y tradiciones ancestrales que nutrieron su imaginación, según se corrobora en El mundo mágico de los mayas (1963), el mural comisionado por el Museo Nacional de Antropología que le permitió viajar a Chiapas para captar y transmitir la visión mitológica de la civilización precolombina y que remite a El jardín de las delicias, el célebre tríptico de Hieronymus Bosch fechado alrededor de 1504. Pero no solo eso: en México la artista encontró también el amor, la maternidad y una multiplicidad de amistades que se afianzarían con el correr de los años.