Daniel Day-Lewis es un grandísimo actor, dotado de capacidades camaleónicas que le permiten transformar su faz, su voz, su cuerpo para mimetizarse con los personajes más disímbolos y disparatados. Quienes hemos seguido su carrera lo hemos visto hacer de inglés y de estadounidense, de irlandés y de escocés, de checo. Hemos atestiguado sus avatares de punketo atormentado por su identidad sexual, de aristócrata torturado por un amor inconfesable, de médico jalonado entre el hedonismo, la arrogancia y la responsabilidad, de pandillero inocente y de pandillero corrupto, de petrolero cruel, de modista sádico y de discapacitado entrañable, de Abraham Lincoln y, más difícil –como que hay 148 avatares fílmicos para recordarnos con precisión cómo hablaba, cómo se movía, como lucía el original–, de Marcello Mastroianni.
Concedido: el personaje que encarna Day-Lewis en la Nine (2009) de Rob Marshall no se llama Marcello Mastroianni. Es más, aun cuando la cinta es un remake musical de la 8½ (1963) de Federico Fellini –hito en la historia del cine como en la filmografía del actor italiano–, Marshall se esmera en dar a su protagonista un apellido distinto al de la original –el personaje del director de cine con bloqueo creativo se llama Guido Anselmi en 8½, Guido Contini en Nine–, como si con ello pretendiera recalcar que esta es una película toda otra, como si esgrimiera un blasón diferenciador.
Basada en el musical de Broadway de 1982 con el que Maury Yeston y Tommy Tune rindieran homenaje a la que acaso sea la cinta paradigmática –y la más metacinematográfica– de Fellini, la Nine fílmica fue un fracaso de taquilla –ni siquiera recuperó los 80 000 000 de dólares de su costo de producción– como de crítica (apenas alcanza 39 % de reseñas favorables de acuerdo a la tabulación de Rotten Tomatoes). Admirador de la cinta –como lo soy también de otras herederas del desbordado ejercicio autorreferencial de Fellini: la aclamada All That Jazz (1979) de Bob Fosse o la incluso más polarizante Bardo (2022) de Alejandro González Iñárritu–, atribuyo el rechazo más o menos universal con que la crítica la acogió a que su toma de distancia de la original haya sido tenida por sacrílega. Sin embargo, ahí donde Marshall parece eludir con deliberación el estilo y el ritmo de Fellini –Ninees lógica donde 8½ es absurda, lírica donde la otra es grotesca, cínica donde la original es entrañable–, hace de su cinta toda un homenaje a quien fuera no solo el protagonista de 8½, sino, en buena medida, el representante vicario del director italiano a lo largo de su filmografía: no Mastroianni, actor, sino Marcello, mito.
Las casi dos horas que dura la película constituyen un tributo no por sincero menos complejo al constructo fílmico denominado Marcello Mastroianni. Lejos está Day-Lewis de ser tan apuesto como el actor fetiche de Fellini, pero casi lo parece aquí no solo gracias al traje negro de impecable corte y a las gafas oscuras Persol –aparejos que el italiano hiciera icónicos– sino, sobre todo, a su pericia actoral para afectar su gestualidad, su caminar, su acento, su voz ronca, su inflexión serena casi al punto de lo cansino. Es posible, sin embargo, identificar un momento climático del largo homenaje al mito de Marcello que es Nine –el más arrobado pero también el más crítico–, en la que acaso sea su mejor secuencia.
Interior. Noche. Guido bebe vodka ante una barra de bar del hotel. Minivestido floreado, piernas desbordantes en medias con ligueros de encaje, cabellera rubia desordenada con primor, irrumpe en el establecimiento la estadounidense Stephanie (Kate Hudson), reportera de Vogue. No duda un segundo en sentarse al lado del magnético cineasta. Fuma. Bebe. Flirtea. Finge –acaso para sí misma– analizar su trabajo como creador fílmico:
ELLA (imaginándose una suerte de Pauline Kael lasciva): Tienes mucho estilo. Siempre he pensado eso: es la otra cosa que me encanta de tus películas.
ÉL (con mohín de asco, a saber si por lo que ella dice o por lo que él es): Estilo…
Intercorte a close-up en blanco y negro de hombre guapo, ataviado con idéntico donaire al de Guido.
ELLA (de plano orgásmica): Cada fotograma es como una postal.
ÉL (¿horrorizado?): Oooookkk…
ELLA: Es maravilloso: te importa el traje tanto como el hombre que lo viste.
Intercorte en blanco y negro a piernas de modelos trajeados que desfilan por una pasarela de moda.
ELLA: Así es el hombre italiano…
Guido apura un shot de vodka de un solo trago. Una vez que el efecto del alcohol se asienta en su cuerpo, relincha.
ELLA (soñadora): Paga los tragos, te desviste con la mirada…
ÉL (doliente, poniéndose el metafórico saco): Detesto a ese hombre.
ELLA (a saber si en trance erótico o en pitch editorial): ¡No! El estilo es el nuevo fondo: es lo que le encanta a mis lectoras… quieren conducir una Vespa por la Via Veneto, quieren vivir en una película italiana.
No bien suena el “Veneto” chirriantemente mal acentuado –en la segunda sílaba–, Marshall corta a un número musical, onírico como todos los de la película. En un limbo mitad pasarela milanesa, mitad set de Raffaella Carrà en la RAI, una Stephanie a gogó, rodeada de coristas semi desvestidas y de clones de Marcello uniformados por Brioni, canta las loas (peor pronunciadas si cabe) del sínema italiano: unas que mal identifican el término neorrealismo con la estética asociada al decadentismo moderno protoexistencialista de Antonioni y que reducen el cine del ficticio Contini (y por extensión el del muy real Fellini y su estrella Mastroianni) a “cochecitos veloces, barras de café con ondita y mujeres estilosas en Positano”. (Rima con “uomo Romano”).
Guido se aborrece en ese espejo pero sucumbe a las superficies pulidas del retrato, a las sugerentes curvas de quien lo dibuja. Se alza de hombros. Se resigna a ser un latin lover.
La sigue a su habitación.
* * *
El personaje al que hace homenaje crítico Nine y que describe con sorna y admiración “Cinema italiano” –una genialidad paródica escrita en específico para la película por Yeston, interpretada con sardónica cachondería por Hudson y nominada con justicia a un Golden Globe a Mejor Canción– no tiene su origen en 8½, sino en la primera película del tándem Fellini/Mastroianni: La dolce vita.
El debut formal de Mastroianni llega en una adaptación italiana de Los miserables, el primer crédito en Domingo de agosto, el primer protagónico en Contra la ley.
Pese a lo que podríamos pensar, no es ese el debut estelar del actor y no es Fellini el cineasta que lo descubrió ni el que lo hizo estrella. Hijo mayor de una familia de clase media baja, su madre mecanógrafa rogaría a una colega en la Banca d’Italia que lo recomendara para trabajar como extra a las órdenes de su hermano director de cine: Vittorio De Sica. Entre 1939 y 1948 –entre sus 15 y sus 24–, Marcello alterna esos llamados esporádicos con su trabajo como proyectista técnico para la comuna de Roma y después para la de Florencia. (En el camino se gradúa como perito en construcción). El debut formal llega con un bit anónimo –pero ya parlante– en una adaptación italiana de Los miserables (Riccardo Freda, 1948), el primer crédito en Domingo de agosto(Luciano Emmer, 1950), el primer protagónico en Contra la ley(Flavio Calzavara, 1950). Cintas olvidadas todas, como las demás que filmara hasta el 1957 del primer clásico en su filmografía, no a las órdenes de Fellini, sino de su verdadero descubridor: Luchino Visconti.
Traslación del cuento homónimo de Dostoyevski, Las Noches blancas asigna a Mastroianni el papel del paño de lágrimas/buen samaritano que se enamora de la damisela frágil –o acaso veleidosa– (Maria Schell), que espera en vano el regreso de un amor pretérito (Jean Marais). En ese apogeo que son los 33 años y fotografiado por el legendario Giuseppe Rotunno[1], luce más guapo que nunca. Aun cuando interprete un personaje tan clasemediero como él mismo, viste con una elegancia que deja traslucir no solo el origen aristocrático del director, sino el gusto irreprochable de su vestuarista de cabecera Piero Tosi (Senso, El gatopardo, Los malditos, Muerte en Venecia, Ludwig, además de la Medeade Pasolini y El portero de noche de Cavani). Su sonrisa ilumina la pantalla. Y su actuación es conmovedora. Lo único que hay que echar en falta es… a Marcello. Demasiado dulce, demasiado entusiasta, demasiado vulnerable, Mastroianni tiene aquí menos en común con el icono fílmico, que su nombre de pila evoca en el imaginario colectivo, que con el perrito callejero al que Visconti recurre en cuanto metáfora de su nobleza y su soledad. Lindo y entrañable es. Una leyenda viviente no.
Ese éxito habría de lanzarlo a otro clásico del cine en que, sin embargo, brilla otra vez por su ausencia el Marcello mítico. I soliti ignoti (1958) de Mario Monicelli –más conocida por su título angloparlante (Big Deal on Madonna Street) o por el español (Rufufú), pero titulada en México Los desconocidos de siempre– es un constructo ingenioso que parte de una premisa divertida: ¿qué pasaría si los pobres diablos de una cinta neorrealista de De Sica o de Rossellini se propusieran cometer un atraco glamoroso y sofisticado a lo Rififi (1955) de Jules Dassin? En un papel secundario que le amerita figurar como actor invitado al final de la secuencia de créditos, Mastroianni –boina ridícula, pelo enmarañado, moño de pintor al cuello, camiseta de manga larga arrugada asomando de los puños de la camisa, torpeza corporal a lo Buster Keaton– está simpatiquísimo como fotógrafo devenido de pronto padre soltero –y por completo incapaz de ocuparse de un bebé de brazos– al purgar su esposa una sentencia de tres meses por contrabando de cigarrillos, ese delito neorrealista por antonomasia. Es una gran actuación cómica en un registro que le es ajeno –casi comedia de pastelazo–. Más de un galán dandy –de William Powell a Jude Law pasando por Cary Grant– ha tenido oportunidad de lucirse al asumir un rol de talante en todo distinto a su tipo habitual; el problema aquí es que este Mastroianni no tiene todavía tipo, que no existe aún una narrativa estelar que subvertir: más que complejizar el chiste, su apostura y su posterior mito sabotean su soberbio trabajo al constituir una vaga pero certera distracción.
Para el 1961 de La dolce vita, la carrera de Marcello Mastroianni era del todo respetable: tenía en su haber una cuarentena de roles cinematográficos con una nómina de directores que incluía no solo a Visconti y a Monicelli, sino a Dino Risi, Giuseppe de Santis y Jules Dassin, y había ganado no uno, sino dos Nastri d’Argento al mejor actor; pese a ello, no era considerado una estrella, cosa que de manera paradójica habría de ganarle el papel que lo convertiría en una. Refiere el propio Mastroianni el discurso con el que Fellini le ofreciera ese rol principal que, de manera acaso inevitable, terminaría por responder al nombre de Marcello:
—… Tengo un proyecto para rodar una película; el productor es Dino De Laurentiis. De Laurentiis quisiera a Paul Newman para el papel de protagonista. Ahora bien, Paul Newman es un gran actor, una estrella, desde luego, pero es demasiado importante. A mí me sirve una cara cualquiera.
Yo no me sentí en absoluto vejado.
—Muy bien, arreglado. La cara cualquiera soy yo.
La proverbial falsa modestia de Mastroianni se confabula con las legendarias desmesura y chocarrería de Fellini para pergeñar una anécdota en apariencia absurda, ya solo porque no cabe imaginar rostro menos común que el de este hombre. El actor ofrece, sin embargo, un atisbo de explicación en el argumento que acto seguido –en sus memorias: Sí, ya me acuerdo…– atribuye al propio Fellini: “… el personaje es una especie de mariposón. No tiene que tener la personalidad de Paul Newman”.
Bonito donde el de Mastroianni es apuesto, dulce cuando el de Mastroianni transpira complejidad, el rostro de Newman habría resultado, además, imposiblemente americano para encarnar un constructo que no podría ser más europeo: un aspirante a novelista que prostituye su pluma como reportero de sociales para una de esas publicaciones dedicadas a seguir las escapadas y desventuras del Eurotrash, en el tenor de la española ¡Hola!, la francesa Paris-Match o la italiana Gente. Esos desfiguros no son para un all-American boy como Newman: ese que, aun cuando haga de neurótico, impotente y probablemente homosexual –en La gata sobre el tejado caliente (Richard Brooks, 1958)– no termina de sacudirse los estigmas del hijo devoto y, peor, del quarterback.
Marcello –¿El personaje? ¿El actor? Da igual: es este el hito en que habrán de fusionarse en el imaginario colectivo– es un hombre que se encuentra cómodo en todas partes –a bordo de un helicóptero, en un cabaret de postín de la Via Veneto, en el cuarto inundado de una prostituta hambrienta, en una fiesta extravagante improbablemente organizada en las Termas de Caracalla, vestido de etiqueta con el agua hasta las rodillas en la Fontana di Trevi– aun si acaso feliz en ninguna. Es la compañía perfecta para todas las mujeres –de las romanas frívolas que se asolean en bikini en una azotea a la lánguida y elegante Anouk Aimée a la vibrante y vulgar Anita Ekberg–, salvo acaso para la suya propia, una Yvonne Furneaux celosa, sobredemandante, histerizada, suicida. (Solo en el aséptico hospital al que la traslada tras ingerir demasiadas pastillas, enclavado en el grandilocuente distrito fascista de EUR, vemos un atisbo de resquebrajamiento en la imperturbable fachada del protagonista). Y es el hombre mejor vestido del mundo pero nunca un dandy: su smoking de corte perfecto, sus impecables sacos de tweed, sus corbatas negras tejidas, los Persol 649 que haría devenir clásicos son los básicos del guardarropa no de un seguidor dedicado de la moda, sino de un caballero que no puede ejercer más que un buen gusto nato y clásico al procurarse los aparejos elementales para ir convenientemente presentado por la vida, ya en versión dolce o amara.
El atuendo clave para comprender al personaje –o, habrá que decir en pagliano, en jungiano, en griego, “a la persona”– es el último: un traje blanco. Guárdese quien no haya visto la cinta de pensarlo disfraz pelma a lo Coronel Sanders o afectación atildada a lo Tom Wolfe: de corte no menos impecable que aquellos, Marcello lo lleva con el mismo primor con el que el tal Paul Newman podría enfundarse unos jeans y una sudadera, aparejado a una camisa negra de puños vueltos y un foulard del mismo color, anudado al cuello a la sans-façon.
Nunca vi a mi padre ataviado a lo Marcello, salvo en fotografías tomadas antes de mi nacimiento, justo en aquellos años sesenta. Sin embargo, cada vez que reviso La dolce vita con ojo sartorial, la voz que se me impone no es la de Mastroianni sino la del hombre que me enseñó a ser hombre.
“Ropita de trabajo”, decía don Miguel.
* * *
… cuando hice La dolce vita… los americanos decidieron que yo era el latin lover. Ellos siempre andan buscando etiquetas. Y esta etiqueta luego también la utilizaron los periodistas italianos y europeos en general. Porque es muy cómodo: “¡Latin lover!”, y ya todo está dicho…
Yo les digo “¿Pero han visto mis películas?”. Después de La dolce vita, para no repetirme… trabajé en una película en la que hacía de impotente: Il bell’Antonio. E inmediatamente después en Divorcio a la italiana, donde era feo y cornudo. He hecho también de hombre embarazado; he hecho de homosexual en Una giornata particolare. He hecho papeles de desesperado en los que el sexo no tenía nada que ver. Incluso en las películas de Fellini, las fantasías eróticas son propias de un adolescente, casi de un niño.
—Marcello Mastroianni, Sí, ya me acuerdo…
El más elegante de los atavíos de Mastroianni en La dolce vita –aquel traje blanco, aquel foulard negro– es también el de la secuencia más perturbadora: esa en que, habiendo ya renunciado al proyecto de pareja y al amor verdadero –encarnado, claro, en dos mujeres distintas–, habiendo perdido ya al mentor y con él la vocación literaria, Marcello se asume un mundano sin remedio, el “mariposón” de la descripción original de Fellini. Borracho, despeinado, en compañías cuestionabilísimas, se enzarza más en luchitas que en peleas, monta a horcajadas a una mujer, menos yegua que mula. En la última secuencia, el nada alegre grupo recala en la playa; las olas han arrastrado a la orilla una creatura: un monstruo, un kraken, un leviatán. Asaz la muerte. Acaso el inconsciente. Marcello se ha puesto guapísimo pero no para una cita romántica sino para su propio funeral.
Lo mismo en 8½: vestido con el negativo de aquel atuendo –el traje ahora negro, la camisa ahora blanca, la cabellera ahora gris, eterna corbata lisa, eventual y rarisimo sombrero a medio camino entre el fedora y el stetson–, Marcello/Guido es la imagen misma de la elegancia en un entorno cuya arquitectura inmaculada alberga cosas impresentables, acaso inconfesables: frivolidad, mentira, ansiedad, impotencia, angustia de muerte. Cuando Marcello despertó, munificente en su esplendor sartorial, el leviatán seguía ahí.
Mastroianni tiene razón: nunca hubo de encarnar en la pantalla algo tan convencional como un latin lover. Ni siquiera en sus películas con Sophia Loren –en los tres segmentos de Ayer, hoy y mañana ensaya los roles de marido sufrido, gigoló resentido y putañero neurótico; en Matrimonio a la italiana (Vittorio De Sica, 1964) es un cínico; en Los girasoles (Vittorio De Sica, 1970), un desertor del Ejército; en Prêt-à-porter (Robert Altman, 1994), tan anciano como para quedarse dormido a medio encuentro sexual–, ni tampoco cuando marido indolente de Jeanne Moreau (La notte; Michelangelo Antonioni, 1961), cuando parafílico que solo logra una erección cuando su vida está en peligro (Casanova 70; Mario Monicelli, 1965), por no hablar de su última película con Fellini, esa Ciudad de las mujeres cuya suprema incorrección política hace de él víctima propiciatoria de un matriarcado pesadillesco controlado por hermosas amazonas de un feminismo radical.
Y sin embargo sostengo –como sostiene el mundo todavía a 100 años de su nacimiento, a 85 de su debut cinematográfico y a 63 de que adviniera a la iconicidad– que Marcello Mastroianni es hasta hoy el epítome del latin lover, el estándar de oro de la seducción masculina y que advino a ello mediante un proceso del que él mismo no es sino causante a palos y del que Fellini, Antonioni, De Sica y Monicelli no son más que insumos al mismo título que un ejército de cinefotógrafos, sastres, guionistas, peinadores y maquillistas.
Mastroianni fue un gran actor del siglo XX. Marcello es un mito que lo trasciende y que trasciende el tiempo. Es el proceso mismo del cine. Es la pantalla en que los modernos proyectamos el ideal de lo que entendemos por un hombre.
* * *
PERIODISTA: Señor Mastroianni, nuestros lectores…
MASTROIANNI: Mañana por la tarde.
PERIODISTA: … quieren saber cuál es el secreto de su elegancia.
MASTROIANNI: ¿Pero qué elegancia?… Yo no me considero un hombre particularmente elegante.
PERIODISTA: El secreto de su elegancia se resume en una palabra: sencillez.
—Marcello Mastroianni, Sí, ya me acuerdo…
Un 1.º de enero ante un whisky (para mí) y una Coca-Cola (para él) en una barra de bar de Brooklyn, mi muy elegante amigo Víctor me explicó sin proponérselo la importancia del mito cultural que encarna Marcello, al menos para la generación de hombres –y quiero inferir que de mujeres– a la que ambos pertenecemos. Dudaría en traicionar esa confidencia; para fortuna de este texto y del mundo todo, varios meses más tarde publicó la anécdota en una red social –en inglés, por lo que me permito traducirla:
Hace años en México, en la graduación de una sobrina, entré al salón con mi traje y mi corbata, y mi padre me dijo “¿Quién chingados te crees con ese estúpido traje y esa estúpida corbata? ¿Marcello Mastroianni?”.
Le respondí: “Entiendo que pretendes denigrarme y está perfecto… solo te sugeriría que no usaras como símil para ese propósito al icono de perfección masculina de tu generación”.
Marcello, mito, sirve para defenderse de los bullies. He ahí algo más relevante que cualquier actuación del gran Mastroianni en cualquier película.
[1] Especialista del beauty shot y uno de los grandes fotógrafos de cine de la historia, Rotunno supo poner en valor la belleza de una Ava Gardner suntuosa en La maja desnuda (Henry Koster, 1956), de un Alain Delon rugoso en Rocco y sus hermanos (Visconti, 1960) y satinado en El gatopardo (Visconti, 1963) –junto a una Claudia Cardinale luminosa–, de una Anita Ekberg literalmente descomunal en Boccaccio ’70(Fellini et al., 1962), de una Ann-Margret madura y gloriosa en Carnal Knowledge (Mike Nichols, 1971), de una Uma Thurman tal cual afrodisiaca en Las aventuras del barón Münchausen (Terry Gilliam, 1988). Autor de algunos de los close-ups más memorables de Mastroianni –en Ayer, hoy y mañana (Vittorio De Sica, 1963, con una Sophia Loren igual de radiante) y en La ciudad de las mujeres (Fellini, 1980), entre muchas otras– de él diría Marcello “Rotunno tenía que hacer verdaderos malabares para sacarme más guapo; y en algún caso… no digo guapo, pero desde luego que favorecido sí salí, eso seguro”. Viva la falsa modestia.