Ante la pretensión de comentar la estrategia narrativa que Cervantes despliega en su Don Quijote, viene muy al caso citar, a guisa de segundo epígrafe, el inicio del ensayo que Jorge Luis Borges consagra a esta obra en sus Magias parciales del Quijote: “Es verosímil que estas observaciones hayan sido enunciadas alguna vez y, quizá, muchas veces; la discusión de su novedad me interesa menos que la de su posible verdad”. Hago mía esta observación, sin pretender por lo demás que mis propias observaciones aspiren a una “posible verdad”. Me consideraré más que satisfecho si la imaginación del lector se ve por lo menos estimulada a calibrar de nuevo o por vez primera los alcances literarios de la obra maestra de Cervantes.
Al emprender la lectura del Quijote, parece claro que el narrador que se expresa en primera persona (“un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”) no es otro que el autor cuyo nombre figura en la portada del volumen. Esta simple disposición no se ve alterada ni cuestionada a medida que los pormenores de la historia se van adueñando del todo de la atención del lector, al grado de incluir en el mismo octavo y último capítulo de la primera parte la más que famosa escena de los molinos de viento seguida del encuentro de don Quijote y Sancho con dos frailes, una dama con sus criadas y el tan cauto como gallardo vizcaíno, contra el que don Quijote llega al punto de enfrentarse en combate mortal, cuando, súbitamente, sin mayor trámite que cambiar de párrafo, concluye el capítulo con ambos contrincantes congelados con sus armas en alto porque el mismo narrador que nos ha conducido hasta aquí no puede más que confesarnos que
en este punto y término deja pendiente el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó en hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.
Y así, echando mano de la misma brevedad con la que nos es contado el episodio de los molinos de viento, resulta que nuestro narrador no es el autor de esta historia, sino que llanamente refiere lo escrito en tanto “segundo autor”, a su vez compilador de papeles en archivos y escritorios, quien terminará por hallar la continuación de esta “apacible historia” tal y como nos será contado en el noveno capítulo de la segunda parte (entiéndase la segunda de la primera entrega del Quijote de 1605, ya que también se le llamará segunda parte al volumen publicado en 1615).
Si bien esta inesperada información nos aclara lo que Cervantes quiso decir cuando en su prólogo se definió como “padrastro” del Quijote, él prosigue con su papel de narrador cuando, al empezar el noveno capítulo, escribe “Dejamos en la primera parte…” y luego “Causome esto mucha pesadumbre…”. Este íntimo y hasta aquí aún no develado juego de reflejos se va a convertir ahora en un franco desdoblamiento al tener la suerte nuestro narrador de toparse, en el Alcaná de Toledo, con un muchacho que andaba vendiendo un cartapacio de papeles escritos en caracteres arábigos. Gracias a la venturosa aparición de un morisco “aljamiado” (que hablaba castellano), pudo saber muy pronto que esos papeles eran ni más ni menos que el manuscrito que andaba buscando, gracias a la risa que al morisco le causó una anotación al margen de una página que, una vez traducida, rezaba: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”. Merced a esta obvia alusión a la historia de don Quijote, el narrador le pide que le lea el principio y, “volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo”. Una vez efectuada la compra y pactado un pago a cambio de traducir en lengua castellana aquellos cartapacios “sin quitarles ni añadirles nada”, el narrador se lleva al morisco a su casa en donde “en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mismo modo que aquí se refiere”.
“Al fin aclarada su condición de ‘segundo autor’, Cervantes habrá de convertirse ahora en una suerte de editor o comentarista del texto traducido por el venturoso morisco”.
Todo parece indicar que al fin ha aparecido el verdadero autor de Don Quijote, tan distante y exótico como muchos de los imaginarios autores invocados en las novelas de caballerías, y que nuestro ambiguo narrador, al fin aclarada su condición de “segundo autor”, habrá de convertirse ahora en una suerte de editor o comentarista del texto traducido por el venturoso morisco, quien bien podría pasar por el mejor “aljamiado” de todos sus iguales, dado su extraordinario manejo de todos los usos y acentos de la lengua castellana que se despliegan a lo largo del texto, por cierto aún más difíciles de imaginar en un original en lengua arábiga, en la cual resultarían tan inconcebibles los usos dialectales de algunos personajes como las expresiones y el refranero de Sancho. Sin embargo, bien pueden invocarse las mismas limitaciones a la hora de traducir el texto castellano al alemán, al francés o al inglés, cosa que no impidió que esto sucediera al muy poco tiempo de publicada la primera entrega del Quijote, por ser tan insólito como inmediato el éxito que conquistó en España. En todo caso, no cabe duda de que sigue siendo incomparablemente superior la “traducción” al castellano del morisco de Toledo.
Pero, a todo esto, ¿quién es Cide Hamete Benengeli? Cide (“Señor”) Hamete (“Hamid” o “Ahmed”) Benengeli (“berenjena”) es, por una parte, una asociación tan paródica como contradictoria, por ensalzar con el distintivo Cide un nombre tan común como Hamete, y Benengeli que, según Sancho, significa “berenjena” y se asocia tradicionalmente con Toledo; se lee también, traducido del árabe, como “hijo del ciervo”, “cervatón” o “cervateño”, lo cual aludiría directamente al apellido Cervantes. En el alud de estudiosos cervantinos, no ha faltado quien especule con la posibilidad de que se trate de un seudónimo de Cervantes, ya que con 14 de sus 19 letras se puede escribir “Miguel de Cebante”, ni quienes lo asocian con una alusión a Lope de Vega, dada su cercanía con Toledo y la supuesta contigüidad entre el nombre de una de sus amantes (Camila Lucinda) y la mismísima Dulcinea. Pero poco o nada tienen que ver estas especulaciones más bien ociosas con el espacio literario que se crea entre el revelado autor y el narrador-comentarista. Así como el primero parece no aquilatar lo suficiente a don Quijote, el segundo tiende por lo mismo a desconfiar de sus dichos, pues “cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio”, lo cual habrá de enriquecer la narración, ya que permite, como en este caso, que el comentario del comentarista ventile el texto y sirva de transición entre diferentes episodios. De manera más que jocosa, estas consideraciones acerca del autor arábigo desembocan en la continuación de la peripecia suspendida en el capítulo octavo, exactamente en el punto en el que estaban “puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes…”, como si los papeles incluidos en los cartapacios traducidos por el morisco fueran la exacta y puntual continuación de aquellos que se interrumpieron cuando obraban en poder del “segundo autor”, anunciada para colmo por una ilustración en la que “estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta”.
La innovación introducida por Cervantes gracias a la dialéctica de este desdoblamiento autoral “crítico”, reflejo por cierto de la que anima los diálogos casi siempre polémicos entre don Quijote y Sancho, contribuyó sin duda, de un modo igualmente decisivo que las peripecias mismas de la novela, a la fama que la distinguió apenas publicada en 1605. Las reediciones, traducciones y reimpresiones se sucedieron con tal frecuencia que, tan atraído por la ganancia como por una probable venganza, otro autor, disimulado bajo un seudónimo, no tardó en salir a escena con un segundo volumen de las aventuras del caballero de la Mancha. Pero, antes de abordar este aún hoy espinoso asunto y la influencia que tuvo en la redacción de la verdadera segunda parte del Quijote, conviene considerar la evolución tan consecuente del pensamiento de Cervantes entre ambas partes.
Alonso Quijano, lector enfebrecido de novelas de caballerías, se convierte en el único personaje habitado por la ficción de conducir su vida de acuerdo a esos ideales librescos, al lanzarse a la aventura por los caminos de su comarca bajo el nombre de don Quijote de la Mancha. Salvo Sancho, convertido casi a regañadientes en su supuesto escudero y por ende en tan reacio como frecuente mediador, ningún otro personaje ni circunstancia alguna dejarán de ser crudamente reales. Solo don Quijote se negará a admitirlo, percibiéndolos o como realidades magnificadas, o como castigos o triquiñuelas de malignos encantadores que pretenden engañarlo. Sin embargo, los amigos más cercanos de Alonso Quijano, el cura, el bachiller Sansón Carrasco y el barbero, los mismos que habían entregado al fuego su biblioteca de libros de caballerías, llegarán a la conclusión de que la mejor manera de hacer entrar en razón al extraviado hidalgo será la de adoptar el bachiller el disfraz de algún caballero surgido de esas mismas fantasías, ir a su encuentro y vencerlo en combate, para imponerle una larga estancia en su villa de origen, con la esperanza de que así recuperará la cordura. De este modo surgirán el Caballero de los Espejos, quien fallará en su propósito y, luego, el Caballero de la Blanca Luna, que finalmente logrará vencer a don Quijote y lo condenará, al término de la segunda parte de la novela, a renunciar a las armas en su aldea, tiempo que don Quijote, aún presa de sus visiones, querrá destinar a que tanto él como su escudero Sancho se consagren a cultivar la vida pastoril, sin saber que lo espera el único retorno posible a la cruda realidad, quiero decir su propia muerte. Pero, antes de este brusco desenlace, la obstinación de don Quijote habrá sido capaz de introducir el germen de la ficción en quienes se le resisten, tanto, por ejemplo, en la estratagema del bachiller Sansón Carrasco como en la ambición del incrédulo Sancho, que termina obsesionado con volverse gobernador de la ínsula Barataria. Y el mismo Cervantes, acaso de la mano de Cide Hamete Benengeli, sabedor de lo que puede engendrar la ficción y en un arrojo aún hoy sorprendente, no dudará en hacer que algunos de los personajes más relevantes de la segunda parte de su novela hayan leído la primera y lo sepan todo acerca de don Quijote y Sancho Panza. Estos protagonistas del Quijote son también lectores del Quijote, como en un reflejo invertido del recurso a la ocurrencia de que figure un título (La Galatea) de Miguel de Cervantes en la biblioteca de Alonso Quijano, surgido en el sexto capítulo de la primera parte, cuando examinan sus libros el cura y el barbero, resultando que “el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos […] El barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes…” (J. L. Borges, Magias parciales del Quijote). No de otro modo, pero sin ya poder salir de la cámara de espejos en que se ha convertido la ficción, los duques, que han reconocido a don Quijote y a Sancho por haber leído la primera parte de la novela, van a convertir su entorno en una serie de trampas y engaños, diseñados para que su mundo coincida con el que don Quijote siempre cree estar viviendo. A causa de la obstinación con la que ha profesado sin pausa las ficciones propias de la caballería andante, a pesar de sus constantes encontronazos con la polvorienta y sórdida realidad de la Mancha y de Castilla, el efecto producido por la lectura de estas aventuras en don Antonio Moreno de Barcelona y sobre todo en los misteriosos duques consiste en que quieran transformar la vida en ficción, con la intención bastante cruel de divertirse a costa del caballero loco y de su escudero, disfrutando de su credulidad ante los montajes que se esmeran en elaborar, pero terminando ellos mismos por no poder ni querer prescindir de la ilusión y de la intensidad producidas por los efectos de sus propios simulacros.
“El prólogo de la segunda parte de la novela está exclusivamente dedicado a denunciar y poner en su sitio al misterioso autor del Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, impreso en Tarragona en 1614, un tal Alonso Fernández de Avellaneda”.
De este modo y sin recurrir a nada que no sea su propia inventiva, la totalidad de la novela podría haber consistido en la exploración y descripción detallada de la proliferación de la imaginación y sus ficciones en el mundo “real” que atraviesan don Quijote y Sancho. Sin embargo, este mundo “real”, en el cual Cervantes había escrito su novela y la había publicado en 1605 con el éxito que sabemos, le reservaba un desasosiego y un desafío literarios que acaso no había previsto. Para examinarlos y, sobre todo, apreciar las elaboraciones a las que orillaron a Cervantes, es mejor considerar el final, es decir, lo que nuestro autor se vio impelido a incluir en la segunda parte de su novela, publicada en 1615, empezando por lo que suele escribirse una vez terminado el libro, o sea, el prólogo. Para nuestra sorpresa, pero seguramente no de los contemporáneos de Cervantes, este prólogo está exclusivamente dedicado a denunciar y poner en su sitio al misterioso autor del Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, impreso en Tarragona en 1614, un tal Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, seudónimo tras el cual se esconde un escritor que no sólo pretende fama y dinero, sino que, con ánimo de venganza, no escatima en su prólogo vituperios e insultos al propio Miguel de Cervantes. Este, en cambio, se disculpa con el lector, que esperaría riña y más vituperios como respuesta. Bástale declarar que “castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya”, no sin advertir que “la aflicción que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad”, y sin tampoco haber considerado que una de las mayores tentaciones del diablo es “ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama”. A todo esto, debió haberse vuelto urgente para Cervantes terminar su segunda parte, acaso emprendida años antes sin la prisa propia de un ambicioso, pero bruscamente urgida de un fin ante la publicación del tomo apócrifo. Seguramente picado por este motivo tanto como por la tentadora ironía con la que semejante asunto podía incorporarse a la novela, Cervantes le dedicó los capítulos 59 y 72.
Pero, antes de tener el placer de revisitarlos y acaso para disfrutarlos aún más, conviene detenerse en lo que hasta ahora se considera una de las más probables identidades del misterioso Avellaneda. Tras haberse extendido durante siglos la atribución de esta autoría a la mayoría de las grandes plumas del Siglo de Oro, excluyendo tan solo las de Góngora y Calderón, reconsideraciones basadas en la biografía y ciertas observaciones del propio Cervantes inclinarían a fin de cuentas la balanza a favor de un tal Jerónimo de Pasamonte, cuyo apellido no puede dejar de resonar en la memoria del lector y evocarle de inmediato a Ginés de Pasamonte, personaje central del episodio de los galeotes en la primera parte, hampón de primera, embustero, cobarde y ladrón. Hasta donde se sabe, Jerónimo de Pasamonte, oriundo de Aragón, sirvió como soldado junto con Cervantes, combatió a su lado en Lepanto y otras batallas, y ya como civil escribió su autobiografía y, quizás, este segundo Quijote. Es más que probable que Cervantes la leyera y se indignara ante el comportamiento heroico que su autor se atribuye falsamente en la batalla de La Goleta (1573), además de apropiarse la descripción del que distinguió al joven Cervantes en Lepanto. Motivo suficiente para inmortalizarlo en el despreciable Ginés, pero también motivo para el ambicioso y ofendido Jerónimo de querer a su vez cobrar venganza por partida doble, usurpando y lucrando. Este falso Quijote circuló seguramente bajo forma manuscrita desde 1611 y Cervantes también debió haberlo leído sin que este hecho alterase su ritmo de trabajo ni su misma inspiración, hasta cuando terminó por ser publicado en 1614 y Cervantes tuvo que acelerar el paso al verse obligado a tomar en cuenta su existencia. Aunque él supiera quién era en verdad Avellaneda, fue más elegante y, sobre todo, más provechoso literariamente, mantener ese misterio, con tal de darle la última palabra al propio don Quijote, quien finalmente es el verdadero agraviado, junto con Sancho que también levanta la mano.
Como llevamos dicho que los personajes de la segunda parte han leído la primera, y nos enteramos de que también don Quijote se sabe escrito y publicado desde su conversación con el bachiller Sansón Carrasco en el capítulo 3, donde le es referido que “al día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal historia, si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes…”, ¿cómo no dar el paso de incluir entre las peripecias de la novela, un capítulo (59) en el que hay una discusión acerca de este falso Quijote entre don Quijote en persona y dos huéspedes de la misma venta que están leyéndolo, y llevar la ironía hasta destinarle otro capítulo (72) al encuentro entre don Quijote y ahora uno de los personajes del falso Quijote?
“La verdadera dimensión que debe tener la ‘prueba’ de que Sancho y don Quijote sí son los que dicen ser es enunciada con transparencia por Sancho: ‘Créanme vuestras mercedes que el Sancho y el don Quijote de esa historia deben ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros’ ”.
En el capítulo 59, una vez que don Quijote ha sido aceptado como tal por dichos huéspedes, don Jerónimo (sic) y don Juan, estos le ponen entre las manos el ejemplar de Avellaneda que están leyendo. Don Quijote no hace más que hojearlo y, entre otras observaciones, dice que “el lenguaje es aragonés”, sin que la carencia de “artículos” que esgrime como prueba de ello aparezca por ningún lado de ese texto, pero sí, quizás, en el recuerdo que guarda Cervantes del habla de Jerónimo de Pasamonte, reafirmándolo al final del capítulo, cuando el narrador menciona a su “autor aragonés”. Sin embargo, la verdadera dimensión que debe tener la “prueba” de que Sancho y don Quijote sí son los que dicen ser es enunciada con transparencia por Sancho: “Créanme vuestras mercedes que el Sancho y el don Quijote de esa historia deben ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho”. Y aquí añade don Quijote-Cervantes: “Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias”. Pero este juego de desdoblamientos alcanza su expresión mayor cuando, sin que aún se festejen en Zaragoza las celebraciones que el libro de Avellaneda describe como ya acontecidas, don Quijote, que anda justamente camino a Zaragoza para asistir a esas “justas del arnés”, decide cambiar de rumbo. Al aceptar ir a Barcelona como se lo aconsejan sus interlocutores, ya no existe la posibilidad de que alguien diga que fue visto en Zaragoza y que luego terminó internado en un manicomio, como asegura Avellaneda. Cambia ese futuro, porque, de una manera muy sutil, le es dado mezclar los planos y acabar anticipándose a lo que se dice haber sucedido, pero que, para él, aún está por venir. Logra adelantarse porque tiene la suerte de ir a la zaga, de tal modo que no sucederá lo que dice Avellaneda que ya sucedió, y así se hará manifiesta la doble prueba de su falsedad.
Como si todo esto no fuera suficiente, Cervantes convoca en el capítulo 72 la presencia misma de uno de los personajes más relevantes del falso Quijote de Avellaneda, don Álvaro Tarfe, quien pretende haber sido el mejor amigo de don Quijote y, en Zaragoza, haberlo liberado de prisión. A lo cual don Quijote no hace más que preguntarle si acaso él se parece a ese tal don Quijote, mientras que esta vez, ofendido ante su injusta descripción de ser falto de gracia, toma la palabra un Sancho brillante, quien brinda la evidencia de quiénes son ellos dos gracias al despliegue de una parrafada de gran elocuencia, que, a estas alturas de la novela, dista mucho de la sabrosa cortedad que lo caracterizaba, antes de que su comercio con don Quijote acabase contagiándole sus modos discursivos. El caso es que don Álvaro Tarfe queda convencido de la identidad de ambos y hasta piensa que es posible que el don Quijote que dejó internado en el manicomio de Toledo haya sido tan bien atendido, que “ahora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente al mío”. Ante esto, don Quijote le anuncia a Tarfe que nunca ha estado en Zaragoza, ya que por saber que “ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas de esa ciudad, nunca quiso entrar en ella por sacar a las barbas del mundo su mentira”. Por lo tanto, él es don Quijote y no “ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos”. Dicho lo cual, don Quijote le pide a don Álvaro “hacer una declaración ante el alcalde de este lugar que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció”, a lo cual don Álvaro accede gustosamente. Sin embargo, no puede dejar de observar que “causa admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado”. Y es que don Álvaro Tarfe ha vuelto a nacer, convertido ahora en un personaje del libro de Cervantes, gracias a su tan providencial como generosa función de testigo ante la ley. Este único sobreviviente de la ficción que lo prohijó se habrá convertido en algo así como un ser anfibio, capaz de respirar en dos medios diferentes: el de su memoria y el de su presente, el de Avellaneda y el de Cervantes, el de la mentira y el de la verdad.
“Algo hay en esa pareja indisociable de don Quijote y Sancho Panza que no puede cambiar, sino solo perdurar, lo cual ha engendrado su arquetipo y por ende autorizado todo tipo de reproducciones, citas, evocaciones, imágenes, ediciones ilustradas, capítulos sobrantes y aventuras inéditas”.
No de otra manera, el don Quijote que va de nuevo rumbo a su aldea para cumplir el castigo al que lo ha condenado su derrota a manos del Caballero de la Luna Blanca, se convierte en este capítulo no solo en su propio adalid, sino también en el abogado de la causa del mismo Cervantes, en su denuncia por la usurpación autoral de la que ha sido víctima. Al defender su propia autenticidad, el personaje reivindica la de su autor, liberándolo en el plano mundano de verse orillado a un vulgar pleito entre autores. Sin duda, es indispensable para este fin el misterio que Cervantes se guarda mucho de revelar en cuanto a la verdadera identidad de Avellaneda, aunque quizás, para el lector avezado, no hayan faltado los indicios suficientes para deducir de quién se trataba. Pero también resulta evidente que, ante la calidad literaria de la segunda parte que Cervantes publica en 1615, se disuelve por sí sola la relevancia que pudo llegar a tener el texto apócrifo de Avellaneda, ya no por usurpar trama y personajes, sino con solo considerar su evidente inferioridad de lengua y de imaginación. Sin embargo, su sola existencia, incluida en la segunda parte de Cervantes, basta para otorgarle una vigencia que, sin ello, el tiempo se habría encargado de disolver. Sospecho que Cervantes lo sabía y hasta lo necesitaba, para estirar al máximo el espacio de la ficción, para que pudiesen interactuar y no interrumpirse los reflejos mutuos que intercambian invención y realidad. Por ello, la ficción de Cervantes ha sabido convertir en otro hecho de ficción un libro tan real, cercano y ajeno, como el que prohijaron las vengativas y ambiciosas intenciones de su embozado autor. Avellaneda, que nunca existió, ya solo existe en el texto cervantino, enaltecido al nivel de las demás ingeniosas invenciones que lo recorren, cosa que seguramente el muy probable aragonés que firmó como Avellaneda no atinó siquiera a vislumbrar, acaso porque ya se daba por bien servido con haber insultado a su agresor Cervantes y quizás por haber logrado algo así como un año de ganancias editoriales. En cambio, la publicación de este falso Quijote le otorgó a Cervantes el insólito privilegio de incorporar un hecho real al mundo ficticio que el plagiario pretendía usurpar. Así como don Quijote se deslinda de su propio borroso fantasma y Cervantes del de Avellaneda, ambos afirman no haber sido sino modelos de dicha usurpación, porque son verdaderas ficciones, contrariamente a la condición de las usurpadas, que no pueden ser más que falsas. Sin embargo, en un tiempo en el cual no solo no existían derechos de autor, sino que la exclusividad de un personaje exitosamente divulgado podía resultar tan incomprensible como declararse dueño de un mito griego o romano, la única diferencia evidente entre un creador y un imitador no residía en el tema, sino en el estilo y la calidad con la que se elaboraba. Desde Cervantes y Shakespeare hasta hoy, esta observación no ha perdido su vigencia: no importa repetir los mismos temas, mientras sobresalga la contundencia artística de su elaboración. Cervantes lo sabía y por eso no dudó en convertir la realidad en ficción, consciente de que solo así se volvería tan real como solo la ficción termina siéndolo. Para prueba, el mismo Quijote de Avellaneda, precursor inconsciente de la inagotable proliferación de Quijotes y Sanchos de todos tipos a la que nos hemos acostumbrado desde pequeños. Algo hay en esa pareja indisociable de don Quijote y Sancho Panza que no puede cambiar, sino solo perdurar, lo cual ha engendrado su arquetipo y por ende autorizado todo tipo de reproducciones, citas, evocaciones, imágenes, ediciones ilustradas, capítulos sobrantes y aventuras inéditas, así como hasta un enigmático cuento de Borges, sin contar adaptaciones teatrales y películas, todo ello estimulado a partir del alud de traducciones que proliferó por toda Europa desde principios del siglo XVII.
De un modo más secreto, lo que llamamos un libro clásico nos insinúa que lo es por un misterio muy singular, que consiste en que la voz de su autor sigue viva. Entre todas las que gozan de este privilegio, se distingue la de Cervantes. Por su nitidez y su claridad, sin duda”.
Esto, sin duda, convierte al Quijote de Cervantes en eso que convenimos en llamar un clásico. Pero quizás, de un modo más secreto, lo que llamamos un libro clásico nos insinúa que lo es por un misterio muy singular, que consiste en que la voz de su autor sigue viva. Entre todas las que gozan de este privilegio, se distingue la de Cervantes. Por su nitidez y su claridad, sin duda. Por la plasticidad de su entendimiento, siempre. Pero detrás de la voz que suena, brilla en silencio, cual pura resonancia, el espíritu capaz de idear un dispositivo ficcional “proliferativo”, basado en que, como los reflejos permiten cambiar de tiempo o de dimensión, basta con que se hayan dispuesto de cierta manera para que la ficción lo invada todo. Aun así no hay que olvidar que esto solo puede suceder si se trata de ficción dentro de la ficción, gran invento de Cervantes; o si no, por lo menos, especialidad en la que se distinguió como uno de sus más imaginativos y sintéticos cultores. Por ello, es posible que no haya mejor prisma para acercarse al espíritu de Cervantes que el del espejo y sus reflejos, porque es el que mejor describe la manera como se muestran y relacionan situaciones, tiempos y personajes en su novela. La perspectiva narrativa y autoral que aquí se ha destacado solo ha pretendido mostrar hasta qué grado ella también se nutre de esta irrefrenable tendencia a la duplicación. Basta con trazar el arco de su extensión entre la imaginaria autoría de Cide Hamete Benengeli y la muy real usurpación de un tal Alonso Fernández de Avellaneda, para dar una idea de los términos desdoblados entre los que se despliega esa movilidad narrativa y estilística, tras de la que se disimula el “segundo autor”, espejo tanto del autor arábigo imaginario como del mismo Cervantes: hipóstasis reflejada de ambos, tan segura de sí misma como cambiante y hasta despistada, tan juguetona como indignada, tan afirmativa como dubitativa.
Acaso por ello, y considerando estas características con ánimo de enaltecerlas hasta rematar su frase con inapelable contundencia, Mario Vargas Llosa expresa mucho mejor la opinión de que “a Cervantes debería corresponder por eso, más que a Sansón Carrasco, el apodo del Caballero de los Espejos, porque Don Quijote de la Mancha es un verdadero laberinto de espejos donde todo, los personajes, la forma artística, la anécdota, los estilos, se desdobla y multiplica en imágenes que expresan en toda su infinita sutileza y diversidad la vida humana”.