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Literatura

Un poema de Vicente Quirarte

Fernando Fernández, editor de la revista Liber, se suma al festejo por los 70 años del poeta Vicente Quirarte reflexionando sobre el poema, presentado anteriormente. Señala que así como el liberal Melchor Ocampo pide perdón a su madre por consagrarse al ejercicio de las armas, pareciera que Quirarte también lo hace con su madre por consagrarse al ejercicio de las letras.


Por Fernando Fernández

Me sorprendió de pie, entre apuros de oficina y dos llamadas telefónicas, a un costado de mi escritorio de la dirección del Programa Nacional de Tierra Adentro. Abrí el librito que acababan de entregarme y leí el primer poema que apareció ante mis ojos, el último del volumen; la lectura, hecha rápidamente y de un vistazo, provocó en mí una aguda emoción, la misma que experimento ahora que lo leo y analizo diecisiete años después.

El poeta se dirige a su madre como lo haría, digamos, en una carta (“Mamá”), para decirle una frase de contenido histórico sobre un hecho ocurrido un siglo y medio atrás, traído al presente por la imaginación: “Están a punto de fusilar a Melchor Ocampo”. La naturaleza apremiante de la frase, que involucra a uno de los personajes más queribles y trágicamente hermosos de la historia de México, hace que el tiempo que transcurre a partir de su enunciación esté sometido a una tensión creciente, a la inminencia de lo que, tal como acaban de decirnos, está a punto de ocurrir.

Si en la segunda estrofa vemos cómo los enemigos del liberal Ocampo llegan a su hacienda para tomarlo preso y le permiten escribir unas cartas, entre las que destaca aquella en la que cede sus libros al Colegio de San Nicolás Hidalgo, en la tercera, Quirarte, el poeta, el autor del poema o como queramos llamar a quien habla en él, nos dice que está leyendo la escena que acabamos de presenciar en un libro que fue propiedad de su padre.

Esta tercera estrofa, la más larga de las seis que lo componen, hace las veces de corazón del poema. No uso la expresión a la ligera: el volumen del que forma parte lleva como epígrafe un párrafo dedicado al corazón, tomado del Tesoro de Covarrubias (“así como […] es el primero que se mueve y tiene vida, es el postrero de todas partes en morir, es como un centro, principio y fin de todo movimiento”); por si fuera poco, es bien sabido que el de Ocampo está expuesto a la curiosidad pública (cosa más bien macabra).

Ese libro, dice el poeta en la estrofa cordial del poema, es uno de los muchos que entraban a la casa de aquella familia, algunos tan “heroicos y maltrechos” como el ejército liberal que luchaba por la misma causa que Melchor Ocampo. La madre, aun cuando no entendía la pasión que despertaban los libros y a veces maldijera su llegada, los quería como a vástagos “andrajosos” y los cuidaba como si fueran sus hijos. Esto era así porque “chinaco”, término con que se refiere a lo que Quirarte llama “el guerrillero del pueblo”, el que luchó en la guerra de Reforma y contra la Intervención francesa, proviene de la voz náhuatl tzinácatl. El poeta omite deliberadamente el significado de este término (de tzintli, “trasero”, y nacatl, “carne”: “los indígenas llevaban taparrabos, por lo que exponían la carne del trasero”, me explica un amigo nahuatlato): ella los quería porque una palabra proviene de la otra, sin que sea imprescindible declarar su origen, en la misma medida en que no era necesario que entendiera o apreciara los libros para tratarlos amorosamente. Quirarte, al callar lo que significa el término, nos hace partícipes (a nosotros, que no necesariamente conocemos su significado) de lo que ocurría en el corazón de la madre. Y algo más, algo tan importante como eso: los trataba como a soldados humildes, menudos, populares, anónimos.

En los días actuales, leemos en la siguiente estrofa, la cuarta, el nombre de Melchor Ocampo puede referirse a una calle y hacernos pensar en una biblioteca (la suya propia, expuesta junto a su corazón, o la que pudo haber sido bautizada con su nombre), en la libertad o la soberanía, valores incansablemente defendidos por el héroe. La evocación de Ocampo “permite que respirar sea un orgullo / y la patria nos duela como carne”, verso este último en cursivas porque reproduce casi literalmente unas conocidas palabras del liberal Guillermo Prieto.

Mientras más nos alejamos del inicio del poema, más crece en nosotros la tensión creada por sus dos primeras líneas, que anunciaron como inminente el fusilamiento de Melchor Ocampo. Somos especialmente sensibles a ello en la quinta estrofa, penúltima del poema, que alarga todavía un poco más la espera: un nuevo personaje, esta vez el general José María Arteaga, quien antes de ser fusilado escribe a su propia madre (apelando a ella en diminutivo, pese a ser un feroz general michoacano) para pedirle perdón por haber dedicado su vida a las armas, con lo cual le ha causado “tantas mortificaciones”, le dice que no tiene para dejarle más que un nombre limpio, “sin mancha”.

Arteaga escribe a su madre, dice el poeta, en tercera persona (quiere decir que le habla de usted, forma respetuosa de dirigirse a los padres muy extendida en México), y añade que él hace lo mismo, “aunque no lo parezca” puesto que está haciéndolo en segunda. La aparente contradicción se explica porque, a pesar de que está comunicándose con la suya para ocuparse de las muertes de Ocampo y de Arteaga, en realidad está hablando de la muerte de ella.

El mar del otro lado, libro de poemas de Vicente Quirarte, fue publicado en 2007 por Ediciones Monte Carmelo. Cortesía: Siglo en la Brisa (blog).

La traída a cuento de Arteaga permite que Quirarte, y a través de él su padre y otros hombres de la familia, pidan perdón a la madre por haberse dedicado a los libros, cosa que le causó tantas pesadumbres (y quizás también para decirle, aunque esto no lo haga expresamente, que, por haber pasado la vida juntando y leyendo libros, tampoco ellos tuvieron mucho que entregarle más allá de un nombre impoluto).

Arribamos al final del poema. El poeta vuelve a la primera idea: “Ya casi fusilan a Melchor Ocampo”. Hemos estado esperando el sonido de la descarga, que tampoco va a producirse ahora (al revés de lo que ocurre en cierto cuento famoso de Borges). La tensión nunca resuelta nos ha colocado en un estado anímico propicio para que nos golpeen los versos finales. Y es que el poeta lamenta que su madre no esté para reprobar, ya no la brutal injusticia del fusilamiento de Ocampo, sino el que “algunos varones” de su casa se emocionen, al grado de quebrárseles la voz, ante “tan poca cosa”. La mirada compasiva del poeta sobre el mundo materno cubre el poema con un manto que resulta de una conmovedora ternura. Es cuando entendemos que el drama familiar ha sido actualizado a través del histórico para que este sirva de explicación de aquel, en la mirada del hijo agradecido.



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