Mamá:
Están a punto de fusilar a Melchor Ocampo.
El aire se ha transformado en muro de cemento.
Antes de que suceda,
he salido a mirar los aviones
y a viajar en tus ojos.
Ya llegan por Ocampo a su hacienda Pomoca,
hermana de su nombre,
ya lo dejan escribir unas cartas,
aquella, sobre todo, en que cede sus libros al Colegio
de San Nicolás Hidalgo
y pide que sus amigos predilectos
antes elijan los que más les gusten.
Todo esto lo leo en una obra
que fue propiedad de tu marido.
Tiene sus subrayados y también tus vigilias.
Comprar ese libro, encuadernarlo,
te robaba el sueño pero nunca los sueños. Mayora de la casa,
mirabas entrar libros y libros.
Unos llegaban heroicos y maltrechos
como el ejército liberal,
templados a fuerza de derrotas,
y había que alimentarlos y arroparlos.
Quererlos como a hijos andrajosos
porque chinaco, el guerrillero del pueblo,
viene de la voz tzinácatl
y tú, aunque no lo supieras,
y a veces maldijeras su llegada,
los cuidabas
como si fueran también nuestros hermanos.
Es de Ocampo la frase:
"Me quiebro pero no me doblo".
Papá la repetía. Y tú la practicabas.
Hoy Ocampo se llama calle,
nos dice biblioteca, libertad, soberanía,
permite que respirar sea un orgullo
y la patria nos duela como carne.
Directa y a los ojos me llega aquella carta
de José María Arteaga,
ese generalazo igualmente michoacano
que atrevió el diminutivo
y se dirigió a su madre como yo te hablo a ti,
aunque no lo parezca, en tercera persona:
“Mamá. Me van a fusilar.
Perdóneme por haber dedicado
mi vida al ejercicio de las armas
que tantas mortificaciones le ha causado.
No tengo para dejarle
sino un nombre sin mancha”.
Mamá:
Ya casi fusilan a Melchor Ocampo.
Y tú que ya no estás
para mover, resignada, la cabeza
cuando a algunos varones de tu casa
se les quiebra la voz ante tan poca cosa.