Retrato del poeta Rainer Maria Rilke, óleo sobre tela de Leonid Pasternak, 1928. Pinakothek der Moderne, Múnich.
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Literatura

La física del cielo: Rainer Maria Rilke

A 150 años del nacimiento de Rainer Maria Rilke (1875-1926), presentamos este ensayo de Jorge Esquinca en el que reflexiona sobre la atención contemplativa del gran poeta austriaco, esa que le permitió encontrar la divinidad en todo lo que existe. “La enseñanza de Rilke gira siempre en torno a un centro cuyo radio nos atañe a todos: hacer algo que le dé valor a esta vida única, a este nuestro efímero transcurso”, afirma Esquinca.


Por Jorge Esquinca

Nada nos cuesta imaginar al poeta Rainer Maria Rilke durante aquella ya casi legendaria caminata sobre los farallones del castillo de Duino, a orillas del Adriático, vestido con su característica formalidad, la frente en alto y el oído alerta al escuchar sobre el fragor del viento y el oleaje aquella frase, como dictada por una voz misteriosa, que daría origen al ciclo de las diez elegías que componen su obra maestra: “¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre el coro de los ángeles?”.

Y desde ahí, luego de diez años de larga espera, imaginarlo nuevamente, esta vez asomado a la pequeña ventana de la torre que habita en el castillo de Muzot, donde contempla, quizá con un esbozo de sonrisa, el magnífico valle del Ródano. Ha puesto el punto final al décimo poema y con él también a su vida: muy poco es lo que habrá de escribir después, una vez cumplida, cerrada ya, la Obra. 

Y nosotros, que pensamos en la dicha que asciende,

sentiríamos la misma emoción 

que casi nos trastorna

cuando cae algo feliz.

Rainer Maria Rilke, retrato de autor desconocido, finales del siglo XIX. Biblioteca Estatal de Schleswig-Holstein, Kiel, Alemania.

*

Praga es la ciudad natal de Rilke, en ella nació un sábado 4 de diciembre de 1875; y fue bautizado con los nombres de René Karl Wilhelm Johann Josef Maria. Tendría que llegar a su vida, ya en la juventud, una admirable mujer: Lou-Andreas Salomé. Es ella, quince años mayor, entre la numerosa nómina de princesas, artistas, aristócratas con las que trató a lo largo de su vida, quien ejerció sobre el espíritu del poeta la influencia más decisiva. En su compañía, Rilke realiza dos viajes a Rusia, donde se entrevista con Tolstói –a quien admira– y donde recibirá la impronta que requería para la evolución de su estilo, ya de por sí inclinado hacia las profundidades de la experiencia humana. Es también Lou quien lo “bautiza” de manera definitiva, dándole el nombre de Rainer, en lugar de René –tan ambiguo–, que había elegido su madre, con quien siempre tuvo una relación difícil. En una carta dirigida a Lou desde Roma, el 15 de abril de 1904, se expresa así: “Mi madre vino a Roma y está aquí. Yo la veo raramente, pero, como tú sabes, todo encuentro con ella significa una especie de recaída”. El padre le designó, a los diez años, una educación militar, a todas luces ajena a su temperamento. Sin embargo, Rilke nos habla de él en estos términos: “Recuerdo cuánto he querido a mi padre, a pesar de la gran dificultad que teníamos para entendernos recíprocamente e imponer nuestras personalidades. A menudo, en mi niñez, quedaba confuso y el corazón se me paralizaba ante la mera idea de que alguna vez fuese a desaparecer”. La infancia, como tema y oculto tesoro del poeta, volverá a él toda su vida. 

La escritora ruso-alemana Lou Andreas-Salomé se convirtió en la primera amante de Rainer Maria Rilke. Fotografía del Atelier Elvira en Múnich, circa 1907. Fuente: Wikipedia.

“Rilke, que esperaba el llamado de una voz –de esa otra voz–, aprendió de Auguste Rodin la divisa que reza travailler, toujours travailler, trabajar, siempre, trabajar”.

*

Rilke viaja, reside poco tiempo en un mismo lugar, es una especie de nómada exquisito, casi siempre al amparo de la nobleza culta de una Europa que sobrevivía más allá del horror de las guerras, y que encantada por su talento ponía a su disposición los recintos ideales donde el poeta –que privilegiaba la soledad como la condición indispensable para la creación– podía dedicarse, con una entrega total, al cumplimiento de su obra. Y, sin embargo, lo encontramos en París, en los primeros años del siglo pasado, trabajando como un discreto secretario del ya entonces formidable escultor Auguste Rodin. Rilke, que esperaba el llamado de una voz –de esa otra voz–, aprendió del maestro la divisa que reza travailler, toujours travailler, trabajar, siempre, trabajar. Entonces, no solamente escribió uno de los ensayos más hermosos que se han escrito sobre la obra del escultor, sino que comenzó a redactar una serie de poemas sobre “las cosas”, vistas objetivamente y a través de ellas, en busca de un sentido más puro, más cercano a lo que esas mismas cosas significan para quien pueda verlas con la indispensable atención. Adam Zagajewski, en su luminoso ensayo Releer a Rilke, destaca este poema sobre el que anota: “Si hubiera que mostrar un poema anterior al último gran período de su creación, si deseáramos localizar un poema breve pero que condense todo el atractivo de la maestría de Rilke, ese poema sería, en mi opinión, Torso arcaico de Apolo”.

Auguste Rodin se convirtió en amigo y mentor de Rainer Maria Rilke, quien, en 1902, recibió la encomienda de escribir un libro sobre el escultor francés.
Rainer Maria Rilke en su estudio en Westerwede, fotografía de Lou Andreas-Salomé, 1901.

No conocemos la inaudita cabeza

en que maduraron sus pupilas. Pero

el torso arde aún igual que candelabro

donde su vista reducida tan sólo

se mantiene y fulge. Si no, no podría

cegarte el curvado pecho, ni en el giro

leve del muslo vagara una sonrisa

hacia aquel centro en que gravitaba el sexo.

Si no fuera hermosa esta piedra trunca

bajo la caída clara de los hombros,

no luciera así igual que piel de fiera,

ni irisara desde todos sus contornos

como una estrella: pues ahí no hay un punto

que no te vea. Has de cambiar tu vida.

Rainer Maria Rilke con su esposa, la escultora Clara Westhoff, en Roma, circa 1901. Fotografía de los hermanos Alessandri, Roma. Fuente: Archivo Literario de Marbach, Alemania.

Se trata de un soneto, un poema de catorce versos que Rilke escribió a los treintaitrés años. La edad, entre nosotros, en la que muere el poeta mexicano Ramón López Velarde, “padre soltero”, como se ha dicho, de nuestra poesía moderna. ¿Siguió Rilke el mandato de su propio poema? “Has de cambiar tu vida”, lo dice así, como un mandato, con esa impostergable urgencia. Añade Zagajewski: “Apolo nos prepara para el ángel que aparecerá en las Elegías de Duino –con su latente fuerza cósmica, Apolo señala la aparición de una categoría de seres que son mucho más fuertes que nosotros”. Y aunque todavía faltan algunos años para que Rilke escuche el misterioso llamado que lo llevará a comenzar el ciclo de las Elegías –una de las creaciones fundamentales de la poesía del siglo XX– ya hay en él esa mirada que cala hondo en los seres y las cosas. Escribe Alberto Roig: “Él lleva puesta la corona de la tristeza. Sus ojos son los ojos de un buey o de un caballo en un plácido prado, muy grandes y claros, pero empañados, tristísimos, una palabra tristísima calla en ellos y nadie la ha sabido leer. Veían muy para adentro del hombre, y muy a lo lejos”.

 

“Él lleva puesta la corona de la tristeza. Sus ojos son los ojos de un buey o de un caballo en un plácido prado, muy grandes y claros, pero empañados, tristísimos, una palabra tristísima calla en ellos y nadie la ha sabido leer. Veían muy para adentro del hombre, y muy a lo lejos”. ALBERTO ROIG

 

*

Rainer Maria Rilke sentado junto a la capilla de Muzot, en el cantón de Valais, Suiza, 1924. Foto: Archivo Literario Suizo, ALS, Berna.

No es difícil coincidir con los estudiosos del poeta cuando afirman que El libro de horas (1905) es la primera obra en la que ya se advierte un cambio de fondo y en la que Rilke se muestra en plena posesión de sus fuerzas, luego de sortear una profunda crisis personal que lo lleva a dejar atrás el estilo –al que califica como “superficial e impreciso”– de sus libros juveniles. El nuevo siglo le trae un nuevo impulso. Ya ha conocido a Lou Andreas-Salomé y a través de ella, gracias a ella, llega a una concepción del amor humano que se proyecta más allá, hacia una suerte de comunión con la porción de divinidad que le parece advertir en todo lo que existe. Son años capitales y los libros se suceden: El libro de las imágenes(1902), La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke (1906) y los Nuevos poemas (1908) son contemporáneos de la redacción de las Cartas a un joven poeta, un volumen que se convierte en una especie de libro de texto indispensable en la formación de quienes sienten el impulso de dedicarse a la poesía. Más aún, se trata, probablemente, de uno de sus libros más leídos fuera de Alemania, y que no deja de editarse. En esa correspondencia, Rilke contesta con amabilidad a las preguntas de Franz Xaver Kappus, y le expresa, con la mayor naturalidad, algunas condiciones indispensables que deben fundirse con el temperamento del joven. Selecciono dos de ellas:

Nadie le puede aconsejar ni ayudar; nadie. Solamente hay un medio: vuelva usted sobre sí. Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado. Esto, ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: “¿Debo escribir?”.

Diga sus tristezas y deseos, los pensamientos que pasan y su fe en alguna forma de belleza. Diga todo eso con sinceridad, y utilice para expresarse las cosas que lo circundan, las imágenes de sus ensueños y los temas de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted; dígase que no es lo bastante poeta para suscitar sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre, indiferente. Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes no dejasen llegar hasta sus sentidos los rumores del mundo, ¿no le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de recuerdos? Vuelva usted a ella su atención.

“La enseñanza de Rilke, a través de sus obras y de los cientos de cartas que escribió, gira siempre en torno a un centro cuyo radio nos atañe a todos: hacer algo que le dé valor a esta vida única, a este nuestro efímero transcurso”.

¿Cuántas veces hemos leído o recomendado la lectura de estas cartas? Son, me parece, más que un arte poética, un ideario para una forma de estar en la vida, de ser en la vida. La enseñanza de Rilke, a través de sus obras y de los cientos de cartas que escribió, gira siempre en torno a un centro cuyo radio nos atañe a todos: hacer algo que le dé valor a esta vida única, a este nuestro efímero transcurso. Ser poeta es a la vez un designio y una elección, pero a nadie más podríamos encomendarle nuestra vida. Rilke se dirige a nosotros, a quienes compartimos con él este mundo; un mundo hecho tanto de aquello que vemos y de aquello que está también presente, más allá de nuestros sentidos.

*

Y Rilke viaja, debe defender su soledad, la indispensable para que el soplo creativo del espíritu se manifieste, muchas veces a expensas del poeta que espera recibirlo y ante el cual se sabe insuficiente, siempre a merced de lo que habrá de venir. Volvemos a encontrarlo en España, en una geografía nodal para el desenvolvimiento de su trabajo poético. Desde noviembre de 1912 a febrero del año siguiente estuvo en Toledo, Córdoba, Sevilla, Ronda y Madrid. Va y viene, de un hotel a otro, encantado con el paisaje –muy particularmente el de Ronda y Toledo– de aquellos lugares. Conservamos una selección de su epistolario español. En él, desde Sevilla, le escribe a la princesa Marie von Thurn und Taxis, a quien, diez años después, dedicará el ciclo completo de las Elegías: “Y a propósito del Greco, he visto todavía más cosas de él en Toledo, y cada vez con más penetración, cada vez con emoción más pura, y, por último, la Asunción en la iglesia de San Vicente: un ángel gigantesco irrumpe oblicuamente en el cuadro, otros dos se alargan apenas, y de lo que resta de todo esto se origina un puro ascenso, y no puede ser otra cosa. Esto es la física del cielo”. Rilke, que pudo ver con la mirada plena de atención los movimientos de una pantera en el zoológico, el florecer y marchitarse de una rosa, o la irradiación de una escultura derruida, nos invita a ver y a entender aquí, en esta pintura, la manifestación más auténtica de lo invisible. Y dirá, más adelante, en el comienzo de la primera Elegía, la frase tantas veces citada y muy poco comprendida: “Todo ángel es terrible”. 

*

No dejo de pensar en los alcances de esa mirada, privilegiada, sí, pero entrenada también a lo largo de un demorado comercio con la soledad, los viajes, la contemplación tanto de las cosas familiares como la de aquellas otras que, como en la pintura del Greco o de Cézanne, resultan, cuando se les acepta con la suficiente atención, familiares también, plenas de una agitación tan singular como nuestras propias vidas. Algo que puede parecernos ajeno, habitantes del tráfago y la prisa, inmersos en un mundo y en una época que parece alejarse, día con día, de toda posibilidad de entender y participar de la fe en aquello que no tiene nombre, pero que permite dar nombre a los seres y las cosas.

Rainer Maria Rilke escribió gran parte de las Elegías de Duino en el castillo de Duino, ubicado en un acantilado sobre el mar Adriático. Crédito: Fundación Rainer Maria Rilke, Sierre, Suiza.

Si Rainer Maria Rilke es poco leído hoy en día, a ciento cincuenta años de su nacimiento, pese a los notables esfuerzos de traductores y editores de los dos lados del Atlántico, no debería achacarse a la supuesta oscuridad que entraña su poesía. Estoy cierto de que, para llegar al trasfondo de sus Elegías de Duino, ha de procederse con “ardiente paciencia” y tal vez comenzar por aquello que ya reside en el fondo de cada uno, donde habita, morosa, adormecida, esa chispa divina que, bien entendida, le otorga a lo que somos su provisional humanidad.



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