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Artes Visuales

La senda sin fin (obra reciente de Gustavo Pérez)

La senda sin fin de Gustavo Pérez, expuesta en la galería del Instituto de Ecología de Xalapa, juega con la metáfora del laberinto, un espacio simbólico de fácil entrada y difícil salida por sus intrincadas vueltas. El narrador Rafael Antúnez comenta la obra más reciente del ceramista mexicano, quien tiene como “mester” la búsqueda de formas vivas en la escucha atenta y silenciosa de lo que el barro dicta.


Por Rafael Antúnez

Gustavo Pérez practica uno de los oficios más antiguos del mundo, tan antiguo como el de la jardinería, y tan íntima, tan intrínsecamente ligado a la tierra como la jardinería; un oficio, un arte heredado de las más remotas deidades alfareras y de los más humildes artesanos y más refinados hacedores; un mester –elijo esta forma arcaica para designar su trabajo, porque “mester” implica cualidades que Gustavo ha desplegado ampliamente en su quehacer artístico: dedicación y oficio–, un arte que, como ningún otro, requiere de la conciliación de los cuatro elementos que, al decir de Empédocles, constituían la materia con que estaba hecho el mundo: tierra, agua, aire y fuego.

La colocación del barro húmedo sobre el torno es una acción mágica y cotidiana, ajena a la moda, ajena a la modernidad; es un acto sencillo que viene repitiéndose desde hace siglos, una prolongación de un hacer remoto, antiguo, que no se agota y que se ha erigido a través del tiempo como uno de los espejos del hombre. Al ver las piezas de Gustavo Pérez, uno puede sentir que, desde su origen –es decir, desde el momento en que el ceramista coloca el barro sobre el torno, una operación en apariencia mecánica, pero que uno intuye ritual, y por lo tanto ajena a la simple repetición, pues en el ritual, aunque las cosas se llevan a cabo siguiendo un patrón, el misterio

interior siempre permanece en eterno estado de renovación–, el misterio interior siempre permanece en eterno estado de renovación, desde ese momento el barro inicia su camino hacia la forma –la cerámica es, o puede ser vista, como un camino de lo informe a la forma–, que en este, como en todo arte, lo es todo. Siempre un ir en pos de la forma, de la imaginación a las manos, de las manos al barro que, ya obediente, ya rebelde, adopta o impone la forma, la apariencia (las muchas apariencias) con que la gente lo hallará.

Mientras el barro gira sobre el torno, mientras las manos lo acarician, una pregunta va rondando, cobrando forma en el magín, en las manos del ceramista: ¿Qué pasa si…? Esa sencilla pregunta ha sido el motor que ha impelido la creación de un sinnúmero de artistas.

Cerámica de Gustavo Pérez expuesta en La senda sin fin, Instituto de Ecología, Xalapa.

¿Qué pasa si, en vez de imponer una forma, escucho lo que el barro dicta?

¿Qué pasa si doblo, si presiono, si separo, si corto, si aplico presión?

¿Qué pasa si dibujo sobre el barro, si, a la vez que forma, lo vuelvo lienzo?

Y lo que pasa es la aparición de formas que por momentos parecen arrancadas al sueño, formas animadas por un ritmo, diríase que por una música sutil y sigilosa, esa música que solo puede oírse con los oídos del alma, esa música que yace en lo más profundo del corazón de la música: el silencio. 

Y el silencio, que es el punto de arribo, también es el punto de partida, es el sitio donde todo recomienza, como si se tratara de un laberinto.

Idea de ideas, símbolo de símbolos, el laberinto es una de las representaciones más altas del camino (interior y exterior), es un camino que cruza el río, que se refleja en el río, que es el río y todo lo que se refleja en sus aguas, porque el verdadero camino no tiene principio ni fin, cada día recomienza, cada día se reinventa, se bifurca, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre. 

 

“Buscamos la salida y fascinados nos perdemos, porque en el laberinto (como en las piezas de Gustavo) importa tanto lo que oculta como lo que revela, esa doble cualidad suya: quietud que sugiere movimiento; movimiento que sugiere quietud”.

 

El laberinto es un espacio dual (camino a la libertad y prisión), una forma iluminada, precisa de la luz, para hacernos conscientes de que al recorrerlo nos estamos perdiendo, nos estamos adentrando, alejando de una salida, pero en sus pliegues, en sus recodos oculta quizá aquello que lo hace inolvidable. Buscamos la salida y fascinados nos perdemos, porque en el laberinto (como en las piezas de Gustavo) importa tanto lo que oculta como lo que revela, esa doble cualidad suya: quietud que sugiere movimiento; movimiento que sugiere quietud. 

Muchas de las piezas que hoy se exhiben aquí, mucho del arte de Gustavo Pérez, nos remiten a la idea del laberinto. Ya por su carácter lúdico, ya por su persistente exploración de la forma, ya porque elige el zigzag, más que la línea recta, ya porque las piezas nos invitan a adentrarnos, incitan al vagabundeo de la imaginación, es decir, a la ensoñación… pero también a la búsqueda, a la interrogación. Ante el laberinto, el hombre inquiere, se pone a prueba, recorre los pasajes de su interior, se conoce y puede hallarse, ya como monstruo (Minotauro) ya como héroe (Teseo), es el sitio de donde se puede salir por amor (el hilo de Ariadna). Lo peor que le puede pasar a quien recorre un laberinto, a quien visita un museo, a quien recorre una ciudad, no es perderse, sino salir ileso, impoluto, intacto, salir tal y como entró, indiferente a la maravilla del arte, refractario a la aventura de imaginar, sordo al silencioso canto de las sirenas, ciego a la seducción de estas piezas que son dueñas de la opulencia que da la simplicidad clásica de las formas.

La imaginación del artista conduce su mano hasta el extremo de su rigor, como un fuego que purifica la forma, que la extrae del cilindro, que la “simplifica”, es decir, que la desnuda (intuyo que para Gustavo Pérez crear es despojar a la pieza de todo aquello que nos impida ver su verdadera forma), la torna prístina, esencial, como debe ser siempre el arte. Pero ¿es la imaginación la que guía la mano, o es la mano la que al torcer, doblar, plegar, sugiere nuevas rutas a la imaginación? Una y otra se guían y se extravían por los laberintos que van creando y recreando: transformando: lo orgánico se torna geométrico y viceversa.

Como si se tratara de un juego de niños, como esa aparentemente ingenua canción infantil que nos remite al infinito: Este era un gato con la nariz de trapo y los ojos al revés… muchas piezas aquí expuestas nos incitan a partir y a regresar, a regresar y a partir, a recorrerlas con la mirada y más adelante en el recuerdo. Hallándolas nuevas y familiares a la vez, tal y como sucede cuando admiramos la perfección de la forma que habita lo mismo en la oruga que en la mariposa, en el huevo y en el gorrión, en el cuenco (que siempre es mitad de algo, que siempre está a la espera de recibir y de dar) y en el laberinto que nos aleja y nos trae de regreso por ese camino que no tiene principio ni fin, cada día recomienza, cada día se reinventa, se bifurca, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre.



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