En ocasión de la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento de América (o, como proponía Miguel León Portilla, del Encuentro de Dos Mundos), invité a Fernando del Paso a dictar una conferencia sobre la gastronomía mexicana en el Festival Internacional Cervantino. La magnífica pluma y el refinamiento del paladar de Fernando produjeron un texto asombroso, Una forma de ejercer la libertad, que fue recogido en el programa general del festival de 1993. Con base en la sabiduría y el buen gusto de tan admirado escritor y amigo, comparto ahora unas cuantas reflexiones suyas, más o menos glosadas por mí, para celebrar y conmemorar los tres primeros lustros de la inscripción, hecha por la UNESCO (en Nairobi, el 16 de noviembre de 2010), de la cocina tradicional mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad:

Del Paso nos recuerda que “Colón se tropezó con América”, y destaca que la empresa obedeció primordialmente a las necesidades del paladar, pues la caída de Constantinopla, en 1453, impedía el acceso de los europeos a las especias, a las que ya se habían habituado sin remedio. Si bien el Nuevo Mundo no prodigó especias –con las conspicuas excepciones de la vainilla y del chile–, sí enriqueció considerablemente la gastronomía del Viejo Mundo con un cúmulo de frutas y verduras endémicas de estas tierras. Ya Bernal Díaz del Castillo describía la profusión de vegetales y animales comestibles en el tianguis de Tlatelolco, y Del Paso afirma que “los criollos de la Nueva España en algo sí que muy pronto dejaron de ser españoles: en la forma de comer”, y añade: “el verdadero y profundo mestizaje culinario comenzó cuando, muy pronto también, les tocó a los indios descubrir a su vez los prodigios y monstruos benévolos que llegaron en los barcos españoles”. Luego, al referirse al acercamiento del europeo a la cocina mexicana, nos dice que “constituye por lo general nada menos que una aventura: se trata de enfrentarse con el temblor, la emoción y la inocencia de una virgen a lo salvaje y lo misterioso, a lo exótico, a lo desconocido; de sumergirse en la selva de las especias traidoras y las salsas pantanosas como se interna uno en la jungla amazónica o en las espesuras de la literatura latinoamericana […]”
“El verdadero y profundo mestizaje culinario comenzó cuando, muy pronto también, les tocó a los indios descubrir a su vez los prodigios y monstruos benévolos que llegaron en los barcos españoles”. FERNANDO DEL PASO
Tengo para mí que la identidad mexicana surge con el mestizaje; asimismo, que la gastronomía es una de sus más logradas expresiones. Fernando del Paso lo dice bellamente:
Bodas fueron, sí, lo que hizo nacer a la gran cocina mexicana; bodas de sangre que corrió y corrió por ambos lados […] Regodearnos con la truculencia de los sacrificios tenochcas o narrar la serie de atrocidades que cometieron los españoles en América, “con la crueldad digna de los lobos”, decía fray Bartolomé de las Casas, se sale del propósito de esta plática, pero el hecho es que en algo tiene razón [Italo] Calvino, y fue también una batalla larga y ardiente la que tuvo lugar en ollas y sartenes, fogatas y hornos; pero no de los elementos que señalaba el gran escritor italiano, sino batalla de afinidades opuestas, de semejanzas disímiles por llamarlas de algún modo, de contradicciones deslumbrantes, para llegar al triunfo y derrota de las dos partes, para alcanzar –perdónenme ustedes el preciosismo retórico– el oxímoron perfecto, símbolo de la cocina mexicana o, en otras palabras, la unión de los contrarios o de los contrarios aparentes: el cielo y el infierno, lo dulce y lo salado, la noche y el día, el amor y el odio.

El texto de la inscripción de la UNESCO comienza así: “La cocina tradicional mexicana es un modelo cultural completo que comprende actividades agrarias, prácticas rituales, conocimientos prácticos antiguos, técnicas culinarias y costumbres y modos de comportamiento comunitarios ancestrales. Esto ha llegado a ser posible gracias a la participación de la colectividad en toda la cadena alimentaria tradicional: desde la siembra y recogida de las cosechas hasta la preparación culinaria y degustación de los manjares”. Aunque no lo diga explícitamente, en el concepto “tradicional” está implícito el mestizaje, pues la tradición perdura a lo largo de la historia; asimismo, el mestizaje, fenómeno surgido en la cultura novohispana, es extraordinariamente complejo y tirante, aunque su opulencia deslumbra a propios y extraños.

Para bien y para mal, suele decirse que la cocina mexicana está de moda. Se dice –sin que pueda confirmarlo de manera fidedigna– que Picasso explicó en alguna ocasión que Dalí había vendido más que él porque Dalí estaba de moda, y que añadió: “La moda es lo que pasa”. En román paladino, la cuadragésima quinta acepción de “pasar” significa “acabar” o “terminar”, y la quincuagésima segunda es “ocurrir”, “acontecer”, “suceder”. Así pues, la moda puede entenderse como lo que acaece de manera efímera. Con todo, la cocina mexicana es mucho más que la moda que la ha acompañado en tiempos recientes, y la inscripción de hace quince años de la UNESCO ha coincidido cronológicamente con esa moda, sin ser su causa.
“La cocina tradicional mexicana es un modelo cultural completo que comprende actividades agrarias, prácticas rituales, conocimientos prácticos antiguos, técnicas culinarias y costumbres y modos de comportamiento comunitarios ancestrales. Esto ha llegado a ser posible gracias a la participación de la colectividad en toda la cadena alimentaria tradicional”. UNESCO
El arte culinario, a lo largo de la historia y en cualesquiera latitudes, ha transitado del ámbito doméstico, más o menos privado, a los mesones y las tabernas. Paulatinamente, se pudieron distinguir los cocineros tradicionales de los jefes de cocina (chefs) de la haute cuisine de la restauración (el término “restaurante”, divulgado por doquier, proviene de la invitación, en latín, en el cartelito del zaguán de un cocinero –acaso un monsieur Boulanger–, que decía “venite a me vos qui stomacho laboratis, et ego restaurabo vos”, que equivale a la promesa de restaurar a la clientela que sufre del estómago). Al promediar el siglo XX, apareció la nouvelle cuisine, de esmerado aspecto, frescura y liviandad, que dio paso a la moda de la cocina de autor, en que el sujeto artífice cobró una importancia mayúscula, a veces incluso mayor a la del objeto del artificio. (Aprovecho la ocasión para expresar mi desagrado por la alharaca de la cocina de autor y sus dislates afincados en la moda: la cursilería de adjetivar los platillos y de añadirles un artículo determinado en el listado de la carta de alimentos; lo pretencioso de anunciar platillos incomprensibles, que requieren de explicaciones; la ridiculez de no poner ab initium el salero en la mesa, so pretexto de que chef knows best, o por mera sumisión a los dictados del poder público; la vulgaridad de la celebridad, propia y ajena, y de toda la estridencia que le es indispensable; los elogios en boca propia; la música ambiental, que podría figurar en el Infierno dantesco; la insistencia para persuadir al cliente de tal o cual cosa, etcétera. Un largo etcétera).

Más adelante, la moda alcanzó mayor especificidad, con las exploraciones técnicas de la cocina molecular –insostenible en términos económicos–, cuyos logros, a mi juicio, corresponden más a la ingeniería de alimentos que a una buena restauración. Con el correr del tiempo, la moda se dispersó en las cocinas de barrio y también en las que se ostentan, con una antipática aspiración a la superioridad moral, como “orgánicas”, “sostenibles” o, peor aún, “veganas”. Con tanta mudanza, no es de extrañar que haya un anhelado reclamo, no exento de nostalgia, para conservar y reinterpretar las tradiciones originales. En la restauración, vislumbro ya una agradable vuelta al fine dining, que, como todo lo que es verdaderamente clásico, no es anticuado ni pasa de moda. Y, por supuesto, las cocinas tradicionales son igualmente clásicas: no sufren la usura del tiempo, y son reinterpretadas sin cesar.

Casi concluyo. En 1785, Schiller publicó la primera versión de su Oda a la alegría (Ode an die Freude), a la que hizo después algunas enmiendas, que figuraron en la edición póstuma de 1808, y que fue empleada por Beethoven en su Sinfonía en re menor, op. 125, Coral, de 1824. Me detendré en dos versos de la primera estrofa: “Deine Zauber binden wieder, / Was die Mode streng geteilt” (“Tu magia ata de nuevo / lo que la moda separó severamente”). Cuánta verdad: el hechizo de la alegría por la cocina mexicana reúne lo que la moda escindió. Vale, pues, la paráfrasis del poema, y brindo por los primeros tres lustros, sin duda estimulantes, proficuos y renovadores de la inscripción de la cocina tradicional mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad; brindo asimismo por el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, institución bienhechora, y por mi queridísima y admirada Gloria López Morales, cuya lucidez y perseverancia van siempre a la par de su sensibilidad y nobleza de espíritu. ¡Salud!
San Buenaventura, Tlalpan, julio de 2025.