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Artes Visuales

Viceversa: la historia de la revista contada por sus fotos

La historiadora Claudia Canales reflexiona sobre Viceversa: la historia de la revista contada por sus fotos, de Fernando Fernández, uno de los fundadores de la revista y editor actual de Liber. Este libro reúne 140 fotografías analógicas de 85 fotógrafos mexicanos y extranjeros, publicadas en Viceversa; una selección de los retratos de varios de los personajes y protagonistas de la década de los noventa en México, una época de fuertes cambios políticos y económicos.


Por Claudia Canales

Seguramente muchos de los íconos que pueblan los imaginarios de quienes llegamos a la edad adulta en el pasado siglo proceden de las revistas: goteo acompasado del tiempo que, de cabo a rabo o en fragmentos, una hojeaba o leía con la actitud dispersa y lúdica de quien sabía que hallaría en sus páginas algo a la altura de su curiosidad o su apetito: finas fotos a color, secretos de los protagonistas del momento, el modelo preciso de los zapatos soñados, el verso de un poeta desconocido, el estilo de una mujer deslumbrante; en fin, un repertorio misceláneo de claves y guiños cuya comprensión no exigía la misma actitud recogida que un libro.

Ya no era yo muy joven cuando en noviembre de 1992 apareció Viceversa, pero esta pronto me resultó atractiva y familiar. Tan atractiva como una paradoja –la que sugiere en cierto modo su propio título– y tan familiar como los muchos pasquines populares que había editado o impreso mi padre durante mi niñez y adolescencia, y que él llevaba a casa por decenas, en tonos variados que sugerían la naturaleza de sus contenidos: fotos en blanco y negro, Novelas de amor; dibujos en sepia oscuro, Lágrimas y risas; dibujos en sepia claro, Libro Vaquero; dibujos coloridos, Chanoc; formato pequeño, revista Contenido; formato grandote, Claudia de México. Hoy casi parece un chiste, pero allá por los años sesenta hubo una revista que se llamó Claudia de México, por la sencilla razón de que su modelo y socia directa era Claudia, de Argentina, publicada entonces en Buenos Aires por la editorial Abril y gracias a la cual su nombre, que de casualidad es también el mío, fue inspiración de toda una oleada de Claudias mexicanas, nombre hasta entonces más bien inusual.

 

Portada del primer número de Viceversa, noviembre-diciembre de 1992.

 

La beneficiaria casi única de ese ilustrado acervo hemerográfico fue nuestra entrañable nana María –quien hacía, por cierto, el mejor pay de limón del mundo–, pues, a excepción de Claudia de México y Contenido, ninguno de aquellos títulos era apto para nosotras, las hijas, que más bien crecimos entre las páginas de Life, Paris Match –que mi madre leía para no olvidar el francés–, National Geographic y, más adelante en la vida, las infaltables Siempre! y Proceso. Todo esto viene a cuento a propósito de Fernando Canales Lozano, quien al cabo de las décadas y al lado de mi hermana Alejandra vino a ser, quién iba a decirlo, nada menos que el impresor de Viceversa. Luego, la vida da muchas vueltas y no podía yo dejar de contar esta historia que atañe a los dos Fernandos y, gracias a esta amable invitación, también generosamente a mí.

 

Viceversa se insertó históricamente en la coyuntura global de fines del siglo XX que va del fin del mundo bipolar, con el derrumbe triunfal del muro de Berlín, al advenimiento alegórico del siglo XXI, con el derrumbe letal de las Torres Gemelas”.

 

Es grande la tentación de hablar de Viceversa, es decir, de la revista propiamente dicha, la cual se insertó históricamente en la coyuntura global de fines del siglo XX. Una coyuntura que hace coincidir el trayecto vital de la publicación con el lapso que va del fin del mundo bipolar, simbolizado por el entonces reciente derrumbe triunfal del muro de Berlín, al advenimiento alegórico del siglo XXI con el derrumbe letal de las Torres Gemelas, acaecido meses después de la aparición del último número. Dicho en términos continentales, va del polémico quinto centenario del “descubrimiento” de América al régimen mercantil instaurado por el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá. En 1992, fecha de nacimiento de Viceversa, transcurría el cuarto año del régimen de Salinas de Gortari y los mexicanos caminábamos, algunos muertos de la ilusión y otros a regañadientes, hacia la modernidad neoliberal. Había entusiasmo en la atmósfera, proyectos alternativos en varios órdenes de la vida y un anhelo de cambio que sin duda animó las páginas de la nueva publicación.

Entre las varias transiciones de aquellos años, acaso la más significativa para este libro sea el aún muy tímido comienzo de las tecnologías digitales, las cuales pronto significarían la extinción material de las imágenes fotográficas en papel o celuloide y su conversión en fantasmas de pixeles que podían estar en todas partes y en ninguna. Fue esa coyuntura técnica –el último aliento de la fotografía analógica– la que hizo posible la materialidad del acervo al que este libro rinde homenaje, como señala su fundador y director en los textos que enriquecen este auténtico inventario fotográfico finisecular y marcan algunos hitos de su historia. El último de ellos es, desde luego, el propio archivo visual de Viceversa, que hoy resguarda felizmente la fototeca Manuel Toussaint del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM para beneficio de los historiadores y los profesionales de la fotografía y el periodismo.

Decía que es grande la tentación de hablar de la propia revista, algunas de cuyas portadas se reproducen en este volumen con su fisonomía colorida, la tipografía de su nombre –esas dos “uves” que subrayan el acierto de la segunda “E”, invertida– y el atractivo de sus contenidos: “El sexo en los noventa. Guía práctica de usos, refinamientos y perversiones”, o bien “Fetichismo de fin de siglo. Noventa objetos de los noventa”. Hay muchas más: una cuyo escueto tema monográfico, la “Ciudad de México”, surge de una imagen entrañable de Marco Antonio Cruz, o esa otra, realizada por Mayolo López, de una mataora captada de espaldas junto a la frase “Mujeres. La revolución social más importante del siglo XX”. La inmediatez de la vida y su latido cotidiano habitaba esas páginas al igual que la indudable filiación urbana y la conciencia de contemporaneidad de su equipo de edición, una de cuyos miembros, Fernanda Solórzano, da la pauta a los lectores para comprender el meollo de aquella empresa periodística que buscaba hacer compatibles, desde “una visión fuera de los márgenes”, lo prestigioso y lo popular.

Pese a la pluralidad de asuntos propia de la revista, que efectivamente fundía en cada número lo mismo el teatro que la moda, la lucha libre que la arquitectura, las drogas que la cinematografía –un poco a la manera del propio Fernando Fernández, su creador y director, quien es o ha sido académico de la lengua, cómico de la legua, productor de radio, hacedor de revistas, poeta, crítico, bloguero y resulta que también fotógrafo, según revela el retrato del arquitecto mexicano Alberto Kalach que forma parte de este nutrido repertorio–; pese a esa pluralidad de la revista, digo, sus vocaciones fundamentales fueron sin duda la fotográfica y la literaria: dos derroteros marcados, cada cual, por el portafolio de imágenes de autor que en cada número incluyó Viceversa –amén de las muchas otras que dialogaban a todas luces con los textos–, y por el suplemento “Nagara”, que a partir de cierto número cada mes estuvo a cargo de un director invitado ex profeso para elegir los contenidos literarios de esta sección de dieciséis páginas.

El libro que hoy llega a manos de los lectores es una muestra, solo una pequeñísima muestra, del cúmulo de imágenes reunidas a lo largo de casi una década de promoción sistemática de la fotografía, en especial de los fotógrafos mexicanos. La nómina de estos, o más bien, de todos los fotógrafos publicados al menos una vez en Viceversa, que aparece al final de este volumen, es impresionante, no nada más por su cantidad; la diversidad de generaciones, géneros, procedencias, intenciones y estilos constituye su principal riqueza. Comparecen allí desde artistas veteranos de la talla de Manuel Álvarez Bravo, Irving Penn o Armando Salas Portugal hasta jóvenes que atisbaban apenas los secretos de la cámara y para quienes llegar a las páginas de la revista debe haber significado, ya la dicha de una consagración pasajera, ya el pasaporte para acceder de lleno a un anchuroso futuro profesional.

Viceversa. La historia de la revista contada por sus fotos de Fernando Fernández. Ciudad de México: Cataria Ediciones, 2024.

 

 

“Con la debida calma, los ojos expertos descubrirán influencias y apropiaciones varias, corrientes subterráneas y detalles significativos para historiar el tramo postrero de nuestro pasado siglo y las maneras en que lo captaron las cámaras”.

 

Me atrevo a decir que al paso de los años hubo espacio para casi todos, aunque, como salta a la vista, el género dominante en el conjunto es el retrato. Atribuyo este predominio a la contundencia visual de todo rostro humano, pero también al particular interés de los editores en la difusión de individualidades creadoras: poetas, pintores, novelistas, arquitectos, escultores, músicos, e igualmente curanderas, guitarristas errabundos, modelos del glamur, especímenes contraculturales y otros alienígenas ambulantes de las calles citadinas.

María Sabina, fotografía de Dante Bucio.

Sergio Pitol, fotografía de Juan Rodrigo Llaguno.

Rosario Castellanos, fotografía de Ricardo Salazar.

Carlos Monsiváis, fotografía de Adolfo Pérez Butrón.

Jorge Luis Borges en los baños de San Ildefonso, fotografía de Rogelio Cuéllar.

Aunque en lo personal prefiero las imágenes sin posar y de ángulos abiertos que registran alguna situación inesperada o un episodio de nuestro turbulento mundo social –como la de Jorge Claro León en el Alto Balsas, por ejemplo, o esa otra, muy célebre, de Juan Miranda, que parece ir al encuentro de Julio Scherer y sus colaboradores minutos después de su salida definitiva del diario Excélsior en 1976–, no puedo resistirme a un Jorge Luis Borges, de tres cuartos, en un mingitorio público, tal cual lo captó Rogelio Cuéllar durante su visita a México en los años setenta, como tampoco a las artificiosas composiciones cromáticas urdidas especialmente por varios artistas para la sección “Demodé”, bajo la batuta de Cristina Faesler.

Mas no es este el lugar para recuentos o clasificaciones, menos aún cuando el archivo fotográfico que da lugar a nuestro libro se formó, permítanme imaginar un poco, por obra del azar: revelaciones y encuentros inesperados, animosidades en conflicto, vocaciones en el camino convergentes, cancelaciones o retrasos que deparaban un hallazgo feliz a la vuelta de la esquina… Entre el compromiso obligado de sacar un número cada mes y la materialización de este en los puestos de revistas mediaba, sin duda, un mundo de chiripas, corazonadas, accidentes, golpes de suerte, llamadas imprevistas y otra serie de contingencias, cuyo resultado final es en última instancia el valioso acervo visual que atisbamos apenas en el libro que hoy presentamos. Con la debida calma, en uno y otro, los ojos expertos descubrirán influencias y apropiaciones varias, corrientes subterráneas y detalles significativos para historiar el tramo postrero de nuestro pasado siglo y las maneras en que lo captaron las cámaras.

 

“Estas fotos han dejado atrás el aquí y el ahora que les dieron un sentido preciso en Viceversa para migrar hasta este otro formato impreso que es el libro, destinado a durar en nuestras modestas bibliotecas más tiempo que cualquier revista”.

 

Como tantas veces se ha dicho, las imágenes –especialmente las fotográficas y más aún en la era digital– son objetos blandos; no obstante, su carga de verosimilitud y su fama probatoria poseen significados inestables. También son objetos veleidosos y promiscuos: refieren a diferentes cosas, según el momento y el lugar en que se dan a conocer, las palabras que las acompañan, la posición o el tamaño que ocupan en un muro o una publicación y la sensibilidad y la cultura de quien las mira. Estamos ahora ante un conjunto de fotos que, al paso del tiempo y las vueltas del azar, han migrado desde las páginas de la publicación periódica hasta este otro formato impreso que es el libro, destinado a durar en nuestras modestas bibliotecas más tiempo que cualquier revista. En su migración han dejado atrás el aquí y el ahora que les dieron un sentido preciso en Viceversa y que las unió, igual que compañeras de viaje, a encabezados, reportajes, versos, entrevistas y pies de foto.

Son otros el aquí y el ahora de este volumen y nuestra mirada ya no es la misma. Tampoco las imágenes, que desde su nuevo contexto hablan de otra manera y dicen otras cosas. Con ellas tal vez podamos ensayar un recorrido a contrapelo del tiempo, una comprensión retrospectiva que, en un acto de imaginación y un ejercicio de memoria, recupere ambos sentidos: el de nuestra lectura de entonces y el de la de ahora. Aquella tal vez más desenfadada y presurosa, esta acaso más detenida y racional. No solo es la mejor forma de preservar la vitalidad del archivo: también de sentir en carne propia la paradoja de que somos y no somos los mismos. Porque muchas personas y lugares ya no están, pero siguen siendo, ya no son, pero siguen estando, y viceversa.



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