Sergio Magaña. Foto: Coordinación Nacional de Literatura-INBA.
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Teatro

Sergio Magaña, la conjura del origen

A un siglo del nacimiento del dramaturgo Sergio Magaña (1924-1990), el también dramaturgo David Olguín rinde homenaje a un “autor de excepción” con este ensayo sobre la perspectiva social del creador de Los signos del zodiaco, El pequeño caso de Jorge Lívido, Moctezuma II, Santísima y Los enemigos. “Si mi obra es todavía vigente, pobre de mi país”, afirmó Sergio Magaña.


Por David Olguín

Es por demás interesante pensar en lo que el éxito provoca en un artista cuando le llega a muy temprana edad. Emilio Carballido y Sergio Magaña estrenaron, respectivamente, Rosalba y los llaveros y Los signos del zodiaco, sus primeras obras de largo aliento, el 11 de marzo de 1950 y el 17 de febrero de 1951, nada menos que en el Palacio de Bellas Artes. Salvador Novo, su mentor y maestro, no equivocó la apuesta: dos dramaturgos fundamentales en la historia de nuestro teatro se consagraban siendo muy jóvenes, a la edad de 25 y 26 años.

Aunque todavía es una deuda reconocer la visionaria postura de Novo al tratar de unir pueblo y teatro, gran público y un teatro escrito con inteligencia y arte –nada menos que en el gran escenario de las artes nacionales, además con éxito–, se ha destacado, a lo largo del tiempo, el asombroso acontecimiento para la historia de nuestra escena, ante todo en términos individuales; algo así como la consagración de la primavera. Emilio Carballido, por su parte, dejó testimonio en entrevistas de que él se fue a los cielos, que estaba engreído y prácticamente insoportable; y cómo no si, tras pelearse en clase a sus 23 años con Rodolfo Usigli y su rígida y ambiciosa manera de enseñar escritura dramática, se había encerrado, según cuenta Mauricio Montesinos, en un cuarto de hotel en Córdoba a escribir Rosalba y los llaveros en un estado de pasión arrebatada, como queriendo limpiar una afrenta, con la punta del lápiz rompiéndose continuamente sobre el papel. Aquello era, afirma Montesinos, “exorcizar la furia hacia el maestro, hacia el guía, hacia el pater familias”. El temple de Carballido le dio para todo: para impulsar al propio Sergio Magaña, para defenderlo en ocasiones, para escribir más de 150 obras dramáticas y para confesarle a Ángela Galindo, desde la cumbre de todos sus logros: “El éxito no es medida de nada, es simplemente una casualidad”.

Sergio Magaña también se peleó con Usigli. Dejó su clase lastimado al punto de flaquear en su ambición de convertirse en dramaturgo y se desterró al reino de la narrativa con no menor fortuna. De acuerdo con Christopher Domínguez Michael:

El molino del aire no es una novela extraordinaria, pero es una muestra modesta y pura del cielo narrativo de la disolución de la provincia como memoria […] El molino del aire es un testimonio punzante. Es una acuarela dulce sin ser empalagosa. Este libro sobre el nacimiento de los sentidos tiene a la guerra de 1910 y sus secuelas cristeras como telón de fondo inefablemente teatral..

El aliento de Carballido regresa al joven Magaña al teatro, pero regresa herido de origen y como si le faltaran capas de piel para soportar el infierno que son los otros. A diferencia de sus compañeros de clase con Usigli, entre los que hay que incluir a Luisa Josefina Hernández y a Jorge Ibargüengoitia, Magaña proviene de las realidades de los bajos recursos y tal cual emigra a la Ciudad de México donde vive en un cuarto de azotea en la calle Colón. Hay que leer Como las estrellas y todas las cosas, su primera obra de teatro, para descifrar una sensibilidad y una percepción del mundo que nunca lo abandonaría; fragilidad de la vida y dolor existencial. En dicho texto, un joven deportista con las piernas atrofiadas decide suicidarse con morfina ante un testigo, su amigo doliente. El joven suicida no carece de lirismo, en la vena de Chatterton, y en un relato de ensueño con una enamorada imposible da la imagen de sus piernas metidas bajo el agua y por efectos de refracción de luz se miran rotas, quebradas. La quiebra y la bancarrota, el alcohol y el desamparo no serían en el futuro una refracción de luz, sino una realidad, algo así como un recuerdo de mañana para don Sergio Magaña.

Sergio Magaña con Salvador Novo –al centro– y Emilio Carballido .

El molino del aire, de Sergio Magaña, novela premiada en el concurso de El Nacional en 1953, apareció publicada un año después por Ediciones de la Revista Mexicana de Cultura.

A diferencia de Carballido, que sale como pavorreal de la experiencia en el Palacio de Bellas Artes en los años cincuenta, Magaña entra y sale herido y –a decir de Enrique Serna– con un sentimiento de traición de clase social muy propia de los personajes de Los signos del zodiaco. Leslie Zelaya consigna un testimonio del dramaturgo sobre aquella ocasión histórica: “Mi obra estaba anunciada con grandes seguidores celestes, como en los estrenos de Hollywood. Por ahí me vio entrar la barriada. Mas yo iba elegante y los vi a ellos con sus mechas largas y sus maxtles. En tales momentos se definía mi vida. Me sentía insuflado sin recapacitar que en realidad eran momentos trágicos”. Da la impresión de que Magaña hubiera entrado a verse en Pedro el Rojo y su cuarto de azotea, en el alcoholismo irredento de Ana Romana, en la sin salida de su departamento de vejez donde se extraviaron varios de sus notables textos. Serna, dando cuenta de la catástrofe anunciada, escribe que “el mesianismo de Magaña no consistía en buscar la redención de los oprimidos, sino en derrumbarse lentamente con ellos”.

Estreno de Los signos del zodiaco, dirigida por Salvador Novo, entonces director del Departamento de Teatro del INBA. 17 de febrero de 1951, Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México. Fuente: Centro Nacional de Investigacion, Documentación e Información Teatral “Rodolfo Usigli" (CITRU).

Sin duda tenía razón Emilio Carballido al recordarnos esa dosis de azar que encierran los destinos artísticos. Y podríamos invocar a Augusto Monterroso que, a su manera, abre el tema diciendo: “Los libros tienen sus propios hados” y “el libro correrá su propia suerte y va a prosperar o a ser olvidado, o ambas cosas, cada una a su tiempo”. No te preocupes, nos dice en pocas palabras, “no importa lo que hagas por él o con él”. Sin embargo, ese estoicismo humorista es de sabios y cuesta sangre hacerse de alguna sabiduría, si acaso esta nos es dada, mientras pasa el tiempo de manera pertinaz y seguimos encarnados. Quienes escriben, y, ante todo, la gente de la escena en todos sus estancos, dada la naturaleza espectacular del teatro, tan apegada al ahora y a las veleidades del aplauso, son personas de carne y hueso con pasiones y constituciones de ánimo muy peculiares. De aquella aventura en el Palacio de Bellas Artes surgieron dos grandes dramaturgos, pero sólo un texto verdaderamente imprescindible para la dramaturgia nacional: Los signos del zodiaco. Una afirmación así no le quita ni un pelo a las dimensiones de Carballido, simplemente marca un deslinde entre dos amigos. Luz y sombras, comedia y tragicomedia, éxito que arrolla y fracaso con olor a la tristura de la grandeza, convicción y plenitud frente a una fragilidad enorme para un dramaturgo que hubiera merecido mucho más en vida.

“La dosis de ‘exceso de sensibilidad’ en Los signos se atempera por una sequedad propia de un autor que no se permite efluvios de lirismo”.

 

Creo que bastaría con enfriar un poco la cuota del melodrama de su tiempo para que Los signos del zodiaco, en la escena de hoy, revelara una vez más su enorme ambición poética. Hay melodrama en Pirandello como lo hay en Tennessee Williams y, a diferencia de muchos otros textos de su tiempo mexicano, la dosis de “exceso de sensibilidad” en Los signos se atempera por una sequedad propia de un autor que no se permite efluvios de lirismo; por la crudeza en contrapunto con el humor; por la carga simbólica del cierre de puertas como destino inevitable en la estructura social que la obra retrata, una conjura que está en la raíz de los personajes, pero también en el orden del universo en sí mismo. A la metáfora zodiacal corresponde un hecho realista, nimio, verosímil: nadie sale de esa vecindad de quinto patio en pleno festín porque Ana Romana, esa especie de san Pedro en un paraíso al revés, en plena fiesta navideña que deviene dionisiaca y destructiva, echa las llaves del portón a una alcantarilla. “¡Ábranme la puerta!” —grita María sin esperanza–, mientras Pedro el Rojo, en una danza propia de aquel que en su desgracia clama “lo bailado nadie me lo quita”, se pierde por decisión propia cuando hubiera tenido la posibilidad de huir de todo aquello.

A la galería de personajes inolvidables, entrañables y desgarrados, al acorralamiento de la pobreza que, a raíz de un montaje de Germán Castillo en 1988, le hacía decir a Magaña a manera de ritornelo propio de la realidad nacional: “Si mi obra es todavía vigente, pobre de mi país”, habría que añadir que el autor de Los signos apuesta con gran intuición por una serie de recursos técnicos que lo muestran como un autor de excepción: una idea del tiempo en simultaneidad que deviene estructura fragmentaria, fílmica; imágenes sorprendentes en acotaciones que son, a semejanza de Williams, sugerencias de la atmósfera inherente al drama: “El gran árbol no tiene ya más hojas que tirar y sus varejones emergen entre el resto de su verdor coronados de farolitos de papel y madejas de heno”; una dialogación con huecos para el pensamiento actoral, rápida, elíptica y no explicativa; la sonoridad musical no sólo de sus buenas canciones, resultado de las habilidades de Magaña como compositor, sino en la sonoridad misma del diálogo, algo que también lo distingue, junto con Carballido, de otros dramaturgos con oídos de artillero.

“Generacionalmente, a Magaña y Carballido los une una aspiración común (‘queremos que nos entiendan las personas de a pie, le hablamos en cristiano al cristiano’)”.

 

Esa habilidad para las estructuras dialógicas realistas, el oído para lo inmediato y la cuota de humor que une ingenio e inteligencia caracterizan a Magaña y a Carballido. Generacionalmente, los une una aspiración común (“queremos que nos entiendan las personas de a pie, le hablamos en cristiano al cristiano”), pero, en el caso particular de Magaña, se cuela algo que tiene que ver con la conjura del origen, una nota desesperada, doliente, una queja. En El pequeño caso de Jorge Lívido, obra policíaca o detectivesca, encontramos nuevamente un retrato espléndido y hoy día nostálgico de un México de ayer. La habilidad de Magaña para construir personalidades únicas y que hablan de manera singular está presente; y, sin embargo, es claro que Magaña no toca en ese texto “la herida habitada” ni “la oscura raíz del grito”. Es una obra con la que quiso dar un paso más en su camino a la gloria y que, a fin de cuentas, fue una escalera resbaladiza. Se estrena en un teatro comercial, con afanes ligeros de esa naturaleza, y el que vislumbra el cielo, finalmente, se despeña de manera dolorosa. El evangelista Magaña parecía destinado para algo diferente, algo más humano, no para la gloria.

José Sergio Magaña Hidalgo nació el 24 de septiembre de 1924 en Tepalcatepec, Michoacán; hace 100 años. Se decía descendiente del ilustre cura y con jiribilla carpera explicó la genealogía sin mayor fundamento: “Parece que el cura tenía una hermana o una prima y se generó el apellido… No sé cómo estuvo el lío”. Su árbol genealógico, que también toma en cuenta a Francisco I. Madero, según él mismo narra, se torna mexicanísimo a fuerza de explicaciones que lindan con una conexión con raíces prehispánicas, bajo un halo antropocósmico y ritual en su texto “El secreto tolteca”: “Mi abuela me transmitió el amor inmenso que sentía por la sabiduría de los pueblos indígenas de México y me transmitió una lección muy grande: ‘no permitas nunca que el miedo te aparte del camino de ser un maestro de los sueños’ ”.

Pero a diferencia de ese nagualismo de domingo en Tepoztlán, el dramaturgo Sergio Magaña, al retratar el mundo prehispánico en Moctezuma II (1953), logra construir a muy temprana edad su obra cumbre y una de las obras más importantes en Hispanoamérica sobre el tema. Desde mi punto de vista, el gran problema técnico de abordar textos dramáticos sobre lo prehispánico, además de la cuota impagable de investigación sobre el tema, radica en una pregunta: ¿cómo habla esa gente para los espectadores de hoy? Hablar es pensar y, por tanto, es responder a una estructura mental que encierra el mundo de un pasado remoto y complejo; pero ese mundo debe reflejar el habla y el universo de lo contemporáneo, de otra manera, el drama se vuelve simplemente lección de antropología o de historia, por no decir que de historia patria, insuflando el espíritu nacionalista, como ocurrió en el siglo XIX con los dramas que trataban el tema de la Conquista.

Moctezuma II, drama de Sergio Magaña, representación del Taller Nuevo Teatro, bajo la dirección de Dagoberto Guillaumín, en Xalapa, Veracruz, 1953.
Fotografía: Centro de Documentación Teatral Candileja.

La respuesta técnica a la pregunta del habla de un castellano o de una indígena del siglo XVI ha oscilado en México desde el verso solemne usigliano, estilo que propició la parodia No te achicopales, Cacama de Jorge Ibargüengoitia, hasta la desfachatada dialogación de corte muy cotidiano de Salvador Novo. Con poderosa intuición, Magaña funda su respuesta al problema del habla en dos principios técnicos que dejaron su diálogo en lo esencial: la construcción de un carácter humanista, visionario y sumamente racional para el personaje de Moctezuma. Al romper con la veracidad de la biografía, Magaña privilegió el universo autónomo del drama a fin de transmitir sus ideas sobre el choque de dos culturas y la aparición primigenia de la mexicanidad. Y por si fuera poco, se apropia en Moctezuma II del modelo estructural de una tragedia isabelina que hasta incluye tres “brujas”; pero ante todo permite la aparición de una inevitabilidad del destino –eco de los astros zodiacales–, y una concepción del poder en una escalera de sangre que Moctezuma, el protagonista del drama, quiere evitar. Esto último convierte a la obra de Magaña en un texto político, en una obra heterodoxa por las fuerzas en juego: realismo que no idealiza el pasado –un mundo dividido en bandos irreconciliables–, terror psicológico al mañana, abandono ontológico de los dioses y un monarca humanista que piensa y razona en búsqueda de lo mejor para su pueblo. 

Representación de Cortés y la Malinche, de Sergio Magaña, en el teatro Los Argonautas, Ciudad de México, 1965. Fototeca Nacional.

Magaña todavía tenía fuerza para ciertos alardes al hablar de su Moctezuma II como “la primera tragedia del teatro mexicano” y no estaría nada lejos de ser cierto el juicio si no compartiera el mérito con El rastro de Elena Garro, extraordinario texto donde el realismo se da la mano con elementos simbólicos para construir una metáfora del desarraigo con un lenguaje excepcional en nuestra dramaturgia. La herida mortal, en las manos y el corazón de quienes escribieron esos textos, une sin duda a Garro y Magaña como fundadores de un tono muy particular en nuestra escritura para la escena.

“Era tan difícil lograr un estreno para un autor nacional que era todo un acontecimiento: podía llevarte al cielo, como lo probaron Magaña y Carballido en el Palacio de Bellas Artes, o despeñarte al infierno”.

 

El amor de don Sergio por las raíces antiguas volvería a llevarlo al mismo tema; pero en vena paródica, musical, fársica en Los argonautas, obra de 1985 que da muestra de un Magaña ocurrente y con un gusto especial por la espectacularidad, algo que ya estaba presente en su musical Rentas congeladas (1960) y que llegaría a Santísima (1988) en un interesante diálogo con la novela de Federico Gamboa, aunque por demás ortodoxo, en su mirada de un mundo de hombres donde los roles patriarcales y la doble moral sólo se cuestionan a partir del prostíbulo.

Los dramaturgos de la generación de medio siglo crecieron bajo la realidad de que un estreno era un acto de excepción. Era tan difícil lograrlo para un autor nacional que el estreno era todo un acontecimiento que podía llevarte al cielo, como lo probaron Magaña y Carballido en el Palacio de Bellas Artes, o despeñarte al infierno. De ahí que fueran protagonistas de fuertes y permanentes polémicas y tensiones con el mundo de la escena. Desde el “no podemos entendernos” de Ibargüengoitia y el “no se toca ni una coma de mi texto” de Carballido hasta el “me traicionaron” de Magaña.

Rentas congeladas se montó en una nueva versión, bajo la dirección de Mario Espinosa, durante mayo y junio de 2019 en el teatro Julio Castillo de la Ciudad de México. Fotografía de Mauricio Gálvez.

Sin la construcción intelectual de Luisa Josefina Hernández o el prestigioso camino narrativo y periodístico que encontró Ibargüengoitia, otro exiliado del drama y de Usigli, y tampoco sin el temple de acero de Emilio Carballido, don Sergio Magaña, el dramaturgo con la intuición más poderosa de su generación, autor de textos extraordinarios y que deben reunirse con apremio, así como su música y sus canciones –una faceta digna de estudio y recopilación–, empezó a topar brutalmente con pared ante el paso del texto al escenario. El fracaso en teatro comercial de El pequeño caso de Jorge Lívido fue un aviso que de seguro lo cimbró a él que venía de las alturas de Bellas Artes y Moctezuma II, protagonizado nada menos que por Ignacio López Tarso, a pesar de que Luis Reyes de la Maza afirmara que su director la hizo ver como “etiqueta de cerveza”. Por otra parte, la escritura de textos empezó a espaciarse; las trampas del temperamento comenzaron a alejarlo de los otros; el salto con garrocha de un cuarto de azotea a un pequeño departamento propio –amueblado con lujos de antes– en el centro de la ciudad empezó a parecer una ilusión; y entonces se le ocurre a Magaña probar fortuna acercándose a los directores de vanguardia del teatro de la Universidad Nacional.

Los motivos del lobo, de Sergio Magaña, en el montaje dirigido por Carlos Corona, teatro El Galeón, Ciudad de México, 2006. Fotografías de Fernando Ariano Borbonet.

1968 y su Olimpiada Cultural une los nombres de Sergio Magaña y Juan José Gurrola, en cuyas manos cae Los motivos del lobo. El texto tiene un origen documental al basarse en el famoso caso de Rafael Pérez Hernández, el fabricante de veneno para ratas que mantuvo encerrada a su familia durante 18 años y que dio origen a la película El castillo de la pureza, que originalmente tendría texto de Magaña, pero que acabó filmándose con un guion de José Emilio Pacheco. Más cercano a una vena absurdista, propia de La noche de los asesinos de Triana o de El cepillo de dientes de Jorge Díaz, Magaña se muestra en ese texto rompiendo radicalmente su canon realista.

Luis Reyes de la Maza, quien habla de un texto mutilado, mal dirigido, mal actuado y mal iluminado en su estreno, hace el recuento de infortunios del “santo de Asís”:

¡Pobre hermano Sergio! Ha sido víctima siempre de sus enemigos los propios hermanos directores, hermanos empresarios y hermanos actores. Debe recordarse aquella puesta en escena de su comedia musical Rentas congeladas, en la que más de cuarenta elementos, del empresario al último bailarín, se confabularon para hacer de ella el peor desastre de que se tenga memoria en los anales del teatro mexicano. Después, hace apenas unas semanas, cayó en las garras de Alexandro y su Moctezuma II pareció, más que una obra de teatro, una etiqueta de cerveza. Su pequeña y deliciosa farsa Ensayando a Molière fue pisoteada por un grupo de aficionados que recorría impunemente los parques públicos. Otra obra suya, El caso de Jorge Lívido, fue el Guernica de Manolo Fábregas para demostrar que el teatro mexicano no servía. Y ahora Los motivos del lobo, que con toda mansedumbre entregó a la Gran Temporada del Teatro Mexicano para celebrar las Olimpiadas, ha sido hecha pedazos.

Los de ahora no podemos corroborar nada de esto; pero hay un testigo que da cuenta de la conjura y así la llama, “conjura”, pues piensa que Gurrola realizó un atentado con premeditación. “A un tonto se le pueden perdonar sus tonterías; a un inteligente se le exige inteligencia, nunca mala fe”.

Por fortuna, don Sergio Magaña se encontró en los años setenta y ochenta con Germán Castillo y pudo volver a saborear una pizca de gloria en sus montajes. Santísima, La última diana, la reposición de Los signos del zodiaco… habrán sido un respiro. Sin embargo, la herida social y el desencuentro artístico con la escena acaso lo minaron de manera brutal; algo que explicaría al Magaña que llegó a perder inéditos y dejar una obra completamente desordenada, y que sigue en el desamparo a pesar de los grandes y loables esfuerzos de Julián Robles por reunirla, y que merecerían todos los apoyos para empezar a hacerle justicia a un autor imprescindible del teatro nacional.

Sólo el tiempo da perspectiva ante una tragedia. Es fácil despreciar el éxito desde las alturas y considerarlo un azar, aunque en realidad lo sea. Pero cuando su antípoda atenaza un corazón, todo se torna peligroso. Sólo así resuenan aquellas palabras de Magaña antes de entrar al Olimpo: “insuflado”, dice sentirse antes de aquel Bellas Artes de 1951, pero desconoce aún que a toda hibris corresponde una némesis. No obstante, en la anagnórisis que le narra a Leslie Zelaya muchos años después, ya está en carne viva un sentimiento absolutamente doloroso, pues ahí mismo, al entrar al Olimpo, se estaban fraguando “momentos trágicos”.

Todavía quedaba una fuerte sacudida para don Sergio Magaña y su mala relación con la escena. Los enemigos, su tragedia basada en el Rabinal Achí, dio origen a un montaje de Lorena Maza en 1989 con una dramaturgia a cuatro manos en la que me tocó participar, siendo un joven de 26 años. El escándalo fue mayor. Manipulamos drásticamente el texto de Magaña y a la distancia pienso que se logró un muy buen montaje a todos niveles; pero la dramaturgia, en el sentido alemán de la palabra, era lo menos que hubiera merecido don Sergio.

Ahora puedo imaginar, al cobrar conciencia en retrospectiva de la infausta relación de este gran dramaturgo con la escena, de todo aquello que le mordería el corazón y la mano heridos de origen. Por fortuna “el tiempo”, dice Gerardo Deniz, “no cura ni mata, solo verifica”. Y aquel hombre “mínimo y dulce” que describe Luis Reyes de la Maza en 1968, ese Sergio Magaña que “miró el teatro con profunda mirada y partió con lágrimas y con desconsuelos, y el viento del bosque llevó su oración que era: ‘Nada se puede contra las conjuras’ ”, hoy día se agiganta con el tiempo y a 100 años de su nacimiento, volvemos a leerlo con asombro.



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