En esta pintura (detalle), un joven interpreta música con un aulós. Nótese cómo infla los carrillos para soplar. Esta deformación, intrínseca a la ejecución del instrumento, motivó que Atenea lo rechazara, tras ser objeto de burlas. Taza ática atribuida al pintor de Euaion, circa 460-450 a. C. Museo del Louvre, París. Fuente: Wikipedia.
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Música

Origen y destinos de la Música

El músico y escritor Raúl Falcó ensaya sobre los impalpables orígenes de la música, ahí donde todo era silencio sonoro. El corazón siempre ha estado deseoso de escuchar y “el oído, ese ojo sin párpados”, dice Falcó, obedece aquello a que escucha, pues la raíz latina del verbo oír (audire) está íntimamente emparentada con la del verbo obedecer (obaudire).


Por Raúl Falcó

Tan de siempre cercana y compartida, la música no parece haber sido inventada algún día. Si tampoco se concibe que se haya podido hablar antes de cantar, es porque muy probablemente ambas maneras de emitir sonidos surgieron juntas: gritos, alertas, chillidos, murmullos, órdenes, letanías, nombres… Pero antes –y como condición de todo ello– el oído: ese ojo sin párpados que no puede dejar de percibir todo lo que gruñe, ruge, truena, silba y suena en el mundo circundante, aunque sin duda –y sobre todo–, muy pronto fue advertida la diferencia radical entre ruido y sonido . Por insólito que parezca, en el espacio aéreo sólo el canto de las aves, el silbido del viento al rozar una arista y la voz humana son capaces de emitir vibraciones sonoras con longitudes de onda regulares, es decir, eso que se define como sonido. Y curiosamente, las dos especies animales capaces de producir sonidos, los pájaros y los hombres, son al mismo tiempo las únicas naturalmente propensas a la imitación. Así como hay pájaros cuyos cantos imitan los de otros pájaros, los hombres fueron muy pronto propensos a imitar el canto de los pájaros con el fin de atraerlos y cazarlos. Prueba de ello son los restos de silbatos, ocarinas y flautas talladas en huesos tubulares encontrados en las capas más antiguas de las cuevas paleolíticas; verdaderos señuelos acústicos diseñados para engañar y poner al alcance de la mano o a tiro de piedra las presas voladoras. Tal habría sido la primera música: un recurso para la cacería. Y tales los primeros instrumentos: señuelos para oídos emplumados.

En 2008 se descubrió el instrumento musical más antiguo, una flauta tallada en el hueso de un buitre leonado, en una cueva de Hohle Fels en el valle de Ach, Alemania, Fotografía: H. Jensen. Universidad de Tubinga.

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Pero acaso la primera música nació cuando ya no se trataba de engañar a una presa voladora para cazarla, sino de convocar con los mismos medios al espíritu del ave consumida, en un espacio ritual, muy probablemente bajo cubierto, con tal de no confundir el mundo de los vivos con el de los muertos. No de otra manera, en la oscuridad y el silencio –y también en las oquedades más inaccesibles–, se fueron realizando las pinturas rupestres de animales sin duda totémicos y, por ende, deificados.. Sin embargo, hay suficiente evidencia para afirmar que las cuevas del Paleolítico fueron también instrumentos acústicos, líticos resonadores para el sonido y la percusión. Si Lascaux o Altamira fueron lugares de iniciación y ritualidad reservados a las prácticas chamánicas, espacios restringidos de muy difícil acceso en los cuales generaciones sucesivas de elegidos plasmaron en sus paredes la figuración de sus animales totémicos, viene muy al caso no dejar de considerar las peculiaridades acústicas de algunas de estas cuevas. No sólo son cámaras de eco y resonadores –como la cueva del Hipogeo en Malta, en la que se horadó una oquedad amplificadora que no sólo magnifica las voces varoniles (90 Hz)–, sino que llegan a presentar cierto delay del sonido, capaz de provocar estados alterados de conciencia a fuerza de la emisión repetida de una misma frase o letanía. Fueron tan grandes la sorpresa y el arrebato que causaron el descubrimiento y la divulgación de las imágenes de las pinturas rupestres a principios del siglo XX, que esta vertiente acústica todavía se escabulle en un mundo dominado por la preponderancia de lo visual. Acaso porque el sonido siempre ha sido y sigue siendo invisible.

Apolo y Marsias, óleo sobre lienzo de Perugino, circa 1490. Museo del Louvre, París.

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En el ser humano cohabitan dos sistemas rítmicos desincronizados. Por un lado, el pulso cardiaco, de carácter isocrónico. Por el otro, el ir y venir pulmonar, de naturaleza más flexible en sus posibles variaciones sometidas a la voluntad. El primero es prenatal y el segundo sólo se inicia al nacer e ingresar al mundo aéreo. El uno sostiene toda pulsación y el otro los sonidos que habrán de salir de la boca, emitidos por las cuerdas vocales. Pulso y canto, ritmo y melodía. La isocronía cardiaca puede ser multiplicada o dividida por la danza o la percusión, mientras que la función respiratoria es capaz de incluir la fonación lingüística y el canto. Ambas se extienden del mismo modo a toda forma de instrumentalidad: percutir, raspar, frotar, tañer y soplar prolongan las virtualidades de este doble sistema y constituyen desde el origen eso que llamamos música, combinándose con el canto y la danza.

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En la mitología griega, de un modo misterioso, acaso ligado a los orígenes predatorios y sanguinarios de la instrumentalidad, las figuras emblemáticas de la música aparecen emparentadas con esa violencia originaria. Marsias, sacrificado y desollado tras ser derrotado a raíz de su competencia musical contra Apolo, tañe un aulós (flauta de dos tubos), instrumento desechado por Atenea tras ver reflejada en el agua la mueca de su rostro al soplar en él; mueca de la que las otras diosas olímpicas se habían burlado. Absorto en su canto dedicado a la memoria de su perdida Eurídice, Orfeo tañe su lira, heredada de su padre Apolo, la misma con la que derrotó a Marsias. Hartas de su insoportable indiferencia, las bacantes tracias lo descuartizarán. O –si bien no puede culminar con la muerte– la decepción deseante de Pan abrazando el racimo de cáñamo en el que los dioses han convertido a Siringa, produciendo al suspirar el sonido de su deseo insatisfecho a través de los tubos que habrán de conformar su zampoña o flauta –por eso llamada “de Pan”–, que constituirá uno de los atributos de esa invisible divinidad de los montes y bosques, emblema del deseo y la renovación de la vida a través de la unión carnal. Curiosamente, aunque las propiedades acústicas del eco hayan podido ser tan relevantes en los albores de los grupos humanos cavernícolas, el mito de Eco y Narciso, hasta su versión latina de Ovidio, tan sólo se centra en las peculiaridades lingüísticas que lo conforman: el castigo de Hera a la ninfa parlanchina, condenada a sólo repetir lo último que escuchara, por haberla distraído con su verborrea mientras Zeus la engañaba. Enamorada a su vez del indiferente Narciso, incapaz de hablar en nombre propio y repitiendo ridículamente lo último que él ha dicho, se refugia en una caverna hasta consumirse y convertirse en pura voz que retumba entre las rocas y las oquedades. Narciso, a su vez castigado por Némesis, se encuentra con su imagen reflejada en un estanque, se enamora de ella, le habla y cree en su realidad porque le devuelve sus declaraciones amorosas a través de la voz de Eco, que repite las últimas palabras que él ha dirigido a su imagen y que, al mismo tiempo, son la expresión sin dueño del sentir amoroso de la incorpórea ninfa. Él se hunde y perece en el agua con tal de abrazar a quien le pareció lo suficientemente real como para contestarle. Nada hay en este mito que aluda a la dimensión no semántica del fenómeno sonoro del eco.

Pan y Siringa, óleo sobre madera de Peter Paul Rubens y Jan Brueghel el Viejo, circa 1617-1619. Museumslandschaft Hessen Kassel, Kassel, Alemania.Fuente: Wikipedia.
Eco y Narciso, óleo sobre lámina de cobre de Louis-Jean-François Lagrenée, 1781. Fuente: Wikipedia.

En cambio, el mito de las sirenas es acaso la fuente helénica más cargada de sentido acerca de la naturaleza de la música, que, en este caso, no es instrumental sino vocal. No había marinero que, al pasar cerca de la isla en que moraban estas mujeres-pájaro (emanadas directamente de la mitología egipcia del pájaro ba, ave del tránsito mortal con manos y cara de mujer), pudiera resistirse a su canto y no se tirara al mar con tal de nadar hacia esa isla en la que acabaría devorado por ellas. Antes de Ulises, tan sólo los Argonautas habían podido salvarse de su magnético influjo sonoro, gracias al empeño con el que Orfeo, que iba a bordo junto a Jasón y sus compañeros, se puso a cantar, tañer y percutir su lira con tal fuerza que pudo cubrir el canto de las sirenas, mientras los marineros seguían remando, ajenos al influjo sonoro que los amenazaba. Tan sólo uno de ellos, llamado Butes, una vez que ya se estaban alejando, corrió entre las filas de los remeros y se tiró al mar, presa de lo que, a pesar de tanto esfuerzo, no había podido dejar de escuchar. Pero, sin duda, el caso de Ulises es el más famoso y, como se verá, acaso también el más aleccionador. Gracias a los consejos de Circe, al lado de la cual ha pasado casi un año, sabe lo que deberá hacer al pasar cerca de la isla de las sirenas, a su regreso del inframundo. Con tal de convertirse en el único hombre que ha escuchado el canto de las sirenas sin perecer por su influjo, diseña unos tapones de cera para los oídos de sus acompañantes y se hace amarrar al mástil de su navío, atado también de pies y manos. Si les pide que lo desaten, los dos marineros que lo cuidan, Euríloco y Perimedes, tienen orden de apretar aún más las cuerdas. Sin que sepamos bien a bien cuándo y cómo, estos marineros supieron que ya no había peligro, se quitaron los tapones y liberaron a Ulises, convertido en el único hombre que ha podido escuchar el canto (los gritos-canto, phtoggos y aoidé) de las sirenas sin por ello haber tenido que ser su víctima.

Orfeo rodeado de animales, Mosaico pavimental romano, siglo II d. C. Museo Arqueológico Regional “Antonino Salinas” de Palermo. Fotografía de Giovanni Dall'Orto. Fuente: Wikipedia.

Con base en lo que sabemos acerca de las prácticas venatorias de nuestros más remotos antepasados, resulta irresistible invertir los factores de este mito para ver en las sirenas la venganza de las aves, víctimas de los señuelos acústicos diseñados por sus cazadores para atraerlas, y en los hombres marineros, los seres puestos justamente en el lugar de las presas del engaño sonoro.

Sin embargo, hay un verso de Homero que supera esta simple inversión. Ulises nunca dice que el canto de las sirenas es bello. Simplemente, afirma que se trata de un canto que “llena el corazón del deseo de escuchar”.

Ulises y las sirenas, óleo sobre lienzo de John William Waterhouse, 1891. Galería Nacional de Victoria, Melbourne.

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Es difícil formular una definición más simple de la música. Y sobre todo, lo que sugiere –acaso por vez primera– es que la música se engendra a sí misma a través del deseo de escuchar. Tanto para el emisor como para el receptor. Para decirlo más simplemente, un mismo oído opera en ambos lados. La imitación del canto de un ave deja de buscar engañar a una presa emplumada y se convierte en un señuelo para oídos humanos. Desde El canto de los pájaros de Janequin hasta el Catálogo de pájaros de Messiaen, pasando por Vivaldi, Beethoven, Mahler, Delius y tantos otros, la imitación del canto de las aves se asimila por entero al lenguaje musical que la cobija y le brinda el realce que, a su vez, espera a cambio de su destacada aparición. Además, la imitación suele verse revestida musicalmente de elementos tímbricos, melódicos y rítmicos que muy pronto la convierten en evocación, al desarrollar sensaciones de ambiente, “color”, distancia o acción. De aquí a musicalizar caídas de nieve, ventiscas, truenos y tempestades no hay más que un paso, que no han dudado en dar los más variados compositores (del Vivaldi de Las cuatro estaciones al Lalo de Le Roi d’Ys). Sin embargo, más allá de la referencia a fenómenos naturales observables, la inventiva musical más atrevida y refinada ha sido capaz de extenderse desde la creación del mundo (la obertura de Zaïs de Rameau, en la que “se pinta el resquebrajamiento del Caos y el choque de los Elementos una vez separados”, o el poema sinfónico La creación del mundo de Milhaud, que propuso lo mismo en la primera mitad del siglo XX) hasta la pura evocación de El mar de Debussy, donde los factores imitativos se hallan sumamente filtrados, o de El vuelo de la alondra de Williams, que casi prescinde de su canto y más bien pretende evocar altura y espacio, convirtiendo el sonido del violín solista en el cuerpo del pájaro mismo.

Por otra parte, es inevitable que la tendencia mimética del oído musical amplíe su espectro e, imitándose a sí misma, busque sus presas en la propia música. De nuevo, son innumerables los ejemplos de obras en las que son muy reconocibles las citas musicales provenientes de otras obras, si bien no siempre justificadas, aunque, finalmente, la única justificación válida consista en la calidad con la que habrán sido trabajadas e incorporadas. De manera más o menos feliz, incluso compositores de la talla de Chaikovski y Puccini no han dudado en usar de modo sarcástico los himnos nacionales de Francia y Estados Unidos, en este caso muy evidentemente reconocibles, al lado de los anónimos toques de caza, cuartel o feria, los cuales proliferan en tantas obras sinfónicas, sobre todo a partir del siglo XIX, o hasta de los instrumentos de juguete en las sinfonías escritas por Haydn y por el padre de Mozart, respectivamente. No se puede dejar de mencionar aquí los excesos de la música llamada “programática”, que salta de la evocación a la descripción y hasta a la presencia real de lo descrito, con los incalificables cañonazos que incluye Beethoven en su elogio sinfónico de las hazañas bélicas de Wellington.

Olivier Messiaen. Fotografía de Yvonne Loriod-Messiaen.

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La raíz latina del verbo “oír” (audire) está íntimamente emparentada con la del verbo “obedecer” (obaudire). Y no cabe duda de que la atención puesta en lo que se escucha, en aquello que se desea seguir escuchando, constituye una forma de obediencia, derivada de la total disponibilidad y hasta de la indefensión que experimenta el cuerpo humano frente a todo lo que está dirigido a sus oídos. Ya sea una suspensión del movimiento y la actividad corporal, presas de la inmovilidad que requiere la concentración auditiva, ya sea, por el contrario, la puesta en movimiento del cuerpo entero en la danza, bajo el influjo rítmico de la música percibida. En ambos casos, al escuchar, los cuerpos obedecen a los sonidos y ritmos que la música produce. Tenemos que hacer acopio de imaginación para concebir la fuerza que podía tener la convocatoria musical en un mundo sin la transformación profunda de los hábitos y costumbres instaurada por la electricidad y la tecnología. En un mundo más bien silencioso, habitado tan sólo por los ruidos de la naturaleza y de la actividad humana, se debía acudir al lugar en el que la música iba a producirse para poder presenciar su despliegue. Esa convocatoria en templos, salones, fiestas y luego teatros o salas de conciertos debió ser propiamente vertiginosa: escuchar por primera, y acaso única vez, tal o cual música, diseñada para la ocasión, ya sea a la gloria de Dios, o para descubrir al mismo tiempo una música –a veces una voz o un instrumento– y casi siempre un compositor. De ahí que, fuera de los ciclos de cantos litúrgicos en templos y monasterios, sin más oyentes en este caso que los mismos cantantes, la música solía renovarse constantemente para ser siempre, por así decirlo, “la primera vez”, no sólo de tal o cual obra, sino de la música misma. Es notable la sorpresa expresada por los cronistas de la corte de Luis XIV cuando el monarca, que solía escuchar diariamente en sus privados música instrumental de Couperin, Campra o Delalande, solicitaba de repente que una obra que le había gustado particularmente fuese interpretada de nuevo. Hay que esperar la emergencia y muy rápida proliferación de teatros de ópera para que una misma obra sea ejecutada varias veces. Aun así, es sorprendente la cantidad de títulos que incluyen los catálogos de los compositores dedicados al género operístico a partir de finales del siglo XVII, obligados a renovarse sin cesar para refrendar su presencia en cada teatro, aunque, si el éxito los favorecía, disponían de la posibilidad de viajar con un mismo título a las ciudades que contaban con teatros, músicos y cantantes adecuados. Por este motivo, para la mayoría de los compositores de los siglos XVIII y XIX, la única posibilidad de éxito verdadero residía en buscarlo a través de la ópera, signo inequívoco de que, por mucho que presentasen sus obras instrumentales en salones y salas de concierto, seguía rigiendo el mismo requerimiento de constante renovación de su repertorio para un público que solía caracterizarse por ser a un tiempo tan curioso como distraído. Son famosas las rabietas de Beethoven o de Liszt cuando decidían interrumpir su ejecución al piano de alguna de sus obras ante el parloteo de la audiencia que llegaba hasta sus oídos.

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No se puede encontrar el silencio total en el mundo, a menos de irlo a buscar en las profundidades de una cueva, mientras no haya agua que corra ni murciélagos que emprendan el vuelo. Siempre existe una presencia acústica del entorno, ya sea natural, animal o humana, que nos revela la extensión del espacio circundante y nos ubica en él. En tiempos normales, los murmullos del bosque, las voces del campo, el ruido de las ciudades, o el ir y venir constante de las olas y el silbido de la brisa al borde del mar. En tiempos alterados, los rugidos de la tempestad o el fragor de la guerra. Sin embargo, existe otro silencio, ajeno al azar y voluntariamente asumido: el silencio humano, que consiste fundamentalmente en acallar la palabra y que es de rigor en una sala de conciertos antes de que comience la ejecución de la música. Ni palabras, ni tosidos, ni hoy ruido electrónico. El mayor silencio posible. El más obediente. Obediencia que, por cierto, se observa de ambos lados de la sala, tanto en el patio de butacas, como entre los integrantes de la orquesta. Obediencia a la batuta o al arco del primer violín, vestigios altamente culturalizados de la flecha y el arco que mataban a distancia, tal y como la música que se interna a través del oído en el corazón ávido de seguir escuchando.

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Es famoso el juicio de Platón acerca de la música en La república. Por un lado, condena la música “melódica” (canto, flauta), por fomentar languidez y ensoñación en quien la escucha. Por el otro, recomienda y defiende el uso de la música “rítmica”, binaria, necesaria para mantener el orden en la marcha, el trabajo y el combate. En ambos casos, se da por entendida la proclividad obediente del oído humano a verse fácilmente asediado y muy pronto invadido por la influencia irresistible que genera la música. No hay trovador que no haya practicado la primera ni ejército que no recurra a la segunda: es un arco casi inconcebible que se despliega desde la triste endecha y la serenata para seducir o lamentarse, hasta las selecciones de música ritmada con las que los grupos instrumentales de los campos de concentración nazis (Lager) acompañaban la marcha al trabajo o el regreso a sus barracas de los desfallecientes prisioneros: un arco de obediencia que atraviesa todos los estados concebibles del alma humana.

Me vienen a la mente dos anécdotas para ilustrar no sólo este poder de la música, sino la diferencia que puede darse en la manera de padecerlo. La primera es casi personal y la atesoro como una de las pocas confidencias que me hizo mi padre acerca de los tiempos siniestros que le tocó vivir entre la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Aragonés de nacimiento, emprendió los caminos del exilio en 1939, pasando a Francia cuando ya todo estaba perdido para la República. Cruzó a pie la frontera tras haber dejado Barcelona y logró mantenerse un tiempo a base de pequeños trabajos en el campo. Habiéndose contratado como jornalero en época de vendimia, en un viñedo que estaba rodeado por unas colinas que una estrecha carretera local atravesaba a media altura, recordaba la tarde ya crepuscular en la que, agotado y cargado de canastas llenas de uvas, a poca distancia del vehículo en el que había que descargarlas, oyó el ruido de un motor y vio un pequeño camión que avanzaba a media colina. A su mando, iba un conductor con la ventana abierta, que se soltó a cantar a todo pulmón una jota aragonesa, que retumbó por toda la extensión del viñedo. Fue tal la emoción inesperada que lo embargó que dejó caer su carga y se soltó a llorar, en una mezcla inextricable de tristeza y de alegría.

Copio la segunda de un texto de Pascal Quignard, a quien he venido siguiendo aquí en muchos de sus atisbos (La haine de lamusique, p. 237).

En Músicas de otro mundo, Simón Laks refiere esta historia.

En 1943, en el campo de Auschwitz, para la velada de Navidad, el comandante Schwarzhuber ordenó a los músicos del Lager que fueran a tocar cantos de Navidad alemanes y polacos ante las enfermas del hospital para mujeres.

Simón Laks y sus músicos fueron al hospital para mujeres.

En un primer tiempo, el llanto se apoderó de todas las mujeres, en particular de las polacas, hasta elevar un sollozo más sonoro que la música.

En un segundo tiempo, los gritos reemplazaron a las lágrimas. Las enfermas vociferaban: “¡Basta! ¡Basta! ¡Lárguense de aquí! ¡Fuera! ¡Déjennos reventar en paz!”

La casualidad quiso que Simón Laks fuera el único músico que podía entender el sentido de las palabras en polaco que las mujeres enfermas gritaban. Los músicos miraron a Simón Laks, quien les hizo una seña. Y se replegaron.

Simón Laks dijo que nunca se le había ocurrido hasta ese momento que la música pudiese doler tanto.

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Sin duda, nos ha tocado vivir en un tiempo en el que la producción y el consumo de la música han cambiado radicalmente. Sin que importe de qué género de música se trate, la reproducción y la amplificación del sonido han desplazado por completo los términos tradicionales de la “obediencia” musical.

Es indudable que la reproducción musical ha venido a trastornar de cabo a rabo el fenómeno musical como algo que sólo puede suceder en vivo, en una ubicación dada. También lo es que nos ha permitido tener una memoria musical viva, de una amplitud siempre abierta, que parecía impensable para un no profesional. El repertorio del melómano no sólo se ha dilatado más allá de lo imaginable, sino que este lo tiene a su disposición en cualquier momento y de acuerdo a sus gustos más peculiares. Sin embargo, esta inesperada manera de prescindir de la música en vivo se ha convertido muy rápido ya no en un enriquecimiento musical, sino muy a menudo en una forma de control acústico: más o menos volumen, repetir un pasaje, retomar un inicio, la mejor alta fidelidad –operaciones impensables cuando la música es interpretada por seres humanos para otros seres humanos en un lugar dado.

Por otra parte, ese fenómeno insólito que, desde hace tantos siglos, hay que ir a buscar a un sitio determinado, en una fecha y hora señaladas, se ha vuelto omnipresente. Por mucho que siga habiendo ópera y conciertos en teatros y auditorios, la música se ha vuelto una presencia constante en la vida cotidiana: es raro poder librarse de su asedio impersonal en salas de espera, consultorios, elevadores, supermercados, restaurantes, transportes públicos, tiendas, pasajes comerciales, aviones que aterrizan o que van a despegar, y hasta en ciertas catedrales en las que no debería estar fuera de lugar la posibilidad de orar en silencio. Asimismo, no hay mitin ni ceremonia ni inauguración que prescindan de su fondo musical, si es que no se ha logrado contratar a algún grupo musical en vivo para que amenice el acto y de paso convoque a más gente. Suficiente como para buscar aislarse a toda costa de aquello que antes más bien se deseaba encontrar. Una dimensión aún más alarmante, ya presente a menudo en estas circunstancias de la vida cotidiana, pero inevitable en los eventos propiamente musicales, la constituye la fiebre tecnológica de la amplificación a través del abuso inmisericorde del volumen. Las discotecas y los eventos masivos de música electrificada son para los asistentes fábricas de sordera mucho más alarmantes que los martillos eléctricos o las turbinas de los aviones para los obreros que trabajan con ellos. Ya no es la música la que produce vértigo, sino la cantidad de decibeles con los que ataca a los oyentes, de tal manera que resulta ineludible la disolución individual en nombre de la fusión colectiva que tan de cerca y tan de lejos remite a las festividades tribales. El volumen atronador y la lluvia de efectos lumínicos disuelven el escenario como lugar de origen para convertir a la totalidad de un recinto (que puede llegar a tener la dimensión de un estadio) en una caja de eco para multitudes, que anula tanto distancias como diferencias.

¿Es posible que se trate de una muy remota reminiscencia de tradiciones chamánicas convertidas en rituales democráticos? O, más bien, ¿habría que pensar en las incalculables consecuencias de lo que Wagner ideó en su música y planeó en su teatro de Bayreuth, buscando efectos sonoros que alterasen los nervios de la audiencia para que la percepción de la esencia espiritual de sus composiciones fuese más real y profunda? En cuanto a la primera pregunta, cabe considerar si existe acaso algún tipo de exorcismo que justifique estos rituales masivos, cosa que no parece nada clara. En cuanto a la segunda, es inevitable señalar la evidente ausencia de espiritualidad, sin duda inversamente proporcional a la magnificación de los recursos destinados a atacar el sistema nervioso a través del oído. Lo único que no cambia, sino que por el contrario se agiganta más allá de toda expectativa, es la “obediencia” en manada que sigue valiéndose del oído para adueñarse del ser que escucha. Nada extraño en una época en la que se les llama sirenas a los dispositivos de alarma de las patrullas y de las ambulancias.

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Ante este panorama contemporáneo, resulta ineludible pensar en la frase que ya en sus tiempos le dijo Tolstói a Gorki: “Si se quiere disponer de esclavos, es necesaria la mayor cantidad posible de música (citado por Gorki en sus Conversaciones en Yásnaia Poliana.).



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