I
En los últimos años, la industria cinematográfica me ha hecho detestar el remake con una antipatía malsana. Me siento harta de las nuevas versiones de películas que no arrojan ninguna apuesta nueva y se regodean en lucrar con nuestra nostalgia. Una retahíla de cintas me viene a la mente, pienso particularmente en aquellas que han sido contagiadas por el letal virus del live action, que mata cualquier atisbo de creatividad al presentar las mismas historias, los mismos encuadres, las mismas paletas de colores que alguna vez vimos en dibujos animados, pero ahora ejecutadas con actores de carne y hueso.
Esta tendencia cansina me hace pensar que la decisión de volver a producir lo ya hecho anteriormente esconde –más allá de la pereza, falta de ingenio o ambición de quien exprime la cáscara seca de una naranja para sacarle hasta la última gota de jugo– una abrumadora soberbia. ¿Por qué esas “nuevas versiones” de Aladino, La bella y la bestia o El libro de la selva no proponen ningún cambio, siendo que ellas mismas son adaptaciones de otras obras literarias o cuentos populares? Su decisión de ser fiel a las películas, por una parte, me hace sentir que hoy no existe canon más importante que el de una compañía tan desmesurada como Disney, a pesar de que las historias que se cuentan están sostenidas por una larga tradición anterior. Me desalienta pensar que sea mal visto el ímpetu por intervenir lo hecho por otros. Cuánta satisfacción artística hay en la refundición: regresar un objeto metálico a su estado primigenio, gracias a la labor del fuego, para otorgarle una forma nueva.
Quizá por este hartazgo de sentirme rodeada de refritos –obras endurecidas por la sobrecocción en un aceite que no se ha cambiado– he encontrado una peculiar felicidad lectora en aquellos textos que ven la reescritura como un acicate para ejercer la libertad creativa. Me entusiasman, por ejemplo, las redenciones de personajes: como el solitario Asterión de Borges que cavila en su laberinto, o el Ícaro que, según Sor Juana, a pesar de fallar, “las glorías deletrea entre los caracteres del estrago”. Iluminar zonas grises, rescatar lo ínfimo del olvido, ver las cosas desde una óptica distinta: las adaptaciones pueden ser permanentes búsquedas de lo otro, de lo oculto, de lo todavía no dicho.
Un magnífico ejemplo de cómo se pueden actualizar historias tan viejas que parecen inscritas en nuestro ADN lo encuentro en Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez. Su relato “El avión de la Bella Durmiente” desde el título nos anuncia el deseo del autor por modernizar los cuentos de hadas que nos acompañaron desde la infancia. Historias que, según nos muestra el autor, no corresponden a un mundo lejano, sino al nuestro: pueden ser localizadas, incluso, en nuestra aparente cotidianidad gris, burocrática y solemne. En esta vida diaria donde parece que ya no quedan rastros de magia ni milagros, hasta que el azar nos hace enfrentarnos a lo sobrenatural. ¿Qué hace García Márquez para revitalizar una trama fosilizada en nuestra memoria? Las siguientes líneas son una respuesta tentativa a esta pregunta.
II
El cuento acontece en el aeropuerto de París donde el narrador se queda varado durante varias horas debido a una nevada que ha interrumpido los vuelos. Durante su espera se encuentra con una preciosa mujer –nombrada como “la bella”–, quien, por azares del destino, termina por sentarse a su lado en el avión. Durante las ocho horas de vuelo, esta mujer se entrega a un sueño profundo e imperturbable mientras su compañero de asiento no deja de pensar en ella, deseando un mínimo contacto verbal o físico que jamás acontece. Tan pronto aterrizan, la bella se incorpora y se marcha dejando tras de sí la sensación de que el narrador ha presenciado el avistamiento de una criatura mitológica.
Una de las decisiones más interesantes de García Márquez radica en la elección del escenario aeroportuario. Umberto Eco escribió alguna vez que la tecnología es nuestro sustituto de la magia, pues nos permite satisfacer algunos de nuestros deseos más remotos: el deseo de volar o el de comunicarnos a la distancia, por ejemplo. Aunque llevemos más de un siglo subiéndonos en pájaros metálicos que nos trasladan de un lugar a otro, no deja de ser asombroso que tengamos la capacidad de surcar el firmamento gracias a los avances de la ciencia, esa otra magia. Nos sigue dejando perplejos y nos sigue produciendo miedo.
El propio García Márquez declaraba en “Seamos machos: hablemos del miedo al avión”, un artículo publicado en El Espectador en 1980 –apenas dos años antes de la escritura de su versión de la Bella Durmiente–, que él padecía ese miedo que muchos latinos declaraban sin vergüenza y hasta con cierto orgullo porque es el miedo más reciente de todos. Una sensación de pasmo nos produce el entregarnos a esas máquinas que se sostienen en el aire sin que nuestro entendimiento alcance a comprender cómo; máquinas que, a pesar de nuestro estupor, ya aprendimos a usar como si fuesen otro objeto más sobre la tierra.
No hay más atinada elección que resituar al cuento de hadas en un ambiente citadino donde la magia no ha desaparecido por completo, rodeado de artilugios que aún nos siguen provocando asombro. Un aeropuerto constituye en sí mismo un pequeño país dentro de nuestros países: sitio de tránsitos, territorio donde se hablan mil y una lenguas, zona que opera con reglas propias. Además, García Márquez singulariza este espacio al enfatizar que se encontraba asediado por una nevada sobrenatural, la más grande del siglo, que hacía imposible los traslados terrestres con su frío áspero, mientras que “en el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera”.
El aeropuerto, pues, funciona de manera autónoma: hay un clima que no se corresponde con el que lo circunda. Confecciona otro mundo. En eso nos recuerda el castillo del cuento de la Bella Durmiente en la versión de Charles Perrault: una edificación rodeada por una barda de árboles, que la ocultan a los ojos curiosos y en donde duermen durante cien años todos sus habitantes tanto humanos como animales. Ambos, aeropuerto y castillo, son sitios donde opera una lógica distinta a la nuestra, la más doméstica de todas.
III
La manera en la que el autor de Cien años de soledad reformula a los personajes clásicos también resulta notable. Si el cuento tradicional se centra en la figura de los reyes –padres angustiados por la princesa hechizada– y en los intentos que hacen para librarla del maleficio, “El avión de la Bella Durmiente” destaca a la figura femenina, cuyo retrato abre el cuento. No sólo la subraya, sino que la emancipa: su sueño, a diferencia del relato canónico, es elegido y no propinado por el hada malvada. La bella dispone el que será su lecho “de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento”. Le pide a la sobrecargo que no la despierte por ningún motivo, y se menciona que de un “cofre de tocador con esquinas de cobre [...] sacó dos pastillas doradas” para propiciar su sueño. El narrador asegura que “se instaló como para vivir muchos años” en su asiento de la aeronave. “Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir” y se entregó al descanso.
En este pasaje, García Márquez logra amalgamar las fórmulas del cuento de hadas (los objetos preciosos, el destino de la princesa, cierto estilo de enunciación) con nuestra vida cotidiana, mientras transforma el hechizo maligno en una decisión placentera tomada por la muchacha. Cabe mencionar que mantener a la mujer sin un nombre propio no sólo ayuda a sostener el misterio de su presencia milagrosa en la vida del narrador, sino que emula la convención de los cuentos tradicionales de omitir ciertos nombres.
El cuento también rescata dos personajes cruciales en la trama tradicional. Tanto Perrault como los hermanos Grimm señalan la presencia de las hadas buenas y un hada mala. Esta, al no ser invitada al festín por el bautizo de la princesa, se encoleriza y lanza el maleficio mortal que será atenuado por la magia de las otras hadas. En “El avión de la Bella Durmiente” es posible ver resonancias de estos personajes en la empleada del aeropuerto que atiende al narrador ante la demora del avión y en una anciana holandesa gruñona que discute en el mostrador por el peso de sus maletas.
La simpática empleada será quien conduzca al narrador, de cierta forma, a la bella; le pregunta por el número de asiento que quiere y le hace saber que su viaje estará lleno de singularidades, pues advierte que en los 15 años que ella lleva en el puesto nunca se había topado con alguien que no escogiera el asiento número 7 –vaya resonancia cabalística–. La anciana holandesa, por el contrario, es descrita con desprecio. Dice el narrador sobre su presencia en el avión: “Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos”. Como el hada mala, ella funciona como un contrapeso a la gracilidad y hermosura de la bella.
IV
Si bien García Márquez actualiza escenarios y personajes para modernizarlos, opta por recuperar uno de los tópicos principales del cuento: el símil entre el sueño y la muerte. Cuando el narrador observa a la bella dormir sin interrupciones en un avión turbulento, menciona: “Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir”.
La versión de Perrault también asimila el sueño con la muerte en varios pasajes. Cuando la princesa cae dormida tras pincharse la mano, se menciona:
Tan hermosa estaba que cualquiera al verla hubiera creído estar viendo un ángel, pues su desmayo no la había hecho perder el vivo color de su tez. Sonrosadas tenía las mejillas y sus labios asemejaban coral. Sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar dulcemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
Imágenes similares se emplean a propósito de los habitantes del castillo, descubiertos por el príncipe cuando se interna entre la maleza que cubre la edificación: “El silencio era espantoso; veíase en todas partes la imagen de la muerte y la mirada tropezaba en cuerpos de hombres y animales que parecía estaban privados de vida; pero bastole fijarse en la nariz de berenjena y en los encendidos carrillos de los suizos para comprender que sólo estaban dormidos”. El tópico de la equiparación entre ambos estados es habitual: puede notarse en refranes como “el sueño y la muerte, hermanos parecen” o en versos como aquel de Sor Juana que describe al sueño como “el retrato del contrario de la vida”.
Así, pues, García Márquez elige con sensibilidad y sabiduría qué elementos tradicionales conservar y qué novedades incluir en su reescritura del cuento de hadas. Saca provecho a los contrastes que le permiten al lector moverse entre dos tiempos: el tiempo sagrado de los mitos, los héroes, las hadas; el tiempo profano de lo contemporáneo, lo citadino, la tecnología deslumbrante. Localiza su relato en un umbral, el intersticio entre dos atmósferas que, a bote pronto, parecerían excluirse una a la otra.
Además, modifica por completo las expectativas románticas del encuentro entre los dos jóvenes personajes. El cuento tradicional presenta una historia de amor clásica en donde el hombre amado es el único capaz de rescatar a la princesa, mientras que “El avión de la Bella Durmiente” nos muestra un amor platónico, no consumado, que sólo acontece en el deseo y la imaginación de su narrador y personaje principal.
Si bien siempre pensamos en García Márquez como un autor que puede insertar episodios sobrenaturales en la realidad (el hilo de sangre que recorre las calles de Macondo, la infestación de mariposas amarillas), este cuento nos presenta otra forma de dar tratamiento a lo insólito: mostrándonos que nuestra vida diaria, sin añadidos ni exageraciones, tiene un componente mágico en sí mismo. ¿Qué son los aviones, los encuentros fortuitos, los flechazos amorosos, las coincidencias, sino pruebas contundentes de que vivimos inmersos en hechizos, sortilegios y un mundo extraordinario?
Traer la magia a la realidad o regresar la realidad a los tiempos de la magia: García Márquez nos invita no sólo a releer los cuentos de hadas que nos acompañaron desde niños, sino a aprender a descubrir su rastro en el día a día para seguir comprobando, con asombro y curiosidad, que nuestra realidad es menos automática y aburrida de lo que a veces aparenta.