Darius Milhaud fue un hombre fascinado por el sonido. En su autobiografía titulada Ma vie heureuse (1974)[1], el compositor describe con claridad poética numerosos pasajes de su memoria aural, repleta de sonidos perdidos y extrañados, de sonidos de su hogar natal, de sonidos acusmáticos de misteriosa fuente, de sonidos imaginados y de sonidos creados.
I
En una masa ruidosa, los rebaños avanzaban por el camino hacia los Alpes, y los sonidos familiares de L’Enclos quedaban sumergidos en un torrente de balidos continuos. Por la noche, las largas notas moduladas de los ruiseñores me estremecían de angustia hasta que se resolvían en un breve trino deliciosamente despreocupado. Un poco más tarde, comenzaba un enérgico y persistente coro de ranas. A veces, un sonido agudo, similar a un clic repentino de tijeras, resonaba en el aire nocturno. ¿Era un insecto o un pájaro? Nunca fui capaz de saberlo. Incluso cuando estaba acostado en la cama, podía ver a una pequeña lechuza gris en uno de los altos cedros y oír su lamento lastimero. El amanecer era una explosión de cantos de gallo que se mezclaban con el chirrido de las cigarras y el sonido de campanas, porque estábamos rodeados por conventos por todos lados. Podía escuchar el Ángelus desde el convento de santo Tomás […] que se mantenía en el aire […]. A lo lejos, como un eco, las campanas de la catedral de san Salvador y de santa María Magdalena respondían débilmente; pero qué cerca escuchaba el toque de alarma de la alcaldía, que resonaba como un pulso febril con su tono de advertencia que anunciaba un incendio en la colina o una casa en llamas.
Milhaud nació el 4 de septiembre de 1892 en Marsella, aunque pasó la mayor parte de su vida en Aix-en-Provence, la misma tierra natal del célebre pintor Paul Cézanne (1839–1906), quien inmortalizó paisajes provenzales como la Colline des Pauvres, donde Milhaud solía jugar con sus amigos de la infancia, así como escenas de la vida cotidiana que el propio compositor recuerda haber visto, como la famosa serie de Jugadores de cartas. Estos paisajes visuales y sonoros tuvieron una resonancia tal en la memoria de Milhaud, que fueron temas recurrentes de numerosas de sus obras, como en Le Carnaval d’Aix (1926), la Suite provençale (1936), la Suite française (1944), La Cueillette des citrons (1949), la Suite campagnarde (1953) y Ouverture méditerranéenne (1953).
Justo enfrente de su casa, cada semana se instalaba el mercado del pueblo, y desde su habitación, Milhaud observaba la llegada de los carros de granja, mulas y todo tipo de provisiones, y con ellos, de la algarabía, los ruidos de animales, el bullicio y los cantos.
Podía oír a las mujeres empujando sus carritos cargados de sacos, la conversación de los hombres cargando y descargando los carros, el ruido que estos producían al ser conducidos por un par de poderosos caballos, y elevándose por encima de todo las exclamaciones de los conductores jurando en provenzal […] el murmullo de las conversaciones y fragmentos de canciones que llegaban hasta mí se mezclaban con el suave sonido de la fruta cayendo en las cestas y el zumbido monótono y relajante de las máquinas para clasificar las almendras: las flots, las béraudes, las cassées y las avolas. A veces, por las noches, también se volvían a escuchar los mismos sonidos, y yo me quedaba escuchando voces resonantes, cantos distantes y el estruendo de los carros hasta quedarme dormido.
Durante sus primeros años de formación, Debussy fue una revelación musical, y Pelléas et Mélisande (1902) se convirtió en su “alimento espiritual favorito”. Lo mismo ocurrió con las obras de Couperin, Rameau, Berlioz, Bizet y Chabrier, que fueron sus referencias a lo largo de su trayectoria.
En estos años iniciales, su latinidad comenzó a manifestarse, entre otras formas, por su desagrado por la música de Wagner y Brahms. De Brahms criticaba la variación progresiva, apuntando que percibía “una falsa grandeza que se expande, una sensibilidad afectada que llora, y un exceso de repeticiones en los desarrollos que aturden” [2]. “La música de Brahms se me escapa”, decía Milhaud, “y cuando digo esto, realmente me refiero a que no puedo retenerla. Nunca he podido memorizar ni una sola nota”. Sin embargo, tampoco el enfoque wagneriano del tratamiento temático lo convenció, aunque este fuera contrario al realizado por Brahms. En relación a Parsifal de Wagner, Milhaud admitió:
“Esta obra […] me repugnó por su pretenciosa vulgaridad. No me di cuenta de que lo que sentía era simplemente la reacción de una mente latina, incapaz de tragar la jerga filosófico-musical y la mezcla barata de armonía y misticismo en un arte esencialmente pomposo. Incluso sentí que los Leitmotiven eran un dispositivo infantil”. Wagner representaba para Milhaud “un tipo de arte detestable”, y aunque presenció numerosas veces la Tetralogía, tuvo siempre la sensación de sentirse abandonado y al margen, mientras que el público a su alrededor experimentaba un frenesí apasionado y casi histérico. “La música de Wagner no me afecta; me aburre. Además, también percibo su carácter amenazante”, expresó en una entrevista.
Milhaud comenzó a apartarse de las reglas convencionales al experimentar de forma instintiva y sin normas preconcebidas con la politonalidad. Esta técnica se convertiría en una de las características más distintivas de su estilo.
En relación a estos compositores, durante sus primeros años de formación musical, Milhaud se cuestionaba: “¿De qué sirve todo el arsenal técnico que poseemos hoy en día si no se utiliza exclusivamente para servir al elemento poético en la creación musical?”. Convencido de que “la esencia misma de la música es la melodía”, en su búsqueda de una fuente musical propia, de libertad extrema y mayor riqueza en el material melódico, el joven compositor pasaba sus noches reflexionando y antes de quedarse dormido “cerraba los ojos e imaginaba que escuchaba una música tan increíblemente libre que nunca podría haberla transcrito. ¿Cómo puedo explicarlo? Para mí, era un misterio tremendo en el que mi alma se deleitaba, como en un refugio donde, en lo más profundo de los rincones de mi mente subconsciente, mi lenguaje musical iba tomando forma lentamente”.
Después de concluir sus estudios de composición y violín en París, adonde se trasladó en 1909, Milhaud comenzó a apartarse de las reglas convencionales al experimentar de forma instintiva y sin normas preconcebidas con la politonalidad. Esta técnica, que consiste en utilizar más de una tonalidad simultáneamente en diferentes líneas contrapuntísticas, se convertiría en una de las características más distintivas de su estilo,
Al explorar los acordes politonales, el compositor reconoció que “satisfacían más su oído que los acordes convencionales, ya que un acorde politonal es más sutilmente dulce y, a la vez, más poderosamente violento”. Con esta base, compuso la ópera Les Choéphores[3] (1915), con libreto de Paul Claudel, comprendiendo luego que, muy posiblemente, “esa era la música con la que soñaba a los catorce años y que escuchaba resonar en su interior por las noches”.
II
Mi primer contacto con el folclore brasileño fue muy repentino. Llegué a Río justo en medio del Carnaval, y de inmediato percibí el ambiente de alegría desbordante que poseía a toda la ciudad […] … grupos de cordões[4] deambulan por las calles los sábados y domingos por la noche, seleccionan una pequeña plaza y bailan al son de la música de un violão (una especie de guitarra) y algunos instrumentos de percusión como los chocalha (un tipo de contenedor redondo de cobre lleno de limaduras de hierro y terminado en una varilla a la que se le da un movimiento rotatorio, lo que produce un sonido rítmico continuo). Uno de los pasatiempos favoritos de los bailarines es improvisar palabras para una melodía que se repite una y otra vez. El cantante tiene que seguir encontrando nuevas palabras, y tan pronto como su imaginación comienza a flaquear, alguien más ocupa su lugar. La monotonía de este coro interminable y su ritmo insistente terminan por producir una especie de hipnosis a la que los bailarines sucumben. Recuerdo haber visto a un negro completamente llevado por la música, bailando frenéticamente solo, sosteniendo en su mano un helado enorme que lamía con su lengua rosada al ritmo de la música.
Brasil exaltó toda su latinidad hasta el paroxismo’, y las noches casi paradisíacas, en donde la oscuridad se llenaba de los sonidos de los grillos, ‘de las ranas que imitaban el sonido de un martillo golpeando una tabla de madera’ y de los pájaros, dejaron una profunda huella sonora en su memoria
En 1917, Milhaud se trasladó a Brasil como secretario del escritor y diplomático Paul Claudel, libretista de Les Choéphores y otras obras vocales del compositor. Los dos años que pasó en Río de Janeiro marcaron un punto de inflexión en su trayectoria musical debido al encuentro con nuevos ritmos que más tarde incorporó a su obra. Brasil exaltó “toda su latinidad hasta el paroxismo”, y las noches casi paradisíacas, en donde la oscuridad se llenaba de los sonidos de los grillos, “de las ranas que imitaban el sonido de un martillo golpeando una tabla de madera” y de los pájaros, dejaron una profunda huella sonora en su memoria.
Inspirado por el “encanto potente” de estas tierras, comenzó a incorporar temas y materiales de la música popular sudamericana en sus composiciones, algo que también haría a lo largo de su carrera con el folclore musical judío, antillano, martiniqués y africano. De sus recuerdos de Brasil, escribiría entre otras obras, Scaramouche (1937) y Saudades do Brasil (1921).
III
La nueva música era extremadamente sutil en su uso del timbre: el saxofón irrumpía, exprimiendo el jugo de los sueños, o la trompeta, por momentos dramática o lánguida; el clarinete, tocado frecuentemente en su registro superior; el uso lírico del trombón, deslizándose con su vara sobre cuartos de tono in crescendo de volumen y tono, intensificando así la sensación; y todo, tan variado pero no disparejo, al que el piano mantenía unido, mientras era sutilmente puntuado por los ritmos complejos de la percusión, una especie de ritmo interior, el pulso vital de la vida rítmica de la música. El uso constante de la síncopa en la melodía era de una libertad contrapuntística tal que daba la impresión de una improvisación no regulada, cuando en realidad era elaborada y ensayada diariamente hasta el último detalle. Tuve la idea de usar estos timbres y ritmos en una pieza de música de cámara, pero al principio tuve que penetrar más profundamente en los arcanos de esta nueva forma musical, cuya técnica aún me desconcertaba.
En 1919 regresó a París y entró en contacto con el jazz durante una estancia en Londres, mientras asistía al icónico Hammersmith Palais. Esta música cautivó inmediatamente al compositor, que la consideraba como síntoma de vanguardia.
Le Bœuf sur le toit, inicialmente pensada para violín y piano, como pieza de acompañamiento de una película de Chaplin, por recomendación de Jean Cocteau se transformó en un ballet, en donde entran a escena un boxeador, un policía, un corredor de apuesta y un travesti.
Combinando sus experiencias en Brasil con su nueva fascinación por el jazz, Milhaud reunió melodías populares, tangos, maxixes, sambas e incluso un fado portugués, y las transcribió “con un tema recurrente similar a un rondó que se repetía entre cada pareja sucesiva”. Llamó a esta fantasía Le Bœuf sur le toit, cuyo título tomó de una canción popular brasileña (O boi no telhado). Inicialmente pensada para violín y piano, como una pieza de acompañamiento de una película de Chaplin, por recomendación de Jean Cocteau se transformó en un ballet, en donde entran a escena un boxeador, un policía, un corredor de apuestas y un travesti. Tras su estreno en febrero de 1920, en la Comédie des Champs Elysées, junto a obras de Satie, Auric y Poulenc, este exitoso ballet fue calificado por la crítica de la época como una obra cómica y poco seria, algo que disgustaría a Milhaud, pues aseguraría que esta obra carecía de ese carácter. “No me gusta el humor”, decía, “no tengo sentido del humor. Me gustan la exuberancia y la alegría, que es algo diferente”.
Playlist que recrea el concierto de estreno de Le Boeuf sur le toit
Le Bœuf sur le toit se convirtió en una especie de insignia sonora del emblemático grupo de compositores parisinos de entreguerras respaldado por Jean Cocteau y Erik Satie, conocido como Les Six (los Seis). Integrado por Georges Auric (1899-1983), Louis Durey (1888-1979), Arthur Honegger (1892-1955), Francis Poulenc (1899-1963), Germaine Tailleferre (1892-1983) y Milhaud, este grupo nació a partir de un artículo del crítico Henri Collet, quien los bautizó de esta manera tras un concierto ofrecido en la Sala Huygens en 1919, donde se programó obra de estos jóvenes compositores que, si bien no compartían estilos, personificaban la sensibilidad moderna parisina de los años veinte. Según Milhaud:
Auric y Poulenc eran partidarios de las ideas de Cocteau, Honegger provenía del romanticismo alemán y yo del lirismo mediterráneo. Desaprobaba fundamentalmente las declaraciones conjuntas de doctrinas estéticas y las consideraba una limitación irrazonable para la imaginación del artista, quien debe encontrar medios de expresión diferentes y a menudo contradictorios para cada nueva obra. Pero fue inútil protestar. El artículo de Collet generó un interés mundial tan grande que se formó el “grupo de los Seis” y formé parte de él.
En aquellas animadas soirées de agitados debates y libre creación, Milhaud fortaleció su relación con Satie, a quien admiraba por la “pureza de su arte, su rechazo a toda concesión, su desprecio por el dinero y su actitud implacable hacia los críticos”. Fascinados por el constante espíritu vanguardista, estos dos compositores experimentaron con la creación de una música concebida para no ser escuchada, a la que llamaron “música de mobiliario” ya que pretendían que cumpliera la función de un objeto cualquiera en un salón, algo que se percibe pero no se nota conscientemente. “Queremos establecer una música hecha para satisfacer necesidades ‘útiles’. El arte no entra en estas necesidades. La música de ambientación crea vibración; no tiene otro propósito; cumple el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas”, escribió Satie a Jean Cocteau, en 1920.
Para ello, en 1921 en la Galerie Barbazanges, Milhaud y Satie realizaron un concierto tratando de aplicar la nueva forma de escucha, pero el público no logró comprender lo propuesto esa noche:
Con el fin de hacer que la música pareciera provenir de todas partes a la vez, colocamos los clarinetes en tres esquinas distintas del teatro, al pianista en el escenario y al trombón en un palco del primer piso. Una nota en el programa instruía a la audiencia para que no prestara más atención a los ritornelli interpretados durante los intervalos que a los candelabros, los asientos o el balcón. Sin embargo, contrariamente a nuestras expectativas, tan pronto como comenzó la música, el público regresó a sus asientos. No sirvió de nada que Satie gritara: “¡Sigan conversando! ¡Diviértanse! ¡No escuchen!”. La gente escuchó sin hablar. El efecto se arruinó por completo. Satie no previó el encanto de su propia música.
Aunque fue la única ocasión en que llevaron a cabo un experimento público de este tipo, la propuesta de Satie sobresale por enmarcarse en el efervescente clima de exploración estética de la vanguardia de entreguerras, donde es pionera en la profanación de la forma canónica con que se escuchaba la música de concierto en el siglo XX. Veinte años después de aquel suceso, Milhaud comentaba:
Hoy en día, las amas de casa y los niños dejan que la música penetre en sus hogares, sin discernimiento, leyendo y trabajando al son de la radio. Y en todos los lugares públicos, en las grandes tiendas, los Uniprix, los restaurantes, los clientes son constantemente inundados de música. En América, las cafeterías poseen un número considerable de dispositivos para que cada cliente pueda, pagando la modesta suma de cinco centavos, ambientar su soledad o acompañar la conversación de su compañero. ¿No es esto música de ambientación, aquella que se oye pero no se escucha?
Inspirado una vez más por el jazz y por la leyenda de la creación de la Anthologie nègre (1921) del novelista y poeta Blaise Cendrars, Milhaud tuvo la idea de incorporar elementos de jazz en una pieza de música de cámara basada en las orquestas negras de Broadway. Así fue como en 1922 comenzó a componer La Création du monde, una de las obras más emblemáticas del modernismo musical del periodo de entreguerras. Esta obra se estrenó al año siguiente con escenografía y vestuario diseñados por el pintor cubista Fernand Léger. A partir de distintos momentos, casi todos marcados por algún instrumento de viento, como el saxofón, la obra presenta “el caos antes de la creación”, seguido por “el nacimiento de la flora y la fauna”, “el nacimiento del hombre y la mujer”, “el deseo” y “la primavera o la calma”.
Sin embargo, hacia fines de la década de los veinte, Milhaud comenzó a percibir con decepción la academización y apropiación de este género musical, destacado anteriormente por su carácter afroamericano y popular:
Se enseñaban las diversas formas de asimilar el jazz, así como la escritura de estilo jazz para piano y la improvisación; su libertad dentro de un marco rítmico rígido: todas las pausas y disonancias pasajeras, las armonías rotas, arpegios, trinos y ornamentos, las variaciones y cadencias que pueden regresar ad libitum en una especie de contrapunto altamente fantástico. Incluso en Harlem, el encanto se había roto para mí. Los hombres blancos, snobs en busca de un color exótico, y los turistas curiosos por escuchar música afroamericana, se habían infiltrado incluso en los rincones más remotos.
Durante la década de 1930, Milhaud se centró principalmente en componer música para cine, escribiendo alrededor de treinta obras cinematográficas entre 1928 y 1968.
IV
En 1940, con la mayor parte de Francia ocupada por Alemania, Milhaud se refugió en Estados Unidos con su familia durante siete años. Allí comenzó a impartir clases en el Mills College de San Francisco. Desde entonces y hasta 1971, continuó enseñando en el mismo colegio y en la academia de verano de Aspen, en Colorado, dividiendo su vida entre París y América.
Siempre intrigado por descubrir nuevos mundos, se interesó por las culturas indígenas norteamericanas y viajó a más de una decena de reservas de los indígenas pueblo, donde encontró fascinantes paradojas.
Este contacto con una civilización primitiva e intacta nos transportó siglos atrás en el tiempo. Las cerámicas y alfarerías fabricadas en cada aldea están inspiradas en formas precolombinas; las danzas, acompañadas por cantos al unísono y ritmos de tambor, parecen no haber cambiado nunca. ¡Qué contradicciones y contrastes hay en la vida indígena! Sus rituales paganos se llevan a cabo en la plaza del pueblo frente a un altar en el que se ha colocado una estatua de la Virgen María o del santo patrón del pueblo, y durante la semana estos entusiastas bailarines, con sus cuerpos pintados vívidamente, adornados con plumas y colas de zorro, se convierten en trabajadores estadounidenses típicos, empleados en su mayoría en el gran centro atómico de Los Álamos.
Invitado por Carlos Chávez, Milhaud visitó México en 1946 para dirigir la Orquesta Sinfónica de México[5], antecedente de la Orquesta Sinfónica Nacional, a la que describió como una “orquesta flexible pero disciplinada, sorprendentemente hábil en la interpretación de música contemporánea”. Su estancia de un mes en el país fue “una verdadera revelación”, y gracias a Carlos Prieto, quien le ofreció un carro y un chofer, pudo conocer ampliamente la Ciudad de México y sus alrededores, y deleitarse con “la auténtica atmósfera latina”, el “suave encanto del paisaje” y el bullicio de los mercados indígenas:
… los grandes monumentos aztecas o mayas, el arte barroco de las iglesias o conventos del siglo XVII o XVIII, la nobleza de los indígenas y su belleza, las suaves tonalidades de azules y verdes en el paisaje, los grandes mercados indígenas, el encanto de las islas flotantes de Xochimilco, la visión dantesca del paisaje dramático formado por la lava del volcán Paricutín que emergió un buen día en medio de un campo de maíz, engullendo lentamente un pueblo cercano, del cual solo el campanario de la iglesia sobresale de la extensión caótica de la lava. Además, como músico, es en los países latinos donde el folclore más me atrae […], el inmenso folclore brasileño y mexicano que permiten investigaciones apasionantes y, a menudo, hallazgos fructíferos.
Su fascinación por el nuevo continente quedó también manifiesta en tres óperas de temática americana. Milhaud compuso Maximilien (1930), Bolivar (1935) y Christophe Colomb (1939), afirmando que, aunque no puede llamarse una trilogía como tal, es cierto que “hay una cierta similitud general” en estas obras, dado que cada personaje actuó, de alguna manera, como un libertador: Cristóbal Colón liberando al Nuevo Mundo del paganismo; Juárez liberando a su pueblo de los Habsburgo; y Bolívar liberando a varios países del dominio español. [6]
V
Haciendo un balance de los últimos ochenta y cuatro años, no podría quejarme. A pesar de mi miserable estado físico, he tenido una vida maravillosa. En 1962 me invitaron a que hablara de mí en una universidad estadounidense. Recordé a mis padres, quienes fueron tan comprensivos, a mi esposa, a mi hijo y a sus hijos, que todo lo que me han brindado es alegría. En resumen, dije que era un hombre feliz. En ese momento, percibí consternación general, casi pánico, en la sala. Algunos estudiantes vinieron a hablar conmigo después de la conferencia: ¿Cómo había podido crear en estas condiciones? ¡Un artista necesita sufrir! Respondí que había logrado arreglar las cosas de manera diferente. ¡Qué agradable es terminar estas memorias repitiendo que he tenido una vida feliz!
Milhaud falleció en Ginebra el 22 de junio de 1974, dejando como legado un repertorio de 443 obras desbordantes de imaginación.
[1] La autobiografía de Milhaud, publicada en 1949, se tituló originalmente Notes sans musique. En 1952 se publicó la versión en inglés, titulada Notes Without Music. Se añadieron algunos aspectos a esa versión, y finalmente, se publicó en París, en 1974 –año del fallecimiento del compositor–, la versión final titulada Ma vie heureuse.
[2] La variación progresiva o variación en desarrollo es una técnica compositiva creada por J. S. Bach, que es “el arte de producir todo a partir de una cosa y de la relación de sus transformaciones”. Desarrollada majestuosamente por Beethoven, esta técnica fue llevada “a su estado más avanzado” por Brahms, quien, al contrario de Wagner, evitó la repetición simétrica de los temas y optó por presentar “las frases, los motivos, y otros ingredientes estructurales de los temas sólo en formas variadas, de variación progresiva”. El tratamiento de Brahms tuvo un impacto crucial en la evolución histórica de la variación en el siglo XX, especialmente en los compositores de la escuela de Viena, específicamente, Schönberg, quien retomó para su noción de desarrollo y variación la de variación progresiva o variación en perpetuo desarrollo, que Brahms esboza ya en su primera sinfonía concluida en 1876. Dicha noción refiere al uso de una fuerte cohesión motívica a partir de conjuntos de pequeñas variaciones como temas, tanto al interior de cada movimiento como en el sentido general de la obra.
[3] Estructurada en varias secciones que combinan música y teatro, Les Choéphores comienza con una sección para coro y orquesta que acompaña la entrada de las coéforas. Luego, el coro a cappella titulado “La libación” es notable por ser el primer intento del compositor de usar dos tonalidades simultáneas. La obra continúa con una “Invocación”, interpretada por Electra, Orestes y el coro. En palabras de Milhaud, la obra está construida de la siguiente manera:
una “Vociferación fúnebre” para coro y orquesta para acompañar la entrada de las Choephori llevando libaciones a la tumba de Agamenón; un coro a capella titulado “Libación”, mi primer intento de escribir un coro en dos tonalidades simultáneas, con las líneas de acordes en las voces masculinas enfrentadas a las voces femeninas, y con ambas formando un fondo para un solo de soprano; una “Invocación” cantada por Electra (soprano), Orestes (barítono) y el coro ante la tumba de Agamenón; y luego “Presagios y exhortaciones”, dos escenas tan violentas que generaron un problema que resolví haciendo que las palabras fueran habladas por una narradora, en sincronía con la música, mientras los coros pronunciaban palabras o frases desarticuladas, cuyo ritmo estaba indicado, mas no la entonación. Para apoyar todos estos diversos elementos del habla, utilicé instrumentos de percusión sin tono definido […]. Finalmente, terminé con un “Himno a la Justicia” para coro y orquesta, y una “Conclusión” hablada para voces y percusión.
[4] Los "cordones carnavalescos" deben su nombre a la disposición en fila de los grupos de juerguistas, similar a un cordón. Según el Nôvo Diccionário da Língua Portuguêsa de Cândido de Figueiredo (1913), "cordão" se define como un "cortejo o grupo carnavalesco", reflejando la organización de estos grupos durante el carnaval.
[5] La Orquesta Sinfónica Nacional tiene su origen en la Orquesta Sinfónica de México, establecida por Carlos Chávez en 1928. Con la fundación del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1947, la Sinfónica de México pasó a ser la Sinfónica del Conservatorio Nacional de Música y finalmente, adoptó el nombre de Orquesta Sinfónica Nacional.
[6] En 1929, Milhaud comenzó a componer Maximilien, inspirado en las pinturas de Édouard Manet sobre la ejecución de Maximiliano y en la ópera que Franz Werfel escribió sobre el Segundo Imperio. Milhaud utilizó algunas canciones populares de aquel momento, que le envió Alfonso Reyes, a quien había conocido durante su estancia en París cuando fungía como ministro mexicano. Este episodio de la historia mexicana fue también el tema de la ópera Carlota (1948) de Luis Sandi y libreto de Francisco Zendejas, y de La paloma (1911), ópera inconclusa de Julián Carrillo con libreto de Arthur Novakovski.