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Música y ópera

Palestrina y el triunfo de la polifonía

A 500 años del nacimiento de Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594), Sergio Vela nos habla de este ilustre compositor renacentista y de la obra que, en el contexto del siglo XVI, resultó determinante para el triunfo de la música polifónica: la Missa Papae Marcelli (en español, Misa del papa Marcelo), con la cual Palestrina, frente al uso desenfrenado del contrapunto en las composiciones de su época, devolvió a la música religiosa toda su pureza y su sentido sagrado.


Por Sergio Vela

A lo largo de los últimos seis siglos de historia de la música occidental, encontramos numerosos compositores cuyas innovaciones marcaron e incluso, en algunos casos, revolucionaron la música de su tiempo y abrieron nuevos caminos creativos para sus sucesores: Monteverdi, Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Wagner, Verdi, Berlioz, Debussy, Ravel, Schönberg, Webern, Stravinski, Shostakóvich, Ligeti, Boulez,  por citar solo algunos de los más célebres. Menos conocido del gran público melómano en la actualidad, Giovanni Pierluigi, compositor italiano nacido en 1525 en la ciudad de Palestrina, cerca de Roma, tuvo, sin embargo, un impacto que acaso determinó el rumbo de la evolución musical en los siglos venideros. En efecto, a Giovanni Pierluigi da Palestrina se le atribuye el haber “salvado” –ni más ni menos– la polifonía del peligro de prohibición con que la amenazaban las autoridades eclesiásticas más radicales reunidas en el Concilio de Trento.

Sergio Vela en la conferencia Palestrina y el triunfo de la polifonía, la cual impartió como preámbulo a la interpretación de la Misa del papa Marcelo por el ensamble vocal Odecathon en el Templo de Nuestra Señora del Pilar, “La Enseñanza”, el 25 de junio de 2018, en la Ciudad de México.

 

Antes de referirme específicamente a lo que ocurrió en el siglo XVI y que se vincula directamente con la gestión artística desde la Iglesia católica en el Vaticano y en el contexto del Concilio de Trento, quisiera destacar un hecho que solemos dejar pasar sin demasiado apercibimiento: cada vez que visitamos ruinas arqueológicas de cualquier cultura, podemos vislumbrar, tocar, recorrer vestigios de todo tipo de edificios públicos o privados –casas, calles, mercados, plazas, templos, ágoras, teatros, palacios–, pero en ninguna de esas ruinas podemos visitar una sala de conciertos. Simple y sencillamente porque no existía la idea de congregarse en silencio, de dejar que la música tuviera una elocuencia propia. La música, en realidad, es un arte que, por supuesto, ha acompañado a la humanidad desde sus albores. Podríamos discutir si los primeros fenómenos musicales son percusivos por los latidos del corazón, o si lo son por aerófonos naturales, como pueden ser los carrizos, por los que pasan los vientos que, al hacerlos sonar, producen distintos efectos fónicos. Lo cierto es que la idea misma de que la música ha acompañado a las culturas a lo largo de la historia no debe engañarnos. La música, sí, ha tenido esa presencia, pero su carácter fue siempre ancilar, pues servía a otros propósitos. Y solamente en Occidente comenzó a desarrollarse la música que requiere de esa concentración; de esa audición que la propicia y la reclama, porque se convierte en un discurso autorreferencial. Suelo poner como ejemplo el muy famoso inicio de la Quinta sinfonía de Ludwig van Beethoven. Cuando escuchamos ese inicio sol-sol-sol-mi, fa-fa-fa-re, no falta el cursi que dice que es la llamada del destino a la puerta de Beethoven, e incluso se nos cuenta el chisme –que en realidad es falso– de que, mientras Beethoven componía, alguien tocaba a su puerta insistentemente con ese ritmo ta-ta-ta-ta, y que el músico dijo: “Es el destino llamando a la puerta”. Eso no es verdad; en realidad, sol-sol- sol-mi, fa-fa-fa-re, y todo lo que deriva de esa célula musical, no significa más que sol-sol-sol-mi, fa-fa-fa-re. La música se explica en términos estrictamente musicales. Aun cuando podamos utilizar el lenguaje y toda la terminología técnica para desmenuzar sus ingredientes, el significado último depende en buena medida del auditor, salvo que tengamos ingredientes extramusicales que la acompañan, que la sustentan o que le dan razón de ser, como puede ser el caso de la música litúrgica. Tras esta reflexión preliminar, podemos entrar en materia.

“La respuesta de san Agustín sobre la pertinencia o impertinencia de la música en relación con la liturgia va a determinar, prácticamente, el siguiente milenio en la configuración de la música eclesiástica”.

 

Cuando la Iglesia comienza a establecer un nuevo orden social –prácticamente, desde el momento en que hay una alianza con el poder público, en la época de Constantino el Grande–, hay una profunda reflexión sobre la posibilidad o imposibilidad, sobre la conveniencia o inconveniencia de utilizar la música en las celebraciones litúrgicas. Por supuesto, esta fue una de las inquietudes de uno de los grandes filósofos y padres de la Iglesia, Agustín de Hipona, porque Agustín de Hipona –o Aurelio Agustín o más conocido como san Agustín–, quien nació a mediados del siglo IVde nuestra era y falleció casi a mediados del siglo V, reflexionó sobre todos los fenómenos concernientes a la vida social, a partir de una profundidad y un enorme rigor intelectual. Pocos tienen presente que es el autor de un tratado que se llama De musica. Y en ese tratado se formula la siguiente pregunta: ¿Es válida la música en la celebración litúrgica o es inválida? Evidentemente, san Agustín formula la pregunta con base en una inquietud muy vieja porque, por una parte, es indiscutible que la tradición naciente del cristianismo se nutre, en términos musicales, de los viejos mecanismos judaicos. La celebración litúrgica judía ya se entonaba desde tiempos inmemoriales, pero desde luego se había divulgado mucho con la época alejandrina. Por otra parte, el propio Aurelio Agustín o Agustín de Hipona forma parte de un orbe cultural nutrido por una tradición musical pagana. Roma y Grecia tenían una tradición musical, e incluso la presencia de la música era evidente en las celebraciones religiosas también como parte ceremonial. Entonces, la respuesta de san Agustín a esta pregunta sobre la pertinencia o impertinencia de la música en relación con la liturgia va a determinar, prácticamente, el siguiente milenio en la configuración de la música eclesiástica. San Agustín responde en su tratado que si la música potencia el sentido textual de las plegarias, si permite la concentración de la mente y del espíritu sobre la oración, entonces es una música pertinente, adecuada y benéfica. Pero si la música –añade Agustín– nos distrae, nos embelesa, seduce nuestros sentidos y comenzamos a disfrutar simple y sencillamente de su efecto, entonces nos alejamos del sentido de la oración, estamos en falta; debemos hacer acto de contrición y evitar ese tipo de música. En términos de su propio razonamiento y con su propia lógica interna, san Agustín dice verdades que habrán de permanecer como tales durante muchísimo tiempo. Es decir, la música debe potenciar el sentido de la oración, y para ello la inteligibilidad del texto será un requisito indispensable.

San Agustín en oración, óleo sobre tela de Juan de Ribera. Primera mitad del siglo XVII. Museo del Prado, Madrid.

“Si la música –añade Agustín– nos distrae, nos embelesa, seduce nuestros sentidos y comenzamos a disfrutar simple y sencillamente de su efecto, entonces nos alejamos del sentido de la oración, estamos en falta; debemos hacer acto de contrición y evitar ese tipo de música”.

 

Surge entonces el canto ambrosiano y también el canto gregoriano, que serán las maneras en que la Iglesia admitirá la música en el seno de la liturgia durante prácticamente mil años. Ambas formas –el canto ambrosiano, derivado de las enseñanzas de san Ambrosio, patrono de Milán, y el canto gregoriano, derivado del magisterio del papa san Gregorio Magno– son música vocal monódica, homófona. Por lo tanto, sin importar si es entonada por dos, veinte o doscientas personas, la línea vocal es la misma. Sin embargo, simplemente para dejar las cosas claras, debo mencionar que existen algunas diferencias técnicas entre los dos: el canto ambrosiano suele tener una mayor sujeción al texto; no está predeterminado rítmicamente, sino que su ritmo deriva de la métrica del texto, mientras que el canto gregoriano, en su multiplicidad de escuelas y tendencias, suele tener ciertos parámetros preestablecidos para los cuales el texto se ciñe a esa métrica. Pero, para la época del siglo XVI, que es la que nos ocupa en términos estéticos, las cosas han tenido una evolución y una transformación formidables. Occidente ha logrado algunas hazañas, algunas proezas, absolutamente peculiares y que no podemos encontrar en otras culturas. En primer lugar, el cifrado musical; la idea de poder fijar en papel, con unas cuantas líneas y unos cuantos puntos y signos adicionales, la altura del sonido, su duración, la simultaneidad y la sucesividad, la intensidad, lo que hoy llamamos una partitura, es uno de los grandes prodigios de la historia humana, equiparable en sus propios términos a la tabla periódica de los elementos, por mencionar otro prodigio intelectual de la humanidad. Por otra parte, ha ocurrido justamente este cambio que implica la complejidad del discurso musical, en el que coexisten simultáneamente líneas melódicas distintas. Pensemos, de momento, en términos estrictamente instrumentales. Si escuchamos una sola melodía, podemos prestar cierta atención a ella. Pero, si escuchamos dos melodías distintas, que simultáneamente se complementan y crean un orden armónico, simultaneidad de sonidos distintos, entonces requerimos brindar mayor atención a esta música. Es así como empieza a surgir, de modo paulatino, la autonomía de la música como un discurso autorreferencial y que se basta a sí mismo. Ahora bien, si resulta que, además, esas dos o tres o cuatro o cinco líneas simultáneas distintas tienen texto y se cantan, la complejidad es mayúscula, porque lo primero que ocurre –y lo podemos experimentar en nuestra vida cotidiana– es que dicho texto deja de ser inteligible. Basta que dos personas hablen simultáneamente para que dejemos de entender lo que se dice. En una charla, idealmente, habla uno y luego el otro. Y, si hay simultaneidad, en alguien debe caber la prudencia de replegarse, callar y preguntar: “¿Qué dijiste? No entendí. Retomemos la conversación, nuevamente, de manera alternativa y no simultánea”. No se trata, pues, de un fenómeno de poesía coral, sino de la imposibilidad de la inteligibilidad del texto cuando simultáneamente se dicen cosas distintas. La música ha llegado a esta complejidad a pesar de la inteligibilidad del texto. Pero justamente en el siglo XVI la Iglesia –y, diríamos, el mundo occidental– se hace una serie de preguntas fundamentales de las que derivarán consecuencias gigantescas. Desde el Renacimiento, el espíritu de investigación, el espíritu de navegación, el espíritu de exploración, el ir más allá, permitirá el descubrimiento para Europa de nuevos orbes insospechados, de nuevos pueblos, como dice el Padrão dos Descobrimentos (Monumento a los Descubrimientos), situado en Belém, en la parte oeste de Lisboa: “Los portugueses se atrevieron a acometer la gran mar Océano. Entraron por ella sin ningún recelo y descubrieron nuevas islas, nuevas tierras, nuevos mares y nuevos pueblos. Y lo que es más, nuevos cielos y nuevas estrellas”. Me parece algo muy bello. Es una cita del Tratado en defensa de la navegación de Pedro Nunes. Y justamente ese espíritu de descubrimiento hizo que apareciera todo un continente, un hemisferio, y a partir de entonces, solo a partir de entonces, podemos hablar con justa razón de historia universal.

“Si escuchamos una sola melodía, podemos prestar cierta atención a ella. Pero, si escuchamos dos melodías distintas, que simultáneamente se complementan, entonces requerimos brindar mayor atención a esta música, y si además tienen texto y se cantan, la complejidad es mayúscula. La música ha llegado a esta complejidad a pesar de la inteligibilidad del texto”.

 

Pero todo aquello que los europeos habían creído a pie juntillas resulta cuestionado, puesto en tela de juicio. A partir de ese momento, habrá una eclosión del desarrollo intelectual, que permitirá en los siglos subsiguientes el desarrollo de la matemática, de las ciencias naturales, de la filosofía. Desde luego, surge también un severo cuestionamiento de la autoridad de los textos bíblicos, porque la Iglesia católica tenía la costumbre de decir, a través de sus portavoces, a través de los sacerdotes, lo que decían, sin que los feligreses pudieran leerlos directamente. Pero Lutero y los demás reformadores alteraron esta perspectiva por completo. 

En primer lugar, traduciendo los textos a lengua vernácula. En segundo lugar, encomendando a cada individuo la lectura y responsabilizando a cada uno de las consecuencias que deriven de la inteligibilidad de esos textos. En tercer lugar, lo que ocurre es un fenómeno político, pero también teológico, que es el replanteamiento en el seno de la Iglesia de qué hacer, el fenómeno de la Contrarreforma, asociado además con la hegemonía española que, en gran medida, domina tal Contrarreforma a través del Concilio de Trento. Ese concilio fue muy largo, duró prácticamente desde 1545 hasta 1563, casi dos decenios de reuniones periódicas para discutir qué hacer con la Iglesia en tiempos tan turbulentos, de cambio de toda índole.

“Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) fue autor de una infinidad de música religiosa, 104 misas, más de 350 motetes, ofertorios, himnos, distintos magníficats, madrigales –algunos sacros, otros seculares–, lamentaciones, etcétera”.

 

Retrato de Giovanni Pierluigi da Palestrina, grabado de autor desconocido, Biblioteca Pública de Nueva York, Nueva York.

 

Justamente en ese contexto surge un gran compositor nacido en la provincia de Roma, en un pueblo llamado Palestrina, quien pasará a la historia con el nombre de su ciudad natal, Giovanni Pierluigi da Palestrina (como sucedió también con Leonardo da Vinci). Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) fue autor de una infinidad de música religiosa, 104 misas, más de 350 motetes, ofertorios, himnos, distintos magníficats, madrigales –algunos sacros, otros seculares–, lamentaciones, etcétera. En el año de 1554, se publicó una colección de misas escritas por Palestrina; con “misa” me refiero a música para ser cantada en la liturgia: con el ordinario de la misa, con las oraciones regulares de una misa, música compuesta ex profeso para tales o cuales misas. Y ese Missarum Liber Primus está dedicado al pontífice Giulio (Julio) III. Giulio III ocupó el trono de san Pedro en el Vaticano a partir del año 1550. Fue un gran mecenas que tenía, como buen claroscuro, una gran disolución moral y una enorme proclividad al nepotismo. Favorecía a sus familiares y era bastante disoluto. Pero él nombra a Giovanni Pierluigi de Palestrina al frente de la llamada Cappella Giulia –“Giulia”, en referencia al nombre del papa Giulio (Julio) II, quien la reorganizó en 1513–. Y es ahí donde Palestrina realiza buena parte de su labor como compositor. Tras el fallecimiento en 1555 de Giulio III, asciende al trono papal el cardenal Marcelo Cerviño, quien reinará, bajo el nombre de Marcelo II, tan solo durante tres semanas en el año de 1555. Tres días después de su elección como sumo pontífice, exhortará a los miembros de la escolanía, el grupo coral infantil de la Capilla Sixtina[1], a que la música litúrgica procure la inteligibilidad del texto; que se entienda lo que se está cantando para potenciar el sentido de la oración sin oponerse a la idea de la polifonía, es decir, el contrapunto acumulado que implica la simultaneidad de líneas vocales distintas. Palestrina toma clara nota de esta exhortación…, y el papa muere unos días después.

Retrato del papa Giulio III, óleo sobre lienzo de Girolamo Siciolante da Sermoneta, circa 1550, colección particular.

 

“Marcelo II exhortó a que la música litúrgica procure la inteligibilidad del texto; que se entienda lo que se está cantando para potenciar el sentido de la oración sin oponerse a la idea de la polifonía”.

 

A la muerte de Marcelo II, acaecida el 30 de abril de 1555, recién pasada la Semana Santa, sube al trono pontificio Paulo (Pablo) IV, que era un reformador mucho más ortodoxo, decidido a limpiar la Iglesia de todo tipo de prácticas nepotistas y otras situaciones moralmente objetables. Entre otras acciones, destituye a Giovanni Pierluigi da Palestrina de su cargo como músico de la Cappella Giulia por un motivo muy sencillo: Palestrina estaba casado, y el nuevo papa considera que la Cappella Giulia, y también la Cappella musicale pontificia, deben dirigirlas clérigos célibes y no hombres casados. Palestrina consigue trabajo ahí, en Roma, y se convierte en el maestro de capilla de la basílica de San Giovanni Luterano –San Juan de Letrán en español– y, posteriormente, de la de Santa Maria Maggiore. Con el correr del tiempo, tras la muerte de Paulo IV, Palestrina habrá de volver a la Cappella Giulia, una vez mitigada la rigidez en torno a la pertinencia o impertinencia de que un hombre casado desempeñara el cargo de músico de la capilla. Con todos estos antecedentes, podemos llegar a algunos aspectos que son legendarios, pero que, como se dice en el escrito De gli eroici furori de Giordano Bruno, “se non è vero, è ben trovato”. Es decir, no importa si algunos puntos no son del todo precisos; para efectos de la trascendencia de la obra, podemos darlos por buenos. Este es justamente el caso de la redacción de la Missa Papae Marcelli, la Misa del papa Marcelo, la cual fue publicada en una segunda colección, en el Missarum Liber Secundus, de 1567, después de concluido el Concilio de Trento. La verdad es que no sabemos a ciencia cierta si la Misa del papa Marcelo fue compuesta justamente tras la exhortación del papa Marcelo en 1555, como consecuencia de los últimos trabajos del Concilio de Trento; o bien, poco antes, de la de su publicación en 1567. No podemos determinar la fecha precisa de su composición. Lo que sí sabemos es que está imbuida del espíritu de exhortación del papa Marcelo II sobre la inteligibilidad del texto. Pero también sabemos que el Concilio de Trento, en sus capítulos finales, promulga el 17 de diciembre de 1762 su único decreto referido a la música, el cual dispone que “la música litúrgica debe evitar todo tipo de lascivia que la tergiverse, debe propiciar justamente la devoción”. Así, cuando Palestrina publica, cinco años después de la culminación del Concilio de Trento, ese segundo libro de misas y lo dedica al rey Felipe II, llama la atención el hecho de que, en ese conjunto de composiciones dedicadas al gran monarca de la cristiandad católica, haya solamente una misa con el nombre específico de un papa. Las demás son descriptivas: misa para tantas voces, misa breve, misa solemne, etcétera, etcétera. La Misa del papa Marcelo constituye el único caso en que se alude a un sumo pontífice, lo que lleva a pensar, evidentemente, que, al tratarse de un pontífice que reinó tan poco tiempo y que es recordado no solamente por la brevedad, sino por la exhortación que hiciera a los miembros de su escolanía sobre la inteligibilidad del texto, esto último fue justamente lo que motivó a Palestrina para componer dicha misa.

En la parte final del Concilio de Trento jugó un papel preponderante un arzobispo italiano, Carlo Borromeo –posteriormente canonizado como san Carlo Borromeo–, quien se oponía de manera muy marcada a la polifonía eclesiástica porque consideraba que distraía a los feligreses del sentido devocional. Hasta que escuchó la Misa del papa Marcelo. A partir de entonces, se convirtió en un defensor de la polifonía. Este Carlo Borromeo –y todas las personas que se llaman Carlo o Carlos– celebra su onomástico el 4 de noviembre. Carlo Borromeo tuvo también una enorme relevancia en México o, en su momento, en la Nueva España. Al ser el santo patrono del rey Carlos III, bajo el nombre de ese protector de las artes se abrió la Academia de San Carlos, que sigue siendo una institución universitaria de enseñanza de las artes visuales, e, igualmente, el Museo Nacional de San Carlos.

Al escuchar la Misa del papa Marcelo de Giovanni Pierluigi da Palestrina, podemos advertir algunos aspectos muy interesantes. Hay, por supuesto, polifonía, pero se busca la inteligibilidad del texto a pesar de los logros polifónicos. Pero, en las dos oraciones más largas, el Gloria y el Credo, lo que hace Palestrina es dividir el ensamble coral en dos semicoros de tres voces, los cuales se colocan lateralmente para que prácticamente se respondan; hoy diríamos, con un efecto estereofónico. En aquel momento se habla de un efecto antifonal, es decir, de alternancia de voces; es una suerte de diálogo y así se logra ese efecto polifónico. Las demás secciones, el Agnus Dei, el Kyrie y el Sanctus, tienen aún mayor riqueza polifónica.

La Misa del papa Marcelo tiene una asombrosa nitidez, una aparente sencillez, una imponente solemnidad, y una gran profundidad: una obra maestra en el catálogo palestriniano”.

 

Existe una ópera de Hans Pfitzner, un compositor alemán de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, titulada justamente Palestrina, que exalta la figura de Giovanni Pierluigi da Palestrina como salvador de la música polifónica. Repito: todo esto es parte de la leyenda. No tenemos la certeza de que la Misa del papa Marcelo sea la obra que salvó la polifonía para la música eclesiástica, pero lo que sí sabemos es que tiene una trascendencia mayúscula por sus propios méritos, por el propio logro técnico, pero ante todo, por su singularísima belleza. Es una obra sobre la que se ha escrito muchísimo, pero no se trata de repetir aquí las palabras de quienes la han elogiado, a veces hasta hiperbólicamente –algunos escritores del siglo XIX se refieren al efecto acústico que causa esta misa en términos incluso un tanto melosos o cursis–. Lo cierto es que se trata de una música que tiene una asombrosa nitidez, una aparente sencillez, una imponente solemnidad, y una gran profundidad: una obra maestra en el catálogo palestriniano.

Joannes Petraloysius Praenestinus, retrato de Giovanni Pierluigi da Palestrina, grabado a la punta seca de Friedrich Böttcher, 1885, conservado en el Archivo Musical de la Basílica Vaticana.

 

Reconocido como uno de los mayores compositores del Renacimiento, Palestrina gozó en vida de gran prestigio, y su influencia continuó creciendo después de su muerte. Como ejemplo ilustrativo: Johann Sebastian Bach estudió y copió a mano el Primer libro de misas de Palestrina, y escribió su propia adaptación del  “Kyrie” y del “Gloria” de la Missa sine nomine. Siglos después, músicos y musicólogos siguen estudiando la obra de Palestrina como referente paradigmático de la construcción polifónica y una admirable demostración de que la armonía no es incompatible con la pureza de la melodía y la inteligibilidad del texto cantado.



[1] En esos años, anteriores a la conclusión y consagración de la Basílica de San Pedro, ocurrida en 1626 en la época del papa Urbano VIII, la música litúrgica solía interpretarse en la Capilla Sixtina; ligada desde sus inicios, que se remontan al siglo VI, a tal género musical [N. de la r.]

* Fragmento de la conferencia impartida por Sergio Vela con motivo del concierto en que el ensamble vocal italiano Odhecaton interpretó la Misa del papa Marcelo en el Templo de Nuestra Señora del Pilar, “La Enseñanza”, el 25 de junio de 2018.



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