La historia de la música, como el firmamento, es en ocasiones un juego de luces. Bien sabemos que no todas las estrellas que brillan en el cielo existen, sino que trascienden la desintegración de su cuerpo estelar y es su luz la que nos alcanza y parece fulgurante. O eso quiero pensar a propósito del quinto centenario del fallecimiento de Josquin des Prez (circa 1445-1521), el músico más importante del Renacimiento, el equivalente sonoro de Miguel Ángel Buonarroti o Leonardo da Vinci, la cima descollante del arte musical de su época. “Es el señor de las notas”, escribió Martín Lutero, “que deben obedecer sus deseos; mientras que otros compositores sólo hacen lo que las notas exigen”.
“Por más que se trate de un capricho cronológico, la yuxtaposición de la caída de Tenochtitlan y la muerte de Josquin no deja de ser una inquietante muestra de los tiempos que corrían hace cinco siglos”.
Escurridizo, existen muy pocos datos comprobados de su vida, de modo que puede contarse rápidamente. En la década de 1480 residió en Ferrara, donde trabajó para el duque Ercole d’Este. En 1483 o 1484, estuvo al servicio de la familia Sforza en Milán y, entre 1489 y 1495, fue miembro del coro pontificio en Roma. Hacia 1498 regresó a trabajar para los Sforza y al rayar el siglo XVI, entre 1500 y 1503, seguía en Milán, aunque al servicio del conquistador Luis XII, rey de Francia. El 3 de mayo de 1504 fue nombrado preboste de la iglesia colegiada de Condé-sur-l’Escaut, cerca de Lille, en la región donde había nacido y en la que murió el 27 de agosto de 1521.
Y como ese año es de poderoso simbolismo para la historia mexicana, uno quiere pensar que los destellos de su música, el brillo sonoro de sus misas y motetes, volaron por el Atlántico y algo de su resplandor refulge tras la música novohispana del siglo XVI. Y no se trata de una simple asociación de fechas: Josquin había nacido en Flandes, la misma tierra de famosa polifonía de donde la música había llegado hasta la Nueva España, ya en la figura de Pedro de Gante, el primo de Carlos V que trajo la enseñanza musical a nuestros lares, ya en la de compositores como Cristóbal de Morales, que evidentemente acusa una fuerte influencia, tanto de la escuela flamenca en general como de Josquin en particular, y cuya música fue de las primeras en resonar en el México del siglo XVI. Así que por más que se trate de un capricho cronológico, la yuxtaposición de aquellas dos cuestiones –la caída de Tenochtitlan y la muerte de Josquin– no deja de ser una inquietante muestra de los tiempos que corrían hace cinco siglos: de un lado, la barbarie, la guerra, la incomprensión; del otro, la muerte del genio cuya música había confirmado a sus contemporáneos –con certeza absoluta– que la de los siglos XV y XVI era la música perfecta, el ars perfecta de la que se mostraban ufanos. Y más aún cuando leemos en las crónicas de Bernal Díaz del Castillo que la música que los españoles habían escuchado en Tenochtitlan era espantable, me pregunto si acaso tal azoro en la pluma del cronista no se debe a que algo de la música de Josquin había quedado en sus oídos, en su corazón, antes de llegar a estas tierras. En alguno de aquellos días inciertos, Bernal anotó una singular viñeta musical: “Tornó a sonar el atambor muy doloroso del Huichilobos y otros muchos caracoles y cornetas, y otras trompetas y todo el sonido de ellos espantable”. Si los contrastes entre aquellas dos culturas no podían ser más brutales, el testimonio demuestra que la música estaba muy lejos de ser ese “lenguaje universal” que tanto les gusta repetir, diríamos con Mauricio Magdaleno, “a los del kárdex”, a los aficionados al lugar común.
“Para deleite de los grafiteros de nuestros tiempos, los trabajos de remodelación de la Capilla Sixtina revelaron la existencia de un grafito que dice Josquin”.
No resulta fácil hablar de la música de un compositor tan antiguo y venerado como Josquin. De un lado, los peligros de su catálogo y biografía son terreno resbaladizo y es casi un hecho que cualquier escrito sobre su figura presente más de un problema. Sus obras mismas –que algunos han contado en más de trescientas, engañados por las numerosas “réplicas” de su música que se desataron tras su muerte– han sido objeto de acaloradas discusiones técnicas y filológicas; y los responsables de la Nueva edición Josquin –un proyecto musicológico internacional que busca poner orden a todo esto– han descartado, por ejemplo, la Missa quem dicunt homines, cuya fuente primigenia –un manuscrito de la famosa Biblioteca Ambrosiana en Milán– claramente la atribuye a Josquin, no obstante que otros expertos, como Rob C. Wegman o Peter Phillips, piensan que se trata de un error que debe ser enmendado. Pero si muchas piezas de Josquin sufren de atribuladas atribuciones, ya ni cansar a los lectores con las innumerables disputas en torno a las fechas de algunas partituras, o, mejor aún, con los argumentos que plantean la posibilidad de que los historiadores de la música hayan estado hablando, en realidad, de dos, quizá tres, compositores distintos. Como en el siglo XVI la música sacra era copiada en limpio para su preservación en bellos libros de gran formato, la existencia de manuscritos es prácticamente nula, aunque –para deleite de los grafiteros de nuestros tiempos– los trabajos de remodelación de la Capilla Sixtina revelaron la existencia de un grafito que dice, en efecto, Josquin. ¿Fue durante su período como cantor de la capilla papal que Josquin mancilló con su nombre las paredes de la sacrosanta capilla? Todo indica que así fue, y que con aquel acto de ingenuo vandalismo, el gran músico nos guiñó un ojo a nosotros, los curiosos y a veces afortunados herederos de tantos monumentos maltratados.
Y como tampoco resulta fácil hablar de una música tan singular, pero a la vez, poco conocida, he tomado sin vacilar la oportunidad de platicar con uno de los grandes expertos en la música de Josquin, Peter Phillips, director de The Tallis Scholars, quien, precisamente, regresaba de Berlín cuando tuvimos las conversaciones siguientes. En aquella ciudad, los Tallis presentarán durante 2021 el portentoso ciclo de las misas completas de Josquin, en lo que será una de las más importantes recordaciones de su música, que desde ahora incluye –faltaba más– la manufactura de cubrebocas con imágenes del músico, que ya están a la venta.
Decir que un ciclo de conciertos reunirá las misas de Josquin es hablar de un portento. Apenas este año –y pasados más de treinta desde su primera grabación de una misa de Josquin–, los Tallis Scholars han logrado la consumación del ciclo tras grabar nueve discos que reúnen la veintena de misas de Josquin. Así que lo primero que quise preguntarle a Phillips fue de este conjunto. ¿Cómo acercarse a él? ¿Cómo abordarlo? Y, sobre todo, ¿qué fue lo más atractivo de un proyecto semejante?
P.Ph. Me interesé en las misas de Josquin como un conjunto porque llegué a pensar que cada una tenía su propio método en su propio mundo sonoro, como Beethoven trabajando a través de las posibilidades de la sinfonía, un proceso que culminó en la más sofisticada sinfonía escrita hasta entonces; así que concluí que sería fascinante seguir a un compositor del genio de Josquin en un viaje similar. Por supuesto, las misas sólo son parte de la historia. Hay motetes y piezas seculares que, si acaso, alcanzan renovadas aunque distintas alturas. Pero al acomodar el mismo texto del ordinario de la misa reiteradamente, parecería que Josquin quería resolver los mismos retos desde ángulos diferentes, a lo largo de su carrera.
R.M. Bien sabemos que mucho de la fama de Josquin se debe a que su música gozó, acaso por vez primera en la historia, de las ventajas de ese gran invento que fue la imprenta musical. Así que vale la pena preguntar, ¿cuáles son las principales fuentes de la música de estas misas?
P.Ph. De lejos, las más importantes son los tres libros dedicados a su música realizados por el impresor veneciano Ottaviano Petrucci. Aparecieron en vida del compositor en 1502, 1505 y 1514, e incluyen todas las misas que grabamos, a excepción de la Missa Pange Lingua, que es posterior al volumen de 1514. Aunque la evidencia que proveen estos volúmenes ha sido cuestionada incesantemente por los especialistas, yo acepto la creencia de Petrucci de que todas esas misas eran de Josquin. Creo que conforman una obra completa, lo que nos da la libertad de acercarnos a ellas como el producto de una sola mente, más que explicar su variedad buscando posibles autores.
“Una música que requerirá de sus escuchas despojarse de prejuicios históricos o religiosos, y un esfuerzo intelectual para quienes no saben música y desean entender algo más de su portentosa factura”.
R.M. La enseñanza –y audición– de la música renacentista es un tanto problemática. Como es anterior al Barroco, nuestros oídos están menos acostumbrados, y su origen eclesiástico genera una asociación automática con lo adusto y riguroso de la Iglesia. Además, hay reiteradas ocasiones en que los méritos de esa música sólo pueden explicarse técnicamente, así que estamos ante un corpus de música que no parece destinado a un público tan amplio; una música que requerirá de sus escuchas despojarse de prejuicios históricos o religiosos, y un esfuerzo intelectual para quienes no saben música y desean entender algo más de su portentosa factura. Porque la música de Josquin ofrece aspectos técnicos verdaderamente fascinantes. Comencemos por el uso de melodías previamente conocidas, algunas muy populares como L’homme armé, y otras escritas ya por él, ya por otros autores. ¿Cómo utilizó Josquin en sus misas estos materiales, estas citas?
P.Ph. Ninguna misa de Josquin renunció al empleo de material preexistente, aun cuando, en el caso de sus dos misas en canon, Josquin mismo había escrito las melodías previamente. Josquin escribió nueve misas basadas en la entonación de melodías preexistentes; cinco basadas en modelos polifónicos tomados de otros autores (llamadas “misas parodia”), dos en la “solmisación” de las sílabas musicales (es decir, la entonación del nombre de las notas: do, re, mi fa, sol, etcétera…), y dos más, envueltas en melodías de cánones originales. La diversidad que se encuentra en estas dieciocho composiciones sobre el mismo texto es una de las grandes pruebas del genio de Josquin. Nadie pudo acercársele en imaginar tal variedad, ni siquiera Pierre de la Rue, y hay varias maneras de codificar todo esto. Por ejemplo, la Misa La sol fa re mi cita las cinco notas de su título 250 veces, de modo que estas notas están siempre ahí, en cada una de las voces, conformando la esencia de cada frase. En la misa Faisant regretz hizo algo similar con un ostinato a cuatro voces, que se repite más de doscientas veces. Lo contrario ocurre en misas basadas en grandes modelos polifónicos, como Gaudeamus igitur y Di dadi, donde sólo había espacio para citar los originales enteros una o dos veces, mientras que el resto del argumento musical se basa en el trabajo motívico de pequeñas frases del modelo. En Hercules Dux Ferrariae, el material preexistente –ocho notas derivadas del nombre del duque– se queda en el tenor en 43 de las 47 enunciaciones. Del otro lado del espectro están las misas donde el material está en constante migración entre todas las voces. Un ejemplo perfecto es L’homme armé sexti toni, que parece haber sido diseñada para diferenciarse de su hermana la misa L’homme armé super voces musicales, cuya melodía está tan ornamentada en la trama polifónica que se vuelve imposible seguirla como una melodía coherente. La misa entera podría ser considerada como una fantasía sobre ese tema…
R.M. Muchas misas de Josquin poseen rasgos únicos, verdaderamente magistrales. Por ejemplo, en la Missa di dadi, quiso que los números obtenidos al tirar los dados sirvieran como denominador de las proporciones rítmicas a las que debía cantarse la voz del tenor. De tal suerte, una misma línea melódica adquiere valores diferentes y se acomoda al resto de las voces. Entender esto tomó algún tiempo y fueron The Tallis Scholars los primeros en grabar esta sorprendente pieza. De la misa Hercules Dux Ferrariae, ya hemos dicho que Josquin convirtió el nombre del duque en un juego de ocho notas (¡trescientos años antes que Schumann emprendiera juegos semejantes en su Carnaval!) que resuenan por todas partes. Pero esto es sólo el inicio, ¿no es así? ¿Qué podríamos decir, por ejemplo, acerca de las misas en canon?
P.Ph. Las misas Sine nomine (“Sin nombre”) y Ad fugam (“En fuga”) son las únicas misas de Josquin basadas en cánones. La palabra canon se refiere a una sola melodía que se canta en diferentes voces en distintos momentos y así termina por yuxtaponerse sobre sí misma. El elemento matemático surge al asegurarse de que una parte de la melodía puede combinar con otra, posiblemente en otro tono y un tiempo diferente. Escribir este tipo de música puede parecer académico para la mentalidad moderna: ¿A quién le interesa el andamiaje matemático que la mayor parte de las personas no pueden escuchar? Pero Josquin estaba interesado en ello, como lo estuvieron muchos compositores posteriores, desde Johann Sebastian Bach hasta Johannes Brahms y Anton Webern, y yo sabía que, como cada compositor genial, hubo de disfrutar el reto. El canon fue el medio esencial de expresión para Josquin, tanto como lo fue para cualquier otro compositor flamenco que hubiera sido entrenado en lo que se consideraba la belleza cósmica de la música, fundamentada en principios matemáticos, la forma más elevada de contemplar a Dios. En estas dos misas Josquin puso toda su habilidad en juego. En la Missa ad fugam, el canon siempre ocurre entre la voz superior y el tenor; en cambio en la misa Sine nomine, el canon también está presente en dos voces, pero Josquin lo disfraza entre las voces hasta hacerlo apenas perceptible.
“De la misa Hercules Dux Ferrariae, ya hemos dicho que Josquin convirtió el nombre del duque en un juego de ocho notas (¡trescientos años antes que Schumann emprendiera juegos semejantes en su Carnaval!)”.
He escuchado muchas piezas de música de todas las épocas con gran deleite, sin saber que había cánones encerrados en ellas, y no es necesario seguir las claves de la escritura matemática de Josquin que he referido para encontrar que estas misas son tan fascinantes como las escritas libremente. Y sin embargo, en algún sentido, cualquier pieza exitosa de escritura en canon tiene una dimensión especial. Los escuchas siempre tendrán la impresión, sin importar cuán vaga sea, de la presencia en la música de algo que la complica e intensifica. Es muy posible que uno nunca llegue a saber a profundidad por qué una misa canónica nos fascina, y sin embargo no es necesario analizarla totalmente para disfrutarla. La mejor polifonía no tiene que ser matemáticamente ingeniosa, pero debe añadir algo si en verdad lo es.
“Para dar una idea de la importancia y trascendencia de Josquin a quienes no conocen su música, solemos recurrir a una metáfora que hoy cobra particular sentido: Josquin fue el Beethoven de los siglos XV y XVI”.
R.M. Para dar una idea de la importancia y trascendencia de Josquin a quienes no conocen su música, solemos recurrir a una metáfora que hoy cobra particular sentido: Josquin fue el Beethoven de los siglos XV y XVI. Pero ya musicólogos como Richard Taruskin nos han advertido contra las supuestas ventajas de tales comparaciones: “Pensar meramente en Josquin como un Beethoven del siglo XVI es colocarlo detrás de una figura más cercana y por lo tanto, es esconderlo de nuestra vista”. Sin embargo, reconoce Taruskin, algunos paralelismos son muy ciertos, pues “parecería que la mera fuerza de su ejemplo hizo que el mundo mirase no sólo su música, sino la música misma con nuevos ojos. Una forma más apta de decirlo sería, tal vez, que cada uno de ellos nos proveyó de un nuevo enfoque para la cristalización de nuevas actitudes acerca de la música y de la creación artística”.
P.Ph. En efecto, recientemente ha sido un pasatiempo intelectual favorito comparar la carrera de Josquin con la de Beethoven. Esencialmente, el punto es que Josquin fue un compositor tan influyente en su tiempo como Beethoven en el suyo; pero el argumento de trasfondo es que debe considerarse a Josquin con la misma seriedad con que se considera a otros compositores más recientes, aunque haya vivido hace tanto tiempo y sólo escribiera para voces. Invocar su nombre en el mismo aliento que el de Beethoven es la mejor manera de colocarlo donde debe ir. Los amantes de la música entenderán esto.
Aunque no hay mayor substancia en ello, salvo para señalar que Josquin viajó constantemente mientras que Beethoven no lo hizo. Pero una idea que me intriga –surgida de esta comparación– es que una misa de Josquin se nos presenta hoy en día como una sinfonía de Beethoven, una sucesión de movimientos que constituyen una experiencia musical satisfactoria cuando se tocan en forma ininterrumpida en alguna sala de conciertos. A diferencia de la sinfonía, la misa termina tradicionalmente con un movimiento lento, el Agnus Dei, mientras que la música más positiva se apila en la sección media, en el Gloria y el Credo. En las manos de un maestro esto no importa, ya que la lógica musical se extenderá a todos los movimientos, culminando en el último, para producir una experiencia emocional redonda, comparable, aunque distinta, a la de una sinfonía. En lo personal, considero las cerca de dieciséis misas autentificadas de Josquin un logro equivalente a las nueve sinfonías de Beethoven: cada una explorando diversos aspectos de la forma; cada una un tour de force técnico e intelectual; cada una mostrando un aspecto distinto de su personalidad.
R.M. Y ahora, cuando al cabo de varios años The Tallis Scholars ha cumplido la proeza de grabar estas misas, ¿esa impresión permanece?
P.Ph. Cuando comenzamos a grabar a Josquin en 1986, no había la intención de grabar una serie; pero lentamente comencé a entender que con sus dieciocho misas –un número apenas manejable para un solo proyecto discográfico– mi principio sería respetado, simplemente porque Josquin se rehusó a escribir la misma cosa dos veces. Como Beethoven en sus sinfonías, Josquin utilizó el mismo grupo de ejecutantes para crear mundos sonoros dramáticamente diferentes cada vez que compuso para ellos. Me di cuenta de que cada álbum podía ser un evento, y que el juego completo –si alguna vez lográbamos hacerlo– sería un gran evento. Como al explorar las sinfonías de Beethoven, los mundos sonoros divergentes e inherentes al manejo de su medio escogido estaban ahí para ser atrapados. Ha sido una búsqueda que en ocasiones ha sido extremadamente demandante, entre otras razones, por los rangos vocales delirantes empleados por Josquin. Pero ha definido la carrera de los Tallis Scholars.
Que a uno de los mejores coros del mundo le haya tomado más de tres décadas terminar estas formidables grabaciones, ya sería motivo de festejo y gozo por sí mismo. Añádase a esto la conmemoración del fallecimiento de Josquin que, acontecido en 1521, no deja de recordarnos a los melómanos mexicanos que, junto con la cultura europea, vino a nuestros lares esa fenomenal herencia de la música renacentista. Una herencia que es el pilar fundacional de la tradición musical novohispana; una herencia de la que un proyecto como el emprendido por Peter Phillips y los Tallis Scholars nos permite sentirnos particularmente ufanos. Con toda esta música a nuestro alcance, se nos da la posibilidad de penetrar con interpretaciones magistrales a esos mundos sonoros únicos y maravillosos que las misas de Josquin nos ofrecen y que nos permiten también corroborar cuánta razón tenía Lutero: “Es el señor de las notas que deben obedecer sus deseos”.