Ahora que estamos cerca de conmemorar el centenario luctuoso de Enrico Caruso, y que podemos ver las cosas con la perspectiva del tiempo transcurrido, comprendemos que la carrera del tenor napolitano representó un hito en la evolución del arte vocal, tanto que su voz sigue siendo hoy una referencia para muchos cantantes. En el contexto histórico, parece que el mundo necesitaba en aquel momento un personaje como Caruso, por el inicio del verismo en el plano musical, corriente que proponía representar a los personajes sin idealizaciones y con un gran realismo, lo que implicaba otra forma de cantar y escuchar la ópera. Y también y no menos importante, por el comienzo de las grabaciones en discos de 78 rpm, de las que Caruso fue un pionero.
A principios del siglo XX apenas comenzaba a popularizarse la radio y era desconocido el cine sonoro. Para oír cantar a Caruso había que ir al teatro y comprar un boleto, o escucharlo en un gramófono de bocina. El 11 de marzo de 1902 es una fecha crucial en la carrera de Caruso y en la historia del disco. Ese día, la Gramophone Company de Londres grabó su voz por primera vez en una sala del Grand Hotel et de Milan, en Milán. A partir de ese momento su fama creció exponencialmente. Dos años después, en 1904, la RCA Victor, nueva gran casa discográfica, le propuso un contrato en exclusiva por el cual terminaría grabando más de doscientos sesenta discos, de los que se vendieron millones de copias en América y Europa. Mediáticamente se puede decir que fue el precursor de Elvis Presley. Y eso a pesar de que su público era muy reducido, si se le compara con los millones y millones de radioescuchas y televidentes de la época del rey del rock, y hoy en día con la audiencia de usuarios de dispositivos móviles.
“Caruso tenía tal fuerza expresiva y transmitía tan eficazmente las emociones que conmovía al público hasta arrancarle las lágrimas. Él mismo se emocionaba de tal manera con lo que interpreta que muchas veces se encerraba en su camerino al terminar la función y sollozaba hasta calmarse”.
Pero, ¿cómo cantaba Caruso para recibir tan entusiastas aclamaciones? Según el relato de George Kent publicado en la Saturday Review, aun cuando su repertorio lo componían principalmente las grandes óperas italianas y francesas, con unas cuantas concesiones a la música popular, principalmente canciones napolitanas, Caruso tenía tal fuerza expresiva y transmitía tan eficazmente las emociones que conmovía al público hasta arrancarle las lágrimas. Él mismo se emocionaba de tal manera con lo que interpretaba que muchas veces se encerraba en su camerino al terminar la función y sollozaba hasta calmarse.
Un timbre dulce, lleno de colorido e increíblemente expresivo
Su voz de tenor tenía un timbre dulce, lleno de colorido e increíblemente expresivo. Con riqueza de los graves y gran poder de los agudos, el color de la voz de Caruso era casi de barítono. Sabía expresar como ninguno el sufrimiento sensual y pasional de los papeles amorosos del repertorio pucciniano y verista. Con igual acierto encarnó de modo personalísimo, con un fraseo noble e incisivo, diversos personajes verdianos, todo ello apoyado en su temperamento cálido y comunicativo.
“Sabía expresar como ninguno el sufrimiento sensual y pasional de los papeles amorosos. A donde quiera que iba, las multitudes se aglomeraban a su alrededor. Cuando entraba en los restaurantes, el público se ponía de pie para aclamarlo”.
Aunque su escenario habitual era la Ópera Metropolitana de Nueva York, su fama se extendió por medio mundo. A donde quiera que iba, las multitudes se aglomeraban a su alrededor. Cuando entraba en los restaurantes, el público se ponía de pie para aclamarlo. Pero siempre que le era posible comía en su casa o en una sencilla fonda italiana del oeste de Nueva York, donde pasaba algunas tardes jugando a las cartas con el propietario. Todos los días recibía por correo innumerables regalos como dulces, delicatessen, relojes, joyas y hasta retratos suyos bordados en seda.
Miles de artículos comerciales, desde cigarros hasta jabones, se bautizaron con su nombre. Así se llamó una cadena de restaurantes neoyorquinos, una marca de pastas y otra de conservas. Uno de sus entusiastas admiradores tuvo la ocurrencia de llamar Caruso a un caballo de carreras. El tenor apostaba fielmente diez dólares a su homónimo equino cada vez que corría, pero nunca ganó una carrera.
Enrico Caruso nació en Nápoles el 25 de febrero de 1873. Pronto tuvo que dejar la escuela. Su padre, Marcellino Caruso, un tenor que debió que ponerse a trabajar como mecánico, quería que el joven Enrico siguiera el mismo oficio. Pero Caruso no tenía más aspiración que la de ser cantante y su madre permanentemente le daba ánimos para que no abandonara su propósito.
La primera vez que cantó ante un maestro de música, Caruso no tuvo gran éxito. El profesor, Guglielmo Vergine, le dijo al terminar la audición: “Tienes una voz que suena como el viento en las persianas”. Pero Caruso consiguió que le permitiera seguir estudiando bajo su dirección. Fue aquella una época de terrible miseria, que años más tarde relató a su esposa, Dorothy Park Benjamin, quien escribió la historia de la vida del célebre cantante:
Como mi único trajecillo negro se había puesto verde, compré una botella de tinte y lo teñí yo mismo para poder seguir asistiendo a las clases con decoro. Mis dos camisas estaban muy poco presentables, pero yo les hacía pecheras de papel para que siempre parecieran flamantes. Necesitaba caminar mucho para ir a la escuela, y pronto rompí los zapatos. No tenía dinero para reemplazarlos, pero, por fin, cantando en bodas y funerales, logré reunir lo necesario para comprarme un par. El día que los estrené, empezó a llover a mitad de camino a la casa del profesor. No sabía que las suelas eran de cartón, así que al llegar a la clase los puse a secar junto a la estufa. El calor los retorció de tal modo que tuve que volver descalzo a mi casa.
Cuando terminó el curso, se celebraron los exámenes finales. El signor Vergine reconoció que su alumno había hecho algunos progresos, pero no mostró un entusiasmo especial. No obstante, consiguió un par de pequeños contratos para Caruso; y un poco más adelante, un puesto de tenor sustituto en una pequeña compañía ambulante de ópera.
Cierto día la compañía llegó a un lugar donde Caruso tenía amistades. Como lo más probable era que no necesitaran sus servicios en el teatro, se fue a pasar un rato con sus amigos, en cuya compañía cantó viejas canciones napolitanas y vaciaron varias botellas de vino. Enrico ya estaba bastante achispado cuando llegó en su busca un mensajero para avisarle que su presencia era requerida urgentemente. El tenor principal estaba indispuesto y no podía cantar el primer acto. Caruso corrió al teatro. Cantó bien pero, con horror del empresario y para regocijo del público, mientras estuvo en escena causó el más cómico de los desórdenes, tropezando con los otros cantantes, dando traspiés y haciendo toda clase de piruetas. El público reía a carcajadas y gritaba “¡Ubriacone!, ¡ubriacone!” (¡borracho!, ¡borracho!).
El director se apresuró a despedirlo cuando terminó el acto, y el joven tenor de apenas 19 años de edad se fue, desconsolado, a su cuartito del hotel. Había fracasado rotundamente en la primera oportunidad de su vida. Pero, al poco tiempo, el mensajero regresó en su busca, esta vez con más urgencia que antes. El público había hecho abandonar la escena al otro tenor y reclamaba a grandes voces la presencia del ubriacone. Caruso retornó al escenario y obtuvo un gran éxito.
La Scala de Milán, su salto al estrellato
Desde aquel día sus progresos fueron continuos. En el curso de los diez años siguientes llegó a ser uno de los tenores más famosos de la ópera italiana y cantó en muchos países de Europa. Su salto al estrellato se produjo en 1898, en la Scala de Milán, con el estreno absoluto de la Fedora de Umberto Giordano. Más adelante fue invitado a cantar en la Ópera Metropolitana de Nueva York, donde se presentó por primera vez como el Duque de Mantua en Rigoletto. La Metropolitana terminaría convirtiéndose en su casa.
En aquellos años Caruso alcanzó remuneraciones económicas desorbitantes para un cantante de ópera. Sus ingresos monetarios provenían principalmente de sus actuaciones en escena y de la grabación de discos. Nunca pidió a la Met más de 2500 dólares por representación, pero en Cuba y México le pagaron hasta 10 000 y 15 000 dólares, respectivamente. Rehusó una gira artística de dos meses por Latinoamérica que le habría reportado 250 000 dólares. Para Caruso, el dinero no era un buen amo, pero sí un buen servidor.
Al poco tiempo de instalarse en Estados Unidos, Caruso se dio cuenta de lo importante que era la prensa para hacerse querer por el público, así que contrató a Edward Bernays, un pionero de las relaciones públicas, que trabajó como su agente. Lo cierto es que gran parte de su enorme popularidad la obtuvo por la grandeza de su corazón. Su sencillez lo impulsaba a actos de generosidad que Bernays se ocupaba de difundir, y que terminaban granjeándole la adoración de la gente. George Kent, biógrafo del artista, relata que cierta noche, en Bruselas, oyó desde su camerino un alboroto que subía por la calle. Abrió la ventana y vio que en los alrededores del teatro había unas mil personas descontentas por no haber podido entrar. Los boletos se habían agotado. Era una función de gala a la que asistía la familia real. Caruso pensó un instante y desde la ventana se puso a cantar para el público aglomerado en la calle las principales arias de la ópera que iba a representar.
Cuando estaba en el cenit de su carrera, Caruso era un hombre corpulento, de mediana estatura, cuyo cabello empezaba a clarear. Adoraba la pizza y la pasta, y le gustaba cocinar para sus amistades: “Díganme que soy un modesto tenor, pero no me digan que soy un mal cocinero”, les pedía. Su especialidad eran los bucatini a la Caruso. También le encantaba la limpieza. Su esposa contaba que se bañaba dos veces al día, mientras estudiaba su papel con la ayuda de un atril construido especialmente para fijarlo en los bordes de la tina. Dejaba la puerta abierta para oír el acompañamiento del piano que sonaba desde la habitación de al lado. Todas las mañanas, mientras el barbero, el masajista, el pedicurista y la manicurista se encargaban de él, Caruso ensayaba el papel que habría de interpretar esa noche, siempre acompañado por el piano.
Era en extremo intolerante con la gente que no se preocupaba de su cuidado personal. En cierta ocasión, quejándose de su suerte por tener que cortejar en escena a una famosa diva, comentaba: “¡Cantar con una persona que no se baña es horrible; pero emocionarse y enamorar a una mujer que huele a ajo, es imposible!”.
Caruso explicó en cierta ocasión los requisitos para ser un gran cantante: “Pecho amplio, boca grande, noventa por ciento de memoria, diez por ciento de inteligencia, mucho trabajo y algo en el corazón”. Él reunía todas esas cualidades. En lo relativo a las características físicas, podía dilatar el pecho hasta 23 centímetros.
Ritual para presentarse en escena
Kent afirma que, antes de presentarse a escena, Caruso se sometía a una especie de ritual de su propia invención. Primero hacía gárgaras con agua salada caliente y luego sorbía rapé sueco para descongestionar la nariz. Después se tomaba una copa de whisky y un vaso de agua con gas, y se comía un cuarto de manzana. Deslizaba en los bolsillos de su traje escénico dos frascos de agua salada tibia para aclarar la garganta, si le era necesario hacerlo durante la representación. Cuando tal cosa ocurría, daba la espalda al público, tragaba rápidamente sin que se notara el contenido de un frasco, y continuaba cantando.
Siempre fue muy sensible a las críticas. En 1901, en el teatro San Carlos de Nápoles, durante una representación de L’elisir d’amore, el público y la crítica le dieron la espalda. Caruso juró no volver a cantar en su ciudad natal y lo cumplió. En otra ocasión, cuando los críticos de Boston censuraron una de sus representaciones, prometió no cantar nunca más en aquella ciudad, y siempre rehusó hacerlo.
Pero, por regla general, gozaba de excelente humor. Le gustaba bromear, “hacer jugarretas”, como decía. Aún se recuerdan muchas de ellas. En una representación de Tosca, por ejemplo, el barítono Antonio Scotti se inclinó para recoger un pincel que se había caído detrás del caballete, pero no pudo levantarlo. Caruso lo había clavado al suelo.
En el libro de anécdotas curiosas de David Ewen, titulado Listen to the Mocking Words, se cuenta una de Caruso y Geraldine Farrar cuando estaban grabando un dúo de Madame Butterfly. Como el ensayo ante la máquina grabadora había sido largo y tedioso, Caruso, en un momento de descanso, salió a la calle y se metió en un bar cercano en busca de algo que le hiciera recuperar las fuerzas. Cuando regresó y se puso a cantar de nuevo con Farrar, la prima donna, en plan de broma, intercaló estas palabras en el aria: “¡Oh, te has tomado un whisky con soda!”. Caruso repuso, imperturbable, también acomodando las palabras a la música: “¡Te equivocas, me he tomado dos!”. El disco figura hoy entre los tesoros de cierto coleccionista.
Uno de los momentos más conmovedores de la vida de Caruso probablemente sea la historia de su segundo matrimonio. El tenor tenía 45 años y estaba en el cenit de su carrera cuando conoció a Dorothy Park Benjamin, una muchacha neoyorquina de 20 años, tímida y desconocedora del mundo. La primera relación larga de Caruso, con Ada Giachetti, una soprano florentina, había fracasado. El tenor cortejó a Dorothy y supo hacerse corresponder, a pesar de la oposición terminante de la familia de la joven, muy atenida a convencionalismos y tradiciones.
Los tres años que duró la convivencia conyugal fueron un permanente idilio, que se ve reflejado en las cartas que el cantante dirigió a su esposa, y en las dos biografías de Caruso que esta escribió al enviudar. El siguiente párrafo muestra los sentimientos del tenor:
Mi corazón salta de un modo que parece querer volar a donde estás. Nunca más volveré a separarme de ti, nunca más. Querría que estuvieses dentro de mi ser para que vieras cuánto te amo. ¿Qué puedo hacer para que estés bien segura de ello? Creo haber hecho cuanto he podido para demostrarte mi amor, y todavía intento hacer nuevas cosas para convencerte. Ten la certeza de que tu Enrico te adora…
Una hemorragia sobre el escenario
En diciembre de 1920 estaba cantando un aria del primer acto de la ópera L’elisir d’amore cuando se le rompió un vaso sanguíneo de la garganta. A pesar del accidente se empeñó en terminar el acto. Un reportero del New York Times describió así la escena en su crónica:
Primero utilizó el pañuelo para llevárselo a la boca, pero momentos después estaba enrojecido y lo tiró. Los cantantes del coro se las fueron arreglando entonces para acercársele, entregarle disimuladamente un pañuelo y volver a su lugar. No bien había recibido uno cuando ya necesitaba otro, tan abundante era la hemorragia. De vez en cuando asomaban a sus labios pequeños grumos de sangre.
Sentada en la primera fila de butacas, Dorothy le dirigía miradas suplicantes para que interrumpiera la representación y saliera del escenario.
“En Nueva York las banderas ondearon a media asta y la fachada de la Ópera Metropolitana estuvo cubierta con un paño negro durante un mes”.
Volvió a la Ópera Metropolitana la víspera de Navidad, pero le fallaron otra vez las fuerzas. En los meses que siguieron fue operado hasta siete veces de abscesos pulmonares. Su salud pareció restablecida, pero ya no pudo cantar. El verano del año siguiente se embarcó para Nápoles, donde murió, el 2 de agosto de 1921, a los 48 años de edad, en un hotel frente al mar.
Sus restos mortales permanecieron en Italia. El funeral se celebró en la Basílica de San Francesco di Paola, en Nápoles, y se le enterró en el cementerio de Santa Maria del Pianto, de dicha localidad. En Nueva York las banderas ondearon a media asta y la fachada de la Ópera Metropolitana estuvo cubierta con un paño negro durante un mes.
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Pulque, enchiladas y quesadillas en México
Enrico Caruso visitó México y logró un éxito atronador. Lo tenía todo para triunfar: su voz privilegiada, una fama y un prestigio que no conocían fronteras, su irresistible simpatía, pero además mostró durante su estancia una inmejorable actitud. La entrevista que concedió a Carlos González Peña, reportero de El Universal, es un ejemplo elocuente de la buena disposición del célebre tenor. Trató al periodista como un verdadero amigo; no sólo conversó con él durante horas en la mansión de la calle Bucareli donde lo hospedaron, respondiendo a todas las preguntas que González Peña le formuló, sino que a la hora del almuerzo Caruso lo invitó a comer en su compañía. Y al final de todo, dibujó su propia caricatura en presencia del reportero para que tuviera con qué ilustrar su entrevista.
El tenor viajó a México en 1919, dos años antes de su fallecimiento. Llegó a la capital el 22 de septiembre en tren desde Laredo, acompañado por la soprano mexicana Ada Navarrete, el barítono David Silva y el director de orquesta Gennaro Papi, todos ellos figuras de la Ópera Metropolitana de Nueva York.
Se dice que lo llevaron a ver el Palacio de Bellas Artes, por entonces en obra negra. El célebre tenor cantó en dos escenarios: el Teatro Esperanza Iris, hoy Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, que apenas tenía un año de haber sido inaugurado, y la plaza de El Toreo, en la calle Durango, en la hoy colonia Condesa.
En total ofreció diez funciones: cantó Un baile de máscaras de Giuseppe Verdi; Sansón y Dalila de Camille Saint-Saëns; Marta de Friedrich von Flotow; Aída de Verdi; Payasos de Ruggero Leoncavallo; Manon Lescaut de Giacomo Puccini; El elixir de amor de Gaetano Donizetti; Carmen de Georges Bizet y un concierto acompañado por la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por el maestro Julián Carrillo, en el que el tenor interpretó canciones napolitanas.
Además del éxito obtenido, Caruso aprovechó el tiempo al máximo. Asistió en el Teatro Arbeu al homenaje que le tributaron cantantes de ópera mexicanos; acudió a una kermés ataviado con un traje de charro, con todo y sombrero, donde degustó tortas y quesadillas; en Xochimilco probó el pulque y comió enchiladas en una trajinera, y hasta tuvo tiempo de poner la primera piedra del cine Olimpia, en la calle 16 de Septiembre casi esquina con San Juan de Letrán.
Referencias bibliográficas
AA.VV. La nuova enciclopedia della musica. Milán: Garzanti Libri, 1983.BLANCO, Eumenio. El inmortal Enrico Caruso. Hollywood: Orbe Publications, Inc., 1954.
CARUSO, Dorothy. Enrico Caruso. His Life and Death. Londres: Thomas Werner Laurie Limited, 1946.
GARDUÑO, Brenda y Fernanda Ramírez R. “Enrico Caruso visitó hace 100 años México”, El Universal, México 26 de octubre de 2019.
KENT, George. “El tenor de la voz de oro”, publicado en Saturday Review y retomado por Selecciones del Reader’s Digest, México: 1967.
SAID, Jaime. “Caruso en México” (página web). Ciudad de México: Said Retro (blog en línea: saidretro.blogspot.com) [Consulta: 5 de noviembre de 2020].
SOSA, José Octavio y Mónica Escobedo. Dos siglos de ópera en México, México: Secretaría de Educación Pública, 1988.