Teatro

Luis de Tavira: el teatro como llamado, como experiencia y como construcción de la conciencia

Festejamos los 75 años del natalicio de Luis de Tavira con esta conversación entre él y Sergio Vela, el director de la revista Liber. Tavira reflexiona sobre los orígenes del teatro, los maestros que lo guiaron en su búsqueda teatral, el sentido de juego y encuentro que supone el arte dramático y la distinción entre la tragedia y la comedia. “Yo hago teatro para la gente, para el público, para la reunión, con el desafío que tú me das, como enorme lección, de ser capaz de un día encontrar a Dios en los espectadores”, afirma este hombre de teatro.


Por Sergio Vela y Luis de Tavira

Sergio Vela: Querido Luis, para mí era prácticamente obligado que nos pudiéramos juntar a charlar un rato, justamente en vísperas de tu 75.º aniversario natalicio. Decía Borges, o por lo menos eso dice la conseja, que cuando alguien le dio el pésame diciéndole que era una pena que su madre, doña Leonor, no hubiera llegado a los 100 años de edad –porque murió a los 99–, este respondió: “Bueno, hombre, tampoco hay que exagerar los encantos del sistema decimal”. Pero digamos que uno de los encantos del sistema decimal es que nos permite hacer repasos que a veces son indispensables. Y llegar a tres cuartos de siglo, con una trayectoria tan fructífera como la tuya, es una gran oportunidad para recapitular. Y no lo digo –tú lo sabes– por mor de cortesía, sino con un convencimiento auténtico. Me parecía una cita ineludible.

La primera llamada

Luis de Tavira: Yo siento que el teatro viene del juego. En contraste, también podríamos preguntarnos, ¿cómo surge el teatro? Es una pregunta importante que se encuentra en el principio de esa declaración de postura de un científico como Aristóteles, que no es gente de teatro y confiesa que no le gusta, pero que a la vez no puede dejar de pensarlo, porque el mundo al que pertenece es un fruto del teatro. Y tiene que hablar de Sófocles porque quiere hablar del ser humano, de la ética, y no puede hablar de ello si no piensa el teatro. De ahí la pregunta aristotélica: ¿Por qué el ser humano hace teatro? ¿Por qué se inventó el teatro? ¿Por qué el teatro tiene este poder sobre la realidad humana, en la medida en que es un reto para transformarla? Porque es el arte de la peripecia; es el arte de la anagnórisis, de la construcción de la conciencia. Mientras Aristóteles intenta responderse la pregunta de ¿para qué?, uno se pregunta, en cambio, ¿por qué el teatro y de dónde viene el teatro? Y solemos oír muchas teorías. Una muy frecuente es la del origen religioso, en el culto celebrado en Eleusis. Sin embargo, yo estoy convencido de que es al revés, que el teatro no tiene un origen religioso, sino que es la religión la que tiene un origen teatral. Claro que es muy distinto de la muy personal e íntima experiencia espiritual, del proceso de la fe o como queramos decirle, pero la religión viene de “religar”, de lo que religa. Y eso viene de la reunión, de la comunión.

El teatro es el momento en el que el ser humano se reúne alrededor del fuego, una vez satisfecha la necesidad del hambre, porque ha cazado, o del frío, porque se cubre con la piel. Ya no hay ese trabajo dignificador que satisface la necesidad, sino que cenamos y ¿qué hacemos? Nos descubrimos reunidos en torno al fuego; el más viejo empieza a contar algo. Otro recita un poema, otro canta, otro se levanta y baila, y se toman de las manos. El teatro proviene de esta transformación que implica la posibilidad de reunirnos. Y la reunión nos transforma en la medida en que nos hace capaces de descubrir lo que tenemos en común. Eso es, para mí, el teatro.

En el principio hubo un descubrimiento de lo teatral, que es la prodigiosa manera de descubrir que podemos jugar juntos y de estar juntos, lo cual indica, asimismo, que es un gozo común. Es también una capacidad de apropiación de muchas cosas que crea grupo, comunidad. El descubrimiento de lo que tenemos en común, comunica; y lo que comunica es que somos comunidad. Luego, vinieron las experiencias del colegio. Me topé con un jesuita maravilloso, un poeta que se llamaba Mauricio Brehm, que era maestro de Literatura; todavía tengo su libro, que me parece uno de los textos de literatura castellana más profundos que haya leído –¡y era un libro para la preparatoria!–, sin que fuera un filólogo de profesión. Era un enorme poeta que recuperaba un poco esa tradición jesuita del teatro, que se ha perdido. Brecht, por ejemplo, cuando quiere explicar la utilidad del teatro en la construcción de la conciencia, remite a la experiencia del teatro didáctico jesuita de la Nueva España. El teatro universitario viene de ese teatro que hacían los jesuitas en la Universidad Pontificia, que se transformaría en lo que ahora es la UNAM.

Mauricio Brehm hacía teatro. Por entonces, yo era gravemente introvertido y tímido –creo que lo sigo siendo–. Estudiaba en el Instituto Patria con una beca, a condición de sostener un promedio. El rector nos había dicho: “Son muchos hermanos. Esta escuela es cara. Hay que ayudar a tu padre; si sostienes el promedio, tu padre no va a pagar por ti”. Me becaron, pero debía sostener el promedio y eso me hacía alejarme tanto de mis hermanos como de mis compañeros, porque yo tenía que ser un machetero; toda mi educación estuve becado, lo que también agradezco profundamente.

Un día que ya habían terminado las clases, en uno de los pasillos se había formado una cola de compañeros frente a la puerta de un salón. Por pura curiosidad, pregunté: “¿Qué están haciendo?”. “Es que el hermano Brehm está audicionando porque va a montar una comedia”, me respondieron. No sé por qué eso me llenó de curiosidad, pero era una curiosidad desde afuera; es decir, estaba muy lejos de pensar en hacer esa cola, yo no iba a audicionar. Ni loco.

—¿Cómo que hacen cola? ¿Y qué hacen, qué pasa ahí adentro?

—Pues no sabemos porque cierran la puerta, y luego salen unos muy tristes y otros muy contentos.

Me jaló la curiosidad, y entre que salía uno y entraba otro, me asomé para ver qué estaban haciendo. Y pues no, no había nada, sólo el estrado y el maestro en la primera fila de las bancas. Claro que había un texto, pero ¿en qué consistía la audición para saber si sí o si no?

Recuerdo que me asomo, no veo nada, doy media vuelta y, cuando estoy a punto de irme, él me ve y me dice:

—Tavira, le toca, pase.

—No, no, yo no vengo a la audición.

—Pase, allí.

—Pero es que no vengo…

—Ya está dentro.

Me siento, me da el libreto y me dice:

—Lea.

Era una página con un personaje, un texto largo. Y leo, y leía bien porque leía, claro.

El maestro me dice:

—Pues ya está. Usted va a ser don Abundio.

Y yo podría haber dicho “no”, pero como me había asomado y aceptado hacer la audición, ahora no me podía echar para atrás. Se trataba de un sainete de Muñoz Seca, adaptado por el maestro Brehm, muy divertido: El verdugo de Sevilla. Don Abundio era el viejo abogado defensor de un condenado a muerte que iba a tener relación con el famoso verdugo. Recordé que mis padres querían mucho a un jesuita viejo, que a mí me hacía mucha gracia, y decidí que ese sería el personaje.

Luis de Tavira, 2015. Fotografía: Sergio Carreón Ireta.

Nunca se me va a olvidar la tercera llamada porque me tocaba abrir la comedia. En una mesa larga, dos personajes estaban comiendo y tomando una sopa. Se abría el telón y mientras sopeaba, el personaje soltaba el primer parlamento, el cual ya no recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que nos pusieron por primera vez el plato y la cuchara, pues en los ensayos nunca había habido ni plato ni cuchara y evidentemente tampoco sopa. Había que hacer la mímica.

Este teatro en el Patria era enorme, con telar, con desahogos, con foso y cabían muchísimos espectadores. Más de mil. Estaba atestado. Tras la tercera llamada se hizo el silencio, ese silencio abismal… Se abre el telón y, como había unas candilejas muy cerca y muy grandotas, un poco improvisadas, quedé cegado, un poco también por ese pasmo de “ya hay que empezar”. Y me distrajo el tintineo de la cuchara en el plato porque no había sopa, pero como tenía la cuchara en las manos y estaba nervioso, se escuchó el tintineo y eso produjo una carcajada. Evidentemente yo reacciono, hago una pausa y la carcajada se detiene, curiosa. Yo respiro hondo y suelto el primer parlamento, y el teatro se viene abajo, a carcajadas, porque reconocen a aquel viejo. Nunca hubiera pensado que yo pudiera provocar eso.

De la Revolución a la Guerra Civil

Estábamos inscritos en una escuela de jesuitas por una relación con la Compañía de Jesús muy larga y entrañable. Mi padre, como exiliado, había salido de España en el desamparo total con un salvoconducto hacia Francia, con la idea de viajar a México, pero sin un solo centavo. Lo sacaron para salvarle la vida –esto fue antes de la organización de los refugiados; fue al principio de la guerra–. La Embajada de México lo libró de la cárcel en virtud de que había nacido en México durante un viaje que sus padres, mis abuelos, hicieron en ocasión del centenario de la Independencia; vinieron como representantes de la familia real porque mi abuelo tenía que ver con eso. Llegaron en 1910 y, como estalló la Revolución, decidieron quedarse unos años más hasta que se pudiera regresar, lo cual hizo que mi padre naciera casualmente en México y lo bautizaran aquí, en la parroquia de San Juan Bautista Coyoacán. Por peripecias de la guerra en España, fue a dar a la cárcel, sentenciado a fusilamiento. Mi abuela, su madre, se acordó, de que era mexicano –había nacido en México–, lo cual podía ayudar. Fue a la embajada y le dijo al embajador: “Mi hijo está condenado, pero es súbdito mexicano”. El embajador le respondió:

—Perdone, señora, ahí no hay súbditos, hay ciudadanos, y ¿cómo me lo demuestra?

—Con la partida de bautismo…

—Perdone, señora, pero no es un documento oficial; sin embargo, se lo voy a dar por bueno. Según nuestra Constitución, sí nació en México, es mexicano.

Si tengo que agradecer a quienes me ayudaron a construirme, primero sería a mi padre y después a Héctor Mendoza. Lo que yo recibí de ellos fue que confiaron en mí; y es lo que más agradezco.

Fue así como lo reclamó, pero la situación no estaba todavía tan clara como en la posterior posición que México tendría ante esa guerra. Así que fue a dar a Marsella, sin nada. Él tenía que ver cómo irse a México. Como estaba solo y hacía un frío terrible, para refugiarse, decidió meterse en un templo. Se sentó en una banca y se vino abajo. No sabía que en la iglesia, que estaba vacía, lo observaba un cura desde el interior de uno de esos confesionarios, que eran cajas ocultas, llenas de celosías… Salió y le dijo: “Tú no has comido, ¿verdad?”. Y él respondió: “No…”. Total, que llegó a la casa de los jesuitas; le dieron un plato de sopa caliente, y un jesuita francés lo interrogó. Se enteró del caso y le dijo: “Vuelve a comer aquí mañana”. Finalmente, un día le dijo: “Aquí está tu billete para Cuba. Te puedo ayudar con esto”. La gratitud de mi padre con los jesuitas empezó por un jesuita francés en Marsella que le salvó la vida. Le dio una carta para otro jesuita en la Ciudad de México que, en efecto, lo ayudó mucho y luego lo acercó a la Escuela Libre de Derecho –él era abogado– para que pudiera revalidar sus estudios y trabajar como abogado en México.

La experiencia comunitaria

Mi padre dudaba mucho de que mi vocación fuera la de ser jesuita –habría que pensar si no tenía algo de razón–. Es curioso, porque cuando, después de ser jesuita, salí de la orden, él no estuvo para nada de acuerdo; y menos con las razones por las que salí. Pero, en la conversación que sostuvimos, me dijo “bueno, esa es mi opinión, tú decides”. Si tengo que agradecer a quienes me ayudaron a construirme, primero sería a él y después a Héctor Mendoza. Lo que yo recibí de ellos fue que confiaron en mí; y es lo que más agradezco.

Héctor Mendoza, fotografía de Nacho López, circa 1950, Ciudad de México. Fuente: Mediateca del INAH.

Ingresé a la orden porque tenía claro que quería ser jesuita, aunque no sabía muy bien qué sería ser jesuita. Acababa de terminar el Concilio Vaticano. Eran los años sesenta, un momento clave para comprender el mundo: la década del desengaño del sueño americano; el momento de la apuesta total por el mal llamado “socialismo real”; de la Guerra Fría rampante y campante; del movimiento estudiantil; y de la liberación sexual y la píldora. Para el teatro, fue el enclave de la eclosión de los experimentos donde se decidió la sobrevivencia del teatro, que estaba desahuciado y condenado a desaparecer.

El teatro es una relación y una experiencia personal, pero también es una experiencia comunitaria a partir de descubrir lo que tenemos en común como personas. Lo que en un mundo de masas no tiene lugar, en el teatro florece y aparece en la interlocución de una comunidad cálida, no en medio de estos agrupamientos refrigerados de la urbe, que a su vez está tiranizada por la máquina. Esta es la otra tiranía. En el albor de la Revolución industrial, el ser humano celebró la llegada de la máquina como liberación de la esclavitud del trabajo. El entusiasmo por la máquina fue liberador, pero hoy en día tendríamos que decir, ¿y de la máquina, quién nos va a librar?

El círculo de cal (espectáculo inspirado en El círculo de tiza caucasiano de Bertolt Brecht), dirección de Luis de Tavira, Compañía Nacional de Teatro, Sala Héctor Mendoza, 2017. Fotografía: Sergio Carreón Ireta.

 

Comedia y farsa

Diría que la comedia revela la realidad subvertida. La risa es cruel. Sin embargo, yo distinguiría entre la comedia y la farsa. México, por ejemplo, tiene proclividad a la farsa, probablemente surgida de todo ese momento grave e importante para pensar y estudiar que fue la Revolución en donde desaparecieron las compañías de teatro y el teatro formal como tal, y surgió el mal llamado “género chico”, que es parodia, no comedia. Aquí aparece la figura del parodiante, como después lo será Cantinflas o los que aparezcan en la televisión. Toda esta farsa no es cómica. La comedia es realista. Tenemos pocos comediógrafos, sobre todo en el teatro actual mexicano, con una excepción maravillosa: Ibargüengoitia. En cambio, tenemos una multiplicidad de autores de farsa y una proclividad al melodrama, por lo que no es extraño el discurso que escuchamos hoy, que clama a la polarización entre los malos y los buenos, los conservadores y los liberales. ¡Esto es el melodrama! Pero, claro, este es el resultado de que la sociedad se haya nutrido del melodrama a través de la televisión. Es la educación sentimental de la que hablaba Flaubert, pero ¿quién hace la educación sentimental? No la familia, ni la escuela, ni la Iglesia. La educación sentimental la ha estado haciendo la televisión.

El teatro es una relación y una experiencia personal, pero también es una experiencia comunitaria a partir de descubrir lo que tenemos en común como personas.

Toda esta construcción de lo que llamamos la cultura occidental es el producto de un enfrentamiento y una transformación mutua. Por un lado, de toda la cultura grecolatina, que sería la helenización más Roma. Por el otro, del pensamiento medio oriental hebreo, a través del cristianismo. Cuando Constantino se convierte y el cristianismo se convierte en la religión oficial del imperio y, además, se prodiga, pues pasa algo muy grave con aquel cristianismo –el que diríamos del Evangelio, que no va a ser el del cristianismo europeo– porque se va a transformar en gnóstico, tanto como el pensamiento helenista se convirtió, o presuntamente se convirtió, en cristiano. Ahí hay una síntesis que nos explica, entre la cual viene en juego la herencia teatral.

Novedad de la patria (basada en textos de Ramón López Velarde), dirección de Luis de Tavira, Casa del Lago, UNAM, 1982.

Lo que está sucediendo es lo que combatió san Agustín: el maniqueísmo, este dualismo platónico que divide lo bueno de lo malo, el cuerpo del alma, y entonces el cuerpo es malo y todo lo que es del cuerpo es pecaminoso, mientras que todo lo que es del alma –como si el alma existiera fuera del cuerpo– es sagrado. Para el arte, es clave qué es lo sagrado y qué es lo profano. Hay que entenderlo porque en las comunidades prehispánicas, que aún siguen vivas, la división entre sagrado y profano no existe. El maniqueísmo es occidental. Esto fue tremendo, decisivo para el teatro. Ya en la Poética de Aristóteles hay un proyecto de dos tratados, de dos posibilidades de realización del arte dramático: uno es el de la tragedia y el otro es el de la comedia. Esta dualidad es el emblema de Epidauro, la máscara que llora –que evoca el funeral, según Ismaíl Kadaré–, pero también la máscara que ríe –que alude a la boda, nuevamente según Kadaré–. El ser humano es quien celebra el funeral, pero también quien se ríe de sí mismo. Lo que Aristóteles intentaba plantear como las dos caras de la misma moneda, o las dos caras del emblema de Epidauro, entrará en la instauración del maniqueísmo en la Edad Media. Sabemos que, cuando en el siglo XV, que es el detonante del Renacimiento, aparece un manuscrito atribuido a Aristóteles –probablemente por la vía árabe– como la Poética, que va a dar lugar a la pretensión de volver al realismo –es decir, a la estética que se deriva del optimismo epistemológico de Aristóteles es el realismo, que Georg Lukács explica tan bien en los Problemas del realismo–, sucede que ese texto detonante va a ser traducido al latín, muy mal y con consecuencias muy graves, porque se traduciría a la luz de la traducción previa de los conceptos platónicos. Aristóteles había dicho: “Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”. ¿Cómo es posible que Francesco Robortello traduzca “mímesis” por “imitación”, y de ahí se genere otro extraño concepto como el de “verosimilitud” y que los franceses lleguen al colmo de hablar de tres unidades aristotélicas? Pues ¡si no era san Agustín, tres en uno! ¡Hay una unidad y es una y es la acción! En fin, ese Aristóteles tan mal leído por el Renacimiento no estuvo en la discusión de la Edad Media, porque el texto tuvo un azaroso destino, dado que Aristóteles, colaborador de Alejandro de Macedonia, a la caída de Macedonia, tuvo que irse a vivir en la clandestinidad y se perdieron los textos, ¿cómo es que llegan a la Edad Media? Hay una novela maravillosa de Umberto Eco, El nombre de la rosa, donde explica esa catástrofe que supone la censura a la Poética de Aristóteles, cortando el tratado de la comedia porque es pecaminosa. O la polémica entre Bossuet y Molière.

La noche de Hernán Cortés de Vicente Leñero, dirección de Luis de Tavira, Teatro Julio Castillo, 1992.

Entonces, ¿qué sucede? Que la comedia es desterrada del burgo. El burgo es amurallado y entonces tiene que irse en la caravana de los mercaderes, como en el caso de Tespis, y se convierte en el correo; pero subsiste, aunque sea en la carreta.

Subsiste castigada, proscrita, excomulgada. En la tragedia, en cambio, al entrar en el dogmatismo central del acuerdo final, que es consecuencia de los dolorosísimos cismas teológicos de los concilios, se llega a que solamente haya una tragedia celebrable, que es la pasión de Cristo, y entonces hay que representarla. Así, en lugar de los teatros, de los coliseos que hoy conocemos o de Epidauro, se construyen las catedrales. Con ello viene todo este asunto que llamamos “liturgia” y que en realidad es teatro, la gran representación, la gran escena, que se efectúa con qué música, qué coros, qué iluminación, con los vitrales, los vestuarios…

Gaston Baty, uno de los directores renovadores de la vanguardia, siendo al mismo tiempo un medievalista, trata de reformular la utopía wagneriana, sobre todo en la versión de Adolphe Appia, del teatro como el arte total. Lo que había dicho Hegel: el teatro es la cúspide de las artes; contiene todas las artes y nadie lo puede contener. Baty diría: “Esto ya sucedió cuando la tragedia se empobreció como drama, en el sentido de que sólo hay un acontecimiento celebrable, aunque cíclico porque organiza toda la vida social”. Es el año litúrgico, que seguimos celebrando porque el mercado se adueñó de él. Y entonces, pues vienen las Navidades, precedidas por un Adviento, luego una Cuaresma, después una Pascua, un Pentecostés, el Carnaval, etcétera. Esto es lo que esa representación organiza de la vida social. Y volvemos otra vez a la necesaria comprensión del hecho teatral con la vida social.

Sobre Héctor Mendoza

Decidí entrar a la orden durante los años sesenta, en un momento en que vino el Concilio. Después, los jesuitas se reunieron en una congregación y se dieron cuenta de que era necesario cambiar las cosas; ponerse al día con lo que pasaba en el mundo.

Tuve la enorme fortuna de encontrar a un maestro que nos enseñaba griego leyéndonos a Sófocles y haciéndonos decir el ditirambo; creo que ahí fue donde se dio el chispazo.

Roberto Soto y Erika de la Llave –en primer plano– en El jardín de los cerezos de Anton Chéjov, dirigida por Luis de Tavira, Compañía Nacional de Teatro, 2011. Fotografía: Sergio Carreón Ireta.

 

Empecé los primeros años de mi formación siguiendo el esquema existente, y de pronto, a la mitad, vino el principio de la aplicación de ciertas audacísimas aventuras para cambiar estas cosas. Esto me ocurrió después del noviciado, que es una experiencia muy importante porque se trata de la construcción de la vida interior de uno. Es un periodo de dos años, años de probación, y claramente de pruebas maravillosas; y de ahí, lo que la formación indicaba era pasar a estudiar latín y griego, y en algún caso, ciencias o lo que fuera. Pero en el esquema de formación, en ese momento, todavía les parecía muy importante la enseñanza del latín, del griego y de la cultura grecolatina. Tuve la enorme fortuna de encontrar a un maestro que nos enseñaba griego leyéndonos a Sófocles y haciéndonos decir el ditirambo; creo que ahí fue donde se dio el chispazo.

Gabriel Escamilla –quien ya murió– fue un hombre asombroso, discípulo de Aurelio Espinosa Pólit, que es el gran traductor de Sófocles. Lo que le agradezco es cómo me abrió el acceso a Sófocles. Y cuando digo a Sófocles, me refiero a que es la quintaesencia del teatro. Cuando vino el momento de organizar los exámenes de griego, se me ocurrió la locura de sugerirle que, en vez de decirlo, lo representáramos. Me dijo: “Hágalo”. Presenté entonces un ejercicio con una muy ingenua representación de Antígona. Lo siguiente fue la aplicación del cambio. Los jesuitas decidieron sacar a sus escolares de los colegios cerrados para mandarlos a las universidades con los jóvenes. Estábamos en Puente Grande, donde estaba el colegio de Literatura, y nos mandaron al ITESO [Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente], en Guadalajara. Yo ya había hasta olvidado aquel examen de griego, y entonces recibo una carta del prefecto de estudios diciéndome que yo no iría al ITESO, sino a la UNAM, a estudiar Teatro. Me dolió mucho porque me estaban separando de mi grupo y yo no lo había pedido.

El martirio de Morelos de Vicente Leñero, dirección de Luis de Tavira, Teatro Juan Ruiz de Alarcón, 1983.

 

La decisión fue del maestro Escamilla, quien se tomó el trabajo de investigar, de incursionar e ir de una escuela a otra para ver y decir: “Yo recomiendo que lo envíen acá”. El haber tenido un maestro así, a la luz de lo que celebramos en esta conversación, me conmueve profundamente, me llena de gratitud. Y bueno, hasta ahí llegó mi relación con él, porque al poco tiempo murió. Pero fue un prodigioso maestro que me abrió la dimensión de Sófocles.

Héctor Mendoza me dio el papel del galán idiota en Las falsas confidencias. Se estrenó en la Casa del Lago, y volví a experimentar aquel regocijo y asombro que suponía que lo que hacía en escena producía risa. La otra cosa fue descubrir la dirección de actores en carne propia.

Imagínate lo que supuso llegar a la UNAM en el 68… antes que los estudiantes de nuevo ingreso, entraron los tanques. Sería hasta 1969, cuando nuevamente se abrió la universidad, que pudimos entrar. Nuestro noviciado universitario duró todo el 68 y alcanzó hasta Tlatelolco.

Me mandaron a México, pero no me integré a los grupos del filosofado, que estaban en la calle Río Hondo, donde ahora está el ITAM. Ahí se estudiaba Filosofía y Teología, pero yo no iba a estudiar eso, sino que estuve ahí porque iría a la universidad. Como había otros jesuitas universitarios, me dejé guiar por ellos hasta que se abrieran las clases.

Cuando entré a la facultad, la carrera de Teatro era en realidad la carrera de Letras con especialidad en Arte Dramático. Esto ya me decía cosas, es decir, ¿qué se espera de mí? Pues, que fuera maestro de teatro, que es lo más normal con los que estudian esa carrera, o en el mejor de los casos, que escribiera. Ni por aquí me pasó hacer teatro y actuar. Quien coordinaba el departamento era la maestra Luisa Josefina Hernández, nada menos. La materia Teatro del Siglo de Oro la daba Margo Glantz; Teoría Dramática, Carlos Solórzano; Estética, Adolfo Sánchez Vázquez; Investigación Literaria, María del Carmen Millán. ¡Qué maestros! ¡Qué gratitud con la vida y con esta prodigiosa universidad que es la UNAM! Y la figura decisiva era Héctor Mendoza…

 Como maestro, lo conocí en segundo de Actuación, pero ya lo había conocido cuando todavía estaba en el primer semestre. Él hizo un montaje con los estudiantes de final de la carrera. Una comedia de Marivaux, adaptada por él, como solía hacer, yo diría que en el hálito, en el aliento, de sus montajes de Poesía en Voz Alta. ¿Por qué me llamó a mí? No lo sé. Yo tomaba clases, en primero de Actuación, con Enrique Ruelas; y cursaba esa materia sin tomarla en serio, la consideraba una de esas materias barco, fáciles, Ruelas no me retaba a nada. En cambio, Solórzano, Luisa Josefina…, eso sí eran retos. Hasta que me topé con Mendoza. La maestra Hernández, que entonces era pareja suya, me había visto y le dijo no sé qué, y él me invitó directamente a trabajar en el montaje que iba a hacer. No eran muchos actores. Me dio el papel del galán idiota en esta comedia maravillosa de Marivaux que se llama Las falsas confidencias. Se estrenó en la Casa del Lago, y volví a experimentar aquel regocijo y asombro que suponía que lo que hacía en escena producía risa. La otra cosa fue descubrir la dirección de actores en carne propia. Es decir, todas las palabras estaban analizadas, repetidas… Era el rigor. Y no se trataba de un montaje de actuación ni realista ni tampoco vivencial ni de esas cosas con las que posteriormente me topé en sus clases, del tipo “cómo entrar a ti mismo”, de qué forma el actor interioriza y entra en un debate consigo mismo para ser capaz de someterse a una crisis que lo funda. Diría que mi actuación, en ese primer montaje, fue una actuación formal. Sí, lo que llamábamos entonces “formal”, que luego Mendoza aclaraba cuando decía “actor de vivencia” o “actor formal”. Creo que él era maniqueo, yo no creo en esa división. Creo, en cambio, que hay procesos y técnicas que quieren decir, sobre todo, cuál es el punto de partida, por dónde empiezas. Finalmente va a dar a lo mismo: si empiezas por la forma, vas a dar a la vivencia; si empiezas por la vivencia, vas a terminar en la forma; no hay manera de que no se encuentren. Pero, bueno, en ese entonces él venía de la beca Rockefeller, de Yale y de estar con Strasberg, era entonces muy stanislavskiano; más que de Stanislavski, de Lee Strasberg, que es un Stanislavski muy particular. Aquel montaje, pues era otra vez el juego. Ah, porque ¡qué divertido era el asunto! Y Mendoza, quien tenía una imaginación delirante, una expresión corporal prodigiosa, de lo que más sabía era del calentamiento, los ejercicios, el yoga… Una exigencia corporal que hoy en día diría que era claramente meyerholdiana [de Diana Meyerhold], biomecánica, sí, pero con esa chispa prodigiosa que tenía la comicidad de Mendoza, que es otro buen ejemplo de comediógrafo. Finalmente, se dieron las funciones. Recuerdo que invité a mi comunidad jesuita a verla y se me quedaron viendo como ¿qué haces aquí?

Comenzó así un cierto distanciamiento de mis compañeros, pues yo veía que no compartían, no les parecía esto. Me empecé a sentir solo; entre los jesuitas era el teatrero y entre los teatreros, el jesuita.

La patria de la ficción

Ya con Mendoza como maestro de Actuación, enfrenté el reto del compromiso interior y personal con la escena. Recuerdo que había una compañera bellísima, una actriz espléndida y hermosísima de la que mejor no digo el nombre. Y la escena implicaba esa famosa relación de pasión, la proximidad de los cuerpos. En la iniciativa de la compañera, en el ejercicio, pues se derivó al abrazo y al beso. Y yo ahí me quebré y me tensé, pues había hecho votos de castidad. Y entonces me paré y salí. Pero Héctor me llama, me sienta y me dice: “Tú no has entendido qué es esto; no entiendes qué es la ficción. Y en la medida en que no entiendas que el actor no es él, sino el personaje, y que la ficción no es la realidad, pues estás perdiendo tu tiempo queriendo estudiar teatro si no entiendes lo que es el teatro desde aquí y desde lo que esto supone…”. Esto me abrió, y me cayó el veinte de qué cosa es esa patria de los que hacemos el teatro y que llamamos ficción.

La pasión de Pentesilea (obra inspirada en un poema de H. von Kleist), dirección de Luis de Tavira, Teatro del CUT, UNAM, 1988.

 

Debemos tratar de entender lo que supone la realidad teatral en tanto mímesis, la creación de la dimensión de la ficción, que es la que hace presente aquello que se ha ausentado de la realidad. La dignidad que tiene esto, lo decisivo, lo necesario que es para la conciencia. Voy a terminar con una cita de Schubert: unos años antes de su muerte, compone un Lied que se llama Canción nocturna del caminante, una canción desgarradora, prodigiosa, maravillosa, donde se juntan la tristeza más profunda con el gozo más grande. Leyendo sobre esa canción, que me importó mucho, encontré que él escribió, de su puño y letra, arriba, antes de empezar la partitura, un verso suyo –la letra de la canción no es suya sino de Goethe–: “Ya sé cuál es el nombre de mi patria: no es aquí”. Si te cae ese veinte, entonces entiendes qué es la ficción para una gente de teatro; ese es el nombre de mi patria; esa es el agua de la que soy pez.

Jerzy Grotowski afuera del Teatr Polski, en Breslavia, Polonia, circa 1966. Fuente: Britannica (sitio web).

 

Con este descubrimiento de mi patria, comienza un camino hacia ella como la tierra de la promesa. Y, como en el caso del Éxodo, no se trata de mí, sino de que sea la patria de los demás. Lo cual me recuerda una conversación que tuve con Jerzy Grotowski, que fue tan importante para el teatro, para todos, para México y también para mí. En los últimos años de su vida, tuve el privilegio de encontrármelo en Copenhague. Como habíamos tenido una relación –por cierto, de mucha discusión, pero afable–, conversamos. En su plenitud, después de toda esa búsqueda prodigiosa –en los años recientes, nadie ha indagado sobre la naturaleza de la actuación como él–, ese maestro tenía su centro de investigación en una abadía en Italia, a la que sólo tenían acceso quienes entraban a participar. Él, según cuentan las leyendas, se levantaba en la madrugada a cantar como los monjes de las abadías. Yo tenía curiosidad de preguntarle eso, justamente por el carácter religioso que ahí también se planteaba, pues tenía que ver con mis inicios, con el primer teatro que hice, todavía siendo jesuita, y que era claramente grotowskiano. Le pregunté un poco por una síntesis del camino tan aventurado, tan radical, tan congruente, tan asombroso. Y me contestó:

—Como tú, como todos los que hacemos teatro, en realidad estamos buscando un espectador. Hemos salido a buscar un espectador y algunas veces se nos concede el privilegio de encontrarlo; otras no, pero seguimos en el camino. Yo ya lo encontré.

Y entonces su mirada se llena e ilumina y me dice:

—Mi espectador es Dios. Y lo que yo hago, si eso es teatro, lo hago para Dios. Y entonces, fíjate, cuando yo voy a dar la tercera llamada, el cupo está lleno, el espectador es Dios y por lo tanto no cabe nadie más. Entonces, todo aquel que quiera participar, participa como actor o como actriz ante el único espectador que hay.

Le contesté.

Yo entiendo a Dios de otra manera. A mí, lo tuyo me suena como budista; yo soy cristiano y san Juan dice que, si dices que amas a Dios pero no amas al que tienes enfrente, eres un mentiroso. Dios está en los demás, y si no sabes encontrarlo en los demás, no lo has encontrado. Yo hago teatro para la gente, para el público, para la reunión, con el desafío que tú me das, como enorme lección, de ser capaz de un día encontrar a Dios en esos espectadores, encontrarlo en ellos.

Nadie hace teatro solo, el teatro se hace con los demás. El teatro es muchas cosas y te coloca en tu sitio, en el grupo, en la comunidad. El teatro es para los espectadores, pero hoy en día no existen los espectadores ni tampoco las comunidades hacedoras de teatro. Y ese sí ha sido mi afán y mi insistencia.

El teatro inventó al espectador. En el origen, el teatro era para el iniciado y entonces había que iniciar a aquel que era capaz de enfrentar el misterio escénico, lo que supone un proceso de formación de alguien como espectador. Y entonces el teatro que estamos haciendo no está obedeciendo a la estrategia que el teatro demanda y que la sociedad necesita.

El teatro como construcción de la conciencia

Hay que formar al espectador, pero no lo va a formar el evento; lo único que puede formarlo es el discurso, eso que los antiguos llamaban tradición y que también llamamos repertorio. No hacemos repertorios, hacemos obras, y no podemos hacer repertorios porque no hay elencos estables. La necesidad del elenco estable es la de poder hablar un lenguaje común. ¿Por qué? Porque los repartos son eventuales. De pronto te topas con unos actores en un montaje y ya no son los mismos en el otro. Cada quien ve qué hace, pero no hay ni un lenguaje común ni una técnica común.

 Deberíamos ser capaces de escenificar obras que se estrenaron treinta o veinte años atrás. Obras que merecen estar en un repertorio y que merecen ver las nuevas generaciones. Pero no apostamos al repertorio, siendo que el repertorio es lo que forma al espectador. Yo creo que el reto, la gran asignatura de nuestros días en este país, es formar espectadores y eso nos atañe a todos.

En el principio de mi trayectoria, yo coincidí y fui cómplice con Mendoza, que estaba convencido de que, a los actores y las actrices, a los directores, a los escenógrafos, a los hacedores de teatro, había que formarlos; lo que no vimos es que hay que formar, también, al espectador. Nada de eso tiene sentido si no formamos al espectador, algo necesario en un país donde el 90% de los mexicanos nunca ha ido al teatro.

El teatro es la construcción de la conciencia. Hay un teatro muy bueno que es capaz de mostrarnos lo que sucede. Luego, hay un teatro mejor que, además de mostrarnos lo que sucede, es capaz de mostrarnos por qué, cuáles son las causas del sufrimiento de la mayoría. Y eso está muy bien. Pero hay uno aún mejor, uno que además de mostrarnos lo que sucede y cuáles son las causas, es un teatro capaz de mostrarnos que eso cambia, o que eso pudo evitarse, y entonces recuperamos la esperanza porque existe el cambio, porque el cambio está en nuestras manos.

 



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