Sergio Vela: Querido Luis, para mí era prácticamente obligado que nos pudiéramos juntar a charlar un rato, justamente en vísperas de tu 75.º aniversario natalicio. Decía Borges, o por lo menos eso dice la conseja, que cuando alguien le dio el pésame diciéndole que era una pena que su madre, doña Leonor, no hubiera llegado a los 100 años de edad –porque murió a los 99–, este respondió: “Bueno, hombre, tampoco hay que exagerar los encantos del sistema decimal”. Pero digamos que uno de los encantos del sistema decimal es que nos permite hacer repasos que a veces son indispensables. Y llegar a tres cuartos de siglo, con una trayectoria tan fructífera como la tuya, es una gran oportunidad para recapitular. Y no lo digo –tú lo sabes– por mor de cortesía, sino con un convencimiento auténtico. Me parecía una cita ineludible.
La primera llamada
Luis de Tavira: Yo siento que el teatro viene del juego. En contraste, también podríamos preguntarnos, ¿cómo surge el teatro? Es una pregunta importante que se encuentra en el principio de esa declaración de postura de un científico como Aristóteles, que no es gente de teatro y confiesa que no le gusta, pero que a la vez no puede dejar de pensarlo, porque el mundo al que pertenece es un fruto del teatro. Y tiene que hablar de Sófocles porque quiere hablar del ser humano, de la ética, y no puede hablar de ello si no piensa el teatro. De ahí la pregunta aristotélica: ¿Por qué el ser humano hace teatro? ¿Por qué se inventó el teatro? ¿Por qué el teatro tiene este poder sobre la realidad humana, en la medida en que es un reto para transformarla? Porque es el arte de la peripecia; es el arte de la anagnórisis, de la construcción de la conciencia. Mientras Aristóteles intenta responderse la pregunta de ¿para qué?, uno se pregunta, en cambio, ¿por qué el teatro y de dónde viene el teatro? Y solemos oír muchas teorías. Una muy frecuente es la del origen religioso, en el culto celebrado en Eleusis. Sin embargo, yo estoy convencido de que es al revés, que el teatro no tiene un origen religioso, sino que es la religión la que tiene un origen teatral. Claro que es muy distinto de la muy personal e íntima experiencia espiritual, del proceso de la fe o como queramos decirle, pero la religión viene de “religar”, de lo que religa. Y eso viene de la reunión, de la comunión.
El teatro es el momento en el que el ser humano se reúne alrededor del fuego, una vez satisfecha la necesidad del hambre, porque ha cazado, o del frío, porque se cubre con la piel. Ya no hay ese trabajo dignificador que satisface la necesidad, sino que cenamos y ¿qué hacemos? Nos descubrimos reunidos en torno al fuego; el más viejo empieza a contar algo. Otro recita un poema, otro canta, otro se levanta y baila, y se toman de las manos. El teatro proviene de esta transformación que implica la posibilidad de reunirnos. Y la reunión nos transforma en la medida en que nos hace capaces de descubrir lo que tenemos en común. Eso es, para mí, el teatro.
En el principio hubo un descubrimiento de lo teatral, que es la prodigiosa manera de descubrir que podemos jugar juntos y de estar juntos, lo cual indica, asimismo, que es un gozo común. Es también una capacidad de apropiación de muchas cosas que crea grupo, comunidad. El descubrimiento de lo que tenemos en común, comunica; y lo que comunica es que somos comunidad. Luego, vinieron las experiencias del colegio. Me topé con un jesuita maravilloso, un poeta que se llamaba Mauricio Brehm, que era maestro de Literatura; todavía tengo su libro, que me parece uno de los textos de literatura castellana más profundos que haya leído –¡y era un libro para la preparatoria!–, sin que fuera un filólogo de profesión. Era un enorme poeta que recuperaba un poco esa tradición jesuita del teatro, que se ha perdido. Brecht, por ejemplo, cuando quiere explicar la utilidad del teatro en la construcción de la conciencia, remite a la experiencia del teatro didáctico jesuita de la Nueva España. El teatro universitario viene de ese teatro que hacían los jesuitas en la Universidad Pontificia, que se transformaría en lo que ahora es la UNAM.
Mauricio Brehm hacía teatro. Por entonces, yo era gravemente introvertido y tímido –creo que lo sigo siendo–. Estudiaba en el Instituto Patria con una beca, a condición de sostener un promedio. El rector nos había dicho: “Son muchos hermanos. Esta escuela es cara. Hay que ayudar a tu padre; si sostienes el promedio, tu padre no va a pagar por ti”. Me becaron, pero debía sostener el promedio y eso me hacía alejarme tanto de mis hermanos como de mis compañeros, porque yo tenía que ser un machetero; toda mi educación estuve becado, lo que también agradezco profundamente.
Un día que ya habían terminado las clases, en uno de los pasillos se había formado una cola de compañeros frente a la puerta de un salón. Por pura curiosidad, pregunté: “¿Qué están haciendo?”. “Es que el hermano Brehm está audicionando porque va a montar una comedia”, me respondieron. No sé por qué eso me llenó de curiosidad, pero era una curiosidad desde afuera; es decir, estaba muy lejos de pensar en hacer esa cola, yo no iba a audicionar. Ni loco.
—¿Cómo que hacen cola? ¿Y qué hacen, qué pasa ahí adentro?
—Pues no sabemos porque cierran la puerta, y luego salen unos muy tristes y otros muy contentos.
Me jaló la curiosidad, y entre que salía uno y entraba otro, me asomé para ver qué estaban haciendo. Y pues no, no había nada, sólo el estrado y el maestro en la primera fila de las bancas. Claro que había un texto, pero ¿en qué consistía la audición para saber si sí o si no?
Recuerdo que me asomo, no veo nada, doy media vuelta y, cuando estoy a punto de irme, él me ve y me dice:
—Tavira, le toca, pase.
—No, no, yo no vengo a la audición.
—Pase, allí.
—Pero es que no vengo…
—Ya está dentro.
Me siento, me da el libreto y me dice:
—Lea.
Era una página con un personaje, un texto largo. Y leo, y leía bien porque leía, claro.
El maestro me dice:
—Pues ya está. Usted va a ser don Abundio.
Y yo podría haber dicho “no”, pero como me había asomado y aceptado hacer la audición, ahora no me podía echar para atrás. Se trataba de un sainete de Muñoz Seca, adaptado por el maestro Brehm, muy divertido: El verdugo de Sevilla. Don Abundio era el viejo abogado defensor de un condenado a muerte que iba a tener relación con el famoso verdugo. Recordé que mis padres querían mucho a un jesuita viejo, que a mí me hacía mucha gracia, y decidí que ese sería el personaje.
Nunca se me va a olvidar la tercera llamada porque me tocaba abrir la comedia. En una mesa larga, dos personajes estaban comiendo y tomando una sopa. Se abría el telón y mientras sopeaba, el personaje soltaba el primer parlamento, el cual ya no recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que nos pusieron por primera vez el plato y la cuchara, pues en los ensayos nunca había habido ni plato ni cuchara y evidentemente tampoco sopa. Había que hacer la mímica.
Este teatro en el Patria era enorme, con telar, con desahogos, con foso y cabían muchísimos espectadores. Más de mil. Estaba atestado. Tras la tercera llamada se hizo el silencio, ese silencio abismal… Se abre el telón y, como había unas candilejas muy cerca y muy grandotas, un poco improvisadas, quedé cegado, un poco también por ese pasmo de “ya hay que empezar”. Y me distrajo el tintineo de la cuchara en el plato porque no había sopa, pero como tenía la cuchara en las manos y estaba nervioso, se escuchó el tintineo y eso produjo una carcajada. Evidentemente yo reacciono, hago una pausa y la carcajada se detiene, curiosa. Yo respiro hondo y suelto el primer parlamento, y el teatro se viene abajo, a carcajadas, porque reconocen a aquel viejo. Nunca hubiera pensado que yo pudiera provocar eso.
De la Revolución a la Guerra Civil
Estábamos inscritos en una escuela de jesuitas por una relación con la Compañía de Jesús muy larga y entrañable. Mi padre, como exiliado, había salido de España en el desamparo total con un salvoconducto hacia Francia, con la idea de viajar a México, pero sin un solo centavo. Lo sacaron para salvarle la vida –esto fue antes de la organización de los refugiados; fue al principio de la guerra–. La Embajada de México lo libró de la cárcel en virtud de que había nacido en México durante un viaje que sus padres, mis abuelos, hicieron en ocasión del centenario de la Independencia; vinieron como representantes de la familia real porque mi abuelo tenía que ver con eso. Llegaron en 1910 y, como estalló la Revolución, decidieron quedarse unos años más hasta que se pudiera regresar, lo cual hizo que mi padre naciera casualmente en México y lo bautizaran aquí, en la parroquia de San Juan Bautista Coyoacán. Por peripecias de la guerra en España, fue a dar a la cárcel, sentenciado a fusilamiento. Mi abuela, su madre, se acordó, de que era mexicano –había nacido en México–, lo cual podía ayudar. Fue a la embajada y le dijo al embajador: “Mi hijo está condenado, pero es súbdito mexicano”. El embajador le respondió:
—Perdone, señora, ahí no hay súbditos, hay ciudadanos, y ¿cómo me lo demuestra?
—Con la partida de bautismo…
—Perdone, señora, pero no es un documento oficial; sin embargo, se lo voy a dar por bueno. Según nuestra Constitución, sí nació en México, es mexicano.
Si tengo que agradecer a quienes me ayudaron a construirme, primero sería a mi padre y después a Héctor Mendoza. Lo que yo recibí de ellos fue que confiaron en mí; y es lo que más agradezco.
Fue así como lo reclamó, pero la situación no estaba todavía tan clara como en la posterior posición que México tendría ante esa guerra. Así que fue a dar a Marsella, sin nada. Él tenía que ver cómo irse a México. Como estaba solo y hacía un frío terrible, para refugiarse, decidió meterse en un templo. Se sentó en una banca y se vino abajo. No sabía que en la iglesia, que estaba vacía, lo observaba un cura desde el interior de uno de esos confesionarios, que eran cajas ocultas, llenas de celosías… Salió y le dijo: “Tú no has comido, ¿verdad?”. Y él respondió: “No…”. Total, que llegó a la casa de los jesuitas; le dieron un plato de sopa caliente, y un jesuita francés lo interrogó. Se enteró del caso y le dijo: “Vuelve a comer aquí mañana”. Finalmente, un día le dijo: “Aquí está tu billete para Cuba. Te puedo ayudar con esto”. La gratitud de mi padre con los jesuitas empezó por un jesuita francés en Marsella que le salvó la vida. Le dio una carta para otro jesuita en la Ciudad de México que, en efecto, lo ayudó mucho y luego lo acercó a la Escuela Libre de Derecho –él era abogado– para que pudiera revalidar sus estudios y trabajar como abogado en México.
La experiencia comunitaria
Mi padre dudaba mucho de que mi vocación fuera la de ser jesuita –habría que pensar si no tenía algo de razón–. Es curioso, porque cuando, después de ser jesuita, salí de la orden, él no estuvo para nada de acuerdo; y menos con las razones por las que salí. Pero, en la conversación que sostuvimos, me dijo “bueno, esa es mi opinión, tú decides”. Si tengo que agradecer a quienes me ayudaron a construirme, primero sería a él y después a Héctor Mendoza. Lo que yo recibí de ellos fue que confiaron en mí; y es lo que más agradezco.
Ingresé a la orden porque tenía claro que quería ser jesuita, aunque no sabía muy bien qué sería ser jesuita. Acababa de terminar el Concilio Vaticano. Eran los años sesenta, un momento clave para comprender el mundo: la década del desengaño del sueño americano; el momento de la apuesta total por el mal llamado “socialismo real”; de la Guerra Fría rampante y campante; del movimiento estudiantil; y de la liberación sexual y la píldora. Para el teatro, fue el enclave de la eclosión de los experimentos donde se decidió la sobrevivencia del teatro, que estaba desahuciado y condenado a desaparecer.
El teatro es una relación y una experiencia personal, pero también es una experiencia comunitaria a partir de descubrir lo que tenemos en común como personas. Lo que en un mundo de masas no tiene lugar, en el teatro florece y aparece en la interlocución de una comunidad cálida, no en medio de estos agrupamientos refrigerados de la urbe, que a su vez está tiranizada por la máquina. Esta es la otra tiranía. En el albor de la Revolución industrial, el ser humano celebró la llegada de la máquina como liberación de la esclavitud del trabajo. El entusiasmo por la máquina fue liberador, pero hoy en día tendríamos que decir, ¿y de la máquina, quién nos va a librar?
Comedia y farsa
Diría que la comedia revela la realidad subvertida. La risa es cruel. Sin embargo, yo distinguiría entre la comedia y la farsa. México, por ejemplo, tiene proclividad a la farsa, probablemente surgida de todo ese momento grave e importante para pensar y estudiar que fue la Revolución en donde desaparecieron las compañías de teatro y el teatro formal como tal, y surgió el mal llamado “género chico”, que es parodia, no comedia. Aquí aparece la figura del parodiante, como después lo será Cantinflas o los que aparezcan en la televisión. Toda esta farsa no es cómica. La comedia es realista. Tenemos pocos comediógrafos, sobre todo en el teatro actual mexicano, con una excepción maravillosa: Ibargüengoitia. En cambio, tenemos una multiplicidad de autores de farsa y una proclividad al melodrama, por lo que no es extraño el discurso que escuchamos hoy, que clama a la polarización entre los malos y los buenos, los conservadores y los liberales. ¡Esto es el melodrama! Pero, claro, este es el resultado de que la sociedad se haya nutrido del melodrama a través de la televisión. Es la educación sentimental de la que hablaba Flaubert, pero ¿quién hace la educación sentimental? No la familia, ni la escuela, ni la Iglesia. La educación sentimental la ha estado haciendo la televisión.
El teatro es una relación y una experiencia personal, pero también es una experiencia comunitaria a partir de descubrir lo que tenemos en común como personas.
Toda esta construcción de lo que llamamos la cultura occidental es el producto de un enfrentamiento y una transformación mutua. Por un lado, de toda la cultura grecolatina, que sería la helenización más Roma. Por el otro, del pensamiento medio oriental hebreo, a través del cristianismo. Cuando Constantino se convierte y el cristianismo se convierte en la religión oficial del imperio y, además, se prodiga, pues pasa algo muy grave con aquel cristianismo –el que diríamos del Evangelio, que no va a ser el del cristianismo europeo– porque se va a transformar en gnóstico, tanto como el pensamiento helenista se convirtió, o presuntamente se convirtió, en cristiano. Ahí hay una síntesis que nos explica, entre la cual viene en juego la herencia teatral.
Lo que está sucediendo es lo que combatió san Agustín: el maniqueísmo, este dualismo platónico que divide lo bueno de lo malo, el cuerpo del alma, y entonces el cuerpo es malo y todo lo que es del cuerpo es pecaminoso, mientras que todo lo que es del alma –como si el alma existiera fuera del cuerpo– es sagrado. Para el arte, es clave qué es lo sagrado y qué es lo profano. Hay que entenderlo porque en las comunidades prehispánicas, que aún siguen vivas, la división entre sagrado y profano no existe. El maniqueísmo es occidental. Esto fue tremendo, decisivo para el teatro. Ya en la Poética de Aristóteles hay un proyecto de dos tratados, de dos posibilidades de realización del arte dramático: uno es el de la tragedia y el otro es el de la comedia. Esta dualidad es el emblema de Epidauro, la máscara que llora –que evoca el funeral, según Ismaíl Kadaré–, pero también la máscara que ríe –que alude a la boda, nuevamente según Kadaré–. El ser humano es quien celebra el funeral, pero también quien se ríe de sí mismo. Lo que Aristóteles intentaba plantear como las dos caras de la misma moneda, o las dos caras del emblema de Epidauro, entrará en la instauración del maniqueísmo en la Edad Media. Sabemos que, cuando en el siglo XV, que es el detonante del Renacimiento, aparece un manuscrito atribuido a Aristóteles –probablemente por la vía árabe– como la Poética, que va a dar lugar a la pretensión de volver al realismo –es decir, a la estética que se deriva del optimismo epistemológico de Aristóteles es el realismo, que Georg Lukács explica tan bien en los Problemas del realismo–, sucede que ese texto detonante va a ser traducido al latín, muy mal y con consecuencias muy graves, porque se traduciría a la luz de la traducción previa de los conceptos platónicos. Aristóteles había dicho: “Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”. ¿Cómo es posible que Francesco Robortello traduzca “mímesis” por “imitación”, y de ahí se genere otro extraño concepto como el de “verosimilitud” y que los franceses lleguen al colmo de hablar de tres unidades aristotélicas? Pues ¡si no era san Agustín, tres en uno! ¡Hay una unidad y es una y es la acción! En fin, ese Aristóteles tan mal leído por el Renacimiento no estuvo en la discusión de la Edad Media, porque el texto tuvo un azaroso destino, dado que Aristóteles, colaborador de Alejandro de Macedonia, a la caída de Macedonia, tuvo que irse a vivir en la clandestinidad y se perdieron los textos, ¿cómo es que llegan a la Edad Media? Hay una novela maravillosa de Umberto Eco, El nombre de la rosa, donde explica esa catástrofe que supone la censura a la Poética de Aristóteles, cortando el tratado de la comedia porque es pecaminosa. O la polémica entre Bossuet y Molière.
Entonces, ¿qué sucede? Que la comedia es desterrada del burgo. El burgo es amurallado y entonces tiene que irse en la caravana de los mercaderes, como en el caso de Tespis, y se convierte en el correo; pero subsiste, aunque sea en la carreta.
Subsiste castigada, proscrita, excomulgada. En la tragedia, en cambio, al entrar en el dogmatismo central del acuerdo final, que es consecuencia de los dolorosísimos cismas teológicos de los concilios, se llega a que solamente haya una tragedia celebrable, que es la pasión de Cristo, y entonces hay que representarla. Así, en lugar de los teatros, de los coliseos que hoy conocemos o de Epidauro, se construyen las catedrales. Con ello viene todo este asunto que llamamos “liturgia” y que en realidad es teatro, la gran representación, la gran escena, que se efectúa con qué música, qué coros, qué iluminación, con los vitrales, los vestuarios…
Gaston Baty, uno de los directores renovadores de la vanguardia, siendo al mismo tiempo un medievalista, trata de reformular la utopía wagneriana, sobre todo en la versión de Adolphe Appia, del teatro como el arte total. Lo que había dicho Hegel: el teatro es la cúspide de las artes; contiene todas las artes y nadie lo puede contener. Baty diría: “Esto ya sucedió cuando la tragedia se empobreció como drama, en el sentido de que sólo hay un acontecimiento celebrable, aunque cíclico porque organiza toda la vida social”. Es el año litúrgico, que seguimos celebrando porque el mercado se adueñó de él. Y entonces, pues vienen las Navidades, precedidas por un Adviento, luego una Cuaresma, después una Pascua, un Pentecostés, el Carnaval, etcétera. Esto es lo que esa representación organiza de la vida social. Y volvemos otra vez a la necesaria comprensión del hecho teatral con la vida social.
Sobre Héctor Mendoza
Decidí entrar a la orden durante los años sesenta, en un momento en que vino el Concilio. Después, los jesuitas se reunieron en una congregación y se dieron cuenta de que era necesario cambiar las cosas; ponerse al día con lo que pasaba en el mundo.
Tuve la enorme fortuna de encontrar a un maestro que nos enseñaba griego leyéndonos a Sófocles y haciéndonos decir el ditirambo; creo que ahí fue donde se dio el chispazo.