Como Alfonso Reyes, Jorge Cuesta, Octavio Paz y Rosario Castellanos, Gabriel Zaid se inscribe en esa singular tradición nacional de poetas que son también pensadores originales. Con una diferencia: Zaid lo es de una manera distinta, casi anónima. Un Sócrates mexicano que no llega al extremo de desdeñar la escritura, pero sí la fama y la publicidad asociadas a ella. Zaid nunca ha dado una entrevista ni promocionado su obra. Tampoco participa de la vida literaria en ninguno de sus rituales (premios, conferencias, recitales, presentaciones). No se conocen fotografías de él y resguarda celosamente su vida privada.
Para Zaid, la figura del autor distorsiona el sentido de sus palabras, que sólo deberían valer por lo que puedan ofrecer por sí mismas en el debate público, en el que participa cotidianamente desde hace más de seis décadas. No es asesor de políticos ni de empresarios. No hace giras de promoción. No acepta ir a la televisión ni a la radio. Todo lo que tiene que decir lo dice en público y por escrito. Como los de José Ortega y Gasset, la mayoría de sus libros son recopilaciones armónicas de sus textos en la prensa. Gabriel Zaid es un milagro de la “cultura libre”, aquella que se hace a vista de todos en la arena pública. La prensa como el ágora de nuestra polis.
En Cómo leer en bicicleta usa los recursos de la monografía científica, el alegato jurídico y los lenguajes publicitario, culinario, policiaco y hasta astrológico para hacer una burla ácida de los inflados egos y gastados clichés de sus colegas escritores, pequeñas miserias producto de repartirse un pastel diminuto; pastel al que Zaid renunció desde el principio, apostando por la independencia económica, como empresario, para ganar libertad como crítico y poeta. El secreto de la fama también está centrado en las contradicciones entre literatura y reconocimiento. Ahí nos recuerda que la mayoría de las personas que sacrifican su intimidad por el privilegio de ser (re)conocidas, acaban lamentándolo. “El secreto de la fama” es que una vez que la alcanzas te arrepientes de tenerla. Una cita de “Curriculum vitae”, único texto “autobiográfico” de su obra, nos permite entender su actitud ante la vida y la sociedad:
Desde que empecé a leer, la vida (lo que la gente dice que es la vida) empezó a parecerme una serie de interrupciones. Me costó mucho aceptarlas, y a veces pienso que sigo en las mismas. Que en vez de dejar el vicio, lo llevo a todas partes. Que si, por fin, salí a la realidad (lo que la gente dice que es la realidad) fue porque también me puse a leerla.
La obra de Zaid es un canto, conciso, a la conversación inteligente y al aprendizaje en la práctica. Hace del sentido común una filosofía para la vida y de la lectura, una dichosa enfermedad. Para Zaid, “la cultura es conversación. Pero escribir, leer, traducir, editar, diseñar, imprimir, distribuir, catalogar, reseñar, pueden ser leña al fuego de esa conversación, formas de animarla. Hasta se pudiera decir que publicar un libro es ponerlo en medio de una conversación, que organizar una editorial, una librería, una biblioteca, es organizar una conversación”.
Lo que recorre todos sus libros es una defensa implícita de la dignidad de la persona y su libertad. Por eso sus dardos van dirigidos contra el gigantismo piramidal de los gobiernos, la burocracia, los sindicatos, las grandes empresas, el claustro académico, así como las ideologías que los sustentan”.
Por eso mismo, está en contra de la cultura como ostentación, como vacua erudición, como pozo sin fin. La lectura sólo sirve si transforma y ayuda a vivir:
Quizá por eso, la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan. ¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.
Las batallas intelectuales de Gabriel Zaid abarcan muchos campos, pero todos los temas que aborda están interrelacionados entre sí, lo que da coherencia interna al conjunto de su pensamiento. Lo que recorre todos sus libros es una defensa implícita de la dignidad de la persona y de su libertad. Por eso sus dardos van dirigidos contra el gigantismo piramidal de los gobiernos, la burocracia, los sindicatos, las grandes empresas, el claustro académico, así como las ideologías que las sustentan. Todas estas, formas de control del individuo, algunas voluntarias; todas, maneras de diluir el yo en un abstracto y colectivo nosotros: el pueblo, la empresa, el partido, la universidad. Y frente a esas enajenaciones colectivas contrapone la autonomía económica a través de la microempresa, la autonomía intelectual con la participación libre en el debate público, y la autonomía espiritual con la lectura (cultura) de base. Lo pequeño, próximo, familiar y artesanal frente a sus antónimos: grande, lejano, ajeno e industrial. También lo abierto frente a lo cerrado. Contra la idea de progreso que sacrifica el presente por el futuro. Contra los apantallantes elefantes blancos que olvidan la escala humana de las cosas. Y contra el trabajo enajenado que sacrifica el tiempo libre, único y escaso bien de la vida.
En ese sentido, no debería escandalizar su crítica a la universidad como el emblema no del “amor al conocimiento”, sino de la burocratización del conocimiento. La universidad como perversión de la Academia ateniense de Platón, constituida por el puro placer de aprender. La universidad convertida en una enorme maquinaria burocrática. Para el maestro, una carrera de obstáculos para ser especialista en un tema minúsculo, no debatible en público, cuyo único fin es tener la exclusividad de un asunto para vivir de él. Las universidades, para el alumno, como pirámides que otorgan “credenciales del saber” (títulos) que en realidad son “credenciales de acceso privilegiado al mundo laboral”. Y que al masificarse como anhelo de escalera social han tenido que mudar su eficacia para conceder privilegios de la licenciatura a la maestría y de la maestría al doctorado. Frente al saber cerrado, de especialista, de claustro, para iniciados, que propone el mundo académico, Zaid antepone el saber abierto, de plaza pública, para todos, que propician la prensa y los libros.
Pero los libros, convertidos en industria masiva, también entrañan riesgos, como demuestra en Los demasiados libros, un ensayo anfibio que critica la industria editorial en su ceguera mecanicista, al tiempo que reivindica sus mejores prácticas: aquellas que buscan que todo buen libro, cuidado con mimo, encuentre a su lector ideal y cambie una vida con ese feliz hallazgo. Y que ese libro se inscriba dentro de una constelación congruente, pero no previsible. Una constelación definida, pero abierta, cuyo motor es la palabra “no”. No aporta, no interesa. Para que sus escasos “síes” tengan sentido, un buen editor debe decir “no” miles de veces.
La cultura debería nacer al revés: de la lectura a la escritura; del monólogo al diálogo en escala pequeña, aquella en donde se puede de verdad intercambiar ideas y razonamientos. La masificación cultural todo lo iguala a la baja e imposibilita la conversación”.
Los demasiados libros estudia la realidad de las sociedades contemporáneas, que tienen más acceso que nunca a la cultura y menos tiempo para disfrutarla. Como si fuera un físico, Zaid encontró la relación paradójica entre materia y tiempo. Podemos acumular toda la música de Mozart, pero no tenemos el tiempo de escucharla:
Ante la disyuntiva de tener tiempo o cosas, hemos optados por tener cosas. Hoy, es un lujo leer a Sócrates, no por el costo de los libros, sino por el tiempo escaso. Hoy, la conversación inteligente, el ocio contemplativo, cuestan más que acumular tesoros culturales. Hemos llegado a tener más libros de los que podemos leer.
Otra paradoja es que todo el mundo quiere escribir (de ahí el éxito de la autoedición por Amazon… para Amazon), pero nadie tiene tiempo de leer a los demás. Esto vuelve la cultura una interminable sucesión de monólogos a los que nadie atiende. La cultura debería nacer al revés: de la lectura a la escritura; del monólogo al diálogo en escala pequeña, aquella en donde se puede de verdad intercambiar ideas y razonamientos. La masificación cultural todo lo iguala a la baja e imposibilita la conversación.
En el vasto mundo de la cultura se necesita un primer punto de apoyo. La suerte de tener un maestro, amigo, familiar, que te ayude a encontrar ese primer libro decisivo que te abra los ojos al cielo nocturno y te haga ver el universo que te espera detrás. Un primer paso hacia la red que relaciona los libros entre sí y la experiencia personal con su lectura. Ese es el papel de los clásicos, brindar esas lecturas comunes que hacen posible la conversación. No se puede hablar o debatir sin unas mínimas referencias compartidas.
A diferencia de la televisión, que está obligada por costo a producir para públicos amplios, lo que limita la profundidad de su mensaje, la economía del libro permite producir a escala mucho menor, lo que favorece la diversidad y la densidad. También ayuda que sea una tecnología no superada ni superable. Como el alfabeto o la rueda, el libro nació perfecto y compite con tal éxito en el mundo digital que el formato complementario es el ebook y no el papel.
Así como ridiculiza las ínfulas de trascendencia de los autores, sus egos y demandas infinitas, Zaid entiende como pocos el papel crucial que juegan los intermediarios (críticos, editores, libreros, directores de festivales, bibliotecarios) en la cadena de valor del libro, lo que quiere decir, en el nivel de la conversación pública:
Aunque el ruido y la vacuidad de los bestsellers sea deprimente y parezca una amenaza para la lectura, la mayor amenaza está en el ruido del caos, en el cual tantos libros excelentes se pierden de vista. Pero del caos pueden surgir constelaciones, y el ruido puede filtrarse para que se escuche la música. Esta función, capital para la cultura, ha sido vista por lectores inteligentes que deciden intervenir y actúan como filtros creadores de sentido para sí mismos y para otros.
Ese justamente debería ser también el lugar de Zaid en la cultura en español. Un filtro creador, una referencia común.
No es casualidad, tampoco, que la gran batalla política de Gabriel Zaid haya sido contra el viejo PRI, pirámide de pirámides, inmenso aparato de poder creado para cooptar la iniciativa individual, agrupar a las personas en sectores inmóviles, monopolizar la conversación. El PRI, ese oxímoron perverso que supo perpetuarse en el poder desde la suma de voluntades debidamente abolladas por la represión (palo) y aceitadas por la corrupción (zanahoria). Y más cuando a su afán de control político sumó, con Luis Echeverría, el control económico, como demuestra en La economía presidencial. Zaid proponía un remedio simple: libertad de empresa, debate público y elecciones limpias, algo que en los sesenta y setenta sonaba a anatema. Su participación junto a Octavio Paz en ese empeño, primero en Plural y luego en Vuelta, lo convirtió en el motor de decenas de iniciativas en favor de la democracia.
Ante el regreso del viejo PRI en los ropajes de Morena, no sólo es imperativo volver a leer La economía presidencial, sino las denuncias puntuales que del gobierno de López Obrador sigue haciendo en la prensa Zaid. Denuncias nunca a la persona, nunca agresivas, propositivas siempre y mucho más demoledoras, en su juego limpio, que la de otros críticos cegados (¿cómo juzgarlos?) por la animadversión personal hacia el actual presidente.
Antes de que Muhammad Yunus “inventara” los microcréditos y antes que se popularizara la idea de una renta básica universal, Zaid proponía, en El progreso improductivo, estas medidas para darle poder a las personas frente a las estructuras colectivas. La metáfora del libro sigue vigente casi medio siglo después: la bicicleta (movilidad sin motor) y la máquina de coser (un taller en cada familia), instrumentos para crear una red de microempresarios en su lugar de origen que frenara las migraciones a los cinturones de miseria de las ciudades. Una sección de este libro, “Productividad sin burocracia”, se convirtió, ampliada, en el título Hacen falta empresarios creadores de empresarios para terminar en el ya definitivo Empresarios oprimidos.
Este libro se inscribe dentro del rechazo contra la tentación de Echeverría de trasladar el manejo de la economía de Hacienda a Los Pinos y de los abogados del proceso estabilizador al populismo estatista de los años setenta. Era en su origen un libro contra la planificación central, las empresas paraestatales y la burocracia. La tesis, sustentada en toda clase de números y tablas irrefutables, es que la economía central no es generalizable al resto del país, que en la gran pirámide estatal sólo caben unos pocos, que a mayores tasas impositivas menos recaudación y más injusticia social, que el costo de acomodar a unos pocos en la pirámide utópica es altísimo y de rendimiento decreciente y que todo esto no es sostenible ni con subsidio de la energía fósil (petróleo) ni a golpe de la deuda externa (que es siempre un bumerán).
En cada nueva edición, ha ido ampliando su critica también a los gobiernos que sustituyeron la marea populista y que propusieron en cambio la apertura al capital extranjero y la gran empresa privada sin darse cuenta de que estas soluciones tampoco son generalizables y también tienen una productividad decreciente. Pese a que son menos onerosas, por venir del bolsillo de los particulares, no dejan de ser utópicas. No todo el país puede tener una oficina en Polanco.
Frente a ello, Zaid propone una solución integral, simple y contraintuitiva: abrir los ojos al México real y ver cómo ante la imposibilidad de formar parte del México privilegiado (universitario, sindical, burocrático o empresarial) la gente común y corriente se busca la vida como empresario de sí mismo. Y no se refiere solamente a los microempresarios legales, que aportan más del 90% de los trabajadores afiliados al IMSS, sino, y sobre todo, a los llamados trabajadores informales, que para Zaid son empresarios sin credencial de empresarios y sin consciencia de empresarios.
Los vendedores de globos y esquites, los afiladores de cuchillos, los repartidores de pan dulce. Y aquí llegan las incómodas verdades: “Un puesto de tacos le conviene más al país que un puesto burocrático”. El puesto de tacos, deliciosa realidad pero también metáfora, es mucho más rentable para el país que un empleo en una empresa transnacional, la burocracia o la cátedra. El capital que se requiere es infinitamente menor y su rentabilidad social mucho más grande. ¿Una prueba? La capacidad de pagar un crédito de alta tasa que tienen estos empresarios, por el agiotista de barrio, frente a la dificultad del país de hacerse cargo de su deuda externa o el costo de contratar un crédito privado, a menor tasa incluso, para una empresa enorme.
La solución no es combatir la informalidad, sino apoyarla. México requiere reconocer en estos empresarios desconocidos la solución a la pobreza, no su causa. Empresarios que sí pagan impuestos, pero en efectivo, al líder gubernamental en forma de mordida y, ahora, en forma de pago de piso, al líder criminal. La solución es que los impuestos de estos empresarios, que no tienen tiempo de atender los caprichos de Hacienda ni sus trámites laberínticos ni sus multas arbitrarias, es que los impuestos funcionen como las mordidas: un sólo pago mensual, sin trámites, en el lugar de trabajo, y de cuota fija accesible y justa.
El México que propone Zaid no invalida el México piramidal ni lo combate. Es un camino paralelo. Para Zaid habría que volver al crédito a la palabra, al trámite único, al trabajo artesanal, a la vida horizontal.
Gabriel Zaid es un ilustre desconocido y el autor más influyente del siglo XX mexicano”.
Regiomontano en la capital, creyente en un mundo jacobino (como Jean Meyer con la guerra cristera, Zaid sacó a la cultura poética católica de su ostracismo, en tres ensayos que se volvieron canónicos sobre López Velarde, Pellicer y Manuel Ponce), liberal con tintes anarquistas en un universo dogmático, trascendente en un ámbito nihilista, práctico en un mundo de soluciones utópicas, Gabriel Zaid es un ilustre desconocido y el autor más influyente del siglo XX mexicano. Nacido en 1934, ojalá obedezca por muchos libros más su poema “Práctica mortal”:
Subir los remos y dejarse
llevar con los ojos cerrados.
Abrir los ojos y encontrarse
vivo: se repitió el milagro.