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Literatura

Zaid y el liberalismo: el heterodoxo

El politólogo José Antonio Aguilar Rivera desmonta el prejuicio de Gabriel Zaid como un pensador neoliberal. Un lector lúcido se da cuenta de que el pensamiento zaidiano ha hecho una crítica a las falsas necesidades y obligaciones del progreso, a la explotación que genera, al improductivismo del Estado, a la necesidad de que las empresas suban el nivel de la especie humana; cuestionamientos heterodoxos que han resultado incómodos.


Por José Antonio Aguilar Rivera

Continuar es como regar un olivo plantado por otro,

como cultivar y hacer crecer un monumento a otro.

I

 

 

En muchos sentidos, Gabriel Zaid es una figura ejemplar para el liberalismo mexicano. Hay un sitio personalísimo que Zaid ocupa en esa tradición. El papel que ha desempeñado en la vida pública mexicana por más de medio siglo es fundamental. Sin embargo, su significado no siempre ha sido comprendido cabalmente. Hay cierta caricatura que pretende leer a Zaid, Octavio Paz y otros liberales mexicanos en una clave supuestamente “neoliberal”. Nada más alejado de la verdad. En Zaid hay un rescate de la idea del individuo como centro de una economía moral en un contexto intelectual adverso. Esta defensa, a contracorriente, del pensamiento económico y político prevaleciente en los setenta fue extraordinaria. Para los liberales, esta posición es ejemplar, al tiempo que encarna una advertencia: Zaid es un crítico del progreso. En 1979, escribió El progreso improductivo, obra que presentó una crítica disruptiva del consenso reinante entonces sobre la economía. La idea de devolver la iniciativa económica a los individuos es toral en el pensamiento liberal. El Estado es, sin duda, parte del problema. Un Estado “más grande, más cargado de miles de operaciones, ni siquiera es un Estado políticamente más fuerte: acaba absorbiendo fuerzas contradictorias a las que ya no puede gobernar abiertamente”[1]. El progreso termina por servir al Estado y a sus burocracias, no a las personas. En efecto, señalaba Zaid: “Darle a un lacandón mil pesos de automóvil, cirugía cardiovascular, estudios universitarios, protección militar u otros bienes y servicios estatales, es darle mucho menos que mil pesos en efectivo”. En parte, esto se debe a que “el Estado no actúa como instrumento de la sociedad. Actúa como si fuera una persona: como un fin en sí mismo, como alguien cuyo verdadero fin fuera existir, crecer, multiplicarse, entregado a su vocación , que es la totalidad. Al Estado le conviene que haya males sociales que remediar, y que nunca se acaben, como a los médicos les conviene la enfermedad y a los enterradores la muerte: para darle sentido a su existencia, ventas a sus servicios, demanda a su oferta”.[2]

Cubierta de Hacen falta empresarios creadores de empresarios de Gabriel Zaid, libro publicado por Océano en 1995.

Caracterizar las ideas sociales y políticas de Zaid como ‘neoliberalismo’ es caricaturizarlas”.

Sin embargo, Zaid no es un aplaudidor acrítico de las virtudes empresariales. Si bien es cierto que la burocracia tiende a reproducirse y que la burocracia estorba para que se multipliquen los empresarios, los empresarios ayudan a que se multipliquen los burócratas: “Se ha visto repetidamente: un empresario hace crecer su empresa hasta que el crecimiento lo rebasa y todo queda en manos de una burocracia, interna o externa. No sólo eso: su gran empresa busca activamente la destrucción de otros empresarios, ya sea absorbiéndolos, eliminándolos o haciéndoles la vida imposible como proveedores, clientes o competidores”.[3]

Zaid es muchas cosas, pero no es un “neoliberal”. Se equivoca Rafael Lemus cuando afirma que en estas ideas “se asoma ya el homo economicus que años más tarde el orden neoliberal se obstinaría en producir”[4]. Según Lemus, el neoliberalismo de Zaid se exhibe en su celebración del pequeño empresario que “lejos de empeñarse en la construcción de un régimen de derechos sociales universales, opera en solitario, se sabe dueño de un cierto ‘capital humano’ y está listo para arriesgarlo en diferentes transacciones comerciales”. Caracterizar las ideas sociales y políticas de Zaid como “neoliberalismo” es caricaturizarlas. Cualquier lector avispado de Zaid, no cegado por anteojeras ideológicas, sabría que el autor de Leer poesía se preocupa por los múltiples objetivosmuchos de ellos no materiales– de la vida humana. En parte eso se explica por su catolicismo. Zaid se parece mucho más a Tocqueville que a Von Mises o a Hayek. Incluso su análisis económico considera que los fines últimos están en algún lugar fuera de las transacciones de mercado. Zaid lo dice con todas su letras: “Una cosa es reconocer que el mercado es la solución más práctica para infinidad de cosas, y otra es tenerle fe como remedio para todo. Si todo fuera mercantil, y el mercado fuera perfecto; si todos los valores pudieran expresarse como precios, y la satisfacción de todos pudiera maximizarse comprando y vendiendo competitivamente, el valor agregado por las operaciones lucrativas sería la suma de todo lo humanamente valioso. Las utilidades de cada empresa y los ingresos de cada persona serían el reflejo exacto de su aportación al bien común. Lo mejor para todos y cada uno sería el lucro máximo. Pero el desarrollo del bien común ni está peleado con el lucro, ni puede reducirse a lucrar. La vida económica es parte de una vida más amplia: personal, familiar, social, política, cultural y religiosa, lo mismo en las tribus nómadas que en la vida moderna. Un empresario, como todo ser humano, es mucho más que un homo economicus. Tiene aficiones, entusiasmos, sueños de realización personal y de vida en común que rebasan el ámbito lucrativo. Limitarse a lo que es negocio sería mutilación”.[5] Por ejemplo, cuando Zaid se pregunta para qué son las empresas, responde: “Lo que justifica socialmente a las empresas no es, en primer lugar, lo que producen hacia adentro (a sus dueños, a su personal), sino hacia afuera (a sus clientes, al entorno social, cultural y físico). Un hospital se justifica, en primer lugar, por la salud que produce… no por el empleo ni las utilidades que produce. Lo valioso de las empresas es que ofrezcan productos y servicios que mejoren la vida: el desarrollo personal, familiar, social y cultural, la evolución de la naturaleza, el curso de la historia. Las empresas (como las obras de creación, de investigación, de civilización, de servicio público, religioso, social, cultural) deberían subir el nivel de la especie humana, hacer más habitable el planeta”[6]. ¿Son estas las palabras de un neoliberal?

Cubierta de El progreso improductivo de Gabriel Zaid, edición de Penguin-Random House, México, 2009.

 

II

En la casa del liberalismo encontramos pensadores heterodoxos, incómodos en los confines de una tradición. El progreso improductivo no sólo es una crítica al improductivismo del Estado, es también una crítica a la idea misma de progreso. Esa es la idea no datada del libro que sobrevive. Y es una idea problemática para el liberalismo. Lo es porque revela la fina costura entre el liberalismo y la tradición conservadora en el pensamiento de Zaid. No es necesario profesar ningún tipo de purismo para apreciar las tensiones internas que el liberalismo, entendido como un conjunto de ideas más o menos coherentes, a menudo contiene. El conservadurismo en Zaid produce un efecto similar al romanticismo en Octavio Paz.

Como muestra el caso de Christopher Lasch, en The True and Only Heaven: Progress and Its Critics, la nostalgia tiende inevitablemente a idealizar a quienes el progreso, en su arrogancia, deja a la vera del camino. Un indio, se pregunta Zaid, que siembra con tractor y fertilizantes, con variedades híbridas mejoradas por la investigación “¿en qué sentido sigue siendo un indio?”. Cuando se trata de ayudar a los indios, “¿cómo podemos ayudarles sin destruir su cultura?”[7]. Se pregunta Zaid: ¿Quién habla hoy del campo de forma idílica? La querella con el progreso tiene dos vertientes: una que critica a la igualdad y al igualitarismo, y otra que descree del futuro como zona de anhelos compartidos. El problema es que tanto la igualdad como el futuro son elementos constitutivos por lo menos de varias ramas de la fronda liberal.

El progreso crea falsas necesidades y ‘falsas obligaciones’. Es, sobre todo, ineficiente. En el camino hacia la meca se dejan de lado no sólo cosas, sino ‘aprendizajes y formas de vida’ ”.

Zaid señala acertadamente que la exigencia de progreso está ligada a la noción moderna de igualdad: “Si todos pueden aspirar a todo, y todo puede conquistarse, si no hay gracias inmerecidas, si la vocación es algo que se planea y el amor algo que se construye, no hay límites para el deber ni para el trabajo: estamos obligados a todo, todo debe alcanzarse y conquistarse, todo es transicional, insatisfactorio y desechable, hacia un más allá que se mueve constantemente y al que nunca se llega”. Así, la “principal injusticia de la idea moderna de igualdad es que crea deberes monstruosos e insatisfacciones nunca vistas”[8]. Aquí el problema son las expectativas, las aspiraciones, incumplidas. “Toda mujer, con empeño y con los grandes recursos de que hoy se dispone, puede llegar a ser como las estrellas de cine; y si puede, lo debe: toda gorda está en deuda con el destino de la humanidad”. Por ello, “los pobres son más pobres desde el momento en que saben que pueden dejar de serlo. Por eso, contra lo que se cree, no es la gente que está en la peor situación la que está más descontenta, sino la que ha llegado al umbral donde se abre lo posible”. Se vuelve aspiracionista. El progreso crea falsas necesidades y “falsas obligaciones”. Es, sobre todo, ineficiente. En el camino hacia la meca se dejan de lado no sólo cosas, sino “aprendizajes y formas de vida”. En efecto, “mucha gente que sabe hacer bien algo, y que lo hace con gusto, y que debería ser feliz haciéndolo, se siente obligada a dejarlo ‘para progresar’ ”.[9]

Sin embargo, la idea del progreso es consustancial al liberalismo; incluso en pensadores que tienen cierta nostalgia por un pasado perdido, como Alexis de Tocqueville. Para el francés, todas las soluciones a los problemas sociales creados por la igualdad de condiciones estaban adelante, ninguna atrás: el asociacionismo, el interés individual “bien entendido”, la creencia religiosa. Notablemente nunca criticó la idea misma de progreso. En la raíz del pensamiento de Tocqueville está la idea de que los innegables males de la democracia se curan con más democracia. No se requiere tener una fe inagotable en el poder de la ciencia, como Francis Bacon, ni una gran reverencia por los letrados de gremio, para creer en el progreso.

La “igualdad moderna” de Zaid es la igualdad de condiciones que describió Tocqueville en Estados Unidos. Como Zaid, Tocqueville dio cuenta de los efectos de la igualdad sobre la imaginación. Lo posible detona una enorme energía productiva alimentada por la insatisfacción. Ello no es negativo. Tocqueville documentó la pasión por el bienestar material de los norteamericanos. A pesar de ver con ojo crítico muchos de estos fenómenos (la envidia es una pasión netamente democrática), no dejó de apreciar y admirar las fuerzas sociales desatadas por la igualdad. La actividad, el trabajo, era un fermento que tenía un lado positivo. El anhelo de lo posible, el aspiracionismo, llevaba a los norteamericanos a asociarse para lograr metas en común. Aprendían que la cooperación les permitía alcanzar grandes metas, primero en lo político y luego en otros ámbitos. La inconformidad que Zaid identifica como una patología del progreso es para Tocqueville la fuente del movimiento. Sobre todo, no había vuelta atrás: la virtud y el honor como principios estaban muertos. Los límites de la acción humana estaban trazados por el individualismo. Nadie podía ser ya devuelto a “su sitio”. Y eso no era, en balance, una mala cosa. Tocqueville, es cierto, descreía de una idea de progreso que redujera a las personas a seres materiales, que estuviera divorciada de la justicia, y criticó la prosperidad separada de la virtud. Sin embargo, ese movimiento –el progreso– también elevó la condición absoluta de todas las personas y creó cierta dulzura en las costumbres. Y eso no era una cosa menor.

Retrato de Alexis de Tocqueville, autor de La democracia en América. Heliograbado de Dujardin en el libro Souvenirs d'Alexis de Tocqueville, edición póstuma a petición del autor, publicado por Calmann Lévy en 1893, París.

 

Para Zaid, el progreso crea un culto futurista que empobrece. También hay, señala, explotación en la “igualdad progresista”. Así, “un señor feudal o el clero tomaban producción de los campesinos y les daban en cambio protección, fiestas, liturgia, es decir, sentido existencial. Los empresarios modernos, incluyendo a los burócratas socialistas, toman producción de los campesinos y les quitan el sentido: les ofrecen la igualdad y el progreso futuro de que tal vez sus hijos puedan dejar ‘la idiotez de la vida del campo’. Así se explota el presente en favor del futuro. La ancianidad resulta idiota: no produce ni tiene futuro… la noción moderna de igualdad no sólo crea deudas e insatisfacciones sin límite: produce niños, viejos y mediocres que hay que tirar por el caño”[10]. Aunque Zaid no busca “negar al progreso”, lo cierto es que al final del día es difícil separar al progreso mismo de las “ilusiones del progresismo y del espíritu de igualdad”.

Ilustración de Alejandro Magallanes.

 

El futuro en la tradición liberal es un campo abierto a la exploración. Aún en el sentido de la exploración vuelta sobre sí misma de T. S. Eliot: el redescubrimiento, al final del camino, del punto de partida. Y cada individuo es responsable de hallar el sentido de su propia vida. Hay otra diferencia fundamental entre las perspectivas sobre el progreso de Zaid y Tocqueville. El segundo creía que la marcha hacia la “igualdad moderna” era inexorable, una especie de designio divino. No estaba mal que la gente fuera aspiracionista y quisiera dejar su “estación” para mejorar su posición social. Ante ese designio, mostró una resignación reflexiva que hizo que su mirada se dirigiera al futuro, no al pasado, en busca de consuelo y esperanza. La tormenta del progreso dejaba a su paso vestigios útiles para combatir los peores vicios del individualismo. Los ciudadanos democráticos, borrachos de posibilidad, demostraban a diario que los límites de lo posible no estaban escritos aún. Su voluntad los movía a cada momento. El futuro no era un espejismo. De la misma forma, la religión obligaba a las personas a mirar más allá de sus narices, al futuro incluso más allá de lo terrenal. La igualdad era un bien mezclado y ambiguo, pero era un bien, sobre todo si podía reconciliarse y aliarse con la libertad.

III

La ejemplaridad de Zaid para el liberalismo está, en parte, en sus afinidades electivas. Le recuerda a los liberales que el orbe conservador existió y existe aún. Sin el otro, la tradición liberal pierde la brújula. En el 2001 escribió:

Muchos ideales conservadores merecen cuando menos el debate. Por ejemplo: La conservación de la naturaleza, de las especies, del ambiente. La conservación de las lenguas, de los clásicos, de las tradiciones, de los usos y costumbres. La conservación de lugares, monumentos, obras de arte, libros, objetos y documentos de interés. La conservación de la vida y la salud física y espiritual. La conservación de los valores religiosos, familiares, patrióticos. La conservación de la identidad nacional frente a los Estados Unidos, las trasnacionales y el darwinismo global. Deberíamos estar agradecidos, no escandalizados, de los pocos valientes que hoy se atreven a manifestar su anormalidad[11].

Tiene razón Zaid. Detrás de los argumentos conservadores hay razones que merecen ser escuchadas y debatidas. Tomar en serio reivindicaciones y causas que son políticamente incorrectas es hoy más importante que nunca.

Hay, sin embargo, un punto en el que la costura se descose. El aceite se separa del vinagre: los líquidos se decantan y podemos ver que son dos cosas distintas aunque puedan, a veces, unirse coyunturalmente. El liberalismo es incompatible con algunos de los postulados filosóficos, políticos e institucionales del conservadurismo. La veta conservadora de Zaid no es solo un filón de riqueza y diversidad, también es una alcabala para el liberalismo. Ese impuesto puede apreciarse en dos temas distintos: la defensa de la igualdad ante la ley y la crítica al populismo reaccionario. El liberalismo combate ambos, no sólo en México, sino históricamente. El combate a los fueros y los privilegios es parte de la historia constitutiva del liberalismo. Una norma, un valor central del liberalismo, es la imparcialidad: un mismo sistema legal aplicado a todos por igual. Por razones antropológicas (la igualdad esencial de las personas) y legales (un mismo marco de normas para todos), el liberalismo ha combatido los fueros. Una antropología política que no tiene en su centro a los individuos libres e iguales, sino a comunidades no tiene mayor problema con el pluralismo legal. Es el caso de Zaid. Así, en 1998, en el contexto de las reformas constitucionales sobre derechos indígenas escribió: “Los que queremos, ante todo, más (aunque se trate de algo tan abstracto como ganar puntos, dinero, ascensos, reconocimiento) no fácilmente podemos ayudar a los que quieren, ante todo, ser”[12]. Puesto así, se trataba claramente de una disputa ontológica. Zaid pensaba entonces que el “consenso nacional” era “favorable a un trato especial para los indios, que puede formalizarse en un fuero indígena, donde los usos, costumbres y derechos tradicionales se articulen con el derecho general”. Para él era evidente que las culturas indígenas requerían una legislación aparte.

Se trata de un consenso muy notable, porque la cultura del progreso tiene una repugnancia visceral a los fueros especiales. Desde el siglo XVIII, los combatió como reaccionarios, y los fue destruyendo (hasta provocar el grito de ¡religión y fueros!), con excepciones significativas: todavía existe un fuero militar, con leyes, zonas, autoridades, tribunales, cárceles y jurisdicciones especiales.[13]

Los límites del liberalismo frente al conservadurismo pueden verse aquí como la línea que separa el aceite del vinagre: “Los militares no constituyen una etnia, pero, en buena medida, se gobiernan aparte, según sus usos y costumbres, sin mengua de las autoridades civiles, ni daño a la soberanía sobre el territorio nacional. Tradicionalmente, ha habido fueros estamentales (eclesiásticos, militares) y territoriales (los llamados fueros municipales). Los fueros indígenas pueden instituirse como estamentales (por etnias) o territoriales (por municipios) o en una combinación”. Apenas es necesario decir que los usos y costumbres difícilmente pueden justificarse desde el liberalismo, y por muy buenas razones, como ha razonado Brian Barry. La igualdad ante la ley es una de esas líneas en la arena que separa dos demarcaciones distintas.

Cubierta de La economía presidencial de Gabriel Zaid Editorial Vuelta, 1987.

En segundo lugar, parecería existir un flanco débil en el edificio intelectual de Zaid frente al populismo de nuevo cuño que en 2018 tomó el poder en México. Es una debilidad que no existió en los años setenta, cuando Zaid combatió vigorosa y eficazmente al populismo echeverrista desde su trinchera cultural. Había una claridad que hoy, en parte, se echa de menos. Probablemente porque hay cierta afinidad entre el inquilino de Palacio Nacional y algunas de las propuestas históricas de Zaid. No se puede decir que López Obrador sea un amigo del Estado: se ha dedicado a destruir la burocracia y a disminuir o desaparecer las capacidades estatales. Se rehúsa, como querría Zaid, a aumentar impuestos y prefiere desvalijar las instituciones para repartir dinero en efectivo en programas de corte clientelar. Redistribuir en efectivo ha sido por años una de las causas de Zaid. Sin embargo, hay algo más. López Obrador ha idealizado el atraso y las formas de vida simples del campo. Ha hecho el elogio de los saberes ancestrales y ha atacado a los universitarios, portadores de títulos, que tanto le molestan a Zaid. Edificó la caricatura de la utopía arcaica. El presidente ha dicho que la simplicidad cristiana es una virtud política. Algunos lacandones, por lo menos, hacían uso de un Seguro Popular que ya no existe. Muchos niños con cáncer, no privilegiados, también. La crítica –tan eficaz contra los populismos izquierdistas convencionales– simplemente está mal armada, por razones antropológicas y filosóficas, ante este indudable enemigo del liberalismo. El pensamiento de Zaid es estructuralmente vulnerable ante la reivindicación del trapiche de López Obrador. No se trata, por supuesto, de que Zaid no haya sido un crítico del gobierno actual. Lo ha sido. Sin embargo, una parte de su arsenal ideológico es inadecuado ante un enemigo con el que comparte filias y fobias. Así, irónicamente, el lopezobradorismo ha mostrado los límites del liberalismo de uno de nuestros mayores intelectuales públicos.

[1] Gabriel Zaid, El progreso improductivo (México: Océano, 1999), p. 152.

[2] Zaid, op. cit., p. 154.

[3] Gabriel Zaid, Hacen falta empresarios creadores de empresarios (México: Océano, 1995), p. 11.

[4] Rafael Lemus, Breve historia de nuestro neoliberalismo (México: Debate, 2021), p. 31.

[5] Gabriel Zaid, Dinero para la cultura (México: Debate, 2013).

[6] Zaid, op. cit., p. 103.

[7] Zaid, El progreso, p. 65.

[8] Zaid, op. cit., p. 70.

[9] Zaid, op. cit., p. 71.

[10] Zaid, ibid.

[11] Gabriel Zaid, “En defensa de los conservadores”, Reforma, 29 de julio de 2001.

[12] Gabriel Zaid, “Fueros indígenas”, Reforma, 26 de julio de 1998.

[13] Ibid.



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