Con los noventa años de Gabriel Zaid festejamos una forma inusual de ser escritor en México. “Intelectual público”, como dirían los anglosajones, incurriendo en esa pertinaz redundancia, Zaid ha predicado con el ejemplo. A la claridad de su prosa, a la sencillez (que no simplicidad) de su poesía, al sentido común (lo cual le ha ganado fama de extravagancia) de sus ideas políticas y económicas, a la crítica literaria práctica que fundó en México, Zaid agrega el imperativo de que sólo su obra hable por él: ni fotografías, ni entrevistas, ni mesas redondas o presentaciones, ausencias tanto más notables cuando la amplia difusión de su obra, dirigida mucho más allá de los círculos literarios, le interesa mucho, más allá de Plural, de Vuelta, de Letras Libres, de las revistas de las que ha sido más que una pluma. Ha sido un derrotero.
Como Salinger, como Blanchot, nos enfrenta Zaid a la vanidad literaria y a la manera en que esta nos devora, defendiendo, con su ausencia presente, no sólo su propia privacidad sino la majestad de la página en blanco. No tan paradójicamente, Gabriel Zaid pasó de sospechoso de ser el pseudónimo de alguien (así lo creían en mi casa cuando llegaba Plural con sus artículos en los años setenta del siglo pasado) a un referente central en nuestra vida pública. Referente moral, por cierto. Lo leen todos los que tienen que leerlo, “todos lo conocen” pero pocos atienden su crítica del progreso improductivo, su animadversión contra las ideologías redentoras de origen universitario, su anarquismo comunitarista y católico, su pasión por las soluciones más simples, que son las más elegantes, como bien saben los físicos.
La crítica literaria en nuestra lengua le debe el haber propiciado una generosa suspicacia: las teorías más abstrusas suelen ser incompatibles con el temperamento liberal”.
Si en 1971 nació Plural, la revista de Octavio Paz, en buena medida se debió a que Zaid disuadió al poeta de hacer política partidaria, esa tentación de quien fue joven en los años treinta, e hizo con él la guerra de ideas que permitió que la democracia liberal dejase de ser en México una coquetería propia de ilusos o decimonónicos. Pero la de Zaid nunca ha sido sólo política-política, sino Política del Espíritu, a lo Paul Valéry, y por ello, la crítica literaria en nuestra lengua le debe el haber propiciado una generosa suspicacia: las teorías más abstrusas suelen ser incompatibles con el temperamento liberal. Haberme dado esa lección es uno entre los variados motivos por los cuales festejo sus noventa años.