La obra de G. K. Chesterton (1874-1936), cocinada en gran parte al calor del periodismo y dispersada en alrededor de un centenar de libros, abarca poesía, cuento, novela, teatro, crónica de viajes, ensayo, artículo de opinión, biografía, historia, crítica literaria, economía política y apologética religiosa. Este acervo oceánico tiene, sin embargo, una íntima congruencia, que consiste en su crítica extensiva a la modernidad. Chesterton reacciona frente a fenómenos como la dinámica de la economía industrial, las tensiones del imperialismo, el auge de las utopías políticas, el avance de la perspectiva materialista y relativista en la ciencia y la moral o el florecimiento del modernismo artístico, apelando tanto a un ancestral sentido común, como a la fe en lo absoluto. Su escritura, por lo demás, esgrime una brillantez, una vivacidad y un divertido aire polémico que le ganó la predilección, casi la idolatría, de un público masivo, y que marcó el tono de su conversación con figuras señeras de su tiempo como George Bernard Shaw, H. G. Wells o Bertrand Russell.
El, en todos los sentidos, colosal G. K. Chesterton nace en una familia londinense de clase media ilustrada. En su autobiografía, refiere una infancia feliz (llena de cuentos de hadas, muñecos de guiñol, prodigios y amigos imaginarios); bendecida con un hermano menor, Cecil, que se vuelve su inseparable camarada e interlocutor (con quien mantenía discusiones de días) hasta su trágica desaparición, y con unos padres cultos, abiertos y afectuosos, que establecen un idílico espacio protector para sus hijos. Relata también una adolescencia en la que, acostumbrado a la dulce y libérrima academia doméstica de la infancia, le cuesta trabajo adaptarse al rígido sistema escolarizado de la reputada St. Paul’s School. Si bien Chesterton no se distingue por su empeño académico (algún profesor le dice groseramente que si abrieran su cabeza en su cerebro sólo encontrarían manteca) y se siente cómodo siendo el último de la clase, poco a poco afloran sus inquietudes retóricas y sus virtudes literarias. Ahí conoce a un par de fraternos inconformistas (Edward Bentley y Lucian Oldershaw), que serán sus amigos de toda la vida y con quienes funda un club de debates y una revista, The Debater, donde los adolescentes se pronuncian petulantemente sobre temas que van desde Shakespeare hasta la pena capital. De hecho, un poema publicado en esa revista le granjea a Chesterton, contra su renuencia a destacar, un premio escolar y un naciente prestigio. En esos tiempos se revela ya como un gigantón desgarbado y discutidor, pero bondadoso, y como un gran y genial distraído que sabe de todo, pero se rehúsa a elegir y profundizar en una sola materia.
Cuando termina la escuela, Chesterton es un librepensador con cierta simpatía por el socialismo, inquietudes espirituales y una difusa vocación artística. El muchacho decide no acudir a la universidad y, apoyado por sus padres, pasa algunos años en el descubrimiento de sus dones: intenta estudiar pintura y en la escuela de arte establece contacto directo con el gusto modernista, la bohemia y la doctrina del esteticismo extremo. A medida que su crisis vocacional e intelectual se ahonda, comienza una deriva espiritual:
Lo cierto es que descendí lo suficiente como para descubrir al demonio e incluso, de una forma oscura, para reconocer al demonio. Nunca, por lo menos, ni siquiera en esta primera etapa confusa y escéptica, me abandoné totalmente a las ideas del momento sobre la relatividad del mal o la irrealidad del pecado.
“Entre el nihilismo y el espiritismo de la primera juventud, Chesterton se va decantando por la necesidad de una fe a la que su imponente inteligencia va llenando de razones y exaltaciones, argumentos y visiones”.
El contacto con lo oculto (solía jugar a la ouija con su hermano) y la proximidad de compañeros que profesan al extremo la confusión entre moral y estética lo asustan, pero lo llevan a hurgar en sus reservas de optimismo infantil y a buscar, en un viaje a Italia, el consuelo del arte religioso. Entre el nihilismo y el espiritismo de la primera juventud, Chesterton se va decantando por la necesidad de una fe (aunque su conversión definitiva le llevaría décadas), a la que su imponente inteligencia va llenando de razones y exaltaciones, argumentos y visiones. Así, el pivote de su vocación es la rebeldía ante lo que se considera el inevitable malestar de la civilización contemporánea: “[…] cuando realmente empecé a escribir, tenía la firme intención de hacerlo contra los decadentes y los pesimistas que gobernaban la cultura de la época”.
Otros dos acontecimientos influyen en la novela de formación de Chesterton. Por un lado, la historia de amor con Frances Blogg, una inteligente muchacha que le da una estable plenitud y, como devota anglicana, lo acerca a la religión. Por otro lado, la aparición de un alma gemela, el escritor y ferviente católico Hilaire Belloc, con quien desarrolla tal afinidad intelectual y personal y emprende tantos proyectos conjuntos que formarán una mitológica criatura dual bautizada por Shaw como el “Chesterbelloc”.
Tras estudiar pintura sin obtener ningún título, Chesterton trabaja algún tiempo para una editorial ocultista y luego para la editorial T. Fisher Unwin, mientras que por las noches se desvela redactando artículos periodísticos e incuba el oficio que le dará proyección y fama a su pensamiento. A partir del inicio del siglo pasado, y desplegando una formidable capacidad de trabajo, Chesterton comienza, cada año, a entregar textos a granel en distintos periódicos y revistas y a idear racimos de libros. Su tono elocuente y controvertido adquiere notoriedad, se codea con las celebridades, da rienda suelta a su gusto por la liza de las ideas y comienza a confeccionar su extensa lista de adversarios tan acérrimos como dilectos. (Porque, más allá de las diferencias de opinión, Chesterton reivindica la discusión civilizada como partera de verdades, respeta la dignidad del otro y ejerce un culto a la afabilidad y la camaradería que explica que muchos de sus oponentes intelectuales fueran sus grandes amigos). Los siguientes treinta o más años (hasta su muerte en 1936), Chesterton será una de las figuras más pintorescas y prominentes de la escena intelectual inglesa. Esta posición está basada en su inmensa variedad de intereses y en su estilo provocador e incendiario que hará que, a menudo, sus artículos marquen la agenda de discusión y sus conferencias y debates se vuelvan actos de masas. Además, Chesterton imprime a géneros como el relato policiaco o la novela un componente filosófico y moral que sirve como instrumento de sus ideas y que conecta con amplios segmentos del público.
“Más allá de las diferencias de opinión, Chesterton reivindica la discusión civilizada como partera de verdades, respeta la dignidad del otro y ejerce un culto a la afabilidad y la camaradería que explica que muchos de sus oponentes intelectuales fueran sus grandes amigos”.
Los enemigos de Chesterton son numerosos y van evolucionando con el tiempo: el imperialismo británico, el materialismo y la deshumanización capitalista, el relativismo moral y la noción del superhombre, las religiones políticas o, incluso, las filosofías orientales. A todos ellos busca combatirlos con implacables razonamientos y contundente humor. Para Chesterton, las distintas variantes del pensamiento moderno responden a determinismos muy similares que conciben los procesos sociales y los actos individuales como productos inevitables de la historia, el ambiente o la raza. Estos determinismos subestiman las posibilidades del libre albedrío y desdeñan la capacidad de influencia de la ilusión y la acción humana sobre las circunstancias. Según este autor, el hombre que basa su ontología en sí mismo padece de una desmesura que lo lleva al extravío. La razón es importante, pero, por sí sola, condena a la soberbia, por lo que es necesario también acudir a la imaginación y aceptar que si bien el mundo está hecho de algunas certezas, se constituye, sobre todo, de misterios. La razón es un instrumento, y muy útil, que ayuda a entender la situación del hombre en el mundo, pero no puede decir nada definitivo sobre el enigma de la creación. Por eso, una razón razonable reconoce sus límites y está abierta a otros ámbitos de lo incognoscible y lo trascendente.
Más allá de la razón, las virtudes cristianas de la caridad, la esperanza y la fe pueden constituir una fundamentación poderosa para la vida moderna: la caridad, al superar la lógica de la estricta reciprocidad y socorrer al que lo necesita, o incluso al que no lo merece, constituye el fundamento del amor al prójimo y un cemento social indispensable; la esperanza, al mantener la facultad de esperar lo mejor en momentos desesperados y no claudicar ante la adversidad, mantiene la reciedumbre y la alegría; finalmente, la fe permite creer en lo inconcebible y superar el dique racionalista.
Todas estas virtudes aparentemente anacrónicas, aunadas a la conciencia sobre la simultánea fragilidad y grandeza de la condición humana, pueden ser más funcionales en las sociedades modernas que los numerosos y no reconocidos dogmas científicos e ideológicos.
“Chesterton reivindica también ciertas formas de organización social y económica medievales –la propiedad comunal, la existencia de gremios– que evitan la concentración excesiva de los bienes, así como la fragmentación social que propicia el capitalismo”.
Así, la militancia antimodernista de Chesterton lo conmina a mirar el pasado y a promover, a menudo, un reformismo ingenioso y constructivo, que, sin caer en la utopía, está lleno de sentido práctico y optimismo. Porque, a decir suyo, si se tiene en cuenta la noción del pecado original y la caída, ninguna visión de progreso puede ignorar el potencial de corruptibilidad de lo humano y buscará metas modestas y verificables, manteniendo una constante vigilancia a las debilidades inherentes a la condición humana. En particular, Chesterton recupera la Edad Media, sobre todo a partir del papel de sus santos emblemáticos como Francisco de Asís y Tomás de Aquino (de quienes hizo famosas y discutidas biografías), y señala que esa etapa histórica, lejos de ser una época de barbarie, se caracteriza por una autoconcepción del ser humano mucho más realista y propensa a la convivencia y la felicidad. Para Chesterton, san Francisco ofrece al mundo medieval una conciencia de la pertenencia a la naturaleza y un sentido de los límites que se pierde en los siglos ulteriores. A su vez, santo Tomás establece un equilibrio, inigualable en lo sucesivo, entre fe y razón. Chesterton reivindica también ciertas formas de organización social y económica medievales –la propiedad comunal, la existencia de gremios– que evitan la concentración excesiva de los bienes, así como la fragmentación social que propicia el capitalismo. No en balde, en su autobiografía, expresa una perenne nostalgia por el sentido de pertenencia a la comunidad, por el trabajo manual y por la convivencia familiar que se desvanece en la vida moderna. La economía distributista, que pregonan él y Belloc, propone por ello una vuelta temperada al pasado y se opone tanto al capitalismo como al socialismo, pues, en su opinión, ambos desaparecen al individuo y lo convierten en el engranaje de una maquinaria o en el agente involuntario de una filosofía de la historia. De ahí la pertinencia de devolver al individuo la iniciativa sobre sus medios de subsistencia y permitir que se involucre directamente en su propio bienestar mediante un sistema basado en la extensión de la pequeña propiedad; el intercambio justo y la frugalidad libremente elegida.
“Chesterton carece de inhibiciones disciplinarias: todo lo admira y lo apasiona, y encuentra insospechadas correspondencias en los más diversos hechos y saberes; por lo que casi cualquier tema incidental que capta su atención puede convertirse en un libro”.
En la imponente producción de Chesterton pueden rastrearse el ímpetu y la avidez de un autodidacta que, más que en las teorías o metodologías, confía en su intuición y sus entusiasmos. Chesterton carece de inhibiciones disciplinarias: todo lo admira y lo apasiona, y encuentra insospechadas correspondencias en los más diversos hechos y saberes; por lo que casi cualquier tema incidental que capta su atención puede convertirse en un libro. En este océano de páginas, el lector debe bucear y discriminar entre las joyas y las bagatelas, entre la originalidad y el prejuicio, entre la idea vigente y el dato marchito, entre la intuición plausible y la mera añoranza. Por eso, si bien Chesterton es un observador premonitorio de muchos de los fenómenos que hoy asolan el mundo, como el crecimiento distorsionado, los problemas del medio ambiente, la fractura del tejido social, la deshumanización de las sociedades y el culto por la banalidad del espectáculo, también incurre en notables defectos de miopía como, por señalar algunos ejemplos, su desconcertante postura con respecto al sufragio de las mujeres y la demanda incipiente por los derechos de género; su falta de equilibrio al desdeñar el conjunto del modernismo artístico y sus enormes potencialidades expresivas; y esa suerte de paradójico provincianismo en un espíritu universalista que le hizo refugiarse en una parte muy delimitada (fundamentalmente la literatura y pensamiento en lengua inglesa) del legado cultural de Occidente. Por lo demás, Chesterton se alimentó de la controversia, y el tono amenamente bélico es indisoluble de su personalidad, aunque esa prosa llena de argumentaciones, datos y demostraciones resulte a veces reiterativa y pueda desembocar en la adicción a la frase feliz y la palabrería. Porque se trata de una prosa sobrecargada de paradojas y recursos irónicos, a menudo envejecidos o incomprensibles fuera de su contexto. Con todo, como dice André Maurois: “Sin las paradojas, los chistes y los toboganes retóricos, Chesterton habría sido quizá un filósofo más claro, pero no sería Chesterton”.
Chesterton pervive en parte por su papel como elocuente partidario de la Iglesia católica, pero, sobre todo, por la cualidad, calidad y vigor de su pensamiento humanista. Este autor, que argumenta con la misma vehemencia contra los decadentismos y las utopías, no idolatra, pero tampoco humilla al ser humano y lo cree capaz, si lucha contra sus demonios, de generar una sociedad decente y cultivar una serena felicidad. Sin ignorar la maldad, Chesterton cree también en la inocencia y la bondad, y considera que esas virtudes infantiles, tendientes a perderse con la edad, deben recuperarse y fundar una vida alegre y digna de vivirse. Ese temperamento típicamente chestertoniano, esa mezcla de esperanza, optimismo y realismo, acaso sigue influyendo en muchas de las propuestas más arrojadas, genuinas y prometedoras de cambio espiritual y reforma social.