La Novena sinfonía fue interpretada en el Teatro del Bicentenario “Roberto Plasencia Saldaña”, en León, Guanajuato, durante el Festival Liber 2024. Fotografía de Carlos Alvar.
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Música y ópera

La Novena sinfonía: un lenguaje para todos

El 7 de mayo de 1824 se estrenó en Viena la Novena sinfonía de Beethoven. Celebramos el bicentenario de esta obra, considerada por muchos una de las mayores creaciones musicales de la historia, con un ensayo de Fernando Álvarez del Castillo. La libertad y la hermandad entre culturas es un mensaje de la Novena sinfonía que sigue teniendo sentido desde el momento de su estreno hasta la actualidad.


Por Fernando Álvarez del Castillo

Una de las condiciones que posee la esencia del arte radica en la necesidad intrínseca de ser un lenguaje permanente, capaz de proyectar sobre cada generación la fuerza espiritual que lo crea y le da forma. En el ámbito musical, este devenir se amplía a la interpretación, fenómeno que encuentra un matiz siempre nuevo, pues cada ejecución es una novedosa revisión creadora, que en ningún caso resultará absoluta.

Interpretar las sinfonías de Beethoven hoy día obliga a directores y músicos a considerar aspectos que anteriormente no eran tomados en cuenta. Un fundamento histórico, una revisión del pensamiento filosófico y estético de la época en que fue creada cada obra, un análisis crítico de la partitura, los distintos estilos y técnicas de interpretación, la conformación de la orquesta, la selección de los instrumentos y las acústicas de las salas de concierto son insalvables para lograr una ejecución, al menos adecuada, de las sinfonías de Beethoven, uno de los monumentos sonoros más profundos del arte universal.

La mayoría de los grandes directores del siglo XX hicieron sus interpretaciones sobre la base de una tradición romántica de la música; apreciaron este monumental edificio sinfónico como un legado del siglo XIX y no como una consecuencia lógica del clasicismo. Bajo este concepto, utilizaron técnicas e instrumentos que aún no se habían inventado para interpretar la música del Romanticismo, un periodo en el que crecieron las orquestas; aumentó el tamaño de casi todos los instrumentos mientras que otros desaparecieron; y las salas de concierto recibieron a públicos más numerosos; asimismo, cambiaron sensiblemente las técnicas de ejecución y la afinación. La visión historicista modifica la perspectiva e invierte la manera de mirar el proceso histórico de gestación del arte, lo que nos da elementos para comprender el romanticismo como una consecuencia lógica del clasicismo, y este, a su vez, como resultado del barroco, y así sucesivamente.

La interpretación históricamente informada obliga a las nuevas generaciones de intérpretes al conocimiento y aprendizaje de diferentes técnicas de ejecución, que habrán de incidir en el balance orquestal, en la acentuación de las notas, la articulación, el ataque, el color tonal y la afinación de cada instrumento y de toda la orquesta. De ser tomados en cuenta, dichos aspectos ayudarán a comprender mejor el concepto sonoro de cada época, región y estilo.

No olvidemos que las formas y los estilos interpretativos del Romanticismo lo alteraron todo, desde las características de los instrumentos hasta las proporciones de la orquesta, pasando por las condiciones sociales que propiciaban la creación artística. Antes de la Revolución francesa, eran la Iglesia y los nobles europeos los que dictaban los intereses y modelos que debían prevalecer en el arte. Los compositores tenían que dar gusto a una serie de deseos, y a veces caprichos, de la corte o del clero. Si la composición resultaba del agrado del aristócrata o del prelado, era bien recibida, aunque mal pagada, pero patrón y artista quedaban satisfechos, la corte contaba con un compositor destacado y el músico tenía un empleo seguro. A partir de la Revolución francesa, los horizontes cambiaron radicalmente, los compositores tuvieron que agradar y convencer con su música a un público más numeroso y heterogéneo, y al mismo tiempo se encontraron en una situación económica más frágil al dejar de depender de un mecenas.

 

 “Recuperar el sonido original de la música del pasado es imposible, pero redescubrir y aplicar las distintas técnicas de interpretación e incluso las características de cada estilo no es tan remoto”.

 

Esto también influyó en la manera de interpretar las obras del pasado, que tuvieron que ser “adecuadas” al gusto imperante y a públicos más diversos, la mayoría de las veces poco conocedores de la música anterior a su generación. Recuperar el sonido original de la música del pasado es imposible, pero redescubrir y aplicar las distintas técnicas de interpretación e incluso las características de cada estilo no es tan remoto. La música que se interpreta ahora, por antigua que sea, es música del siglo XXI para oyentes de este siglo y su lenguaje jamás será igual al de los tiempos pasados.

Un ciclo como las nueve sinfonías de Beethoven es una revelación cronológica del desarrollo, el talento y el poder creativo del compositor, es decir, la evolución de su maduración como artista y al mismo tiempo una reseña del arte que pasa de las postrimerías del clasicismo a las expresiones románticas más arrebatadas y nunca antes oídas en una sala de conciertos o en un teatro de ópera.

En una interpretación histórica, cabe también revisar el interés de cada director y cada orquesta por conseguir un sonido particular, identificable e irrepetible. Ello depende, en parte, de la calidad de los integrantes de la orquesta y la compenetración que brote del trinomio: director-orquesta-obra, combinación indispensable para lograr una interpretación convincente. Ahora bien, lo más importante será siempre la comprensión del discurso musical, sin ello no hay obra; como dijera el director Nikolaus Harnoncourt: “No es lo que dice la música, sino lo que significa”.

La historia no siempre es un hecho lógico, tiene fatalmente ciclos, porque la naturaleza humana es la misma, aunque las circunstancias cambien. Si el arte musical, la interpretación de ese arte musical y la comprensión de ese arte musical alcanzan a comunicarse con los públicos de cada generación, estaremos entonces en presencia de la gran obra de arte.

 

 “Actualmente, me encuentro escribiendo una nueva sinfonía para la Sociedad Filarmónica, y espero terminarla en dos semanas”, escribió Beethoven en una carta al archiduque Rodolfo de Austria el 1 de julio de 1823. Página de la partitura enviada a la Sociedad Filarmónica de Londres.

 

Un periodo de once años separa la Novena sinfonía de la Octava, años muy difíciles y a veces desgraciados en la vida de Beethoven; sin embargo, es una época de productividad en la que se consolidan obras notables: la versión definitiva de su Fidelio, la Missa Solemnis y siete prodigiosas piezas para piano.

En abril de 1814, Napoleón es confinado a la isla de Elba y para finales de septiembre ya se encuentran en la capital austriaca los representantes de los distintos países aliados. Este fue el famoso Congreso de Viena, un conjunto de personajes reales y otras celebridades que buscaban dar a Europa un primer respiro de libertad después de los doce años de amenazas e incertidumbre provocados por el dominio napoleónico. Aun con la presencia de personalidades tan distinguidas como Wellington, Metternich y Castlereagh, la marcha del congreso fue lenta y las reuniones sociales muy frecuentes, lo que dio lugar a la frase: “Le congrès ne marche pas, il danse.

 

Cartel anunciando el estreno de la Novena sinfonía, el 7 de mayo de 1824.

Tanto Beethoven como Schiller pertenecían a la misma generación. Ambos sintieron en su juventud el impacto de la Revolución, que se extendía más allá de las fronteras de Francia. La hermandad que proclama la oda de Schiller era una meta por la que tanto el poeta como el compositor lucharon toda su vida, cada uno a su manera. La muerte de Schiller acaeció en el fragor de esta batalla épica, escasamente una semana antes de la proclamación de Napoleón como emperador de Francia, pero Beethoven vivió lo suficiente para ver la caída del corso, la restauración del orden en Europa –aunque fuera uno reaccionario– y el cierre de un capítulo en la lucha por la libertad.

“Sería hasta 1817 que Beethoven realizaría los primeros bosquejos de la Novena sinfonía, y siete años más tarde cuando finalmente terminaría la obra, después de año y medio de intensa labor”.

La Oda a la alegría de Schiller había captado el interés de Beethoven desde mucho tiempo atrás. Contaba a la sazón con 22 años cuando planeó por vez primera musicalizar el texto. Ya para 1793, tenía pensado poner música al poema verso a verso. No obstante, sería hasta 1817 que realizaría los primeros bosquejos de la Novena sinfonía, y siete años más tarde cuando finalmente terminaría la obra, después de año y medio de intensa labor. Aun así, los últimos retoques a la partitura fueron hechos en febrero de 1824, en que la dio por terminada. Beethoven no llegó a usar ni la mitad de los versos de Schiller y tampoco siguió el orden en que figuran en el poema, cuya selección y acomodo no son nada fáciles. Incluso el primer verso destinado a la voz del bajo es del propio Beethoven. En su libreta de apuntes, abundan los fragmentos que seleccionaba del poema tratando de armarlos de manera coherente sin utilizar toda la oda. Anton Schindler, amigo y uno de los primeros biógrafos de Beethoven, describe al compositor paseando por su habitación mientras discurría la forma de alcanzar una estructura equilibrada entre los versos, y de estos con la música. Cuando finalmente lo conseguía, gritaba: “¡Lo tengo, lo he logrado!”. Todos estos titubeos están corroborados por las palabras del mismo Beethoven en una carta dirigida al escritor y crítico de arte Johann Friedrich Rochlitz, en 1822:

En los últimos tiempos me ha sido imposible escribir con soltura. Me siento a pensar y pensar hasta tratar de dejar todo arreglado, no siempre puedo trasladar mis ideas al papel tan fácilmente, me cuesta un trabajo inmenso empezar, pero una vez inspirado no tengo mayores problemas.

Aunque la Sociedad Filarmónica de Londres encargó la Novena sinfonía, el estreno no tuvo lugar en esa ciudad. De hecho, parece que la Sociedad no recibió una copia de la partitura sino hasta finales de 1824, seis meses después del estreno en Viena. Ferdinand Ries, amigo y discípulo de Beethoven, quien se había establecido en Inglaterra después de abandonar Viena, recibió una carta de este en 1822, en la que le pedía preguntar a la Sociedad “cuánto le podía pagar por una sinfonía”. La respuesta con la oferta llegó el 10 de noviembre: “50 libras por el manuscrito”. La obra pasaría a ser propiedad exclusiva de la Sociedad durante 18 meses, al final de los cuales le sería devuelta. El manuscrito original de la Novena sinfonía está dedicado al rey de Prusia Federico Guillermo III y a la Sociedad Filarmónica de Londres.

Beethoven tenía reservas en cuanto a dar la primera interpretación en la capital austriaca, pero estas no obedecían al compromiso contraído con la Sociedad Filarmónica, más bien eran consecuencia del desagrado que sentía por la vida musical vienesa. En la década de 1820, la música sinfónica era sólo del gusto de una minoría. Lo que atraía el interés popular y estaba de moda en Viena era la ópera italiana; interés que se agudizó por la visita de tres meses que realizó la compañía de ópera italiana de Domenico Barbaja en 1822 con la que viajaba el propio Gioachino Rossini. Según Anton Schindler –no siempre confiable–, el entusiasmo del público “aumentaba de una interpretación a otra hasta que degeneró en una excitación general de los sentidos cuyo único atractivo era el virtuosismo de los cantantes”. Para 1823, comenta, “lo que quedaba del aprecio por la música vocal alemana había desaparecido completamente. A partir de este año se inició el deplorable estado de toda la música”.

En estas circunstancias, Beethoven empezó a explorar la posibilidad de estrenar la Novena sinfonía en Berlín. Al enterarse de esto, un grupo de sus mecenas y simpatizantes publicaron una carta en la que le pedían que lo pensara mejor:

Si bien el nombre y las creaciones de Beethoven pertenecen a todo el mundo y a aquellas regiones en las que el arte encuentra un espíritu acogedor, no obstante, es Austria la que puede declararlo como suyo. Aún existe en su gente el aprecio por las grandes e inmortales obras que Mozart y Haydn crearon en su seno para la eternidad, y con orgullo feliz sabe que la tríada sagrada, en la que sus nombres y el vuestro brillan como símbolos de lo más elevado en el reino espiritual de los sonidos, se esparcen desde esta patria… Sabemos que una nueva flor resplandece en la guirnalda de vuestras sinfonías nobles y aún sin rival… Necesitamos deciros que, como todas las miradas se volvieron esperanzadas hacia vos, percibimos con tristeza que el hombre al que nos vemos conminados a nombrar como el más importante de todos los hombres que viven en su campo, observamos en silencio cómo el arte extranjero invadió la tierra alemana, lugar de honor de la musa.

Los firmantes de este documento, que data de febrero de 1824, no sólo están declarando a Beethoven como el baluarte del arte alemán ante la arremetida italiana, sino, al mismo tiempo, lo declaran el único representante de una tradición musical en peligro de desaparecer.

La petición tuvo el efecto deseado. Se hicieron los arreglos para el estreno vienés, en el cual también se presentaron por primera vez la obertura La consagración de la casa y el Kyrie, Credo y Agnus Dei de la Missa Solemnis. La Akademie(como eran llamados los conciertos) se fijó para el 7 de mayo en el Kärntnertortheater (Teatro de la corte imperial y real de Viena). Suele decirse que sólo hubo dos ensayos para el estreno. Esto es cierto, pero incompleto. Hubo también ensayos por secciones para las cuerdas y para el coro. En cuanto a los solistas, fueron instruidos por el propio Beethoven con la asistencia de Michael Umlauf (aunque es muy probable que haya sido al revés, debido a la sordera del maestro). Schindler narra cómo los solistas pidieron a Beethoven que eliminara algunas de las notas más agudas de sus partes; este se negó virtualmente en todos los casos diciendo a los cantantes que el haber interpretado tanta música italiana los había arruinado. Asimismo, rechazó peticiones similares del maestro del coro, aun cuando Umlauf las apoyó. “Nadie podía recordar que se hubiera mostrado tan obstinado en el pasado”, escribe Schindler. Y agrega: “Cuando un compositor, contrario a sus mejores intenciones y juicio, trata la voz humana como un instrumento, la única cosa que puede hacer es librar una molesta guerra en defensa de su capricho”.

El Kärntnertortheater de Viena visto desde Spitalplatz, grabado de 1830. Fuente: Wikipedia.

La prensa, por su parte, hizo especulaciones sobre el evento con la publicación de la carta que convencía a Beethoven de estrenar su sinfonía en Viena y sembró el rumor de que hubiera sido escrita por el propio compositor. El 1 de mayo, una semana antes del concierto, el Theater-Zeitung publicó la noticia que superaba incluso a la petición por sus tintes nacionalistas:

“Esta Academia va a provocar celebraciones entre los amigos de la música alemana y a presentar el reconocimiento al maestro nacional. Ciertamente Francia e Inglaterra nos envidiarán por la oportunidad de rendir un homenaje personal a Beethoven, quien es reconocido como el compositor supremo del mundo entero. Cualquiera que se interese por lo grande y hermoso estará presente en esta velada”.

El concierto finalmente tuvo lugar, conforme se había programado, el 7 de mayo de 1824. Las crónicas del evento coinciden en que la sala estaba abarrotada, con excepción del palco imperial. Sin embargo, Joseph Carl Rosenbaum, promotor privado de la música, apuntó en su diario que muchos de los palcos estaban vacíos. Era norma recibir a la familia imperial –que no asistió– con tres tandas de aplausos, pero cuando Beethoven apareció en el escenario recibió cinco y el auditorio sólo guardó silencio cuando el comisario de la policía intervino para imponerlo. Después de agradecer los aplausos con una modesta reverencia, el compositor tomó su lugar al lado del director y de espaldas al público.

La orquesta y el coro que participaron en el estreno eran del Kärntnertortheater, que tenía más personal destinado para interpretar a Rossini que a Beethoven, por lo que la orquesta se complementó con algunos músicos aficionados que pertenecían a la Gesellschaft der Musikfreunde (Sociedad de Amigos de la Música); en total había veinticuatro violines, diez violas, doce chelos y contrabajos, y el doble del número usual de alientos. La crítica del concierto en el Allgemeine Musikalische Zeitung, el periódico sobre música más influyente de la época, señala: “Herr Schuppanzigh dirigió desde el violín, Herr Kapellmeister Umlauf lo hizo con la batuta y el propio compositor participó en la dirección general de todo”. Pero resulta evidente que fue realmente Umlauf el que estaba al mando. Friedrich August Kanne, que escribió la crítica del concierto en el Wiener Allgemeine Musikalische Zeitung, habló de su “habilidad verdaderamente notable… su ojo, con la velocidad del rayo, señalaba todas las entradas a los solistas, e inspiró a cada miembro en este activo esfuerzo”.

Beethoven se encontraba al lado de Umlauf con la partitura en un atril frente a él. Más de setenta años después, una testigo presencial –para entonces de noventa años– comentó al director Felix Weingartner que, aunque Beethoven parecía estar siguiendo la música, pasaba varias hojas al final de cada movimiento. Su papel era supuestamente señalar el tempoal principio de cada movimiento. Pero evidentemente hizo más que esto. Kanne habla del “maestro transfigurado… siguiendo la partitura, experimentando y, al mismo tiempo, indicando cada pequeño matiz o diminuendo en la interpretación”. El violinista Joseph Böhm escogió palabras menos amables: “El propio Beethoven dirigía, es decir, se encontraba frente al podio del director y se hacía para atrás y para adelante como un loco. En cierto momento, se estiró cuan largo era, para después agacharse; agitaba las manos y movía los pies como si quisiera tocar todos los instrumentos y cantar todas las partes del coro”. Al parecer, Sigismund Thalberg, pianista virtuoso y compositor, se encontraba entre el público (tenía entonces doce años). Contó al biógrafo de Beethoven, Alexander Thayer, que “Umlauf dijo al coro y a la orquesta que no pusieran atención al tempo que señalaba Beethoven, sino que todos lo vieran a él”.

Beethoven al centro, detrás del director de la orquesta, durante el estreno de la Novena sinfonía en el Kärntnertortheater de Viena, el 7 de mayo de 1824. Grabado del siglo XIX. Getty Images.

Es más fácil reconstruir cómo se vio el concierto a cómo se oyó. Un crítico del Theater-Zeitung se mostró compasivo:

En cuanto a la orquesta, sólo se puede decir que resulta inconcebible cómo pudieron interpretar estas composiciones, singularmente difíciles, con tres ensayos [sic], pues las tocaron admirablemente. Y la orquesta estaba integrada en su mayor parte por aficionados; ¡esto sólo se puede ver en Viena! Los cantantes hicieron lo que pudieron… La entonación hace que esta obra sea muy difícil de cantar, y además el ritmo cambia con mucha frecuencia.

Otros se mostraron más francos. En su crítica, Kanne dijo del scherzo que

“una composición como esta, caracterizada por la mayor libertad de espíritu y creatividad desenfrenada, generalmente apenas da tiempo para que los violinistas diestros puedan encontrar la digitación correcta. … músicos aficionados… dejaban sus arcos y no participaban en tantos compases… Los confiables, con verdadero talento artístico, tenían que tocar más fuerte durante tales pasajes para compensar por los músicos que se brincaban sus partes”. En cuanto al coro, Schindler dijo que “cuando no podían alcanzar las notas agudas como estaban escritas, las sopranos simplemente no cantaban”.

Ya fuera por la calidad de la interpretación o por otras razones, Joseph Carl Rosenbaum quedó poco impresionado y escribió en su diario: “A pesar de las grandes fuerzas, poco efecto. Mientras los discípulos de Beethoven clamaban, la mayor parte de la audiencia permaneció callada y muchos no esperaron hasta el final”. Es verdad que Rosenbaum nunca mostró mucho interés por la música “moderna”, pero el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung pensaba de manera distinta. Después de mencionar las fallas de la ejecución, consignó:

“¡Y no obstante, el efecto fue indescriptiblemente grande y magnífico, todos aplaudían jubilosos al maestro, cuyo genio inagotable nos había mostrado un mundo nuevo, revelando los secretos mágicos de un arte sacro que nunca antes habíamos escuchado o imaginado!”.

Por su parte, el Theater-Zeitung coincidió: “El público recibió al héroe musical con gran respeto y simpatía, escuchó sus maravillosas y enormes creaciones con la mayor atención y aplaudió al final de algunas secciones”. Una de las partes que fueron interrumpidas de esta manera fue el scherzo; varios informes mencionan que aplausos espontáneos estallaban a la entrada de los timbales. Otros relatos dicen –aquí encontramos una de las escenas más romantizadas del estreno– que fue al final de este movimiento que Beethoven hojeaba las páginas de su partitura (según otros, aún llevaba el tempo, sin notar que la música había terminado), cuando Caroline Unger, la contralto solista, le tocó en el hombro (en otros relatos, jalándolo de la manga) y lo volteó para que pudiera ver al público aplaudiendo incontrolablemente; otros dicen que esto sucedió al final del concierto.

Caroline Unger, litografía a partir de un dibujo de Josef Kriehuber, 1839. Fuente: Wikipedia.

En su biografía, Schindler comenta lo que sucedió después del concierto:

El oficial del gobierno Joseph Hüttenbrenner, que aún vive en Viena, me ayudó a llevar a casa al agotado maestro. Entonces entregué a Beethoven el reporte de la taquilla. Cuando lo vio, colapsó. Lo levantamos y lo colocamos en el sofá. Nos quedamos con él hasta tarde esa noche; se negó a comer o a beber, y no dijo nada. Finalmente, cuando notamos que Morfeo había cerrado gentilmente sus ojos, nos retiramos. A la mañana siguiente, sus sirvientes lo encontraron dormido como lo habíamos dejado, y con la misma ropa que había vestido en la sala de conciertos.

Debido a su vinculación con México, es pertinente hacer una breve mención sobre Henriette Sontag, la gran soprano alemana que tenía 18 años cuando formó parte del cuarteto vocal que estrenó la Novena sinfonía y la Missa Solemnis. Dicha cantante fue calificada por Rossini como “la voz más pura de soprano que jamás escuché”. Admirada y reconocida en Europa (Weber escribió para ella el papel principal de su Euryanthe), su última actuación tuvo lugar en México, donde cantó la Desdémona del Otello de Rossini y la música que compuso Giovanni Bottesini para el concurso del himno nacional mexicano con los versos de González Bocanegra. Luego de comer gallina durante un paseo por Tlalpan, la cantante se sintió enferma acusando síntomas del cólera, y tras seis días de agonía, murió el 15 de junio de 1854 a los 48 años de edad. Su cuerpo fue trasladado a Alemania donde está enterrada.

Es también oportuno mencionar que un arreglo realizado por Herbert von Karajan de la Oda a la alegría es desde 1985 el himno de la Unión Europea.

Cualquier epíteto que pudiéramos añadir a la Novena sinfonía de Beethoven me parece estéril, una obra de estas características está más allá de cualquier juicio o calificativo. Sólo hay que escucharla, sólo eso.

Es el silencio que rompe al silencio, que deja en los oídos la voz del propio yo, que abre el misterio donde los más pequeños pueden alcanzar la mayor grandeza, es la voz de Dios que habla a través del genio; eso es el arte.

Bibliografía:

Cook, Nicholas. Beethoven. Symphony No. 9. Cambridge: Cambridge University Press, 1993.

Fischer, George Alexander. Beethoven. A Caracter Study. Nueva York: Dodd, Mead and Company, 1905.

Grove, George. Beethoven y las 9 sinfonías. Madrid: Altalena Editores, 1983.

Massin, Jean y Brigitte. Ludwig van Beethoven. Madrid: Turner, 1987.

Scott, Marion M. Beethoven. Barcelona: Salvat Editores, 1985.

Sonneck, Oscar George (ed.), Beethoven: Impressions of Contemporaries. Nueva York: G. Schirmer, Inc., 1926.

Grove Dictionary of Music and Musicians, vol. 2. Londres: Macmillan, 1980.



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