Lacónicamente, el diccionario de la Real Academia Española declara que traducir significa: “Expresar en una lengua lo que está escrito o se ha expresado en otra”. Añade, como sentido figurado: “Explicar, interpretar”.
A primera vista, se antoja muy difícil ser tan breve y tan claro. Sin embargo, si no fuera por la inclusión del sentido figurado de explicar o interpretar, el uso de la palabra “expresar” no definiría mucho y resulta por lo menos ambiguo, ya que parece abarcar a un tiempo lo traducido a una lengua y una aparente distinción entre lo escrito y lo oral en otra. Como suele pasar con los diccionarios, el afán de aclarar este punto se muerde la cola al consultar en el de la RAE el sentido de la palabra “expresar”: “Decir, manifestar con palabras lo que uno quiere dar a entender”, aunque la palabra “expresión” también puede significar lo que “se dice con o sin palabras”, aludiendo por supuesto al efecto semántico que llegan a revestir “miradas, actitudes y gestos” o al hecho de que “manifiesta el artista con viveza y exactitud los afectos propios del caso”.
De cualquier modo, sin ir más allá del lenguaje hablado o escrito, traducir una expresión con otra, o expresar la traducción de una expresión, así como interpretar o explicar con una expresión en lengua traducida lo que otra expresa en la lengua por traducir parecerían operaciones equivalentes e intercambiables, a menudo simultáneas, que no harían sino subrayar el misterio de la diferencia entre las lenguas y los abismos que llegan a separarlas. No puede ser de otro modo si se considera que cada lengua lo es todo para sí misma, y esto cada vez de manera única; no pocas veces intraducible.
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Hasta no hace mucho, los lingüistas estimaban que a lo largo del tiempo la humanidad había hablado entre diez mil y doce mil lenguas. Las que hoy se hablan oscilarían entre dos mil y tres mil, y se calcula que sólo entre 3 y 5% son las que se escriben, sin contar las llamadas “muertas”, que sólo pueden serlo por haber sido escritas. A las que sólo fueron orales se las designa como “desaparecidas”. No deja de ser extraña la distinción que hace de una lengua escrita que ya no se habla, una lengua “muerta”, es decir, una lengua que ya sólo se puede traducir: sin hablantes, porque estos han desaparecido, por mucho que puedan pronunciar textos supervivientes los pocos que, más bien, se han dedicado a traducirlos y a mantener viva en nuestras lenguas habladas y escritas la “expresión” que ha “muerto” con ellas. ¿Se trata de una segunda vida (o de varias si hay distintas traducciones a lo largo del tiempo)? Acaso el término “transmigración” convendría mejor que el de “resurrección”, ya que esta “segunda vida” se da en otra lengua. De los saltos que implica traducir, interpretar o explicar textos alejados en el tiempo y encerrados en su propio silencio está hecha toda nuestra tradición. Acaso ese mismo silencio que buscaban Platón al escribir y Ambrosio al leer sin articular la menor palabra: excluir la interrogación, las preguntas y el diálogo. Esos textos están “muertos” porque persisten en no contestar nada acerca de lo que los mismos hablantes de su lengua, desaparecidos hace mucho, acaso también deseaban aclarar. Obviamente simplifico: hay una vasta tradición de comentarios, a menudo en la misma lengua, que buscan suplir esta carencia, pero que para el traductor no pocas veces tan sólo enredan aún más el rompecabezas al que se enfrenta: traducciones de traducciones de interpretaciones de explicaciones… Tal es el precio de escribir en una lengua que algún día también estará “muerta”.
“De los saltos que implica traducir, interpretar o explicar textos alejados en el tiempo y encerrados en su propio silencio está hecha toda nuestra tradición”.
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Para traducir, hay que conocer por lo menos dos lenguas; hablarlas, si se trata de ser un intérprete oral, o leer y escribirlas, si se pretende traducir un texto. Manejarse en diversas lenguas, con mayor o menor felicidad, es una costumbre inmemorial debida a los desplazamientos, las conquistas y las convivencias entre grupos diversos. Hoy nos parece inverosímil que un ser humano tan sólo conozca su lengua materna. Se requiere postular un aislamiento geográfico que el mundo globalizado se ha encargado de suprimir. Y si aún hay miembros de ciertas comunidades remotas que adolecen de esta carencia, no falta entre ellos quien sepa traducir y comunicarse con otros hablantes. De ahí que, a pesar de la traducibilidad generalizada, hay zonas del planeta en las que, a causa de la variabilidad ancestral de sus fronteras, se han dado situaciones lingüísticas propiamente babélicas, como es el caso de Polonia o de los Países Bajos, en donde los moradores se manejan en tres o cuatro lenguas casi desde la cuna, convertidos en hablantes y por ende en traductores multilingües sin pretenderlo. Curiosamente, acaso porque por razones nacionalistas favorecen a una de ellas, se salvan de las tentaciones dialectales en las que caen fácilmente los hablantes de zonas limítrofes en las que prevalecen tan sólo dos lenguas, como es el caso de la frontera entre México y Estados Unidos, en donde expresarse se convierte en mezclar dos códigos lexicales compartidos sin necesidad de traducir el uno al otro. La traducción se confunde a tal grado con el habla que basta con hispanizar un lexema o un giro de la lengua inglesa en una frase construida en español para que sus hablantes se entiendan entre sí, mientras que los angloparlantes con conocimiento del español se verán casi siempre confundidos ante un cifrado que los excluye tanto de su propia lengua como de la que creían entender. Hasta en este caso se impone la necesidad de una traducción para recuperar un sentido que parecía a menudo indescifrable y que a fin de cuentas se encontraba, por así decirlo, al alcance de la mano. Esta capacidad de la traducción para restaurar el sentido se aplica sobre todo a los lenguajes hablados entre contemporáneos o coterráneos, inmersos a fin de cuentas en una misma civilización hoy globalizada. Muy otros son sus derroteros si se pretende lo mismo con lenguas “muertas” o con las lenguas de hablantes ajenos al tiempo y a la cultura del traductor.
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Dos cosas parecen impensables: que no existan muchas lenguas y que no haya quien hable más de una, o sea, traductores. Desde siempre. Y, sin embargo, uno de los mitos fundacionales de la cultura occidental, el de la torre de Babel, relata el origen de la diversidad de las lenguas a partir de la existencia de una sola y del peligro que esto engendraba. Este texto de la “Sidrah Noach” es el del Génesis, XI, y dice así:
En toda la Tierra sólo había una lengua y palabras semejantes. Así pues, al emigrar desde el Oriente, los hombres habían llegado a un valle en el país de Senneer y ahí se habían detenido. Se dijeron unos a otros: “Ahora preparemos ladrillos y pongámoslos a endurecerse al fuego”. Y el ladrillo les sirvió de piedra y la brea de mortero. Dijeron: “Vamos, construyamos una ciudad y una torre cuya cima alcance el cielo; edifiquemos un aposento duradero para no dispersarnos por toda la faz de la Tierra”. El Señor bajó a tierra para ver la ciudad y la torre que construían los hijos del hombre; y dijo: “He aquí a un pueblo unido y todos hablan la misma lengua. Sólo así han podido acometer su empresa y, por ello, todo lo que se han propuesto podría igualmente resultarles exitoso. ¡Hay que aparecer! y, aquí mismo, confundir su lenguaje, de modo que el uno no entienda el lenguaje del otro”. Así pues, el Señor los dispersó de este lugar por toda la faz de la Tierra, una vez que los hombres renunciaron a edificar la ciudad. Por eso, se la nombró Babel, porque allí el Señor confundió el lenguaje de todos los hombres y desde allí el Señor los dispersó sobre toda la faz de la Tierra.
Como todos los textos de carácter mítico, este episodio tan sobresaliente se presta a múltiples lecturas y comentarios. Para una lectura familiarizada con el discurso propio de los mitos, el primer aspecto que llama la atención es la inversión de la causa y del efecto, esto es, que la diversidad de las lenguas haya sido un efecto del castigo divino y que, por lo tanto, la dispersión de los hombres por toda la faz de la Tierra fuera el resultado de haberlos sumido en el destino de hablar lenguas diferentes, y no que esta diversidad provenga justamente de esa misma dispersión. Entonces, lo propiamente mítico consiste en afirmar, al principio del texto, que “en toda la Tierra había una sola lengua y palabras semejantes”, lo cual sostiene todo el relato de la osadía humana en pretender erigir una ciudad y una torre, “cuya cima alcance el cielo”, para no tener que dispersarse por toda la faz de la Tierra. Pero quizás el secreto de esta pretensión se finque en que estos hombres renunciaron a edificar con piedras y mortero, como se construyen casas y ciudades, y se propusieron hacerlo con ladrillos y brea, de disponibilidad ilimitada y sólo comparables a las palabras y verbos de la lengua, capaces de erigirse hasta donde alcance su ambición. Acaso por ello, el Señor los castiga justamente en su lengua, al desensamblar “las palabras semejantes”, los ladrillos de su empresa, echando por tierra la posibilidad de ajustarlos con éxito y levantar muros, escaleras y aposentos de sentido y dominación
“El hecho de que una lengua adopte el uso de palabras provenientes de otra es inmemorial, y a menudo menos ligado a la inexistencia de un equivalente que a la imposición del léxico de una cultura vuelta dominante”.
A pesar de lo sugerente de la metáfora, el acto de “confundir su lenguaje, de modo que el uno no entienda el lenguaje del otro” sigue siendo ambiguo. Por lo pronto, es palmaria la ausencia de toda posibilidad de traducción en este trance mítico de la naciente diversidad de las lenguas. Llegada por fuerza a destiempo, con una posterioridad que nunca dejará de afectar la anhelada transitividad entre lenguas que quedaron separadas y desvinculadas más allá de toda ambición de hacerlas equivalentes, la traducción sería el magro consuelo que concede esta condición escindida del lenguaje humano encarnada en la diversidad de las lenguas.
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Para muestra, un botón: la intraducibilidad, no sólo de los nombres propios, sino de expresiones clave de una cultura en su lengua a otra que las desconoce. Primero, de modo oral: imposibilidad de encontrar un equivalente a lo que se está diciendo. Luego, por escrito: transcripción simple y llana de la expresión intraducible en medio del texto traducido a la otra lengua. Cuando los doce franciscanos, llegados a la Nueva España en 1524, pretendieron darse a entender por los pocos dignatarios mexicas que quedaban, ¿qué podían decir o explicar los traductores-intérpretes (seguramente la dupla Doña Marina y Fray Jerónimo de Aguilar) ante expresiones clave del dogma cristiano como “Santísima Trinidad”, “Inmaculada Concepción de María”, “Espíritu Santo”, etcétera?… Lo ignoramos. Pero en los llamados “Coloquios y doctrina cristina”, transcritos en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, estas expresiones quedaron asentadas en castellano, en medio del texto en lengua náhuatl, ante la ausencia total de un equivalente, siquiera alusivo, de los misterios centrales de la fe cristiana. Su asimilación se fue dando poco a poco, echando mano por el camino de imágenes y teatro, al ritmo en el que los conquistados fueron aprendiendo la lengua de los conquistadores, desde el trasfondo de su propia cultura, dando como resultado en toda la América hispanizada la miscelánea casi dialectal de ritos y costumbres que nos caracteriza. El hecho de que una lengua adopte el uso de palabras provenientes de otra es inmemorial, y a menudo menos ligado a la inexistencia de un equivalente que a la imposición del léxico de una cultura vuelta dominante. En la abrumadora mayoría de los casos, este mecanismo reviste una función utilitaria ya que la adopción de estas novedades tiene que ver con la comodidad de usar “palabras semejantes” para nombrar cosas semejantes. Muy otra es la cara de la intraducibilidad cuando se adopta esta misma asimilación para nombrar realidades mentales, sin referente en el mundo material, sin la menor “semejanza” a la vista. A la larga, estas palabras originarias trasladadas a otra lengua tienden a diluirse y a ser finalmente traducidas (habría que decir “digeridas”). Ya sean credos o ideas formulados en una lengua, su traducción a otras implica las más de las veces una reinvención o una tergiversación. No otra cosa sostuvo Martin Heidegger, cuando sintió la necesidad de reintroducir en alemán las palabras griegas fundadoras del pensamiento filosófico, ante lo que consideraba el olvido de la esencia de su interrogación a causa de su traducción a la lengua latina. Como dichas palabras son intraducibles, sólo queda reflexionar acerca de lo que quisieron expresar, es decir, acerca de lo que dejaron de significar. En vez de traducir: interpretar, acaso explicar. No traducir.
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Descifrar para entonces traducir. Extraña comarca de las lenguas muertas, cuyos signos mismos se han vuelto ilegibles. Felicidad digna de Arquímedes la de Auguste Champollion, quien, gracias a dos nombres propios inscritos en la trilingüe piedra de Rosetta, pudo emprender el desciframiento de los caracteres egipcios hasta entonces ilegibles. Felicidad, acaso menos aparatosa, la de Yuri Knórozov, quien, gracias a los apuntes del obispo Diego de Landa, incluyó los factores fonéticos en el desciframiento de los cartuchos de escritura maya, hasta entonces objeto de interpretaciones básicamente teológicas por parte de los expertos mayenses, convencidos de que se trataba de una escritura puramente ideogramática que excluía la mezcla entre pura imagen e imagen con valor fonético. La traducción se vuelve entonces posible: el texto egipcio dice obviamente lo mismo que su versión en griego, pero su lectura permite descifrar todos los demás vestigios de escritura en las tumbas, papiros y obeliscos. Los textos mayas permiten descartar las teofanías propuestas por los predecesores del lingüista ruso. Curiosamente, en los dos casos, la gran mayoría de los contenidos registrados en ambas tradiciones consignan fundamentalmente hechos bélicos y la perduración o los cambios de las dinastías detentoras del poder. En el caso maya, salvo algunos pocos códices astronómicos y teológicos, la escritura se explaya como expresión, justificación y privilegio del poder en estelas, dinteles y decoraciones palaciegas. O, como en el caso de las tablillas asirias, la emoción del desciframiento de la primera escritura cuneiforme termina por arrojar, quizás con alguna decepción, los apuntes de intercambios comerciales, cantidades de mercancías y deudas entre particulares.
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“Traducir es forzosamente interpretar, explicar. Sólo la escritura fonética puede ofrecernos la ilusión de traducir directamente, es decir, de pronunciar o escribir el equivalente de lo que está escrito en la lengua de partida”.
Como la escritura maya o egipcia, la escritura china puede ser leída, mas no siempre pronunciada. Traducir entonces es forzosamente interpretar, explicar. Sólo la escritura fonética puede ofrecernos la ilusión de traducir directamente, es decir, de pronunciar o escribir el equivalente de lo que está escrito en la lengua de partida. Como si se hubiese dicho en voz alta, como si se hubiese pronunciado. Babel no hubiera podido concebirse entre los egipcios ni entre los mayas. Ni entre los chinos. Porque el Génesis XI es un texto escrito con los ladrillos y la brea de una lengua transcrita fonéticamente.
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No sólo hay lenguas “muertas” encriptadas en su falta de desciframiento. También las lenguas vivas pueden ser encriptadas por quienes las escriben, bordeando los límites de su posibilidad de significar. Son famosos los casos de Góngora, Mallarmé o Joyce.
Ya en su tiempo, a propósito de sus Soledades, a Góngora le fue reprochado que “muchos se han persuadido que le alcanzó algún ramalazo de la desdicha de Babel” (Carta de un amigo, septiembre de 1613 o 14); a lo que respondió: “Al ramalazo de la desdicha de Babel, aunque es símil es humilde, quiero descubrir un secreto no entendido de V. M. al escribirme. No los confundió Dios a ellos con darles lenguaje confuso, sino que en el mismo suyo se confundieron, tomando piedra por agua y agua por piedra; que esa fue la grandeza de sabiduría del que confundió aquel soberbio intento”.
¿Qué nos quiere decir Góngora? Su primer romance nos da una pista:
Una torre fabriqué del viento en la raridad mayor que la de Nembroth, y de confusión igual. Gloria llamaba a la pena, a la cárcel libertad, miel dulce al amargo acíbar, principio al fin, bien al mal.
En una misma lengua, las palabras dejan de ser “semejantes” y significar llanamente lo que declaran: agua el agua, piedra la piedra. Los significados se desplazan y, por obra de los afectos, en este caso del amor, las palabras terminan por designar lo contrario de su sentido primero. Extravío del alma que desemboca en una confusión del lenguaje en la que se intercambian los contrarios. Primera confusión, no sólo propia del amor y más frecuente de lo que podría pensarse. La segunda, buscada por el poeta en su labor “encriptadora” del poema, consiste en estirar al máximo los recursos prosódicos y lexicales de su lengua para que el lector “alcance lo que así en lectura superficial de sus versos no pudo entender; luego hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio y eso nació de la oscuridad del poeta. Eso mismo hallará V. M. en mis Soledades, si tiene la capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que encubren” (Carta de don Luis de Góngora en respuesta a la que le escribieron, septiembre de 1613 o 14).
¿Qué significa “quitar la corteza” de los versos si no, llanamente, traducir lo encriptado para “descubrir lo misterioso que encubren”? Eso mismo llevó a cabo Dámaso Alonso al publicar las Soledades, precedidas de una versión explicativa en prosa en la que se disipa “la corteza” del poema. Lo explica, lo interpreta, lo traduce. Pero si ya se vuelve inteligible, ¿qué queda del poema? Pues, justamente el poema, que, más allá de su sentido (voluntariamente prosaico y muy poco “misterioso”), yergue la figura de esa “torre de viento” verbal, en la que es “extraño todo, / el designio, la fábrica y el modo” (Soledad segunda, vv. 273-74). Queda algo literalmente intraducible ya que no puede reducirse a la aclaración del sentido que se disimula tras la elaboración poética de los versos que lo “encriptan”. Queda el genio de una lengua llevada a sus extremos. No de otra manera procedieron Mallarmé y Joyce, cada uno a su manera, en su propia lengua y, en el caso del Joyce de Finnegans Wake, en varias lenguas al mismo tiempo. Estos tres autores, muy conscientes de que nos podemos confundir en nuestra propia lengua, tienden a equiparar lectura y traducción, al grado de que sus obras puedan gozar de una vida propia, similar a la de las lenguas “muertas”, en el seno de su propia lengua. Otro ejemplo curioso es el del gran lingüista E. M. Littré (1801-1881), autor del diccionario más famoso de la lengua francesa, quien se distrajo de su magna obra traduciendo a Homero y a Dante “en lenguas fingidas, imitando textos de los siglos XIII y XIV”, en “una lengua mítica, un francés antiguo, admirable y falso, una lengua ‘legendaria’, ni muerta, ni viva: anacrónica” (P. Quignard, Petits traités). Él mismo, en la introducción a su traducción de Dante, escribe: “Este trabajo no tiene antecedente. ¿Con qué fin traducir un antiguo poema italiano a un francés que a su vez requeriría otra traducción?”.
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Al no existir “palabras semejantes” entre las lenguas, cada una de ellas tiene un sonido propio y cuando se escriben, como decía Cao Xueqin, tienen un “sonido que no suena”. Una especie de silencio propio. ¿Cómo traducirlo? ¿Es posible pretenderlo? Cualquier bilingüe que vive desde dentro sus dos lenguas sabe que, más allá de las equivalencias de las que dispone para traducir una a otra, hay algo en cada una que no puede ser expresado de ninguna otra manera. El puente que tiende este traductor entre dos promontorios separados por un abismo es, en los casos más venturosos, el extraño pasadizo en el que una lengua le deja su lugar a la otra, que ahora busca en su propio fondo cómo hacer que reviva el “silencio” en el que respira la primera, sus destellos y sus disimulos, su ritmo, su apostura. Reescribir. Lograr que la voz que surge entonces en la lengua traductora parezca brotar por sí misma, sin por ello dejar de atender los pormenores del texto de origen, mientras el traductor le sigue la pista a la lengua de la que se aparta.
El milagro de una traducción es que parezca no serlo (su fracaso sería quizás sólo serlo).
Por un lado, los Rubaiyat, “traducidos” al inglés por Edward Fitzgerald, por el otro, la traducción al francés de Pedro Páramo por no quiero saber quién. Por un lado, el nacimiento de un nuevo y deslumbrante poema inglés y, por el otro, el asombro ante la primera página de la novela de Rulfo en francés, totalmente ajena al “sonido” Rulfo y sin el menor “sonido” propio (quizás porque el secreto de esta breve novela, que ha sufrido las mismas vicisitudes en el cine, estriba en que no es más que “sonido que no suena”. Intraducible).
Entre ambos extremos, se halla la gran mayoría de las muy estimables traducciones a lenguas diversas de los mejores libros de cada una, con las salvedades a menudo propias de cada época o de cada moda que, inevitablemente, los modifica. Cuando Rafael Cansinos Assens, en su traducción de Crimen y castigo, se atreve a utilizar “calderilla” para decir “kopeks”, por un instante Raskólnikov adquiere un sorpresivo perfil madrileño. Algo parecido le puede ocurrir al doblaje cinematográfico, que, como dice Borges en una nota, “propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo”. Pero, como es el caso de algunas insignes traducciones, aquí también hay honrosas excepciones: por ejemplo, el doblaje hecho en México de la cinta de animación El libro de la selva de Walt Disney no sólo iguala, sino acaso supera el original en inglés. Es un brillante ejemplo del arrojo a veces requerido para llegar a fraguar una buena traducción. Aunque es evidente que, las más de las veces, nos debemos resignar a que la traducción alemana, francesa o inglesa de un gran libro –del Quijote por ejemplo–, nos pueda demostrar la riqueza de los refraneros de cada nación y los méritos esforzados de los traductores que hallan en ellos los “equivalentes” del inagotable caudal de dichos y refranes de Sancho. Pero sólo tendremos el sentido y no la entonación, estaremos ante una especie de doblaje que el interés del lector sabrá sobrellevar, o que, como les sucedió a varios escritores-lectores inconformes, lo incitará a prescindir de la traducción y a mejor aprender el español.
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Traducir es reescribir. Como tocar en un instrumento música escrita para otro y que suene bien. Además, procura un placer similar al que han de experimentar los mejores falsarios, que de tanto copiar la pintura de un gran maestro son capaces de “pintar-copiar” un cuadro que no existía, pero que habría podido existir. Para pintarlo, se convierten en el maestro que no lo pintó.
De algún modo, no muy lejos, se halla el arte del “pastiche”, más cercano a la traducción, ya que suele declarar su procedencia, tal y como ella lo hace con el texto original. Lo demás es asunto de talento y arrojo, oído e inspiración. No otra actitud convirtió a León Felipe en Shakespeare, a Omar Khayyam en Fitzgerald y a Joyce en Joyce.
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Cuanto más lejano sea un texto por traducir, de mayor espacio gozará el traductor para reescribirlo porque dos cosas lo separan de él: la lengua y el tiempo. Mayor holgura permiten Homero o Virgilio que un libro contemporáneo, en el que la poca distancia temporal tiende a limitarla. Por nuestra ignorancia de la naturaleza literaria de tantos detalles homéricos, nos podemos demorar mucho más en los aparejos náuticos de una nave griega que en el escueto instrumental de navegación del avión de Saint-Exupéry.
Sin embargo, aparecen muy de vez en cuando excepciones venturosas. Hace muchos años, me tocó traducir al español la admirable obra de teatro Pasifae de Henry de Montherlant. Como era de esperarse, campea en primer plano el toro blanco y abundan los pasajes referidos a los toros que pastan en la dehesa que se extiende frente al palacio real. Como en español el vocabulario propio del mundo taurino es incomparablemente más dilatado y preciso que en francés, el texto traducido parece haber sido escrito en español, a causa de la propiedad con la que se nombra cada detalle, sin dejar de agradecer lo bien que se presta la lengua breve y contundente de Montherlant a la prosodia castellana. Una reescritura que suena a escritura, casi un milagro.
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“Traducir es reescribir. Como tocar en un instrumento música escrita para otro y que suene bien”.
También viene al caso evocar otra de las pocas dichas que nos otorga la “desdicha de Babel”, esta vez mezclando oralidad y escritura. En un congreso de la UNESCO en París, un orador inglés lee su ponencia y, en su cabina, el traductor simultáneo al español desempeña su rutinaria labor sin contratiempos. De repente, a dicho orador se le ocurre florear su exposición con dos versos de Shakespeare que están a punto de sumir al intérprete en la afasia, por tener que saltar de un discurso a otro de manera tan intempestiva. ¿Traducir literalmente? ¿Tratar de hacerlo en tono poético? Estas preguntas han de haberlo asaltado durante fracciones de segundo hasta que se produjo en él lo que no queda más que llamar una iluminación: le volvieron a la mente dos versos de Lope de Vega que expresaban la misma idea y así, tan campante, resolvió a un tiempo sentido y poesía, sin perder el ritmo ni rezagarse, disimulado en el anonimato de su pequeña cabina.