El caballero y las flores (detalle), óleo sobre tela de Georges Rochegrosse, 1894. Museo de Orsay, París.
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Música y ópera

Sólo un iluso puede salvar al mundo

“La música es el vínculo más directo que las personas tenemos hacia lo inexplicable”, afirma Hugo Roca Joglar en estas tres cartas dirigidas a Richard Wagner. En este juego epistolar, el escritor reflexiona sobre Parsifal, su estreno en Bayreuth en 1882, la trama de la ópera y su sentido sagrado: la salvación del mundo gracias a la transformación espiritual del protagonista del drama.


Por Hugo Roca Joglar

Carta número 1 a Richard Wagner

¿Qué haces después de haber destruido al mundo con tu música? Te integras al silencio que has creado y desapareces. Pero resulta que tú sigues vivo. Viejo, pero vivo. Y eres megalómano. Se te ocurre una explicación brillante:

Mi música destruyó al mundo, pero yo sigo vivo.

Porque yo soy más importante que el mundo.

Entonces comienzas a escribir música para el verdadero fin del mundo: tu muerte.

Te sientes benevolente. Por eso vas a incluir la redención como posibilidad en tu planteamiento: ya sin ti, el universo quizá pueda tener otra oportunidad. Quizá exista la posibilidad de nuevos nacimientos.

Aunque si tú ya no estás, y esto siempre lo has tenido claro, el universo será un lugar mucho menos interesante. Cósima está de acuerdo. Por eso cuando mueres (enero 13 de 1883) se abraza a tu cuerpo y tres hombres son necesarios para despegarla de ti por la fuerza.

Pero no estoy hablando de eso. Tu infarto masivo al corazón sólo a tu esposa le importa. Estoy hablando de tu muerte histórica. La que sucede seis meses antes (julio 26 de 1882) durante el estreno de Parsifal.

Muchísima gente va a verte morir en tu última ópera.

Una compleja muerte trágica y grandiosa.

El libreto de Parsifal

Sólo un iluso puede salvar al mundo. Se llama Parsifal. Su historia primero la narra Chrétien de Troyes, considerado el primer novelista francés, hacia principios del siglo XII. La retoma el poeta épico alemán Wolfram von Eschenbach a principios del siglo XIII. Richard Wagner parte de estos dos textos para escribir su propia versión en prosa (febrero de 1877). Posteriormente realiza una adaptación a poema (abril de 1877), que es la que utiliza como libreto para su ópera, a la que bautiza Parsifal, festival escénico sacro en tres actos.

El origen de la historia de Parsifal es la sangre de Cristo. Durante la crucifixión fue recogida en un recipiente: el Grial, que emite una luz roja de fuerza milagrosa. Cualquier persona puede recibir los beneficios del Grial, siempre y cuando cumpla con una condición: renunciar al amor carnal. Existe una hermandad cuya misión es conservar la pureza del Grial y asegurarse de que sólo los castos accedan a sus milagros.

Estamos situados en el castillo de Montsalvat (lugar misterioso y lejano, según la mitología germana), también conocido como castillo del Grial, durante la Edad Media.

Kundry, óleo sobre tela de Rogelio de Egusquiza, circa 1906. Museo Nacional del Prado, Madrid.

Klingsor (barítono) aspira a ser miembro de esta hermandad, pero sus impulsos eróticos se desbordan. Se castra a sí mismo para contenerlos. La mutilación de sus genitales no es suficiente. Amfortas (barítono), rey soberano del Grial que es invencible gracias a una lanza sagrada (la misma que se usó para torturar a Cristo), le prohíbe acceder al Grial por toda la eternidad.

Klingsor es un hechicero poderoso y vengativo. Posee una imaginación siniestra. Inventa un castillo ilusorio habitado por hermosas mujeres mágicas. Lo coloca de camino al castillo del Grial para tentar sexualmente a los miembros de la hermandad.

“Sólo un iluso puede restablecer la armonía en el ocaso del mundo”

El mismo Amfortas cede ante el cuerpo desnudo de Kundry (soprano), mujer especialmente hermosa, especialmente mágica y especialmente desdichada (ha sido condenada a la esclavitud sin la posibilidad de llorar, por haberse reído de Cristo cuando era empujado hacia la cruz donde lo clavaron vivo).

Klingsor aprovecha que Amfortas y Kundry están fornicando para robarle a su enemigo la lanza sagrada y con ella le perfora la piel. La herida en el cuerpo de Amfortas pone en riesgo la estabilidad del universo entero, que se dirige implacablemente hacia la destrucción… a menos de que un joven simple e inocente, con la compasión verdadera como único recurso de su inteligencia, destruya al hechicero Klingsor, recupere la lanza, cure a Amfortas y redima a Kundry.

Sólo un iluso puede restablecer la armonía en el ocaso del mundo.

Richard Wagner y su esposa Cósima, fotografía de Fritz Luckhardt, 1872, Viena. Fuente: Wikipedia.

Carta número 2 a Richard Wagner

Friedrich Nietzsche (1844-1990) lee tu libreto de Parsifal en 1878. El estilo le parece torpe, frío, forzado y carente de fluidez (“el poema suena como una traducción de una lengua extranjera”). En la trama ve debilidad e intrascendencia (“todo demasiado cristiano y temporalmente limitado”).

Que Nietzsche, a quien le llevas 31 años, escriba sobre tu arte no es extraño.

Él ha firmado las más entusiastas alabanzas. Por ejemplo, en 1871 (te acabas de casar con Cósima, hija ilegítima de Franz Liszt y la condesa Marie d´Agoult, y trabajas en el final de Sigfrido), escribe con motivo de las dos primeras óperas de la tetralogía (El oro del Rin y La valquiria):

...un mito de poesía, imagen y representación escénica que empuja a la música a segundo plano, desde donde adquiere tal intensidad y significación que el espectador escucha la totalidad como si el abismo más íntimo de las cosas le hablara en forma perceptible.

Y también ha firmado los ataques más furiosos (¿y certeros?) contra tu arte. Por ejemplo:

La adhesión a Wagner se paga cara. La riqueza de enigmas de su arte, su juego del escondite tras cien símbolos, las irisaciones del ideal, su talento para dar forma a nubaredas y el talento para vagar por los aires con su música es, en conjunto, la cosa moderna por excelencia. El hombre moderno representa en términos biológicos una contradicción de valores: se sienta entre dos sillas. Dice sí y no de una sola voz… Contra su propia voluntad y conocimiento, tiene metido en la carne valores, palabras, fórmulas y morales de orígenes opuestos. Un diagnóstico del alma moderna: fisiológicamente es falsa.

A pesar de que no le gusta el libreto, Nietzsche se acerca hacia tu música (no está

del todo claro si asiste al estreno o simplemente lee la partitura)

¿Por qué?

Está la razón del arte.

La literatura no puede ser espiritual. Su origen de silencio la condena a desvanecerse en soledad. Piensa en la palabra Parsifal y léela en silencio tres veces: Parsifal/Parsifal/Parsifal. El nombre de un hombre, eso es todo lo que ahí se puede escuchar. Pero ahora canta la palabra Parsifal. Al inicio, que tu canto mantenga dinámica de espejo: un sonido por cada letra. Después, extiende durante dos sonidos distintos la existencia de cada vocal: “Paarsiifaal”. Entonces resulta que, en un mundo de sonidos, Parsifal significa Parsifal (el Parsifal literario), pero también algo más. Parsifal y ¿algo más? Más sufriente. Más hondo. Más misterioso. Más trágico. La literatura se seca cuando el sonido la convierte en canto. La música es el vínculo más directo que las personas tenemos hacia lo inexplicable.

“Ni siquiera Nietzsche, quien siente esta voraz e irreprimible pasión hacia ti, es capaz de concebir que tu megalomanía posea tales dimensiones cósmicas”.

Por eso, Nietzsche se acerca hacia tu música. Quiere descubrir si el Parsifal literario, que le parece tan soso, puede adquirir a través del sonido su dimensión de salvador.

Ésta es la razón del arte. Pero también está la razón de tu vanidad:

Nietzsche no puede dejar de pensar en ti. Después de tu esposa, es la persona a la que más le importas. Para ti la explicación de sus inestables humores hacia tu arte es muy simple: está obsesionado contigo.

¿Y qué ocurre al final?

A Nietzsche la música de Parsifal le gusta. Aunque sigue sin entender el porqué de su existencia. Piensa:

Si Wagner ya destruyó al mundo con su tetralogía de forma tan convincente, desde la poética sonora más trágica de la historia de la música, ¿para qué Parsifal?, ¿para qué una redención llena de sensiblería cristiana?

Nietzsche cree saber la respuesta. Estás débil. Te asumes viejo. Estás enfermo (llega a su conocimiento que en 1878 tu precaria salud únicamente te permite escribir como máximo cuatro compases diarios). Nietzsche cree saber la respuesta: Wagner ha perdido vigor, ha decaído y le tiene miedo a la muerte. Jajaja, el gran poderoso Richard Wagner doblado ante la cruz.

Pero ni siquiera Nietzsche imagina la verdad. Y la verdad, que no deja de parecerte brillante, es que tu música destruyó al mundo. Pero tú sigues vivo. Y es en Parsifal, no en la tetralogía, donde ocurre el verdadero fin: tu muerte en música. Porque tú eres más importante que el mundo.

Ni siquiera Nietzsche, quien siente esta voraz e irreprimible pasión hacia ti, es capaz de concebir que tu megalomanía posea tales dimensiones cósmicas.

La música de Parsifal

Richard Wagner revoluciona la forma de escribir ópera.

Tristán e Isolda se suicidan, pero al principio de la historia, cuando salen a escena, rebosan alegría. En su ópera homónima (estrenada en Múnich en 1865), Wagner desea desencajar el tiempo y que muerte y vida de los amantes existan simultáneamente, sin divisiones temporales. De tal forma que, desde su primera aparición, el suicidio exista en la alegría y la alegría exista en el suicidio. Lo consigue utilizando los instrumentos para establecer una narración paralela a la del libreto. Isolda canta: “Oh, qué alegría volver a verte, Tristán”. La sensación de alegría en el poema es absoluta. Su intensidad es de una contundencia incontestable. Bajo su influjo, la única posibilidad es la vida. Pero mientras Isolda canta sobre su alegría, su suicidio ya existe dentro de la orquesta. Incluso en su plenitud, Isolda ya carga con su muerte. Pero es más que eso. Los velados ecos siniestros no son sólo premonitorios. Representan una consumación: la muerte de Isolda se está representando al mismo tiempo que su vida.

Al procedimiento técnico que Wagner utiliza para realizar esta compleja articulación narrativa se le conoce como leitmotiv y consiste en establecer asociaciones entre personajes y conceptos con temas musicales específicos. De esta forma libreto y partitura se fusionan en una misma unidad trágica multidimensional.

Por lo tanto, la revolución operística wagneriana es una revolución de símbolos, que en Parsifal alcanza una de sus cimas: cuatro horas y media de articulación dramática entre música y poesía que no tiene fisuras ni descansos.

Aislemos, por ejemplo, diez acontecimientos y sensaciones presentes en la trama:

  1. El baño de Amfortas herido.
  2. Kundry y su edad indefinida.
  3. Parsifal mata a un cisne con una flecha.
  4. Un coro invisible de voces que se quejan.
  5. Klingsor reconoce con terror en Parsifal a El Salvador.
  6. Las muchachas-flores se desintegran como fantasmas.
  7. Parsifal rechaza el beso de Kundry y atrapa en el aire la lanza con la que Klingsor busca asesinarlo.
  8. Se derrumba el castillo del mal y Kundry se desvanece junto a un matorral.
  9. Parsifal es condenado a errar sin jamás encontrar el castillo del Grial.
  10. Amfortas comprende que el suicidio es la única forma de acabar con su dolor.

¿Qué obtenemos?

Un mundo oscuro y triste. Sufrimiento. Miseria. Seres solitarios y malditos. Angustia y horror.

Escena del Grial, fotografía de Hands Brand, de la escenografía de Paul von Joukowsky realizada para el estreno mundial de Parsifal el 26 de julio de 1882 en el Festspielhaus de Bayreuth.

“Los leitmotive no son estáticos ni su forma resulta inmutable. Sus células melódicas están en colisión permanente (como esas guerras secretas de explosiones y regeneración que experimentan las estrellas mientras desde la Tierra las vemos tan serenas)”.

Dentro de la música, todos estos elementos presentes en el libreto existen también en la música. El Grial y la lanza, Kundry y Parsifal, Klingsor y Amfortas poseen temas propios dentro de la orquesta que van y vienen a través de la partitura siguiendo sus apariciones. Pero no se trata de simples identificaciones directas para ahondar en sus personalidades. El uso que Wagner le da al leitmotiv trasciende lo psicológico para alcanzar terrenos metafísicos. Son micromundos dentro del drama que por dentro se convulsionan en sus propias tragedias. Por ejemplo, el tema de Kundry es burlón cuando ríe y melancólico cuando sufre, recae en el arpa cuando anhela redimir su destino de esclava, y en la trompeta cuando siente la fuerza de su papel como guerrera. Y así ocurre con cada leitmotiv. No son estáticos ni su forma resulta inmutable. Sus células melódicas están en colisión permanente (como esas guerras secretas de explosiones y regeneración que experimentan las estrellas mientras desde la Tierra las vemos tan serenas). La tristeza nunca es del todo tristeza, es tristeza yendo hacia el terror, terror yendo hacia la desesperación y desesperación que puede regresar a ser tristeza, pero no para reproducir el mismo ciclo sensual, sino descubrirse en uno distinto. El riesgo evidente es que todos estos fragmentos sensuales que se desencadenan simultáneamente terminen por desbalagarse en una sustancia musical amorfa. Pero esto no ocurre porque la íntima tragedia de cada uno comparte un mismo destino. Y ese destino está contenido en un motivo superior, que contiene todos los demás destinos: el motivo de la transformación. Que todo lo cubre y todo lo abarca. Se tensa en amplios intervalos para luego agitarse en repetitivas frases cortas. Y dentro del motivo de la transformación se colisionan otros submotivos, riqueza, mentira, ambición o brutalidad, que transmiten la permanente existencia de la fatalidad en un mundo horrible.

“En mi opinión, todo lo que ahora está floreciendo, respirando, viviendo y resucitando debería estar afligido y ¡ay, llorar!”, dice Parsifal. ¿Y cómo no sentirse así cuando incluso la belleza sirve a la mentira?

Segundo acto de Parsifal. En el jardín mágico de Klingsor, Parsifal es asediado por las jóvenes mágicas. Litografía de Liebig, circa 1904.

 

Basta con ver a las hermosas mujeres del castillo de Klingsor que bailan al compás de tres cuartos un vals lento y embrujado. Mujeres a las que Wagner describe como “jóvenes mágicas, flores (tropicales) en el jardín embrujado de Klingsor que florecen con la primavera y viven hasta el otoño para engatusar, por ser jóvenes ingenuas y esbeltas, a los héroes del Grial”.

Final del tercer acto. Parsifal cura con la lanza sacra al agónico Amfortas mientras Kundry agoniza.Litografía de Liebig, circa 1904.

Y, sin embargo, esta fatalidad puede ser revertida por un iluso. Y ese iluso que va a salvar al mundo ha llegado. El profeta Gurnemanz (bajo) reconoce en Parsifal a El Salvador:

Todas las criaturas se están regocijando al ver la bella impronta del Redentor [...] No le pueden ver en la cruz, pero miran al hombre redimido que se siente libre del peso del pecado y del miedo.

Pero la pureza de Parsifal es puesta a es puesta a prueba por medio de Kundry, mujer de múltiples personalidades y exigencias vocales de expresión tan contrastante que por momentos resulta un papel que roza lo incantable (“la más fuerte y más poéticamente audaz figura femenina entre las que Wagner concibió”, dice Thomas Mann).

Kundry es el único personaje que conoce el pasado de Parsifal. Así que para seducirlo recurre a recuerdos infantiles. Le habla de su madre y lo besa. Lo que ocurre en el joven no es una erección, sino una epifanía: a través del beso de Kundry, Parsifal descubre su pasado y entiende el significado de su vida. A Kundry la compadece y “habiendo llegado al conocimiento gracias a la compasión”, se asume como el salvador del mundo.

Aún deberá errar sin rumbo y sobreponerse a la desesperación. Pero a diferencia de Sigfrido, Parsifal triunfa. Las semejanzas entre ambos héroes wagnerianos son evidentes: huérfanos de padre e ilusos. Sólo que Sigfrido no tiene a una mensajera que le informe sobre su pasado y lo haga consciente de su misión. Sigfrido no tiene a Kundry.

Aunque por un instante, la pureza de Parsifal tiembla. Cuando Kundry lo besa, una melodía extendida que se tensa voluptuosamente en las cuerdas nos recuerda la música del dueto de Tristán e Isolda.

El riesgo de entregarse al amor con el cuerpo es el de construir una pasión tan intensa que ponga en riesgo la estabilidad del universo entero. La aniquilación de los amantes se vuelve necesaria para restablecer el equilibrio cósmico. Y a través del suicidio, Isolda y Tristán quedan libres para amarse más allá de la muerte.

El destino de Parsifal es otro. Ahí donde Sigfrido pierde, él gana. Y ahí donde Tristán desaparece, él surge invencible para dotar de belleza todo lo fallido.

Entonces el motivo de la transformación, que parecía destinado a completarse como motivo de la destrucción, se convierte en el motivo de la redención.

Pero es necesario el sacrificio.

La redención es posible para todos menos para Kundry.

Ella debe morir.

Y a partir de las cenizas de una mujer mágica, un mundo horrible puede, otra vez, comenzar a florecer.

“En 1903 Parsifal se incorpora al repertorio habitual de la Ópera Metropolitana de Nueva York. Alguien de tu familia tuvo que haberte traicionado”.

Carta núm. 3 a Richard Wagner

A presenciar tu muerte en música acude muchísima gente.

Eduardo VII de Inglaterra, Leopoldo II de Bélgica, Pedro II de Brasil, Liszt, Bruckner, Grieg, Hans von Bülow, Léo Delibes, Saint-Saëns, Mahler, Paul Heyse, Julio Verne, Gottfried Semper y Thomas Alva Edison.

Reyes, emperadores y duques. Arquitectos, escritores, científicos y compositores.

Así de importante eres.

Aunque, claro, una ópera de casi cinco horas no es suficiente para ritualizar tu muerte. Necesitas tu propio castillo. Convences al príncipe Luis II de Baviera para que te lo construya. Ahí organizas un festival exclusivo para presentar Parsifal. Eso es Bayreuth: tu tumba. Aunque la descripción que haces es “teatro musical del futuro”, cuya gran novedad es la invención de un foso para esconder a la orquesta, de tal forma que el sonido, amortiguado y homogéneo, permita escuchar con mayor claridad el canto que sucede en el escenario.

Heinrich Venzi, primer clarinete de tu orquesta en Bayreuth, dibuja la distribución de los instrumentos en el foso. Estoy viendo su dibujo. Se aprecian seis niveles. Abajo, tubas, trombones y percusión. Los violines, arriba. En medio, cornos, trompetas, instrumentos de viento de madera, violonchelos y flautas. Arpas y contrabajos a los lados. En la sección de cornos, el segundo de la derecha en la tercera hilera, es Franz, el papá de Richard Strauss.

Das la orden de que Parsifal sea exclusividad de Bayreuth. Que tu muerte sólo pueda ser representada sobre tu tumba. En ningún otro lugar. En 1903 Parsifal se incorpora al repertorio habitual de la Ópera Metropolitana de Nueva York. Así que alguien de tu familia tuvo que haberte traicionado. Y me da gusto.

Tu grandeza es indiscutible. Pero, ¿a qué costo? Me refiero a la parte literal del término: dinero. En nombre de tu arte, joven y adulto, muchas veces te comportas como un criminal.

Tienes 26 años en Letonia (1839). Diriges la Ópera de Riga. La policía local gira la orden de tu arresto. Te acusan de fraude e incumplimiento de pago. A medianoche, de la mano de la actriz Minna Planer, tu primera esposa, escapas hacia Rusia a través de la nieve.

Tienes 50 años en Viena (1863). Te rodeas de cosas que no puedes pagar: muebles de caoba, pinturas famosas, vajillas de plata y estatuas de oro. Te llega una notificación policial. Te citan para declarar. Escapas hacia Suiza de madrugada.

Vendes los derechos de exclusividad de tus partituras a más de una editorial, y dices que tu piel es tan sensible que la única forma de no irritarla es utilizando camisas de seda.

Tres años después de tu muerte, Luis II de Baviera se ahoga en un lago. ¿Hay alguna relación entre su suicido y las deudas que le provocaste al convencerlo de financiar Bayreuth?

Y tú, astuto pillo miserable y ambicioso, centras la poética de tus tragedias mitológicas en ¡la figura de pureza de un héroe iluso! ¿A través de ellos experimentas tus sueños secretos?

Y de pronto, dudo: ¿plantear la posibilidad de redención en un mundo que ya habías destruido es una forma de arrepentimiento?

Busco la respuesta en el boceto de tu rostro que hace el pintor ruso Paul von Joukowsky. Estoy viendo el dibujo. Es el último registro de cómo te ves antes de morir. Tienes 69 años. El gesto circunspecto y los ojos cerrados. Se diría que estás meditando. Tu cabeza luce extraordinariamente grande. Frente amplia, mandíbula cuadrada.

Si se atiende el lado izquierdo de tu cara (desde la perspectiva del observador), de trazos vigorosos, surge un joven; si se atiende al lado derecho, de trazos incompletos y difusos, aparece un anciano. Como si un leitmotiv en el que estás existiendo niño y viejo al mismo tiempo se hubiera colisionado en tu cara.

¿Es Parsifal tu forma de pedir perdón?

Claro que no.

La humildad te es imposible.

¿Qué haces después de haber destruido al mundo con tu música?

Eres Richard Wagner.

Así que se te ocurre una explicación brillante:

Mi música destruyó al mundo, pero yo sigo vivo.

Porque yo soy más importante que el mundo.

Entonces comienzas a escribir Parsifal, festival escénico sacro en tres actos para ritualizar el verdadero fin del mundo: tu muerte en música.

Richard Wagner en vísperas de su muerte, dibujo de Paul von Joukowsky, 1883. Fuente: Wikimedia.


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