Qué oportunidad tener en las manos Mirar al otro. Álbumes de México, un bello y pequeño libro fruto de la colaboración entre Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego y el Seminario de Cultura Mexicana. Basado en la reproducción de fotografías provenientes de cinco álbumes de los siglos XIX e inicios del siglo XX de las colecciones de la Colección Ricardo B. Salinas Pliego, así como en textos exegéticos de los miembros del Seminario, este libro constituye una valiosa aportación a la historia de la fotografía en México. En realidad, todo libro es un dispositivo en el que se entrecruzan múltiples formas, prácticas y contenidos. Así, en estas líneas buscaré desvelar el complejo y casi invisible entramado de imágenes y textos que componen el libro que nos ocupa como una “colección de colecciones”.
La primera cuestión a elaborar es su condición de publicación: es decir, de un valor que surge de lo privado y que, por vía de la edición y circulación, se vuelve un bien público. En este caso, los objetos con valor histórico o estético que custodia Arte & Cultura vuelven al espacio público, abriéndose a múltiples perspectivas de comprensión. A la interpretación de los objetos que hacen algunos miembros del Seminario como textos al margen de las imágenes (y hay que comentar que en este libro la lógica habitual se invierte, ya que aquí los textos ilustran las imágenes), se suma la de muchos otros “lectores” potenciales de las mismas.
Como nos recuerda Felipe Leal en su comentario anexo al álbum Mexico February 1905 de C. B. Waite, “el espacio público es el lugar de la otredad”. En efecto, como bien sugiere el título elegido para el libro, en los álbumes se mira al otro. Pero ¿qué es lo otro en el caso de la fotografía? Todo aquello que yace delante de la cámara frente al fotógrafo, lo que recibe su mirada y que al ser fotografiado acaba perteneciéndole simbólicamente. Ese proceso fotográfico de capturar lo otro se asocia a la pulsión occidental de conocimiento y apropiación racional del mundo. Así, buena parte de la fotografía –y en especial la que contienen estos álbumes– encuentra su razón de ser en la necesidad de llegar a lugares extraños y distantes a los que que envuelve el misterio de lo ignoto, o, bien, de describir a personas de raza, clase, cultura, edad o género ajenas a la del sujeto que toma la foto.
Nótese que hablo de un sujeto. Efectivamente, la práctica fotográfica no sólo representa lo “otro”, sino que lo inscribe en una relación determinada: la de un polo activo, racional y en control de la situación frente a un polo pasivo y receptivo de la mirada. En ese sentido, la propia fotografía emula a la dialéctica de poder de la relación sujeto/objeto de la cultura occidental. El papel de objeto de la mirada pueden ocuparlo los territorios, los seres animales y los vegetales, las mujeres, las minorías sociales y los grupos colonizados. En suma, todo aquello que acaba conquistado/controlado real o simbólicamente por un sujeto que se identifica con la condición masculina, occidental, hegemónica e instrumental de la mirada. Esta reproduce en su estructura simbólica los valores de la cultura capitalista, colonial y extractivista. Cada vez que la fotografía inscribe al otro en esta lógica de valores, no sólo lo representa, también lo produce.
“Los objetos de la mirada, más que personas –que resultan indistintas, sin nombre– cumplen con la función de representar metonímica y simbólicamente a México, la nación en construcción”.
Reflexionemos en cómo estos álbumes construyen discursos sobre el otro. Los objetos de la mirada, más que las personas –que resultan indistintas, sin nombre– cumplen con la función de representar metonímica y simbólicamente a México, la nación en construcción. Si bien hacia mediados del siglo XIX la mayor parte de las fotografías eran importadas, la lógica del comercio y la demanda en Europa de imágenes de tierras exóticas y remotas acabaría impulsando la producción de fotografías de factura y temas mexicanos. Así, los álbumes no sólo ejemplifican los principales géneros de la producción fotográfica en su primer siglo de existencia, sino la necesidad de fotografías en las que la nueva nación se identificara: de ahí la profusión de tipos –castas– mexicanos, las vistas de paisajes y ruinas, y las escenas costumbristas: todo aquello que pudiera tipificar el país en imagen.
De origen, todo álbum fue un cuaderno vacío al que su dueño –el coleccionista de fotografías– adicionaba las piezas que consideraba valiosas o significantes en relación con su intención genérica. En ocasiones, el orden de las imágenes era determinado y meditado; y, en otras, meramente accidental. En todo caso, las fotografías construían relatos aleatorios conforme se las agregaba al álbum. Sus formas, temas y motivos se asimilaban a los de otras imágenes –pinturas, grabados y litografías–, pero también se distinguían de ellas por su menor precio: este obedecía a la consideración de las fotografías como productos mecánicos de un aparato y no como logros de la destreza manual de un artista o grabador. Cuando desaparecieron los daguerrotipos al popularizarse las técnicas reproducibles en papel en la quinta década del siglo XIX, las fotografías comenzaron a venderse en las “doradurías”, establecimientos comerciales que importaban y comercializaban pinturas, grabados y litografías, además de marcos, espejos, papeles tapices y vidrieras esmaltadas.
Inicialmente, la mayor parte de las fotografías de las doradurías eran importadas, aunque la lógica del comercio de estampas acabaría impulsando la producción de fotografías de factura y temas mexicanos como las de los álbumes de que nos ocupamos. El Álbum de tipos mexicanos (1868-1877) de Antíoco Cruces y Luis Campa, el más antiguo de los reproducidos, es una compilación de tarjetas de visita de oficios y “castas” mexicanas. También el más pictórico de todos –Campa era grabador y profesor en la Academia de San Carlos–, es el que muestra, con sus fondos pintados, cómo la fotografía de aquel tiempo emulaba a la pintura. También hay algo de pictórico en las Vistas del estado de Jalisco (1900-1901) de José María Lupercio y en el álbum Mexico February 1905 de C. B. Waite, en ambos casos, paisajes y escenas costumbristas. Producidos ya en el siglo XX, estos álbumes remiten, por un lado, a la tradición de las vistas europeas (vedute) del Siglo de las Luces y, por otro, al espíritu de los viajeros y naturalistas ilustrados que, como Humboldt, buscaban describir paisajes, ciudades o territorios desconocidos.
Nacida en la misma época que el positivismo y las ciencias humanas, la fotografía les sirve de hermana y herramienta: tal es el espíritu que anima las fotografías de la Exploración científica en la región tarahumara (1904-1906) de Carl Lumholtz, un extraordinario documento in situ de la cultura tarahumara con un valor estético añadido: los paisajes montañosos de Lumholtz parecen anteceder por casi tres décadas el proyecto paisajista de Ansel Adams del Oeste americano. También El portafolio mexicano (1940) de Paul Strand sobresale por su valor artístico, en su caso, asociado con la proyección del fotógrafo de la estética de vanguardia sobre el imaginario mexicano (cuestión en la que, por cierto, Strand sigue a Tina Modotti, Manuel Álvarez Bravo y Agustín Jiménez).
Producidas para verse como imágenes en tres dimensiones en un visor estereoscópico o un aparato Taxiphote de salón que permitía mostrarlas en serie, las 100 vistas estereoscópicas de México, (circa 1920) distribuidas por la Keystone View Company –una empresa en Londres–, nos remiten a la condición industrial, comercial, global y espectacular de la fotografía ya a inicios del siglo XX. Excepto las fotos de Lumholtz, todas las fotos de estos álbumes (tarjetas de visita, postales, pequeñas impresiones y fotos estereoscópicas) se reprodujeron de modo masivo e industrial. Tan temprano como 1866 el fotógrafo poblano Carlos Fontayne perfeccionó una máquina a vapor que le permitió reproducir desde 2500 hasta 12 000 copias fotográficas por hora de un mismo negativo. Pensemos entonces que las fotografías contenidas en los álbumes son tan sólo un botón de muestra del enorme universo de clichés que circularon en todo el mundo en esas décadas.
Si las imágenes de los álbumes nos parecen familiares o repetitivas, es porque lo son. Pero hay un sentido en la reiteración: la elección y repetición de los mismos temas y motivos es significativa porque subraya algo sobre México que se quería transmitir: sus lugares y habitantes distintivos, sus costumbres y oficios característicos. En suma, lo mexicano como estereotipo.
Los álbumes que nos ocupan encuentran su razón en lo público: en la circulación social y en la afirmación de una identidad nacional mexicana clara y compartida. Algo que paradójicamente se asociará a las clases sociales más bajas, la indígena, campesina o proletaria, que por una suerte de desplazamiento simbólico reciben la encomienda de representar lo mexicano. Transformados en especímenes científicos o en símbolos de la nación, estas clases minoritarias también se convierten en objetos estéticos y focos de la mirada. Lo que veo –eso extraño y ajeno a mí–, deja de amenazarme cuando lo someto al escrutinio hasta el mínimo detalle.
A la frase “te miro en lo que miras”, que escribe Arnaldo Coen sobre las vistas jaliscienses de Lupercio, podríamos agregar: “Te miro en lo que quieres ver, en las imágenes que luego atesoras”. He ahí la tarea pendiente para quienes tengamos la fortuna de tener Mirar al otro en las manos: escuchar el relato que, en nuestra propia voz interna, van construyendo estas fotos. Porque ahí, en el vendedor de tripas infladas que ya no se producen, en el espejo colgado del pecho del joven wixárika, en los niños borrosos que persiguen unos bueyes en el lago de Chapala, en el extraordinario atuendo del hombre kikapú, es el otro quien me devuelve mi propia imagen.