Mirar al otro es el título y el propósito de esta exposición en la Galería 526 del Seminario de Cultura Mexicana. Mirar aquello que ya conocemos como un descubrimiento y contemplar eso que ignoramos como si lo estuviéramos recordando. Eso persigue y consigue esta muestra que ofrece una inteligente selección de seis álbumes fotográficos que abordan el retrato de México y los mexicanos desde ópticas distintas, contrapuestas y complementarias. Todas los álbumes e imágenes que la conforman pertenecen a la Colección Ricardo B. Salinas Pliego, y mostradas así, en un conjunto, “hacen reflexionar sobre los modos de representación realistas o estereotipados que se manifiestan”, indica Mauricio Maillé, curador de la exposición. “Podemos ver claramente cómo difieren entre sí las aproximaciones de los diversos autores, así como el fin mismo de las imágenes que conforman cada álbum”.
La muestra pone de relieve el poder narrativo de la fotografía desde su origen, y hace patente el papel fundamental de los álbumes fotográficos para organizar, contar y compartir todo tipo de historias, desde relatos íntimos hasta proyectos científicos, viajes de exploración y acontecimientos políticos.
Como señala Sergio Vela, director general de Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego y miembro titular del Seminario de Cultura Mexicana, citando a Émile Zola: “ ‘No se puede declarar que se ha visto algo en verdad hasta que se lo ha fotografiado’. Si bien esta última afirmación es un tanto arriesgada, no cabe duda de que la mirada del fotógrafo a través de la lente es, desde mediados del diecinueve, una de las maneras más logradas de documentar la realidad”.
Las instantáneas pertenecen a las colecciones 100 vistas estereoscópicas de México, The Mexican Portfolio de Paul Strand; Exploración científica en la región tarahumara, de Carl Lumholtz; Vistas del estado de Jalisco, de José María Lupercio; la serie mexicana de C. B. Waite y el álbum de tipos mexicanos de Cruces y Campa.
El círculo virtuoso conseguido con la colaboración entre la Colección Ricardo B. Salinas Pliego y el Seminario de Cultura Mexicana va más allá de utilizar la Galería 526 para exhibir las imágenes. Y es que varios miembros del Seminario quisieron involucrarse en esta iniciativa, dejando plasmadas las reflexiones y emociones que suscitaron en ellos las fotografías, en textos que fueron incorporados a la exposición. Es el caso de Aurelio de los Reyes, Javier Bracho, Germán Viveros, Herminia Pasantes, Mauricio Beuchot, Silvia Molina, Sergio García Ramírez, Javier Garciadiego, Arnaldo Coen, Jaime Morera, Noráh Barba, Fernando Fernández, Felipe Leal y Ángeles González Gamio.
100 vistas estereoscópicas de México
La primera imagen de la exposición que atrapa nuestra atención es una vista estereoscópica. ¿Qué quiere decir eso? Quienes tengan memoria de cómo era la vida cotidiana en los años sesenta recordarán un aparato de plástico color beige similar a unos binoculares que acercábamos a los ojos y que disponía de una pequeña palanca que se accionaba con el dedo índice de la mano derecha. Dicha palanca hacía girar un disco de cartón que contenía diminutas diapositivas.
Estamos hablando del View-Master, un dispositivo visualizador de discos con siete imágenes estereoscópicas, es decir tridimensionales, que tuvo un gran éxito comercial en los años sesenta. El principio que utilizaba es muy sencillo: consiste en mostrar dos imágenes simultáneamente –una por cada ojo–, obteniendo así una sensación de profundidad en la percepción ocular. Y aunque el dispositivo fue explotado como un juguete para niños, en realidad no fue concebido así. El sistema View-Master fue desarrollado por William Gruber, fabricante de órganos de profesión y gran aficionado a la fotografía, quien residía en Portland, Oregón. Suya fue la idea de renovar el antiguo visor de imágenes en blanco y negro, conocido como estereoscopio, para utilizar elKodachrome, la película fotográfica de color aparecida a mediados de los años treinta. El disco de cartón que se introducía en el visor contenía 14 pequeñas diapositivas, que en realidad eran siete imágenes, cada una de ellas repetida.
Volviendo a la fotografía que llamó nuestra atención, hay que decir que pertenece al álbum de la Keystone View Company, y que muestra 100 imágenes de México en los albores del siglo XX. La foto es una vista aérea de la entrada al balneario de Agua Caliente desde la carretera a Tijuana, Baja California, con automóviles de los años treinta circulando en ambos sentidos. El interés específico de esta imagen es mostrar el aspecto que tenía el lugar entonces.
Agua Caliente era un enclave turístico de glamour hollywoodense que aprovechaba un manantial de aguas termales, aunque en medio de un lugar semiárido, a tres kilómetros de Tijuana. La denominada Compañía Mexicana de Agua Caliente –uno de cuyos cuatro socios fundadores era Abelardo Rodríguez, quien tiempo después ocuparía la presidencia de México– construyó en 1927 un suntuoso hotel-balneario con todos los servicios e instalaciones para asegurar la diversión y el entretenimiento de los huéspedes y visitantes.
Con palmeras datileras y explotando las aguas termales, se levantó un auténtico oasis dirigido, principalmente, a los estadounidenses. Nuestros vecinos encontraban en el lugar un atractivo especial. Y es que la ley Volstead, promulgada en 1919, prohibía terminantemente el juego y el alcohol, pero no era aplicable de este lado de la frontera, por supuesto. Fue así como Agua Caliente ayudó a formar el eje turístico Tijuana-San Diego, que hoy mueve a millones de personas a ambos lados de la línea divisoria entre Estados Unidos y México.
The Mexican Portfolio. Paul Strand
Lo que vemos son dos puertas: una en primer plano y otra al fondo. Podría tratarse de una imagen perfectamente simétrica si no fuera por dos elementos: la primera puerta, de tamaño suficiente para facilitar el paso de un carruaje, está convenientemente escoltada por dos columnas talladas en piedra. Ambas son iguales, pero no las esculturas que rematan cada columna. La de la derecha hace pensar en la Virgen del Carmen, también conocida como Estrella del Mar por ser la patrona de los marineros, divinidad a la que se invoca para conseguir su protección en altamar y llegar seguros a puerto. Todo lo anterior se desprende del ancla de gran tamaño que la figura sostiene con la mano derecha.
Respecto a la escultura de la izquierda, representa a una mujer, que viste una amplia túnica y que lleva la cabeza cubierta. Son dos sus atributos: con la mano derecha sostiene una larga lanza, que apoyada en su hombro llega hasta el suelo. Con la mano izquierda sujeta una copa de gran tamaño. Considerando el lugar de honor en el que ambos símbolos han sido colocados, no se puede más que pensar que la lanza sea una representación de la lanza de Longino, que según la tradición era el arma del soldado romano del mismo nombre con la que atravesó el cuerpo de Jesucristo mientras estaba en la cruz. La gran copa a su vez sería el Santo Grial, del que se asegura que conservó sangre de Jesús, lo que hace suponer que sea la copa que utilizó el Hijo de Dios en la última cena.
El segundo elemento que impide que la imagen mostrada en la fotografía sea simétrica es el encuadre del fotógrafo. Y es que se situó algunos pasos a la izquierda, con lo que se muestra más el lado derecho de lo que enmarca la primera puerta. Es la fachada de una iglesia. Así pues, es el atrio de un templo lo que vemos después de la primera puerta, rematado con un santuario. Sin revelar a detalle el trabajo en piedra tallada que enmarca la segunda puerta, su simplicidad y magnificencia simultáneas parecen conducir a un estilo neoclásico. Ello contrasta con el remate de la primera puerta, de formas verticales más libres coronadas con una sencilla cruz.
Paul Strand (Brooklyn, NY, 1890-Orgeval, Francia, 1976) conoció la fotografía cuando era estudiante de secundaria en la Escuela de Cultura Ética de Nueva York. Su primer profesor de fotografía, Lewis Hine, le inculcó un profundo sentido de compromiso con el mejoramiento social de la humanidad.
En 1907, el club de fotografía escolar acudió al número 291 de la Quinta Avenida, donde contemplaron una exposición de Photo-Secession, movimiento artístico fundado en 1902 por Alfred Stieglitz junto a Edward Steichen y Alvin Langdon Coburn. Para Strand, fue un momento decisivo: ese día decidió convertirse en fotógrafo. Durante los siete años siguientes se dedicó a esta tarea, siguiendo en su desarrollo el de los llamados “pictorialistas” de una generación anterior.
A principios de 1915, Stieglitz, convertido en su mentor, criticó la suavidad gráfica de las fotografías de Strand, lo que lo hizo cambiar su técnica durante los dos años siguientes, realizando extraordinarias fotografías sobre tres temas principales: el progreso, las abstracciones y los retratos callejeros.
Durante la década de 1910, Nueva York se llenó de peatones, carruajes y automóviles, y las calles se convirtieron en símbolo del movimiento, el cambio y la modernidad. Fotógrafos como Alvin Langdon Coburn y Karl Struss, junto a muchos pintores, incluido John Marin, abordaron la “gran metrópolis acelerada” como un tema vital. Sin embargo, Strand no se dejó llevar por esta corriente, sino que estructuró sus imágenes en movimientos relativamente lentos, generalmente de una sola persona, o en la fotografía de arquitectura.
Exploración científica en la región tarahumara. Carl Lumholtz
El álbum de la Exploración científica a la región tarahumara, comandada por Carl Lumholtz entre 1904 y 1906, incluye 48 fotografías de tipos humanos, así como de áridos paisajes de la Sierra Madre Occidental, muchos de una belleza natural sorprendente. La primera imagen que hace detener nuestra mirada muestra una pareja de indios tepehuanes, palabra de origen náhuatl derivada de tépetl, cerro, y huan, partícula posesiva, es decir “dueños de cerros”. Se trata de una etnia que en el estado de Chihuahua convive con los tarahumaras.
No obstante, la imagen va acompañada de un pie de foto que aporta un dato definitivo para ubicar a la pareja: “Indios tepehuanes en la mesa de Milpillas”. Se trata entonces de tepehuanes del sur, también conocidos como o’dam, “los que habitan”, que ocupan principalmente el sur de Durango, una zona aledaña a Nayarit y Zacatecas.
Los dos personajes de la foto llevan la cabeza descubierta. Ella es una mujer alta, recia, de rasgos duros pero que enmarcan una belleza inobjetable. Tiene la mirada fija en el suelo, como quien oye un piropo y se deja galantear, pero sin conceder nada. La mayor muestra de su desdén la representan sus brazos “en jarra”, signo inequívoco en el lenguaje corporal de una actitud defensiva. Lleva puesta una falda oscura hasta el suelo. Sobre la blusa lleva dos rebozos: uno para la espalda, el otro para el cuello y el pecho.
Él parece un pícaro redomado que recuerda a sir John Falstaff, el personaje de la era isabelina creado por William Shakespeare que aparece en Las alegres comadres de Windsor, inmortalizado después por Arrigo Boito y Giuseppe Verdi en la comedia lírica operística Falstaff, la última ópera firmada por el inmortal compositor italiano.
Nuestro hombre luce una melena corta y barba de candado. Viste camisa de manga larga con un gran pañuelo al cuello y calzones al uso, no pantalones, que dejan libres las piernas, los pies calzados con unos sencillos huaraches. La pierna izquierda, la más cercana a la mujer, está ligeramente flexionada, lo que acerca su cuerpo al de ella. Su perseverancia parece haber comenzado a dar frutos porque su mano izquierda se ha entrelazado con la mano derecha de ella. La expresión de la cara del galán es de una satisfacción exultante.
Carl Sofus Lumholtz (1851, Faberg, Noruega-1922, Saranac Lake, Nueva York) fue un descubridor y etnógrafo noruego, conocido por su investigación de campo y publicaciones etnográficas sobre las culturas originarias de Australia y del centro de México. En 1876 se licenció en Teología en la Universidad de Kristiania, ahora Universidad de Oslo, y viajó con el botánico sueco Carl Vilhelm Hartman a México, donde permaneció muchos años.
Dirigió varias expediciones costeadas por el Museo Americano de Historia Natural entre 1890 y 1910, iniciativas que consiguieron el respaldo del presidente Porfirio Díaz. Resultado de estas expediciones fue Unknown Mexico, conjunto de volúmenes publicado en 1902, que documenta la vida y costumbres de muchos de los pueblos indígenas del noroeste de México, incluidos los coras, tepehuanes y especialmente los tarahumaras, entre los que vivió durante más de un año.
Vistas del estado de Jalisco. José María Lupercio
De toda la muestra, probablemente la colección que ofrezca un conjunto más completo, expresivo y mejor conseguido es la de José María Lupercio, fotógrafo nacido en Guadalajara en 1870, que se propuso capturar el exótico encanto que rodea a los indígenas huicholes, a fin de cuentas habitantes de su propia tierra: el estado de Jalisco.
El álbum es producto de la estancia de Lupercio al frente del Taller de Fotografía del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, adscrito entonces a la Universidad Nacional. En la muestra se suceden 34 imágenes de gran interés alrededor del proceso de alimentación de este grupo étnico. Así, se incluyen imágenes en las que los indios aparecen, orgullosos, al lado de su ganado. Hay fotos de barcas de pesca internándose en las aguas para iniciar una jornada de trabajo. En otras, un grupo de hombres está desgranando mazorcas de maíz. Y en otra, dos mujeres maduras enseñan a otras tres más jóvenes cómo se muele el maíz en el metate y se obtiene la masa.
Hay fotos de gran belleza con mujeres lavando ropa en el río y niños secándose después de un baño. También aparecen hombres adultos orgullosamente ataviados con sus trajes típicos. O una niña posando, desafiante, frente a la puerta de su humilde jacal.
La imagen más conocida de todas nos muestra un huichol que “mira con intensidad; intriga saber qué es lo que estaría pensando”, comenta el fotógrafo Pablo Ortiz Monasterio. “Los huicholes han conservado tradiciones milenarias a pesar de su contacto, por siglos, con la cultura occidental –prosigue–. Del lado izquierdo se asoman dos flechas, seguramente acompañadas por un arco; esto se relaciona con las tradiciones de cuando eran recolectores y cazadores nómadas. Si bien ahora son sedentarios, todavía conservan la caza ritual del venado, elemento fundamental de la cosmovisión huichol. El peyote, el maíz y el venado forman una trilogía de dioses potente. Si se mira con detenimiento, este retrato revela rasgos fundamentales de la cultura huichol”.
Menos conocida que la imagen anterior, nos fijamos en otra con un encanto especial por su naturalidad, equilibrio y armonía. En ella vemos un segundo huichol de perfil, iniciando el paso, ataviado con una túnica corta, la cabeza cubierta con un sombrero de alas rectas, con un morral y un bule de agua. Pero lo más llamativo es lo que le cuelga del hombro: un carcaj con varias flechas. La mano izquierda se apoya suavemente en un arco contra el suelo. Buena parte de la estética y el simbolismo ritual que encierra la célebre danza del venado de los indios yaquis está presente en esta fotografía.
Mexico February, 1903. C. B. Waite
Las 64 imágenes que conforman el álbum de Charles Betts Waite representan un testimonio de la vida cotidiana del México prerrevolucionario. Los usos y costumbres plasmados en ellas se convirtieron en populares postales que circularon ampliamente a principios del siglo XX dentro y fuera de nuestro país.
Una de las más conocidas nos muestra un tlachiquero encaramado en un gigantesco maguey extrayendo el preciado aguamiel. Como señala Fernando Fernández, miembro titular del Seminario de Cultura Mexicana y editor de nuestra revista Liber, “su figura es la de un cosmonauta suspendido en una extraña empresa terráquea. El detalle más curioso de la foto –prosigue– quizá sea ese pie izquierdo suyo que primero nos ha parecido una herramienta dejada al alcance de la mano. Enganchado con pericia a una de las espadas de la planta, ese pie le sirve acaso para guardar equilibrio”.
Al proceso realizado por el tlachiquero se le conoce como capar y consiste en hacerle un hoyo a la piña del maguey a la altura del corazón de la planta. Un par de días después, el orificio está listo para realizar la primera raspada y hacer que mane el aguamiel. La herramienta utilizada para extraer el aguamiel se llama acocote; es parecida a una calabaza y mide casi un metro de largo. Después de cosecharla y ponerla a secar, se le realiza a la calabaza un agujero en cada punta, por donde se extraen las semillas y la pulpa seca. Así, la herramienta está lista para utilizarse succionando por uno de los extremos.
El tlachiquero entonces introduce una de las puntas del acocote en el aguamiel y succiona por el otro extremo. Cuando la herramienta está llena del preciado líquido, se tapa el orificio superior con la palma de la mano y se vierte después en un recipiente donde se va almacenando. En el caso de la fotografía de C. B. Waite que nos ocupa, el recipiente es un pellejo de piel de borrego, en el que el cuero ha sido cuidadosamente curtido para utilizarse como una gigantesca bota de vino, que el tlachiquero carga sobre la espalda.
El proceso de extracción suele realizarse dos veces al día. Un tlachiquero puede llegar a manipular hasta 80 magueyes simultáneamente. El periodo productivo del maguey dura de tres a cuatro meses y puede producir entre 500 y 1000 litros de aguamiel. Como explican Carolina González Espinoza, Noemi Vega Lugo y Jorge Hurtado Piña en su investigación “La ruta del pulque”, esta bebida es el resultado de un proceso de fermentación natural del aguamiel, que en la época prehispánica era ofrecido a los dioses, lo bebían los sacerdotes y se utilizaba en diversas ceremonias.
Tras su extracción, se conserva hasta un mes en tinas de madera para que fermente. Para acelerar el proceso se le suele agregar pequeñas cantidades de pulques anteriores, llamadas semillas. Ya fermentado, el líquido puede mezclarse con frutas o verduras, en un proceso que se llama curar el pulque. Los más populares son los pulques curados de naranja, papaya, piña, apio, plátano, mamey, melón, sandía y jitomate.
Álbum de tipos mexicanos. Cruces y Campa
La última colección incluida en la exposición, Álbum de tipos mexicanos, de Cruces y Campa, atesora una selección de 44 imágenes del siglo XIX que muestran diversos oficios y ocupaciones que existían por entonces en la Ciudad de México. Estas fotografías hacen recordar las pinturas de la época del virreinato que representaban a la variopinta sociedad novohispana, integrada por distintos tipos raciales, cada uno con una indumentaria diferenciada y rasgos propios.
No obstante, la imagen en la que más nos hemos detenido al pasar nos muestra el célebre castillo de Chapultepec, con un aspecto muy distinto al que ofrece hoy. No existen las cubiertas acristaladas que ocultan actualmente los marcos de ventanas y terrazas, ni ondea la bandera nacional en el torreón, conocido como El Caballero Alto. La construcción parece más bien una gran mansión burguesa, emplazada, eso sí, en un lugar privilegiado: la cima de una colina, que la imagen muestra rodeada de ahuehuetes.
Al pie de la fotografía, atravesándola, se distingue el acueducto que iniciaba en el bosque de Chapultepec y terminaba en la fuente de Salto del Agua, donde finaliza la avenida Chapultepec, en la actual confluencia con Eje Central. La fuente que se levanta hoy en ese lugar no es la original, que se encuentra en los jardines del Museo Nacional del Virreinato, en Tepozotlán, Estado de México.
La fama de haber transformado el antiguo alcázar virreinal, utilizado también como sede del Colegio Militar, en residencia de los Jefes de Estado mexicanos recae en el emperador Maximiliano, que realizó importantes obras de acondicionamiento en el lugar. Pero en realidad fue unos años antes, durante la presidencia de Miguel Miramón, cuando el alcázar se estrenó como morada de la primera familia de México.
Durante sus largos años en la presidencia, Porfirio Díaz conservó su casa particular de la calle de Moneda, aledaña a Palacio Nacional, pero en los meses de calor disfrutaba de la brisa que corría en las terrazas del castillo. Fue él quien hizo construir el elevador que sube y baja atravesando el centro de la colina. Los presidentes que sucedieron a Díaz también residieron en el castillo, a excepción de Adolfo de la Huerta, quien prefirió instalarse con su esposa en la Casa del Lago. Finalmente, en 1934, cuando fue elegido presidente de México, Lázaro Cárdenas encontró el castillo en extremo ostentoso, así que lo transformó en museo y él se trasladó a vivir con su familia al rancho de La Hormiga.
En su autobiografía, Era otra cosa la vida, doña Amalia Solórzano de Cárdenas relata que durante su noviazgo con el general, la pareja tenía oportunidad de departir en la residencia de un matrimonio amigo de la familia de la joven Amalia, el rancho Los Pinos. Cuando finalmente él le propuso matrimonio y ella aceptó, el general prometió a sus anfitriones que la primera casa que tuviera la bautizaría como Los Pinos, en recuerdo de aquellos días felices. Y así sucedió con el rancho de La Hormiga, que Lázaro Cárdenas, cumpliendo su promesa, bautizó como la Residencia Oficial de Los Pinos, hogar de los presidentes de México hasta 2018.
Rosa Casanova y Adriana Konzevik, en su obra Luces sobre México. Catálogo selectivo de la Fototeca Nacional del INAH indican que Cruces y Campa fue uno de los estudios fotográficos más conocidos en México en la segunda mitad del siglo XIX. Los socios fundadores fueron Antíoco Cruces y Luis Campa, egresados de la Academia de San Carlos, donde Campa llegó a impartir la cátedra de Grabado. Esta formación académica imprimió en sus obras los cánones artísticos vigentes entonces, lo que los hizo acreedores del reconocimiento nacional e internacional.
Los retratos que realizaron captaban fielmente la personalidad y posición social de los modelos, con una gran impresión de naturalidad. Este material fue utilizado para editar una “Galería de personas que han ejercido el mando supremo en México”, obra que vio la luz en 1874 con textos de la autoría de Basilio Pérez Gallardo. Por el estudio de Cruces y Campa desfilaron tanto los prebostes del Segundo Imperio como los responsables de la restauración de la República, todos ellos inquilinos del castillo de Chapultepec.
Referencias bibliográficas
Anónimo, “Tepehuanes del Sur-O’dam de Durango”, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (blog), 1 de junio de 2017. Sitio en línea: <https://www.gob.mx/inpi/articulos/tepehuanes-del-sur-o-dam>.
Anónimo, “Agua Caliente. El viejo paraíso del azar en Tijuana”, México Desconocido. s/f.
Sitio en línea: <https://www.mexicodesconocido.com.mx/agua-caliente-viejo-paraiso-azar-tijuana.html>.
Casanova, Rosa y Adriana Konzevik, Luces sobre México. Catálogo selectivo de la Fototeca Nacional del INAH. México: Conaculta-INAH-RM, 2006.
Departamento de Fotografías. “Paul Strand (1890-1976)”. En “Cronología Heilbrunn de la historia del arte”. Nueva York: Museo Metropolitano de Arte, 2000. En línea: <http://www.metmuseum.org/toah/hd/pstd/hd_pstd.htm> (octubre de 2004).
Ortiz Monasterio, Pablo. Comentarios a la imagen Indígena huichol, José María Lupercio, circa 1900. Cápsula de video producida por Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.
Sitio en línea: <https://www.youtube.com/watch?v=Tyokp9PWS9c>
Romo Cedano, Luis. “Carl Lumholtz y el México desconocido”. Contenido en La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un Estado-nación o un mosaico plurinacional?, coordinado por Manuel Ferrer Muñoz. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2002.
En línea: <https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/1/252/15.pdf>.
Solórzano de Cárdenas, Amalia. Era otra cosa la vida. México: Nueva Imagen, 1994.
Villela F., Samuel L. “Los Lupercio, fotógrafos jaliscienses”, Antropología, Revista Interdisciplinaria del INAH, número 48 (1997).
Sitio en línea: <https://revistas.inah.gob.mx/index.php/antropologia/article/view/19120/20470>.