Poco antes de morir, Auguste Rodin (1840-1917) recibió una réplica de la Coatlicue. Tal vez, de haber ocurrido –al menos una década atrás– el encuentro con el monolito azteca hubiera replanteado la estética romántica y expresionista del genial escultor. En un escenario de la imaginación, otro tête à tête de cercanas significaciones con el suceso anterior hubiera sido el posible encuentro de Albert Einstein (1879-1955) con la Piedra del Sol. Otra cosmovisión de la belleza, de lo divino y del tiempo en colisión contra todo un sistema de pensamiento. Las especulaciones de tales contactos son totalmente literarias en torno de los dos monumentos mesoamericanos más estudiados de la arqueología mexicana, piezas que emergieron a la superficie el mismo año de 1790. Separadas por unos cuantos pasos, en la esquina en la que convergen el Palacio Nacional y el Palacio del Ayuntamiento, pasaron su temporada en el inframundo por la orden del segundo arzobispo de la Nueva España, fray Alonso de Montúfar, en los alrededores del año de 1550. A partir de su descubrimiento, dichas reliquias de la cultura mexica comenzarían a abonar, a veces con elementos antagónicos, la identidad y el imaginario de un pueblo que se preparaba para convertirse en nación independiente durante el convulso siglo XIX.
La punta del iceberg de la ostentación, en esos años finales de la Colonia, fue la Piedra del Sol que pronto llamó la atención de las inteligencias virreinales mejor informadas y más perspicaces de la época.
Si en las décadas inmediatas a la caída de la Gran Tenochtitlán, la decisión de destruir o de ocultar ídolos, códices y monumentos indígenas formaba parte de una estrategia primordial en la cruzada evangelizadora, doscientos años después –al final del Siglo de la Luces– la amenaza idólatra se transformaría, paulatinamente, en un orgullo criollo que se ufanaba ante Europa de haber conquistado pueblos de una civilización compleja y extraordinaria. La punta del iceberg de tal ostentación, en esos años finales de la Colonia, fue la Piedra del Sol que pronto llamó la atención de las inteligencias virreinales mejor informadas y más perspicaces de la época. Al poco tiempo de su hallazgo, ocurrido el 17 de diciembre de 1790, la enorme piedra fue empotrada al pie de la torre poniente de la catedral metropolitana para maravilla de transeúntes y viajeros.
Al poco tiempo de su hallazgo, ocurrido el 17 de diciembre de 1790, la enorme piedra fue empotrada al pie de la torre poniente de la catedral metropolitana para maravilla de transeúntes y viajeros.
Como un apéndice contradictorio, estuvo allí pegada al templo supremo del catolicismo mexicano hasta que los aires del positivismo la desmontaron en 1885 para instalarla, como figura estelar, en el porfiriano Museo Nacional. El primer gran intérprete sería Antonio León y Gama (1735-1802), quien bautizó al monolito como Calendario Azteca. Él concibe a la piedra como un calendario de sofisticada matemática y saberes astronómicos, incluso, como un reloj solar que indicaba los acontecimientos celestes relacionados con las fiestas rituales; en el centro de la roca se localiza la divinidad del sol rectora del tiempo, identificada con el glifo de Nahui Ollin. El volumen donde el sabio novohispano anota sus argumentos y tesis, Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la Plaza Principal de México, se hallaron en ella en el año de 1790, publicada en 1792, será considerada –mérito de su rigor científico y cotejo con fuentes originales– como obra fundacional para la arqueología de México.
El barón Alexander von Humboldt (1769-1859) observa y estudia “el peñasco solar” durante su estancia en México entre 1803 y 1804. Insiste que se trata de un calendario y lo compara con otros de culturas de Asia. A partir de la imagen de León y Gama, lo dibuja y reproduce en su obra Vue des Cordillères et monuments des peuples indigènes de l’Amérique (1816) que deslumbrará al viejo continente. Durante el siglo xix, la Piedra del Sol, bautizada así por Alfredo Chavero en 1876, será pintada –como escenografía de fondo– por Pedro Gualdi en cuadros costumbristas, litografiada magistralmente por Carl Nebel y fotografiada por primera vez por Claude Désiré Charnay (1828-1915) en 1859. Transcurría la Guerra de los Tres Años (1857-1861), motivada por las leyes de Reforma, mientras el fotógrafo francés emprendía un viaje al pasado mítico de México recorriendo ciudades prehispánicas, abandonadas y en ruinas, deteniendo su cámara en arquitecturas y objetos inquietantes –de furor y misterio– que maravillaron su ojo y su imaginación.
Durante el siglo XIX, la Piedra del Sol, bautizada así por Alfredo Chavero en 1876, será pintada –como escenografía de fondo– por Pedro Gualdi en cuadros costumbristas, litografiada magistralmente por Carl Nebel y fotografiada por primera vez por Claude Désiré Charnay (1828-1915) en 1859.
La foto de Charnay, pieza magistral del naciente arte fotográfico, forma parte de la colección de Ricardo B. Salinas Pliego, adquirida para conmemorar los tres primeros lustros de Banco Azteca. El simbolismo de la piedra azteca, comentó en su momento el coleccionista, remite a las raíces de la mexicanidad tanto en su tiempo histórico como mítico. Por la sombra del soporte basáltico, se puede deducir que la imagen fue tomada con luz matinal, luz del sol naciente que se encamina por la otrora Calzada de Tacuba, es decir, las actuales calles de Tacuba y Guatemala, para triunfar en su cenit sobre la capilla de Huitzilopochtli en el Templo Mayor. En su entorno de transparencia y luminosidad, el monolito ritual luce doblemente imponente y enigmático. Sin embargo, poco a poco, en el devenir de las nuevas exploraciones, se alumbrarán ciertos misterios: el monumento funcionaba como una piedra de sacrificios, su posición votiva fue horizontal, la ornamentación simbólica es especialmente solar…Ya en el siglo xx, hasta su llegada en 1964 a la sede actual, el monumento será sometido a otras lecturas y revisiones por parte de Eduard Seler, Hermann Beyer, Alfonso Caso, Roberto Sieck Flandes y otros más investigadores que habrán de consolidar el significado solar y religioso de la celebérrima piedra. Un gran vuelco ocurrirá precisamente ese mismo año de su arribo al Museo Nacional de Antropología cuando Carlos Navarrete y Doris Hayden afirmen que la cara grabada al centro de la roca no es Tonatiuh (el Sol) sino Tlatecuhtli (señor o señora de la Tierra); los dibujos y glifos que contiene forman el rostro de la tierra dentro de un conjunto de símbolos solares, habrán de concluir de manera rotunda los citados arqueólogos.
Un gran vuelco ocurrirá cuando Carlos Navarrete y Doris Hayden afirmen que la cara grabada al centro de la roca no es Tonatiuh (el Sol) sino Tlatecuhtli (señor o señora de la Tierra).
Desde entonces la discusión no ha cesado. Eduardo Matos Moctezuma, el incansable y lúcido expedicionario del Templo Mayor, insiste en la condición solar del monolito, mientras Rubén Bonifaz Nuño enfatiza su representación antropomórfica a partir del rostro humano en el centro del monumento. En la primera edición de Piedra de Sol (1957), tal vez el poema de mayor vuelo de Octavio Paz, el autor anota la correlación entre el número de versos de su pieza lírica (584) con el ciclo venusino de la cuenta de los antiguos mexicanos, abarcado entre el 4 Ollin y el 4 Ehécatl, fechas presentes en la roca circular tallada por los hombres y por el tiempo. En sus días de rito, la Piedra del Sol tuvo colores –grana, añil y amarillo–, según los estudios minuciosos sobre restos de pigmentos en los poros del basalto. En la década del setenta su imagen adornó el hermoso billete de un peso del Banco de México; luego, durante la década de los noventa, parte del icono solar, reapareció en nuestras monedas de diez pesos. En esa circunferencia tribal y prodigiosa, imagina venusinamente Paz:
vida y muerte
pactan en ti, señora de la noche
torre de claridad, reina del alba,
virgen lunar, madre del agua madre,
casa del mundo, casa de la muerte.