Imagen en página anterior: semitono de color a partir de una fotografía de Alfredo López Austin. Fuente: Mediateca INAH.
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Historia

Elogio a un maestro: Alfredo López Austin (1936-2021)

José Rubén Romero rinde un sentido homenaje al recientemente fallecido historiador de la cultura mesoamericana y de los pueblos indígenas de México, Alfredo López Austin. Los trabajos del gran especialista mexicano son y serán fundamentales para entender nuestra cultura; conocimientos que él supo transmitir con enorme pasión. “Cuando el duelo es por la muerte de un maestro admirado, todo reviste un tono especial, único en verdad”.


Por José Rubén Romero Galván

La muerte es una realidad sobrecogedora. desaparición de alguien querido golpea espíritu y colma el ánimo de dolor. Siendo un fenómeno tan natural como el nacimiento, siempre se vive como si fuera la única vez que lo enfrentamos. Pues somos seres inmersos en el tiempo, cada duelo nos presenta cualidades diferentes. Primero, porque los asumimos en distintos momentos de nuestra vida; después, porque quien nos deja tejió con nosotros una relación única, de muy peculiares colores, diversos de aquellos con los que se nos presentan otras relaciones que hemos cultivado y que han concluido con la muerte de quien ha adornado nuestra vida con su amistosa presencia. Aunque la muerte sea nuestro destino obligado, no siempre estamos dispuestos a aceptarla.

Cuando el duelo es por la muerte de un maestro admirado, todo reviste un tono especial, único en verdad. Ello se desprende de la naturaleza propia de los ámbitos en los que se iniciaron y se desarrollaron los vínculos amistosos que unieron al maestro con el alumno. Uno de ellos, en verdad singular, es el que se dio teniendo como trasfondo la docencia, acaso porque debe buscarse que esta sea una actividad que se resuelva en los sutiles espacios de la trasmisión de conocimientos o en los de la discusión académica. Ambas actividades, lejos de reflejar lejanía entre los implicados, deben considerarse como verdaderamente nacidas del espíritu y que, por supuesto, necesariamente lo involucran. En efecto, cuando un profesor da una clase, debe trasmitir a sus alumnos, además de los conocimientos, la profunda emoción, la pasión, que en él se produjo cuando fraguó y ordenó aquello que expone. Lejos de la realidad considerar esa trasmisión de conocimientos como un acto insubstancial que sólo puede ser situado en la superficialidad, se trata de una acción esencial y profundamente espiritual y entrañable. El buen profesor se da, literalmente, en cada clase. La experiencia es compartida si los alumnos entran en sintonía con él. Ello depende hasta cierto punto tanto de las capacidades del maestro como de sus alumnos; de la apertura de espíritu de ambas partes; de las ansias de conocer más, de reflexionar más y profundamente sobre cuestiones que se abordan en el curso. La discusión académica, por su lado, no consiste sólo en esgrimir argumentos que adecuadamente se entretejen con conocimientos. No se trata, o no debiera tratarse, de buscar a toda costa triunfar sobre el adversario, haciéndole caer en cuenta de sus errores, sus incapacidades o su ignorancia. En la discusión, las pretensiones deben ser más elevadas que eso, pues buscan lograr que el conocimiento de la materia sobre la que se polemiza se decante, avance, sobre todo cuando el objeto en discusión tiene que ver con el ser humano. Es preciso confesar que son pocos los profesores que, como le fue propio a mi maestro Alfredo, tienen la virtud maravillosa de hacer nacer en sus alumnos el profundo interés por aquello que enseñan y que tienen la altura moral para discutir –tanto con sus colegas como con sus alumnos– con el afán encomiable de ir más allá por los caminos del conocimiento. Estas actividades adquieren alturas insospechadas cuando el objeto último, de fondo, en la clase o la discusión, es el hombre, ya a través de la explicación de su pasado en el largo proceso de su devenir, ya a través de un sabio acercamiento a sus obras. López Austin reunía las capacidades para despertar en sus alumnos el vivo interés por los temas de estudio que eran objeto de sus clases. Para ello, hacía falta, además de poseer los conocimientos pertinentes, la pasión que sé siempre lo movió. También supo cultivar el arte de la discusión, siempre sana y respetuosa, que buscaba redundar en beneficio del conocimiento. Todo ello nos permite afirmar que fue, en suma, un gran maestro.

Alfredo López Austin supo cultivar el arte de la discusión, siempre sana y respetuosa, que buscaba redundar en beneficio del conocimiento.

 

El pasado 15 de octubre, con inmensa tristeza, recibimos la noticia de su partida. No obstante que desde hacía tiempo era sabido que la salud del maestro no era óptima, pues el cáncer que lo aquejaba había avanzado hasta alcanzar los huesos, el fatal anuncio produjo en muchos de nosotros el efecto que sólo una pérdida de tal magnitud puede causar.

Alfredo López Austin durante la ceremonia de entrega del doctorado honoris causa de la Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, viernes 24 de abril de 2015. Foto cortesía de la Universidad Veracruzana.

Alfredo fue un hombre entregado a dos grandes pasiones. Una tuvo por objeto a su familia, principalmente a Martha Rosario, su esposa, y a sus dos hijos, Náuhmitl y Xalapil. La otra correspondió siempre a su trabajo académico en el que la investigación y la docencia constituyeron las actividades que llenaron sus jornadas. Realizó una labor extraordinaria tanto en su faceta de investigador como en la de profesor.

La formación de Alfredo fue muy sólida y diversa. Inició los estudios de abogacía en la universidad de su natal Chihuahua y los concluyó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se tituló con la tesis La constitución real de México-Tenochtitlan. Posteriormente, cursó la licenciatura en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, también de la UNAM, y obtuvo el título con el trabajo Estudio acerca delmétodo de investigación de fray Bernardino de Sahagún. Los cuestionarios. Luego realizó la maestría en Historia donde se graduó con la tesis Hombre-dios. Religión y política en el mundo náhuatl. Después de los estudios de doctorado en Historia, presentó la tesis Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas. La calidad y la originalidad de todos estos trabajos le mereció, en los exámenes en los que los defendió, la obtención de menciones honoríficas, y posteriormente, ya como libros, se convirtieron en referencias forzosas para los estudiosos del México antiguo. Complementó su formación de doctor con un número muy considerable de cursos sobre cuestiones afines a sus intereses: historia, antropología, teoría de las religiones, lingüística, por mencionar sólo algunos de los campos temáticos en los que se sitúan tales cursos. Ello es en verdad significativo, pues lo muestra profundamente inquieto por penetrar y resolver los misterios del ser humano, no para guardar para sí las respuesas adquiridas, sino para ponerlas al alcance de sus alumnos y de sus colegas.

Vinieron años pródigos en enseñanzas, ya no desde la cátedra, sino en los cálidos ámbitos de la amistad. Tal comunicación afectuosa redundó en valiosos aprendizajes sobre la realidad prehispánica.

 

Permítaseme aludir a mi experiencia como alumno y como amigo. Conocí a López Austin en 1969, cuando tuve la fortuna de tomar el curso de lengua náhuatl que entonces impartía en el Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras –por cierto, siempre acompañado por Martha, su esposa–. Tal fue el impacto que en mí produjeron sus clases que, además de aún recordar las palabras nahuas que debimos analizar para aprobar el examen final, terminé dedicándome al estudio de dicha lengua y, por supuesto, a la investigación del mundo indígena antiguo. De entonces data la amistad entrañable con la que me distinguió. Después, cuando Alfredo iba a salir a su primer sabático, me recomendó vivamente que, en su ausencia, siguiera el seminario de traducción del náhuatl que Thelma Sullivan, gran conocedora de esa lengua, tenía a su cargo en la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH); así como el que Pedro Carrasco, de la Universidad de Stony Brook en Nueva York, dirigiría sobre el mundo indígena mesoamericano en el Centro de investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (CISINAH), antecedente del actual Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Ambos seminarios, debo confesarlo, resultaron importantes en mi formación académica, y Alfredo, profesor cuidadoso y sensible, tuvo el cuidado de recomendarme que los siguiera.

Vinieron entonces años pródigos en enseñanzas, ya no desde la cátedra, sino en los cálidos ámbitos de la amistad. Tal comunicación afectuosa redundó en valiosos aprendizajes sobre la realidad prehispánica. Las visitas a sitios arqueológicos que desde entonces realicé fueron la ocasión para que tales conocimientos tomaran forma tanto en las estructuras piramidales y en las estelas como en los monolitos centenarios que pude apreciar. Posteriormente, mi maestro me invitó a ser parte de un grupo de estudio de semiótica y luego a un seminario sobre cuestiones indígenas al que llamó “Signos de Mesoamérica”. Fue mucho lo que aprendí en ambos, y mucho lo que me permitieron reflexionar sobre aquella realidad que tanto me ha interesado, la de los indígenas prehispánicos. Alfredo, siempre Alfredo, maestro al tanto de lo que su alumno hacía en los campos del conocimiento del pasado de los indígenas mesoamericanos.

Revisar la biografía académica de Alfredo López Austin es asomarse a un vasto universo, cuya riqueza es extraordinaria y siempre caracterizado por una profunda y evidente originalidad. Sus libros fueron muy bien acogidos por la comunidad de especialistas, formada por historiadores, antropólogos, arqueólogos, lingüistas, entre otros. Resultan ejemplo de ingenio, imaginación y poderosa rigurosidad; ingredientes que en su conjunto los dotan de grandes cualidades, cuya presencia sería deseable siempre en los trabajos que emprendemos. En dichas obras, Alfredo supo tejer información de primera mano –magistralmente obtenida, en buena parte, ya de textos en lengua náhuatl, ya de antiguas estructuras aún visibles en sitios arqueológicos; de objetos resguardados en vitrinas de múltiples museos, o de las pictografías que es posible observar en viejos códices– con elementos teóricos, producto de cuidadosas lecturas, que daban a todos ellos un valioso sustento explicativo.

Además de las tesis con las que obtuvo los títulos de licenciado en Derecho y en Historia, y los grados de maestro y doctor en Historia, que una vez publicadas vinieron a ser, aparte de auténticas canteras de datos, obras cuya originalidad descansa también en el orden lógico que las ordena, Alfredo publicó libros muy importantes. Menciono algunos. En Tlalocan Tamoanchan, mi maestro incursionó en el campo de las ideas que el hombre náhuatl tuvo respecto del universo en el que vivió, al que finalmente pensó constituido como un todo ordenado que le permitió encontrar su sitio en él, aun cuando a primera vista le había parecido carente de orden y sentido. En esta obra, combinó lo que a su alcance pusieron el conjunto de crónicas originales y lo que mostraban los antiguos códices pictográficos, con aquello que es evidente en los monolitos y las esculturas prehispánicas. Conjunto diverso de fuentes que son las esenciales en todo acercamiento al hombre indígena en su pasado.

En Tlalocan Tamoanchan, mi maestro incursionó en el campo de las ideas que el hombre náhuatl tuvo respecto del universo en el que vivió, al que finalmente pensó constituido como un todo ordenado que le permitió encontrar su sitio en él.

 

Mención aparte merece Los mitos del tlacuache, en el que se adentró en el complejísimo mundo de la mitología mesoamericana de los tiempos anteriores a la Conquista, muchos de cuyos elementos aún sobreviven en nuestros días. A estos se acercó en un libro posterior: Una vieja historia de la mierda, magistralmente ilustrado por Francisco Toledo. En Los mitos del tlacuache, nos descubrió, a través de elementos provenientes de fuentes muy diversas, las estructuras que sustentaron elementos que fueron como espejos en los que los hombres de estas latitudes, en aquellos tiempos, se miraron a sí mismos y lograron encontrarse en los abigarrados vericuetos del mundo en el que nacieron, vivieron y murieron. La bibliografía que sustenta esta obra es tan amplia como variada: de Apuleyo a Augusto Monterroso, de Ibn Battuta a Jacques Galinier, de fray Bernardino de Sahagún a Claude Lévi-Strauss, en fin… Se trata del recorrido por un universo de obras en las que, de un modo u otro, sus autores han dejado los frutos de trabajos y lúcidas reflexiones sobre asuntos relacionados con la cultura y en especial con los mitos no sólo de Mesoamérica, sino de regiones más allá de sus fronteras culturales. El gran valor de esta obra, además de sus importantes aportaciones directamente vinculadas con la mitología indígena, fue mostrar la investigación debe realizarse con base en fuentes muy variadas y no sólo en aquellas que abordan de manera directa el tema objeto de la pesquisa.

Alfredo López Austin colaboró en más de treinta libros y escribió cerca de ciento cincuenta artículos. Dictó muchísimas conferencias y participó en numerosísimos actos académicos: simposios, congresos, mesas redondas… Dirigió tesis de licenciatura, maestría y doctorado, y fungió como sinodal en innumerables exámenes. Todo ello nos lo muestra como un universitario activo comprometido con el trabajo creativo de la investigación y la docencia.

Coeditor durante años de Estudios de Cultura Náhuatl, revista especializada en la cultura de los antiguos nahuas, sobre todo de la época prehispánica, que publica el Instituto de Investigaciones Históricas. En dicho instituto fue investigador y secretario académico.

Pinturas de Francisco Toledo para Una vieja historia de la mierda de Alfredo Lopez Austin, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos / La Castor Astral, 2009.

Los años que pasó ahí, no obstante la carga de trabajo que le significó la Secretaría Académica y la edición de la revista, fueron muy productivos, pues, además de sus tesis de licenciatura y maestría en Historia, publicó, entre otros textos, Auguriosy abusiones y Textos de medicina náhuatl, así como numerosos artículos en la propia revista y en otras más. En todos estos trabajos, se mostró como extraordinario y cuidadoso traductor del náhuatl. Su vida institucional incluyó también la pertenencia a numerosas comisiones dictaminadoras en las que se desarrolla un trabajo de gran responsabilidad que merece una cuidadosa y continua actitud ética, pues son los cuerpos colegiados que analizan el trabajo de sus pares y proponen la designación de plazas académicas y las promociones, siempre de acuerdo con la legislación universitaria.

La UNAM reconoció su extensa labor académica otorgándole el nombramiento de Investigador Emérito. El Sistema Nacional de Investigadores hizo lo propio. En 2020 mereció el Premio Nacional en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, que debía ser entregado por el presidente de la República. Alfredo murió y la ceremonia de premiación no se lleva aún a cabo.

Entre los merecidos reconocimientos cosechados a lo largo de su carrera académica, posiblemente el que más satisfacciones brindó a mi maestro fue el cariño y la admiración de sus alumnos. La cercanía y el afecto con que siempre los trató le permitieron cosechar de ellos afecto y admiración. Sus cursos sobre Mesoamérica llenaban el salón donde los impartía. Todos lo escuchaban con gran atención, temiendo perder alguna de sus reflexiones. Siempre lo acompañó Martha, quien también se ganó el cariño del alumnado. Alfredo tuvo el acierto de enriquecer las sesiones de la facultad con prácticas escolares, en las cuales, bajo su asesoría, alumnos previamente designados exponían para sus compañeros, frente a los edificios prehispánicos, lo que con antelación habían investigado en distintos textos.

 Así, esos jóvenes aprendían que a la palabra del maestro correspondían claramente las evidencias que ante sus ojos ponían las piramidales, las estelas, los palacios y los monolitos salidos en otro tiempo de las manos y el ingenio de los indígenas. Igualmente, que lo que observaban sustentaba las reflexiones escuchadas en clase, en las que se explicaba la vida de las sociedades indígenas de tiempos anteriores a la Conquista. En tales vestigios era posible reconocer representaciones formales de un sinnúmero de elementos ajenos a la cultura de nuestros días. También se podían apreciar los atributos de las deidades a las que el maestro había hecho referencia en el salón de clase. Además de ese rico aprendizaje, las prácticas escolares eran la ocasión para una convivencia enriquecedora entre los alumnos, y entre ellos y maestros de la facultad, pues varios de sus colegas y yo fuimos invitados en muchas ocasiones a tales prácticas.

La UNAM reconoció su extensa labor académica otorgándole el nombramiento de Investigador Emérito, y en 2020 mereció el Premio Nacional en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía.

 

Somos muchos los que estaremos siempre en deuda con Alfredo, pues compartió con nosotros, además de sus conocimientos, el afecto solidario y sincero que suele brindar la gente del norte de México, región de la que provenía y de la que llegó para concluir sus estudios de Derecho e iniciar aquellos que lo llevarían finalmente por los caminos de la religión y la mitología de los antiguos mesoamericanos para lograr así una mejor comprensión del ser humano que somos. Alfredo permanecerá entre nosotros, y pongo en su boca las palabras con las que el sabio obispo de Hipona se refirió a su propia muerte: “La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado”.



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