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Literatura

La Casa del Poeta Ramón López Velarde

Eduardo Hurtado nos invita a un recorrido por la historia y fundamento de la Casa del Poeta Ramón López Velarde, creada en 1991. Reedificado para conservar la morada de uno de los máximos autores de la poesía mexicana, en este recinto se difunden la literatura y las artes plásticas, a la vez que sirve de encuentro y refugio para poetas y lectores de poesía. Un espacio que preserva –a decir del poeta Hurtado– “la facultad humana por excelencia: la imaginación”.


Por Eduardo Hurtado Montalvo

En 1921, poco después de haber escrito La suave Patria murió López Velarde a los 33 años de su edad. La aparición póstuma de su hoy célebre poema sirvió de coartada para que algunos cultos revolucionarios se empeñaran en incorporar al poeta y a su obra en la matrícula de los nacionalismos. En los años cuarenta, el grupo de poetas mexicanos conocido como los Contemporáneos, en realidad un “grupo sin grupo” cuyos miembros desafiaron la tozudez de algunos intelectuales que confundían internacionalismo con desmoronamiento de lo propio, inició la revaloración de la obra velardiana. Ellos desmintieron la facilona imagen de un López Velarde aldeano y patriotero para revelarnos a uno de los poetas mexicanos más concentrados y complejos del siglo XX. La tarea ha sido reemprendida y completada por los poetas de todas las generaciones ulteriores. En la actualidad, a López Velarde se le considera el padre soltero de la poesía mexicana.

Como todo padre, sin embargo, el autor de La sangre devota ha sido objeto de esporádicas amnesias filiales. Aunque la mayor parte de su vida transcurrió en la provincia (su natal Zacatecas, San Luis Potosí, Aguascalientes), pasó los tres últimos años de su existencia en la Ciudad de México, donde falleció “en olor de santidad” a causa de una pulmonía galopante. Se sabe que esos tres años los vivió al lado de su madre y sus hermanas en el número 79 de la calle de Jalisco, en el interior de una de las numerosas vecindades que, a la manera de nuestros modernos condominios, construyó en esa zona la clase media porfiriana desde fines del siglo XIX. Al paso de los años, la antigua calle de Jalisco se transformó en la avenida Álvaro Obregón, una transitada arteria en la que abundan las librerías de viejo y los cafés de chinos.

Deshabitado durante décadas, el edificio sufrió los embates del tiempo y de la incuria. En 1981, año del 60 aniversario luctuoso de López Velarde, el gobierno de Zacatecas colocó una placa conmemorativa en la fachada del ruinoso inmueble. Por esos días, dos sobresalientes poetas mexicanos, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco, dedicaron una serie de ensayos biográficos a llamar la atención sobre la existencia del lugar y el estado en que se hallaba. Un par de años más tarde, el Instituto Nacional de Antropología e Historia lo declaró monumento histórico. No obstante, el decreto lo salvaguardaba desde una perspectiva legal pero no en los hechos. En 1985 el terremoto que sacudió la capital dañó seriamente su estructura. No fue sino hasta 1989 cuando el gobierno de la Ciudad de México decidió adquirir el inmueble y emprender su rescate.

Como sucede en la mayoría de los barrios de ese animal enorme y proliferante llamado Ciudad de México, en la antigua colonia Roma, asiento de la casa, son visibles los contrastes socioeconómicos. Antes de que se iniciara el rescate del edificio, sus nuevos pobladores eran indigentes y teporochos del rumbo. En el área que en otro tiempo funcionó como patio común se habían instalado diversos talleres.

Aunque modesta, la construcción que alojó al departamento en el que López Velarde escribió algunos de los más notables poemas de la lengua no careció de alguna dignidad. Hacia fines de los ochenta, luego de tantos años de abandono, había quedado irreconocible. Su rescate demandó una labor paciente y amorosa en la que intervinieron poetas, arquitectos, historiadores y urbanistas. La perseverancia y el entusiasmo invertidos por cada uno de ellos le dieron a la institución un carácter singular. La casa destinada a ser sede de la poesía mexicana, es decir, asiento de una tradición que arranca con Sor Juana Inés de la Cruz, pasa por Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera, recoge las voces innovadoras del propio López Velarde y José Juan Tablada, aporta la indudable originalidad de Carlos Pellicer, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, y desemboca en la notable constelación de poetas que en las últimas décadas ha ensanchado el paisaje de nuestra literatura, como Efraín Huerta, Octavio Paz, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabines, Eduardo Lizalde y Gerardo Deniz; esa casa, decía, se reedificó en homenaje a un poeta que, a su vez, contribuyó a reformar la poesía escrita en castellano y, por lo tanto, a resignificar las palabras de nuestra lengua. La historia de la Casa del Poeta Ramón López Velarde describe un ciclo de refundaciones.

Un hecho marcó en forma decisiva el desarrollo de esta institución: el organismo del gobierno a cuyo resguardo surgió el Departamento del Distrito Federal decidió ceder su administración y operación a los intelectuales y artistas que habían impulsado su establecimiento. La casa quedó a cargo de un patronato encabezado por Guillermo Sheridan y conformado por otros distinguidos escritores: Hugo Hiriart, Juan Villoro y Myriam Moscona.

Del patronato surge poco después la iniciativa de instituir una beca para estimular, a nombre de la casa, el trabajo de alguno de los poetas más destacados del momento. Al recibirla, el beneficiario adquiría un par de compromisos: representar al patronato al interior de la institución y organizar, a título de “asesor cultural”, las actividades del lugar. Hasta la fecha, la Casa del Poeta ha tenido diversos asesores culturales: Elsa Cross, David Huerta, Eduardo Hurtado, Antonio Deltoro, María Rivera, Claudia Hernández del Valle Arizpe. Hoy, esta función está a cargo del poeta Hernán Bravo Varela. Ninguno de ellos, hay que decirlo, se ha formado en las filas de la burocracia cultural. Aunque la beca se otorga por tiempo indefinido, hasta el día de hoy los beneficiarios no han querido extender su duración más allá de los tres o cuatro años. El relevo periódico de “asesor cultural” le ha traído a la casa una permanente y saludable renovación.

Aunque Platón imaginó lo contrario, de modo manifiesto y reiterado los poetas hemos dado pruebas de ser administradores más bien mediocres. Frente a esta realidad incontestable, se pensó en crear de manera paralela una Dirección Administrativa. Desde sus primeros años de existencia, la institución ha contado con el concurso de un administrador profesional, quien se consagra de tiempo completo a organizar su desempeño operativo y a idear las formas de obtener recursos. En la actualidad, y desde hace más de dos décadas, esa función ha recaído en María del Carmen Férez, quien desde 1994 forma parte del patronato. Gracias a su dedicación y a su excepcional competencia, la casa se ha convertido en un modelo a seguir entre las diversas instituciones de cultura del país.

La Casa del Poeta se constituye como institución de asistencia privada para la difusión de la cultura, en especial de la poesía. Esta especialización ha definido su peculiar naturaleza: como lo han señalado algunos de los poetas más lúcidos del siglo XX (Pound, Neruda, Montale, Alberti, Seferis) la poesía es, casi por definición, una actividad no rentable desde el punto de vista del mercado. En efecto, la historia de la poesía contemporánea consigna la permanente aparición de escritores rebeldes y críticos del orden establecido. Sin preocuparse demasiado por engrosar las filas de su público, desde la época romántica los poetas se han ocupado ante todo en conquistar formas de expresión capaces de recoger el testimonio de sus asombros y sus desacuerdos; a menudo sus obras han sido tachadas de inaccesibles, o al menos de difíciles. La lógica del mercado no es la lógica de la poesía. Si las leyes del marketing disponen que el valor de un objeto descansa en sus posibilidades de ser codiciado por muchos en el más corto plazo, el poeta sabe que corre el riesgo de no ser comprendido sino por unos cuantos y que su verdadero público está esparcido en el futuro. En todo poeta, ha dicho André Gide, alienta una poderosa forma de comunión, pero de “comunión retrasada”.

Todos aquellos que hemos trabajado en la Casa del Poeta entendemos que la poesía opera como una especie de antídoto del mercado y que una de sus tareas es, ni más ni menos, preservar la facultad humana por excelencia: la imaginación. Desde luego, los poetas y las casas para la poesía en todo el mundo aspiran a un público, pero no es una prioridad que ese público sea numeroso, mucho menos si para reunirlo fuera necesario echar mano de prácticas ajenas a su espíritu. Los rendimientos de la poesía son de otra especie: nos enseña a reconocer las diferencias y a descubrir las semejanzas; nos aleja de los maniqueísmos, al probarnos, por ejemplo, que la belleza también engendra lo terrible; además, nos da lecciones de concordia y de hospitalidad, lo que no es poca cosa en tiempos de fanatismos y de intolerancia.

La poesía, hay que insistir, no es rentable desde un punto de vista especulativo. Como todas las instituciones que se dedican a esta actividad, la nuestra tiene posibilidades limitadas de generar recursos. El hecho mismo de haberse constituido como institución de asistencia privada restringe su facultad de llevar a cabo actividades lucrativas. El financiamiento ha tenido dos fuentes principales: una modesta asignación del Departamento del Distrito Federal y los apoyos de otras instancias para la cultura. Hasta la fecha, estos apoyos se han obtenido principalmente de organismos oficiales, como el Instituto Nacional de Bellas Artes, el antiguo Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la actual Secretaría de Cultura.

Aquí conviene hacer un apunte. En otros países no dejaría de causar cierta extrañeza que un centro dedicado a la cultura se acoja de un modo tan abierto al patrocinio del Estado. El hecho se explica de manera muy simple. Desde el siglo XIX México se anota en esa tradición, cuyo origen podemos ubicar en Francia, que contempla el impulso a la cultura como una de las obligaciones de los Estados modernos. Esa tradición viene de lejos. A partir de la guerra de Independencia (1810), la Iglesia mexicana dejó de patrocinar a las artes, con lo que los artistas nacionales consiguieron librarse de la intolerancia de clérigos y teólogos, que examinaban sus obras en busca de herejías. En el México independiente, el Estado practicó un mecenazgo discreto y modesto. En las últimas décadas del siglo XIX, el auspicio estatal no siempre respetó la libertad de los creadores: a menudo quiso comprar conciencias y fomentó el conformismo. Paradójicamente, en esos años los poetas participan en el movimiento modernista, esa revolución literaria que en Hispanoamérica extremó la lucha de los escritores por adueñarse de una lengua impuesta. En esos días, las clases dominantes probaron su avaricia y su indiferencia ante los proyectos culturales. Tras la Revolución de 1910, el Estado mexicano decide tomar en sus manos, a nombre de la apremiante tarea de reconstrucción nacional, el desarrollo de las artes. Entre 1920 y 1940, por mencionar un caso notable, auspició el desarrollo de la pintura mural, que alcanzó fama en todo el mundo con las obras de artistas como José Clemente Orozco y Diego Rivera.

En el periodo contemporáneo, el Estado mexicano asume de manera cabal el deber de fomentar la creación y la difusión de las obras artísticas y literarias. Luego de un prolongado estira y afloja, los creadores han dado pasos decisivos hacia un objetivo largamente codiciado: dirigir y orientar ellos mismos la cultura viva del país. No todo es miel sobre hojuelas, desde luego: eventuales recaídas en la intolerancia, patrimonialismo y burocracia son prueba de que los políticos y sus partidos no renuncian por completo a la tentación de utilizar a la cultura para sus fines. Sin embargo, un largo trato le ha permitido a las dos partes, intelectuales y aparato estatal, hallar fórmulas conciliatorias; esas complejas fórmulas, hay que hacerlo notar, son el desvelo de politólogos del mundo entero, la envidia de caudillos latinoamericanos de diverso signo ideológico y materia de estudio en universidades de todas las latitudes. Como sea, la participación se da, a fin de cuentas, en los términos construidos a lo largo de la historia reciente por una extensa relación de intelectuales y artistas, que incluye los nombres de Justo Sierra, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Carlos Chávez, Octavio Paz y muchos otros. Esos términos, en mi opinión, han girado alrededor de una idea central: para defender la libertad y la creación artística, lo primero que hay que hacer es ejercerlas.

Otras fuentes de financiamiento, sin duda menos significativas, provienen de las muy moderadas cuotas que la institución cobra por la oferta de servicios, así como de las rentas que aportan los distintos comodatarios establecidos en el edificio. Desde luego, las empresas incorporadas en comodato también pertenecen al ámbito de la cultura y, aunque operan de manera independiente, se les considera parte de una especie de “complejo cultural” que tiene como eje la Casa del Poeta. Se trata de una bienal internacional de cartel con sede en México, una galería de artes plásticas, una publicación bimestral dedicada a las artes gráficas y una revista literaria dirigida principalmente a los jóvenes.

La Casa del Poeta inició actividades en mayo de 1991. En su seno se alojan desde entonces un museo en memoria de López Velarde y un café-bar, Las Hormigas, dotado de un pequeño foro donde se llevan a cabo recitales de música y lecturas de poesía. Apenas un año más tarde, en 1992, se instaló en su interior una biblioteca que reúne las colecciones de dos notables poetas mexicanos: Efraín Huerta y Salvador Novo.

El pequeño y peculiar museo se construyó en el lugar donde, según algunos especialistas, pudo estar la habitación de López Velarde. Con la asesoría de su biógrafo más autorizado y puntual, el escritor Guillermo Sheridan, los museógrafos consiguieron reproducir la atmósfera que alguna vez debió privar en el sitio. En el pequeño cuarto se colocó una cama de latón, vestida con sábanas y colchas que llevan las iniciales del poeta bordadas a mano. En el perchero, las prendas que, de acuerdo a las fotografías y a las descripciones de la época, constituyeron el indumento cotidiano del taciturno Ramón: el chaqué gris luído por la pobreza, el sombrero de hongo y los guantes amarillentos. Sobre la cómoda, las fotos de algunos amigos y de las mujeres que amó. Más allá, el viejo veliz de piel le recuerda al visitante que el poeta no alcanzó nunca a abordar el barco que debió llevarlo a Europa. En un rincón, el viejo aguamanil. Y nada más. López Velarde era, como se ha dicho, un hombre austero.

El imaginario velardiano, en cambio, era exuberante, abigarrado por momentos. Por eso el museo se extiende más allá del cuarto: al abrir la puerta con luna del ropero, el visitante ingresa a un museo metafórico diseñado por uno de los más versátiles escritores mexicanos: Hugo Hiriart. Ahí se encuentra con un delgado laberinto cubierto por espejos y poblado con los objetos del poeta: la sota moza, la dama de los guantes negros, el viejo pozo de la casona familiar, el confesionario, el circo trashumante, el paraíso de las compotas en la alacena de la patria, todo en la dimensión de miniatura que obsesionó al poeta. Así describe Hiriart este espacio creado por él: “Nuestro museo es metafórico, no sólo porque guarda metáforas de López Velarde, gran maestro en el arte de acuñarlas, sino porque el espacio organizado es metafórico: las cosas desarticuladas de su contexto natural remiten a otro orden, asumen otro significado. Se trata, en el fondo, de un juego sobre los juegos del joven maestro jerezano...”.

La biblioteca Salvador Novo-Efraín Huerta tiene un significado especial para nuestra casa. Por un lado, encarna la memoria de dos poetas mexicanos que, como López Velarde, tuvieron una relación al mismo tiempo amorosa y conflictiva con la Ciudad de México. Por el otro, representa dos momentos señalados en la tradición de la que hablamos arriba: Novo es uno de los miembros distinguidos del ya mencionado grupo de Contemporáneos, mientras que Huerta, nacido como Paz en 1914, perteneció junto al Premio Nobel mexicano a la llamada generación de Taller. La presencia de estos nombres al interior de la casa (López Velarde, Efraín Huerta, Salvador Novo) es un emblema del dinamismo y la pluralidad de la poesía mexicana moderna.

Los más de doce mil volúmenes que integran el acervo de la biblioteca, casi todos primeras ediciones de poesía, representan para nuestra institución una compañía silenciosa y al mismo tiempo abierta al diálogo, un orden que supera el de su clasificación bajo el sistema decimal de Melvil Dewey. Ese acervo se incrementa año con año gracias a las donaciones de distintas editoriales nacionales y del extranjero, así como a la exigencia de que los poetas que se presentan en nuestros espacios obsequien al menos un ejemplar de su producción. Un poeta tiene su domicilio ahí donde se hallan sus libros; con la biblioteca Novo-Huerta la Casa del Poeta alcanza su más entero significado.

Nuestra institución es, en primer término, un lugar de encuentro para poetas y lectores de poesía. Pero además tiene la finalidad de promover las más diversas tareas asociadas a la difusión de la literatura y las artes plásticas. En sus distintas áreas (café-bar, salón de usos múltiples, salón de seminarios y biblioteca) se realiza cada año un amplio programa de actividades que incluye: lecturas de poesía, encuentros de poetas nacionales y extranjeros, ciclos y cursos dirigidos a divulgar entre la comunidad distintos temas vinculados a la literatura, talleres de creación o de lectura, visitas escolares, presentaciones de libros, discos y videos, exposiciones de pintura, fotografía, carteles y artesanías.

La mayor parte de estas actividades, es preciso anotarlo, se planean y ofrecen con un sentido social. En nuestro país, golpeado por lacerantes desigualdades, esta política representa una de las escasas alternativas para las incontables personas que andan en busca de espacios que les permitan romper con la más grave de las esclavitudes: la ignorancia. En muchos casos (lecturas, conferencias, presentaciones), el público tiene acceso de manera gratuita; en otros (talleres, cursos, conciertos), los precios de entrada son meramente simbólicos.

La administración de la casa tiene muy presentes las palabras con las que el poeta Luis Rius buscó resaltar la necesidad de que los artistas se sostengan de su oficio: “No podemos vivir como si la belleza no existiera”. Es por eso que, a lo largo de los años, la institución ha procurado remunerar lo mejor posible las participaciones de ponentes, conferencistas, lectores, maestros y poetas. Estos pagos se cubren mediante los fondos que con ese fin gestiona la administración, a través de organismos privados y públicos. En algunos casos, la institución opera como sede de programas organizados por otras entidades, siempre y cuando esos programas respondan a las exigencias de calidad establecidas por la institución.

Hay una actividad que ha tenido un especial recibimiento entre el público que acude a la Casa del Poeta: las lecturas de poesía en voz alta . Esto a partir de la convicción de que para comprender mejor un poema es necesario, en primer término, escucharlo. Aunque la lectura en voz alta puede ubicarse en los orígenes mismos de la poesía, y a pesar de que en Europa esa costumbre se conservó durante más de mil quinientos años, a partir del siglo XIX fue desplazada por la lectura individual y en silencio. Desde entonces, las audiciones públicas han sido raras en los países europeos y americanos, con excepción de Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos. En Norteamérica, la generación Beat fomentó, a partir de los años cincuenta, el gusto por escuchar poesía en voz de sus autores; en la actualidad, ese gusto forma parte esencial de la vida literaria norteamericana. En México dos iniciativas alentaron esta práctica: la creación de la serie discográfica Voz Viva de México y el surgimiento en los años sesenta de un espectáculo de teatro y poesía que llevó por nombre, justamente, Poesía en Voz Alta. El hábito de ofrecer al público lecturas de poemas, de preferencia en voz de sus autores, puede tener efectos insospechados. Hace ya varios años, el poeta chileno Gonzalo Rojas, un autor al que de ningún modo podría considerársele “popular”, reunió a cerca de veinte mil personas en el zócalo de la Ciudad de México. Se pueden tener sospechas respecto a la forma en que se logró convocar a semejante multitud en torno a la poesía. Lo que no dejó espacio para suspicacias fue la manera en que el poeta arrebató la atención y el entusiasmo de los asistentes. Esto no significa, desde luego, que a Rojas lo siga una legión de lectores sólo en la capital de la República mexicana. Quiere decir, sencillamente, que al escuchar de viva voz a un escritor a quien los organizadores anunciaron, con toda justicia, como uno de los poetas más importantes de Hispanoamérica, una colectividad que en general lee poca poesía se dejó llevar por el gran poder de encantamiento de la palabra en trance de ritmo.

Salvo honrosas excepciones, a las lecturas organizadas por la Casa del Poeta asisten, por lo regular, cuarenta o cincuenta personas. Pero la cuestión numérica, por sí sola, carece de sentido; responde a circunstancias cambiantes y en ocasiones extraliterarias. Lo que se mantiene invariable es la fuerza de la poesía para llegar al hombre solitario, a la inmensa minoría o a la multitud entusiasta, como un arte de participación y comunión.

En el arranque del siglo XXI, en plena crisis de los absolutos históricos, religiosos o ideológicos, a los poetas de todas las latitudes nos vincula una misma carencia, un mismo desarraigo. Sabedores de que hemos llegado después de los dioses, después de las ciudades, nos une, para decirlo en palabras de Octavio Paz, la búsqueda de un presente capaz de convocar a la antigüedad más antigua y al mañana más distante.



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