Debo comenzar esta lectura con una nota personal. Me lo imponen el cariño y la convicción de que la lectura de poesía es más importante ahora que nunca. Mi esposo, David Huerta, muerto el 3 de octubre de 2022, sentía por Coral un amor fraternal enorme y la admiración más pura. Él fue quien me puso El ser que va a morir en las manos. Cuando me adentré en esta poesía quedé, al mismo tiempo, avasallada y conmovida. Más tarde, conocí a Bracho en persona; me hizo feliz comprobar que esa maga, esa sibila, es una mujer de una calidez y frescura sorprendentes, de una modestia y sencillez que contrastan con la complejidad de su mirada. En el centro de esta mujer frágil hay una semilla de fuerza vital que se traduce en su poesía y que alimenta el espíritu de quien la lee.
Quedé tan fascinada por su personalidad como por su poesía. A ellos dos, David y Coral, les debo estos dos aprendizajes: que la cercanía más estrecha con la tradición no está peleada con la originalidad y que la preocupación por lo colectivo no está distanciada de la búsqueda de la voz lograda en términos artísticos. Es una lección que llevaré en el alma hasta el último instante.
Coral Bracho tenía treinta años cuando publicó El ser que va a morir, título que merece ser leído como la declaración de principios de esta poeta, cuya preocupación principal es la brevedad de nuestras vidas en el devenir. Es en este volumen de poesía que Bracho consolida los hallazgos con los que inauguró su escritura en Peces de piel fugaz (1977) y donde desplegó sus originalísimos instrumentos verbales. Si bien desde el primer libro encontramos un vocabulario amplio y opulento, así como un sistema de comparaciones que se engarzan para crear atmósferas que muestran sucesivamente paisajes subjetivos o externos (“Y era como tener los dos un tramo de este mismo silencio, ese gesto pequeño de la noche como un espejo en el dorso de las puertas”), estos se añaden en El ser que va a morir a un discurso amoroso conmovedor por su disposición para callar donde las palabras se agotan:
Porque no sé qué hacer con tanto gesto tuyo,
tanta mirada tuya en mis palabras,
escribo
para que se enardezcan,
para que extirpen,
que arranquen
esta ansiedad de ciervos en tus ojos,
este estertor marino entre tus labios,
y te devuelvan al torno de silencio
de esta tarde desierta
Aquí, la elástica sintaxis de Bracho se manifiesta como una estrategia para ampliar el significado hasta convertirlo en un caleidoscopio.
Este libro tiene dos recipiendarios: el amado, a quien Bracho se dirige con un lenguaje de extraordinaria potencia erótica de la cual está ausente el yo confesional:
Te contemplo sin rubor, con placer, esbozar impasible esa
línea nítida
en el linde cobrizo, medular […]
y el mundo, observado con atención reconcentrada:
Es una cima de amapolas, y la instantánea aparición estival
del cazador de pájaros bajo el arco de piedra.
Se van metiendo en el palacio.
Van abriendo sus puertas.
Hay un momento clave en el que Bracho muestra de qué está hecha la urdimbre del tejido que va hilando: es el momento en el que el amado y el mundo se confunden y entrelazan. ¿A quién se dirige la voz que enuncia estos versos?
Sé de tu cuerpo: los arrecifes,
las desbandadas,
la luz inquieta y deseable […]
entonces se abre el paréntesis:
(en tus muslos candentes la lluvia incita), de su oleaje:
Sé tus umbrales como dejarme al borde de esta holgada, murmurante, mezquita tibia […]
En estos versos no sólo se entreveran los rasgos del cuerpo y del paisaje, de la arquitectura y la anatomía, el verbo se escinde. ¿Es este “Sé” una forma imperativa del verbo ser? ¿O es la conjugación en presente de saber? Estas dos posibilidades no se cancelan mutuamente, se enriquecen.
Es esta una poesía que indagará una y otra vez en el paisaje y en el mundo mental; en las huellas que deja la percepción en el espíritu y que, más tarde, se abrirá para albergar una mirada crítica que se expresará con el mismo tono sereno y en un lenguaje menos profuso. No es una poesía que se mantendrá sólo en el registro de lo elegíaco. Poco a poco, aunque desde el principio se manifiestan inquietudes de naturaleza ética, se irá consolidando una postura frente a la violencia, una mirada abierta ante la pérdida, el dolor.
En La voluntad del ámbar, de 1998, Bracho vuelve a sus temas, pero aquí ya despunta en poemas como “Los murmullos”, “¿Le puedo hacer una pregunta?” y, sobre todo, en “La voz indígena” una perturbación que no puedo llamar sino cívica, formulada con un lenguaje más llano, que utilizará con fluidez en los momentos de mayor tensión espiritual.
Es un dolor
de voz que se apaga. De voz eterna
y profunda
que así se apaga. Que así se apaga
para nosotros.
Así, el abanico de los temas se irá abriendo mientras, por otra parte, el yo tan potente que se dirigía al amado con un lenguaje sibilino y un brío lleno de fuerza irá mudando en una primera persona del plural, incluso en los libros más íntimos como Ese espacio, ese jardín, dedicado a la memoria de su padre. En él la vida se experimenta como un conjunto en el que cabe, incluso, la muerte, “el hilo de oro que enredamos entre los muebles”.
Ellos, los muertos, nos miran con sus ojos ahondados,
con su encendido corazón, y un desconcierto de niños,
un sobresalto desolado nos toca,
una tristeza oculta.
Y, de nuevo, la muerte:
Canta suavemente la muerte
en el umbral del patio, bajo el silencio de los limoneros.
Canta con ardor maternal
a quien la escucha. A quien la ve tender
con ternura,
su andamiaje de sol,
sus misteriosos y claros
vínculos.
Este largo poema sobre la memoria y las imágenes de la infancia, en el que la mirada se dirige al mundo desde la altura de una niña que gatea y que más tarde corre en el campo o junto al mar, es un libro en el que las imágenes que convocan los versos giran y vuelven sobre sí mismas. Porque
Un día, de noche,
hemos de volver.
Esta aceptación radical gravita sobre el libro Cuarto de hotel, en el que Bracho describe una estancia en el hospital como un delirio en el que los aposentos desde los que miraba el mundo, desde los que se vislumbraba el mar o la noche plena de signos, se convierten en una prisión. Algo sucedió que ha descascarado los muros, que ha convertido la estancia en un vagar por habitaciones descoloridas y manchadas, donde las formas se degradan. Pero la queja no aparece. Apenas se duele. En este libro asoma, también, la turbulencia primera en la mente de la madre de la poeta, Ana Teresa Carpizo, quien más tarde protagonizará el libro Debe ser un malentendido. Dice Carpizo, en la ofuscación inicial de la enfermedad:
Sin mi consentimiento alguien
me tiene ahí.
Pero al final, la vida triunfante estalla en un relámpago sonoro y visual, un gallo que “soltó su sol en medio del cuarto”.
Después de estos dos poemarios, donde Bracho indaga en la experiencia de la pérdida y la enfermedad, su poesía dará otro giro para abordar el desasosiego que nos acecha. No el desasosiego existencial que es herencia de la humanidad toda y que ocupó sus preocupaciones filosóficas en los primeros libros, sino el miedo mexicano a la violencia, la mentira y la crueldad que nos cercan.
El libro es Sí ríe el emperador, de 2010, y la preocupación política de Bracho se expresa de forma explícita en los poemas “Manifestantes queman un autobús en Oaxaca”, “Títere y sombra”, “En la entretela”, “El instante en el que todo cambia”:
El instante en el que el perro adiestrado
ataca
a la frágil, azorada mujer
con el niño en brazos
es el instante en que todo cambia.
Desde los ojos
inyectados del perro
el mundo mira.
Este es el mismo talante que observa el mundo con una atención reconcentrada, pero la mirada que el mundo le devuelve en “Desde los ojos inyectados del perro” es la mirada amenazante que se ha cernido ya demasiado tiempo sobre las víctimas de la violencia en este país. A pesar de la economía del lenguaje, vemos el rostro moreno, delgado, los grandes ojos asustados, quizás un rebozo, el bracito del niño, la trenza.
Así, la poesía de Bracho se ha ido ensanchando, abriendo su cauce, renovando sus poderes. Cada vez más cercana, sigue ejerciendo sobre el lector hechizado el encanto de su lenguaje y de la inteligencia excepcional que la anima. En Marfa, Texas, un libro en el que la poeta vuelve a mirar el paisaje, la vida natural y la arquitectura, de pronto, con un laconismo de haikú y un concentrado poder de evocación, Bracho nos muestra esta estampa vegetal:
Como un hendido corazón
se desangra la tuna sobre la penca que la sostiene.
En esta sencilla imagen, la tuna tiene un aire sacrificial, de pequeña, sagrada ofrenda. Páginas más adelante, Bracho describe al pájaro que la devora con un “ojo penetrante que brilla / como obsidiana”.
Termino esta exposición con una nota sobre Debe ser un malentendido (2018), registro de la pérdida de la memoria de su madre, Ana Teresa Carpizo. Bracho recoge la pedacería de una memoria que se deshace, pero como desde Ese espacio…el silencio y la confusión se integran a la conmovedora colecta de imágenes incompletas. Si, como a Dickinson, la puntuación le ha servido a Bracho para subrayar la importancia del silencio y las pausas, es en este libro donde el aprendizaje de los misterios del vacío sirve para presentar un diorama de la experiencia total de lenguaje, que incluye, incluso, su ausencia, el silencio en el que aparecen, cuando las hay, las palabras, pero sin el que todo se convierte en ruido.
Cuando el formidable pintor renacentista Alberto Durero escribió su Tercer libro sobre pintura, en el cual consignó sus ideas acerca del arte, redactó una frase célebre por su lucidez: “Creo que no hay hombre vivo, por inteligente que sea, que pueda comprender cuál es la belleza inherente en la más humilde de las criaturas”.
Ese intento por discernir, que Durero cree que está destinado al fracaso pero que debe ser abordado, es, para mí, la divisa de la poesía de Coral Bracho. Una poesía que ha visto en las manifestaciones más modestas del mundo signos del tiempo, que busca por medio de los sentidos la esencia de lo más sutil y que no se arredra ante la tarea de nombrar lo terrible.