Dostoievski nació en 1821, Proust murió en 1922. Cuando murió Dostoievski, Proust tenía 10 años. Mucho tiempo después, en un lugar cualquiera, a la hora que sea: uno tiene prisa, el otro no se apura.
D —Y no se diga más.
P —Perdone si insisto, no podemos reducir la
belleza a un asunto moral.
D —¿Reducirla?
P —Usted dice que la belleza salvará al mundo.
D —Sí.
P —En cambio, uno de sus personajes afirma
que la belleza es algo espantoso.
D —Mitia… son cosas de él.
P —¿Y usted qué piensa?
D —Pienso que Mitia tiene razón cuando dice:
“No puedo soportar que un hombre de gran corazón
y de elevada inteligencia empiece por el
ideal de la virgen y termine por el de Sodoma.
Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón
el ideal de Sodoma, no repudie el de la
virgen”. Usted conoce el tema, ¿cierto?
P —No se deje engañar por el título de un libro
ni por mis personajes… Yo no creo que la
vida y la obra de un autor profesen la misma
realidad.
D —¿Ah, no?
P —He escrito algo sobre el tema… y creo que a
usted también le convendría pensarlo…
D —Yo he manifestado mis ideas públicamente,
siempre.
P —Casi siempre… No olvidará el capítulo que
fue censurado en Los demonios… y que se conoció
sólo en 1922.
D —Repito: no soy responsable de las ideas y
las acciones de mis personajes. Yo escribo, y si
el gobierno me censura…
P —Usted empuñó sus ideas en artículos feroces
y no defendió, con la misma convicción, la
integridad de su novela. ¿Un autor puede valerse
de pesos y medidas diferentes para dos
facetas de su obra?
D —Mire, cuando digo que hay que separar mis
ideales de aquellos de mis personajes, marco
una distinción de contenido, no de valor: soy un
personaje más de mis novelas, y las opiniones
que yo manifiesto en un periódico y dirijo a un
público real no son más valiosas de las que pueden
expresar u ocultar los personajes que habitan
en mis libros. La conciencia humana es un
dominio fluido, que se expande y se contrae, no
hay confines definidos, no hay censura capaz
de sujetar los anhelos del alma. Su liberación
es lo que produce mis novelas.
P —¿Sabe lo que me preguntó mi novia?
D —No, no lo sé, pero sé que usted es un experto
militante del arte de la conversación y no
me extraña un salto tan osado desde los anhelos
del alma y las ideas a sus intrigas amorosas.
P —Tiene que ver con usted…
D —Su novia… ¿conmigo?
P —Un día, Albertine me preguntó si usted, alguna
vez, mató a alguien.
Dostoievski suelta la carcajada.
D —Fantástica mademoiselle Albertine, dígale, monsieur Proust, que he matado cada vez que un personaje soñó con hacerlo… Proust se pone serio. P —Albertine no es la muchacha frívola que imagina usted… acompañó su pregunta con esta reflexión: “Todas las novelas suyas que yo conozco se podrían titular Historia de un crimen. Es una obsesión, no es natural que hable siempre de eso”. D —Perdone, no quería ofender ni a usted, ni a su novia. Entiendo la inquietud de mademoiselle. Pero, antes de contestarle, ¿puedo preguntarle qué le dijo usted? P —Le dije: “No creo, pequeña, conozco mal su vida. Desde luego, como todo el mundo, conoció el pecado, en una forma u otra, y probablemente en una forma que las leyes prohíben. En este sentido, debía de ser un poco criminal, como sus héroes, que, por lo demás, no lo son del todo, pues se les condena con circunstancias atenuantes. Y quizá no valía la pena que fuera criminal. Yo no soy novelista; es posible que a los creadores les tienten ciertas formas de vida que no han experimentado personalmente. Si voy contigo a Versalles, como hemos convenido, te enseñaré el retrato del hombre honrado por excelencia, del mejor de los maridos, Choderlos de Laclos, que escribió el libro más terriblemente perverso… De todos modos, reconozco que en Dostoievski esta preocupación del asesinato tiene algo de extraordinario y me lo hace muy extraño”. D —¿Usted no es novelista? P —No haga caso a ese detalle: cité al pie de la letra, justamente, el diálogo de una novela mía. D —Señor, usted abusa de la lógica y de su lector, ya es demasiada materia, un embrollo de voces, parece una novela mía… y además, me sorprende la sutileza con que ha recorrido Historia de un crimen, buen título para mis obras completas, espero que mis editores futuros tomen en serio a su novia (ríe). Pero, con orden… Lo que sorprende, en primer lugar, es que usted se identifica con su personaje y me habla de su novia, Albertine, como si fuera una mujer de carne y hueso. El que dice yo, en su libro, se adueña del acento que sale de su boca y esto es peligroso, extremadamente peligroso. P —¿Para quién? D —Para quien habla y para quien escucha. Si usted y aquel son una sola persona, cae la autonomía de las ideas, que son la puesta en escena del alma en perenne conflicto, es decir, de un pensamiento vivo. Usted, en algún punto de su libro, escribió que hablar de teorías literarias en una novela es como dejar la tarjeta del precio colgada en un traje… Como ve, yo también soy su lector. Ahora bien, si una idea puede adscribirse a una intención, pierde su razón de ser y su espontáneo temple revolucionario. P —¿Usted piensa que un autor no debería reivindicar su postura? D —Las ideas son anónimas, o no son. P —Esto, si aún no lo ha dicho un personaje suyo, podría decirlo. D —Nadie lo dijo porque es la condición para que todos puedan hablar y pensar. P —Nosotros, mi querido Dostoievski, nos parecemos mucho más de lo que a usted le gusta admitir. D —Pese al abismo moral que nos separa… entonces, ¿en qué nos parecemos? P —Usted insiste con el tema moral, y sus novelas lo autorizan. Pero, llegar a la moral a través de una cadena de asesinatos, o a través de un cuadro de la corrupción mundana, ¿no lleva al mismo destino? D —¿Y usted considera que el camino es indiferente? P —No, al contrario… pero su camino lleva a la redención a través de la experiencia más sórdida del mal, y el mío lleva a la reviviscencia del pasado a través de un sinuoso periplo interior. Yo no veo el abismo. D —Revivir el pasado es un capricho burgués, digno de los salones que usted retrata con tanto pormenor, pero está muy lejos de cualquier aspiración moral. P —Estimado colega, ¿no entiende que la busca del pasado es un viaje hacia el fondo material de la conciencia?
D —No, no lo entiendo. P —En mi novela digo, o si usted prefiere, mi novela dice: “En nuestra vida ocurre todo como si entráramos en ella con la carga de obligaciones contraídas en una vida anterior; en nuestras condiciones de vida en esta tierra no hay ninguna razón para que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados, incluso a ser corteses, ni para que el artista ateo se crea obligado a volver a empezar veinte veces un pasaje para suscitar una admiración que importará poco a su cuerpo comido por los gusanos… Todas estas obligaciones que no tienen su sanción en la vida presente parecen pertenecer a otro mundo, a un mundo fundado en la bondad, en el escrúpulo, en el sacrificio, a un mundo por completo diferente de este y del que salimos para nacer en esta tierra, antes quizá de retornar a vivir bajo el imperio de esas leyes desconocidas a las que hemos obedecido porque llevábamos su enseñanza en nosotros, sin saber quién las había dictado”.
D —¿Usted cree esto? P —Es lo que usted afirma, con otras palabras, quizá, mas el propósito no cambia. Cierto, ustedes, los rusos… tienen su ímpetu eslavo, mientras que nosotros, en París, lo vemos con más indolencia, pero ambos buscamos un principio al que aferrarnos tras la mueca que nos mira en el espejo. D —Siempre generoso de metáforas, usted, y suspicaz… en eso nunca falla.
Pero está muy equivocado, monsieur, cuando piensa que venimos de una matriz común. Su principio es el individuo que trae el mundo a sí mismo, el mío es el individuo que sale de sí mismo para enfrentar al mundo: en una palabra, mi principio es la libertad. P —¿Y en qué difiere, su querida libertad, de mi culto a la memoria? D —Un personaje mío escribió un poema, en el que Cristo, en el siglo XVI, volvió a la tierra. Un viejo inquisidor lo reconoce y ordena su arresto. Me atrevo a pensar que lo ha leído… Cuando el viejo visita al prisionero en su calabozo, le dirige esta acusación: “El hombre que no tenga una idea clara de la finalidad de la vida, preferirá renunciar a ella aunque esté rodeado de montones de pan y se destruirá a sí mismo antes que permanecer en este mundo. Pero ¿qué hiciste? En vez de apoderarte de la libertad humana, la extendiste. ¿Olvidaste que el hombre prefiere la paz e incluso la muerte a la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso. En vez de principios sólidos que tranquilizaran para siempre la conciencia humana, ofreciste nociones vagas, extrañas, enigmáticas, algo que superaba las posibilidades de los hombres. Procediste, pues, como si no quisieras a los seres humanos, Tú que viniste a dar la vida por ellos. Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad”. Y continúa: “Así, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fueron la inquietud, la agitación y la desgracia para los hombres”. Reconoce, el viejo inquisidor, que hay unos elegidos que pueden soportar el cargo de la libertad, pero una gota no hace el mar: “¿Y los demás qué? ¿Es culpa de ellos, de esos débiles seres humanos, no haber podido soportar lo que soportan los fuertes? El alma débil no es culpable de no poseer prendas tan extraordinarias. ¿Viniste al mundo sólo para los elegidos? Esto es un misterio para nosotros, y tenemos derecho a decirlo así a los hombres, a enseñarles que no es la libre decisión ni el amor lo que importa, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso contra lo que les dicte su conciencia. Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormentaba”. El desenlace, acaso usted y su novia lo recuerden…
P —Y usted se pone del lado de Cristo.
D —Yo me pongo del lado de la lucha.
P —… Del lado de la lucha, hablando de la debilidad
del alma humana… En vez de confiscar
la libertad, Cristo la aumentó, condenando al
hombre al tormento perpetuo, al infierno en la
tierra… y este es el amor que usted le tiene a sus
lectores, si no estoy divagando demasiado…
D —Usted es incapaz de razonar fuera de la
metáfora.
P —No, no, permítame volver a la conversación
con Albertine, porque, sin quererlo o sin
tener plena consciencia, toqué un punto esencial
de su visión del mundo, que ahora, justamente,
usted me hizo ver.
D —Lo escucho.
P —Le decía a Albertine que “yo conozco muy
pocos libros suyos, pero ¿no es un motivo escultórico
y simple, digno del arte más antiguo,
un friso interrumpido y luego continuado en
el que se representan la venganza y la expiación,
el crimen del padre de los Karamázov
dejando embarazada a la pobre loca, el movimiento
misterioso, animal, inexplicable, con el
que la madre, involuntario instrumento de las
venganzas del destino, obedeciendo tan oscuramente
a su instinto de madre, quizá a una
mezcla de resentimiento y de gratitud física
por el violador, va a dar a luz en casa del padre
de los Karamázov?”. ¿Me entiende, ahora?
La venganza y la expiación… Milagro y libertad
no están en conflicto; son caminos del mismo
destino.
Dostoievski lo mira con desdén.
P —No, no me estoy apartando de su obra, mi
estimado colega, al contrario… Cuando escribo
que “casi únicamente el sadismo puede servir
de fundamento en la vida a la estética del
melodrama”, la forma, lo reconozco, es la mía,
pero, la sustancia… ¿no la encuentra, usted, en
sus novelas?
D —El peor enemigo de la libertad es la busca
de la felicidad; y bien se le llame sadismo o melodrama,
las revoluciones, en su país como en
el mío, han abanderado la primera para buscar
a la segunda, matando a las dos de un solo tiro.
La razón, monsieur, con su despotismo euclidiano
y necio… la razón conduce al hombre a la
felicidad y lo vuelve esclavo del milagro.
P —En esto encuentra usted a un aliado. Yo,
por mi parte, cada día atribuyo menos valor a
la inteligencia.
Uno hace un gesto de fastidio, el otro suspira
y toma aliento.