A finales de 2022 apareció, en una edición fuera de comercio, un inacabado libro de memorias de Juan Grijalbo, a quien el subtítulo describe como “un editor testigo de los cambios del siglo xx”. Es a todas luces un borrador, cargado de anécdotas familiares, de detalles sobre tales vacaciones o cuales comidas en restaurantes de lujo, y de escondidas perlas sobre el oficio que ese comunista catalán ejerció con audacia y sin empacho, incurriendo en la aparente contradicción de conformar su catálogo con libros publicados por la Academia de Ciencias de la Unión Soviética y con los que encabezaban la lista de más vendidos del Publishers Weekly. Digo que es una obra no terminada porque el recuento es desordenado, hay no pocas erratas en los nombres propios e incluso exhibe algunos costados frívolos del fundador de uno de los sellos estrella de la actual Random House Mondadori, pero leído con nariz de perro que busca trufas ofrece enseñanzas para todo aquel que quiera dedicarse a lo mismo que Grijalbo, como su rapidez de reflejos para contratar un manuscrito en el que intuía algún potencial, su búsqueda incesante de innovaciones técnicas –por ejemplo, el uso de cajas de cartón en un tiempo en que, para el comercio transoceánico, se empleaban sólo las de madera, mucho más pesadas, o el abandono temprano del linotipo para aventurarse por los caminos de la impresión en offset–, su obsesión por la liquidez y su puntualidad para pagar todo adeudo. Don Juan da consejos de forma velada, como “ser editor exige dedicación exclusiva. No entiendo que alguien pueda llamarse editor o pretender serlo a tiempo parcial”, o aventura definiciones discutibles pero con un rotundo grano de verdad en su centro: “Un editor no es nada, si no vende. Si vende lo que quiere, es un editor de éxito”.
Es fácil afirmar que no ha habido entre nosotros nadie que conozca mejor el ‘problema del libro’, como lo describió el propio Zaid en los años cincuenta”.
Una lectura semejante de la extensa obra de Gabriel Zaid, que entresaque ideas, explicaciones y advertencias, produciría un magnífico mapa para todo aquel que aspire a asentarse en el mundo del libro de forma duradera. No existe un volumen sobre esta materia concebido por el propio autor, y no hay en las muchas compilaciones de sus ensayos y artículos –las que él ha hecho o las que corrieron a cargo de Fernando García Ramírez o Eduardo Mejía– una sección que agrupe las piezas con una orientación pedagógica, que funcione como un manual para el aprendiz de editor o librero, pero es posible recolectar aquí y allá, tomando de Dinero para la cultura o de algunas de las muchas ediciones de Los demasiados libros,de su juvenil tesis profesional o de los volúmenes publicados por El Colegio Nacional –fuentes de las que provienen los entrecomillados que se leerán enseguida–, frases y párrafos enteros que den cuenta de su penetrante análisis de cómo funciona, o no funciona, la industria editorial. Por el volumen de páginas dedicadas a comprender la esencia de la creación, la edición, la comercialización y el consumo de esa peculiar mercancía que llamamos libro, y sobre todo por la agudeza de sus descubrimientos y el caudal interminable de sugerencias para mejorar ese sistema, es fácil afirmar que no ha habido entre nosotros nadie –ni un académico, ni un profesional con vocación analítica, ni un funcionario público– que conozca mejor el “problema del libro”, como lo describió el propio Zaid en los años cincuenta.
La causa de esa especialización en materia tan difusa es que este otro regiomontano ilustre ha recorrido en sus nueve décadas de vida un anchísimo arco de tareas relacionadas con la escritura, la edición y la lectura, empleando siempre con sensibilidad sus sentidos, desde el gusto literario hasta el olfato empresarial, desde el oído de quien escucha a los que saben más sobre cierto asunto hasta la vista llevada más allá de lo esperado –“a veces siento que estoy viendo cuando no hay que ver”, confesó en un falso curriculum vitae al recordar un regaño de su padre–. Como autor, es un poeta de pocos pero festivos versos, un articulista incansable en la prensa periódica y un ensayista que pasa de abordar las formas líricas a practicar algo de lexicografía a partir de la coprolalia presidencial, de describir las mañas de las instituciones universitarias con su obsesión por certificar el saber a sugerir formas de activar el empleo mediante microcréditos. Ha seleccionado y traducido a una gran variedad de poetas, de lenguas extranjeras y de las nacionales no hegemónicas, y compiló un excepcional volumen con todas las canciones de Cri-Cri, en el que “las letras se presentan como poemas”, con datos utilísimos, como el género musical, los años de composición y grabación, una discografía y varios índices desopilantes: de animales, de oficios, de personas y lugares, por no mencionar los más convencionales de intérpretes o primeros versos: la panoplia académica al servicio del disfrute de un compositor popular. Formó parte de la redacción de revistas culturales combativas, como las dos dirigidas por Octavio Paz a finales del siglo pasado, y encabezó batallas fiscales en favor de los creadores artísticos, con alegatos a la vez explicativos y certeros sobre la naturaleza de las regalías, que lamentablemente no siempre persuadieron a las autoridades hacendarias. Con esa misma voz pública fue el principal propulsor de nuestra ley del libro y su medida estrella: el precio único, que aspira a igualar las condiciones de competencia entre libreros, anulando la mentira del precio elevado para luego ofrecer un descuento sustantivo sólo a los clientes favoritos, y a ofrecer garantías a los lectores sobre cuánto deberían pagar por un ejemplar de su interés. Ha dado breves paseos por la historia, poniendo en práctica su convicción de que “tarde o temprano, la historiografía mexicana descubrirá que no se puede hacer la historia de la cultura en México sin hacer la historia de sus editores: como empresarios culturales, como líderes intelectuales y como artistas mayéuticos”. Menos conocida es su actividad como editor de directorios especializados –de funcionarios públicos, de ejecutivas, de empresas exportadoras…–, en la que ha aplicado algunas de sus conclusiones teóricas sobre el precio y el tiraje óptimos: muy alto aquél, muy pequeño este, gracias a que conoce el tamaño y las preferencias de su mercado; algún efecto propicio debe haber tenido en ese empeño el hecho de que sus oficinas estén en la calle de Gutenberg, patrono laico de impresores y editores.
Zaid ha dado breves paseos por la historia, poniendo en práctica su convicción de que ‘tarde o temprano, la historiografía mexicana descubrirá que no se puede hacer la historia de la cultura en México sin hacer la historia de sus editores’ ”.
Esta plasticidad de intereses ya estaba presente en el veinteañero que en 1955 se graduó en el Tecnológico de Monterrey como ingeniero mecánico administrador con Organización de la manufactura en talleres de impresión para la industria del libro en México, que aún hoy puede leerse con interés, aunque ya no con la utilidad que entonces buscaba su autor, pues contiene una amena “introducción histórica” sobre la llegada y la difusión de la imprenta en nuestro país, un ambicioso retrato de la industria nacional, con los magros y dudosos datos que había disponibles, más una serie de estampas sobre equipos, organización y personal, en los que vemos a los linotipistas como “los príncipes del taller en cuanto a consideración y sueldo”, de quienes se esperaba “cierta cultura general, que estén sentados ocho horas, cerca de un crisol de plomo, concentrados mentalmente, con fija atención ortográfica y una gran fluidez dáctil [¿por dactilar?]”. El propósito de ese trabajo no era desgranar los aspectos culturales del “problema” sino someterlo a un análisis industrial: “El carácter de estas páginas es más de invitación que de fruto: una invitación a conocer las provechosas posibilidades de aplicación de la ingeniería industrial en la industria del libro en México”. La tesis fue el primer esfuerzo de Zaid por retratar con cifras un mercado secularmente marcado por la carencia de información, desde el número de títulos publicados hasta la cantidad de puntos de venta que merezcan el membrete de “librería”. Apenas un par de años después, se publicaría, en inglés, el esfuerzo más audaz que se haya hecho para medir nuestra industria: The Mexican Book Industry de Fernando Peñalosa, “un libro notable por su imaginación profesional para buscar datos y cifras con muy diversos métodos, y admirable por la sobriedad con que integra una radiografía tan completa como entonces era posible”. Tesis y monografía no han terminado de propiciar una cultura cuantificadora en nuestra industria, que aún hoy se las ve negras para describir con números su dimensión. En los años noventa, Zaid tuvo a su cargo la preparación de los informes de “actividad editorial” de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, que arrojaron resultados escalofriantes por su enanez, su dependencia del Estado, lo magro de su comercio exterior; con velado optimismo, afirmó entonces que “las malas noticias que dan las estadísticas no deben hacernos olvidar la buena noticia de que, por fin, empezamos a tener estadísticas”. El pasante de ingeniería había llegado a la conclusión de que no es posible “construir un panorama de la industria del libro en México basado solamente en estadísticas porque las cifras que se pueden obtener son atrasadas, incompletas y desglosadas de una manera poco aprovechable para este propósito”, situación que no ha cambiado mucho en los casi setenta años transcurridos desde la graduación de aquel muchacho inusual, a pesar de que hoy existen servicios como el de Nielsen BookScan, que ofrece al que puede pagarlas cifras de venta de ejemplares en el mercado nacional.
La verdadera función de los libros [...] es continuar la conversación por otros medios”.
Lejos de profesar el culto al número por el número en sí, el ingeniero Zaid ha recurrido a herramientas métricas para cimentar argumentos más complejos, quizá porque desde joven experimentó, con un libro de geometría en las manos, “la elegancia, el suspenso, los episodios de la argumentación, la música de la consecuencia, el tantán maravilloso del Quod erat demonstrandum”. Otros compañeros de su profesión se han internado también en los terrenos del libro impreso –destaco sólo dos: el actual líder de los editores agremiados de nuestro país, Hugo Setzer, que obtuvo en la unam el título de ingeniero industrial, y quizá el más celebrado editor español, Jorge Herralde, que pasó sin mucho interés por las aulas de una facultad de ingeniería–, pero ninguno de ellos ha empleado su ingenium, esa “disposición natural” o “inteligencia”, para aventurarse en los paraqués y los cómos de la edición, atendiendo un precepto que el propio Zaid se fijó al preparar las conferencias reunidas en La poesía, fundamento de la ciudad: “Todo hombre debe ‘ensayar’, pensando a solas, hablando con su prójimo, escribiendo y quizá publicando, mientras hable, escriba o publique de aquello que realmente le dé qué pensar”. De ahí que resulten esclarecedoras muchas de sus disquisiciones, por ejemplo, la certeza de que hoy el libro en papel es tan barato que el principal costo de leer proviene del tiempo que le dediquemos o de que el móvil último de todos los que nos ajetreamos en estos oficios es participar en una conversación: “Publicar un libro es ponerlo en medio de una conversación, […] organizar una editorial, una librería, una biblioteca, es organizar una conversación”, ya que “la verdadera función de los libros […] es continuar la conversación por otros medios”.
En el más técnico de los acercamientos zaidianos al engranaje editorial, en el que busca establecer precio y tiraje óptimo de los libros, enuncia así el riesgo esencial de la edición: “El mayor costo [de producción] de un libro es el costo de equivocarse”. Y sigue, ya con ánimo de crítico contable: “Este es un costo no previsto en los catálogos de cuentas de ningún sistema de contabilidad (social, empresarial o personal). […] Los ejemplares sin movimiento del editor y la librería se contabilizan como activos en el balance financiero”, engaño que puede disimular la fragilidad de una empresa libresca, pues “prácticamente todo el capital de un editor está en los anticipos a los autores, los inventarios (de papel, libros en proceso, ejemplares en bodega o vendidos con derecho a devolución) y las cuentas por cobrar (a distribuidores y libreros)”; si bien omite otro renglón importante –el del impuesto al valor agregado que la editorial eroga al realizar actividades fundamentales como la impresión y que, en teoría, dado que la venta de ejemplares está gravada con tasa cero, podría recuperar tras un odioso trámite ante el sat–, Zaid hace ver el espejismo que puede producirse en el balance general, pues a diferencia de muchas otras empresas, en las que esos activos son en efecto fuente de liquidez en el mediano plazo, en las dedicadas a la producción de libros aquello que resulta un “éxito de bodega” –como un colega llamó a los títulos invendibles– no vale ni siquiera su peso en celulosa. “Paradójicamente, su contabilidad no está hecha para llevar las cuentas de esta función [la de correr riesgos]. Ignora nada menos que el costo de equivocarse”. Peor aún, “los árboles convertidos en basura se contabilizan como crecimiento económico”. ¿El remedio una vez metida la pata?: saldar, aunque duela. “En toda apuesta por un libro (del autor, editor, librero, bibliotecario, crítico, lector) hay, además de todo, un compromiso personal por haber creído en ese libro (y en nuestro buen juicio). Y la verdad es que nos duele aceptar que nos quedamos solos con nuestro buen juicio y con algo que no se vende”. Para evitar ese drama, postula una de sus principales conclusiones: “Hay que desligar tiraje y precio”, pues este “debe estar en función de los ejemplares que se vayan a vender, no de los ejemplares que se vayan a imprimir”, y aquél, “del ciclo de vida esperado para el título y del costo de reimprimirlo, contra los costos de almacenaje y el riesgo de no vender”. En una nuez: “El precio debe ser parte de un diseño, no el resultado de un cálculo mecánico”, como suele ocurrir entre nosotros, tan afectos al uso de un mero multiplicador. Este teorema tiene un corolario, que en alguna medida va en contra del sentido común: “Es posible bajar los precios bajando los tirajes”.
Aún en veta contable, Zaid ha hecho observaciones sobre la pertinencia del cuidado editorial. “Que un escritor dedique dos horas a ahorrarle un minuto al lector es absurdo, si el texto es un recado a su secretaria. Pero, si se trata de un libro con 12 000 lectores, cada minuto representa un beneficio social de 200 horas, frente a un costo de dos: el beneficio es cien veces mayor que el costo. Sería razonable que una parte de ese beneficio fuera para el autor [y el corrector, agrego yo] que se toma el trabajo de escribir bien, y para el editor que publica libros leíbles (sin erratas, bien diseñados, con índices), pero no es fácil cobrarlo”. Los correctores de originales y de planas a menudo creen que su rol consiste en proteger la lengua de los agravios que le hace un autor desparpajado y que ellos, con la valiente espada que ven en su lápiz rojo o, en nuestros días, con los comentarios regañones en el pdf de las páginas ya formadas, son adalides de la pureza idiomática. No siempre toman conciencia de este sutil efecto eficientista, del potencial que tienen para mejorar el proceso de comunicación.
Zaid tiene clara también la conveniencia de reconocer el trabajo bien hecho. Como “los oficios del libro no tienen el reconocimiento que merecen”, mucha “gente valiosa ha aceptado la situación (subsidiando con su trabajo mal pagado el desarrollo cultural) [y] se ha llegado a creer que sus conocimientos y cuidados valen poco; que cualquier ignorante que gane esa cantidad puede hacer lo mismo. Tal miopía favorece que se pierda el oficio”. Por ello, entre las decenas de propuestas concretas que ha hecho, lo mismo para la industria en su conjunto que para la preservación del legado de Octavio Paz, casi todas realizables con suficiente buena voluntad, buena organización y recursos ínfimos, destaca el concurso anual para libros sin erratas, ese “problema milenario que apareció con el lenguaje y no desaparecerá”: encontramos esos piojos “en la transmisión oral, en las tablillas cerámicas sumerias, en los rollos de papiro, en los códices de pergamino, en los libros impresos, en los audiolibros, en los libros electrónicos”. Los ganadores obtendrían una “certificación adherible en el colofón”, se publicaría “una lista de honor de los títulos sin erratas, con sus editores y correctores”, y se otorgaría “un premio en efectivo”, todo lo cual impediría que estos oficios se fueran “reduciendo a islotes de abnegada excelencia”.
Como la “distribución física de libros es un movimiento browniano de volúmenes y lectores que se mueven al azar en un espacio caótico”, “enojarse porque [en cierta librería] no hay un libro es enojarse con el azar”. De ahí que el librero que quiera “dar un servicio perfecto” debe escoger entre dos “soluciones utópicas: o tener todos los libros o tener un adivino”, si bien “en la práctica se intenta una solución intermedia (medio tenerlo todo, medio adivinar), con resultados deplorables para el librero y su clientela: gran parte de lo que hay no se pide, gran parte de lo que se pide no hay”. Por suerte, este galimatías no es una condena, pues “lo competitivo de una librería está en el surtido (amplitud, foco), el lugar (agradable, de fácil acceso), el personal (conocedor, cumplidor, ayudador, sin ser metiche) y, desde luego, el precio, si no es igual en todas partes”. A ello hay que agregar “la fisonomía del conjunto, con respecto a cierto tema, criterio, localidad, clientela” y también “la solución tradicional del librero maravilloso […] que calienta un local [y] sabe provocar encuentros felices con una sabia mezcla de adivino, maestro y comerciante”.
No es extraño, entonces, que haya cada vez menos puntos de venta de este tipo. Con sensatez y algo de tristeza, Zaid advierte que “nunca faltan entusiastas que sueñan con poner una librería. Hay que decirles: a menos que tengas dinero para pagarte una afición costosa, no te metas”. Pero ese desánimo le dura poco, pues sabe que “donde no hay playas, ríos, ni albercas, no puede haber costumbre de nadar” y que igualmente “la escasez de librerías causa escasez de librerías”. En sentido contrario, el ejemplo positivo tiene un efecto multiplicador: “Que los lectores vayan a las librerías a ver qué hay, que unas personas vean a otras entrar a una librería, que los hijos vean a sus padres llegar a casa con libros, que los escaparates de las librerías sean parte del paisaje urbano”. Ahí está, en unas cuantas pinceladas, la justificación de una política pública.
Zaid sabe que ‘donde no hay playas, ríos, ni albercas, no puede haber costumbre de nadar’ y que igualmente ‘la escasez de librerías causa escasez de librerías’ ”.
Concluyamos estas lecciones no impartidas con una sobre la identidad como fin y como medio para alcanzar ese fin: “La exigencia fundamental para el editor, el librero y el bibliotecario es que el conjunto de los libros que ofrezcan al lector sea informativo por su propia forma: tenga un perfil definido, donde esté claro qué encaja y qué no encaja. Un perfil definido llama la atención por sí mismo y orienta al que busca. Ahí está el secreto de la imantación que producen ciertos conjuntos: el ruido se convierte en música, las estrellas dispersas adquieren fisonomía, nombre y hasta leyendas, en constelaciones reconocibles que orientan la navegación”. Es, sí, una pretensión difícil pero no inalcanzable, como se comprueba con el ejemplo no del todo lejano de Arnaldo Orfila, sembrador de olivos, que “demostró que la gran cultura puede ser business-like. Ennobleció la vocación del libro con exigente profesionalismo. Desarrolló excelencias admirables en cualquier editorial de primera, de cualquier capital del primer mundo: tener un proyecto intelectual de configuración inconfundible; resolver con claridad y prontitud; cumplir con seriedad; publicar buenos libros, sin erratas, en ediciones atractivas, a precios razonables; distribuirlos profusamente por todo el mundo de habla española. Como si fuera poco, hacer cuentas claras y puntuales de regalías cada seis meses, y avisar de sus cheques a los autores, aunque no los pidan: tomando la iniciativa”.
Creo, con el nonagenario Gabriel, que “todo texto limita, define, configura, su público posible”. El que yo he tenido en mente al preparar estas páginas es el de quienes nos vemos reflejados de forma cotidiana, por vocación o necedad, en alguna de estas frases: “El lector no encuentra, o si encuentra, no puede comprar todos los libros que necesita. El autor difícilmente puede publicar y de ninguna manera vivir de los libros que escribe. Las editoriales y librerías no pueden sostenerse en un plan de servicio estrictamente cultural y en el mejor de los casos nunca son buen negocio”. Los escarceos teóricos y prácticos de Zaid en torno al “problema del libro” son luminosos y formativos, y suscitan no sólo sonrisas cómplices, sino planes de acción concretos. Por ello, sólo me resta desearle felices noventa años a este ingeniero editorial, apropiándome, con un obvio y breve retoque, de unos versos de su juventud para festejar su “Aniversario”: “Soplas, / todavía soplas, / Gabriel, / como queriendo no apagar / las últimas velitas”.