El 4 de octubre de 1916, bajo la dirección de Franz Schalk, se estrenó en el Hoftheater de Viena (hoy Burgtheater) la versión revisada de Ariadna en Naxos, drama musical organizado según los preceptos de una puesta en escena nacida de la inspiración puramente intelectual de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal. “Una obra de arte finamente trabajada y exuberantemente animada, llena de una gracia y sensualidad etéreas”, a decir de Ernst Krause, quien agrega: “El giro mozartiano que el compositor de El caballero de la rosa realizó después de las trascendentales tragedias de Salomé y Elektra, difícilmente podía haber alcanzado un resultado más feliz”.
Teatro dentro del teatro mediante una acción doble donde se entremezclan la representación de una ópera seria y las bufonerías de la comedia del arte. Continúa Krause:
La idea juguetona de mezclar la Commedia dell’arte del siglo dieciocho con el patetismo heroico de la ópera clásica, de entrelazar el arcaísmo barroco con la opera buffa para recrear la fusión que alguna vez se consiguió, esta noción sumamente sintética, aparentemente ingeniosa, se convierte aquí en un milagro musical. Todo es transparente en esta Ariadna, que entrevera heroísmo e ingenio, mito y psicología, realidad y símbolo, complejidad y simplicidad.
Ariadna tiene magia, y su libreto, uno de los más ingeniosos de cuantos ha producido el arte lírico, tiene mucho que ver en ello. La primera indicación de que Hofmannsthal se interesó en la Ariadna, basada en el mito griego de Ariadna y Baco, adviene cuatro semanas después del éxito de El caballero de la rosa, en Dresde. Es una nota del 26 de febrero de 1911. Tras asistir en París a una representación de El burgués gentilhombre de Molière, el escritor instigó a Strauss a componer una elaborada suite que acompañaría la representación de tal obra en los escenarios alemanes, reemplazando así los intermedios musicales compuestos por Jean-Baptiste Lully. Es por ello que la suite orquestal y la ópera Ariadna se concibieron paralelamente.
La obra de Molière culminaría con el acto mitológico de Ariadna en Naxos, pero la función resultó un fracaso, pues los valientes que soportaron la obra teatral y luego la ópera presenciaron un espectáculo desarticulado con cerca de seis horas de duración.
Por su parte, la “pequeña pieza a la Molière” que iba a desembocar en Ariadna la menciona Strauss por primera vez el 17 de marzo. Escribe a su libretista que no tiene proyecto de ópera en el cual trabajar durante los meses de verano, pues “ya no goza más” la composición de sinfonías o más bien de poemas sinfónicos. “Mi vena trágica –dice– se encuentra más o menos agotada… Siento completamente que seré el Offenbach del siglo XX … Sentimentalismo y parodia son las emociones a las que mi talento responde con más energía y creatividad”. Hofmannsthal sugirió, entonces, la composición de una “pequeña ópera” que debía pensarse como una muestra de agradecimiento al productor, director teatral y de cine Max Reinhardt –quien le había pedido que realizara una adaptación de la comedia de Molière–, por la ayuda creativa durante el montaje en Dresde de El caballero de la rosa. Si en principio Strauss abordó el asunto con cierta frialdad, pues consideraba aburrido trabajar en un material de esta clase, fue gracias al entusiasmo de Hofmannsthal que pronto cambió su ánimo para entregarse con especial interés a la nueva tarea. Echados a andar libretista y compositor, aquel entregó a este un mes más tarde un boceto de la escena de transición entre la obra teatral y la ópera, a la que calificó de una “bagatela seria”, dando a Strauss el embrión que desarrollaría cinco años después en el prólogo de la versión final en dos partes.
Así, la obra de Molière culminaría con el acto mitológico de Ariadna en Naxos, la pieza de entretenimiento que habría de componer el maestro de música de Monsieur Jourdain. Ambas obras se presentaron en Stuttgart el 25 de octubre de 1912, bajo la dirección del propio Strauss, pero la función resultó un fracaso, pues los valientes que soportaron la obra teatral y luego la ópera presenciaron un espectáculo desarticulado con cerca de seis horas de duración. De tan maratónica prueba, ni el compositor ni el libretista salieron airosos. La princesa Marie von Thurn und Taxis, que asistió a la función, escribió en un tono más condescendiente un lacónico comentario remitido a Rainer Maria Rilke: “Ariadna fue un éxito, aunque no apabullante; opiniones muy divididas”. Fin de la cita. A los aficionados a Molière y al teatro les pareció que la ópera era agobiantemente larga, mientras que el público operístico se aburrió con la comedia hablada. Richard Specht, crítico vienés y biógrafo de Strauss, fue el primero en sugerir que Ariadna podría separarse completamente de la comedia de Molière si se dotaba de un prólogo musical explicativo. Hofmannsthal puso manos a la obra y terminó el borrador del prólogo en junio, pues estaba convencido de que la primera versión era una “causa perdida”. No fue sino hasta tres años más tarde, en abril de 1916, que Strauss retomó el borrador y lo enriqueció musicalmente. Hofmannsthal había tenido la idea de que el personaje central del prólogo fuera un joven compositor, un idealista exaltado, cuyo primer encuentro con el teatro le causara un fuerte conflicto. Strauss no se mostró inmediatamente convencido, sin embargo, poco a poco le fue tomando aprecio al personaje. A ello se sumó la elección del tipo de voz asignado a este papel, “una soprano”. La idea provino esta vez de Leo Blech, director musical de la Ópera Real de Berlín (actualmente Ópera Estatal Unter den Linden) . Strauss la aceptó de inmediato, pero Hofmannsthal no tardó en expresar sus reservas: “¡Oh, Dios, sólo deseo que no se pierda la calidad esencial, espiritual del personaje!”, escribió en una carta a Strauss, quien veía los problemas desde un punto de vista práctico. Ya había demasiados tenores en el espectáculo, mientras que una voz femenina podría dar una dimensión muy distinta al temperamental joven. La partitura final demuestra que Strauss estaba artísticamente en lo correcto. Junto con Cherubino y Octaviano, el Compositor, que aparece en el prólogo, es uno de los mejores papeles masculinos cantados por una mujer; papel que estrenó la célebre Lotte Lehmann.
El prólogo presenta y explica los hechos que han dado lugar a tan singular situación. Enseguida comienza el espectáculo y se oyen los lamentos de Ariadna abandonada en la isla de Naxos, contrastados por la presencia de los comediantes italianos. El acto termina cuando Baco lleva a Adriana a los Campos Elíseos.
Si bien la ópera requiere de un número importante de cantantes, el papel de Zerbinetta es un intencionado pastiche sobre el aria de concierto KV 416 de Mozart. Baco, por su parte, no desluce ante las dificultades de su papel, pero la partitura más desarrollada es la de Ariadna –quien no anda lejos de la mozartiana Fiordiligi–; encarnación del tema de la humanización que tanto interesó a Strauss y que retomará luego en su gran ópera La mujer sin sombra.
Si tuviéramos pretenciosamente que mencionar los nombres de los compositores más importantes del siglo XX , encontraríamos que tres de ellos empiezan con la letra “S”, Strauss, Stravinski y Shostakóvich; faltarían otros, desde luego, como Schönberg, pero creo que Strauss fue el más importante, y no porque yo lo diga, también lo pensaba el rebelde pianista canadiense Glenn Gould y el propio Friedrich Nietzsche lo expresó:
"Sería insoportable que existieran los dioses y Strauss no fuera uno de ellos".
Richard Strauss compuso su primera canción (una pequeña pieza de Navidad) en 1870, cuando tenía seis años de edad. Cultivó el género a lo largo de toda su vida hasta alcanzar un catálogo de más de doscientas canciones.
Además de su fe inquebrantable en Mozart, Strauss admiraba a Rossini, Verdi y Bizet, influencias indirectas en su música escénica, a diferencia de las obras de Wagner que se pueden identificar en muchas de sus óperas pero que también representan una formulación teatral en sus numerosas obras sinfónicas. De hecho, Strauss fincó su reputación inicial como compositor de poemas sinfónicos dentro de una vanguardia orquestal postwagneriana que abrevaba de las fuentes de Liszt, Brahms y el propio Wagner. Sus poemas sinfónicos Macbeth, Don Juan y Muerte y transfiguración –que sirvió de inspiración para un poema de Alexander Ritter y no a la inversa– eran ya modelos acabados de psicologismo instrumental recubiertos con las galas de una orquestación deslumbrante. Cuando en 1892, Strauss realiza su fallida primera incursión en el campo de la lírica con Guntram (sobre un libreto de su propia autoría), se da cuenta de que no le será fácil superar el poderoso halo wagneriano que aún cubre a toda la ópera alemana. Refugiado, una vez más y durante siete años, en el sinfonismo programático, intentará nuevamente subirse a los escenarios, ya no como director de sus propios poemas sinfónicos, sino como un nuevo patriarca de la ópera, esta vez con Feuersnot, (algo así como “Ansia de fuego”), cuyo estreno vienés dirigió Gustav Mahler, que habría de alcanzar un éxito moderado.
El musicólogo y crítico Eduard Hanslick habló del miedo de Strauss a todo lo que fuera melodía, pero una audición cuidadosa de la obra permite advertir lo que será su futura sintaxis. Cantos de ninfas, ritmos bailables, melodías entrecortadas –aquí aparece su primer vals, lenguaje que habrá de llevar a la exquisitez en El caballero de la rosa, partitura que Herbert von Karajan afirmaba saberse de memoria gracias a la devoción que le profesaba–. Estos rasgos esenciales, y otros no menos genuinos de Strauss con los que cualquier oyente se siente inmediatamente identificado, han hecho exclamar a más de uno que los poemas sinfónicos del muniqués son como dramas musicales sin palabras. “Tenemos el derecho de componer sólo cuando abrimos nuevos caminos”, expresó Strauss, y en verdad siempre pensaba en términos escénicos. Quizás por ello el crítico musical Ernest Newman describió la escena final de Salomé como un “poema sinfónico orgánico con un solista”; esta ópera, con toda su carga sensual, abre el camino para un nuevo esplendor del género en Alemania gracias a la afortunada colaboración de Strauss con Hofmannsthal.
Podemos decir que la evolución del arte musical es más extrovertida cuando nos deja ver que sin Haydn y Mozart no tendríamos las sinfonías de Beethoven, y que sin Beethoven no tendríamos a Brahms, y sin Brahms no tendríamos a Wagner y que sin Wagner no tendríamos a Strauss, una cadena donde uno toma la estafeta del otro y la lleva más lejos en cuanto a lenguaje, recursos expresivos e intrincada escritura musical; a fin de cuentas ¿qué es más difícil: decir mucho con poco o decir mucho con mucho? En la música, la introspección y la profundidad las podemos encontrar lo mismo en un solo de violín que en una orquesta conformada por 120 músicos. De hecho, la Ariadna en Naxos requiere una reducida orquesta de 36 elementos. La dimensión de la música está en su sustancia, no en el medio físico que la contiene y la limita. Para Strauss los medios musicales a su alcance, modernos o arcaicos, eran como un almacén de recursos para trabajar. “Nuevas nubes de sonido” crea Strauss en su Ariadna. “¿De qué sirve la creación si nadie la ve?”, formulará. No obstante, el a menudo críptico Theodor Adorno lo juzgó con dureza al considerar que “después de su Elektra ya no hubo nada nuevo en él”; y pese a que el mismo Strauss abordó por momentos el dodecafonismo para crear ambientes y atmósferas novedosas, concluyó que ese experimento sonoro no conducía a nada, afirmación que a la distancia ha cobrado cierta relevancia.
En uno de sus textos, Strauss juega con la arqueada idea de poner en un extremo del arcoíris la cultura griega –que tanto influyó en la concepción de sus obras–, y en el otro extremo piensa que podrían estar sus composiciones:
Sé muy bien que mis obras sinfónicas no se acercan al genio enorme de Beethoven. Sé la distancia que separa a mis óperas de las obras eternas de Wagner, pero creo que la variedad de su material dramático y la forma en que fueron tratadas implican que mis óperas –particularmente en su relación con todas las obras teatrales del pasado– ocuparán un sitio honorable al final del arcoíris.
Quizá por ello se asumía como un hombre del Renacimiento. De algún renacimiento.“Ante el Strauss compositor, yo me quito el sombrero, ante el Strauss hombre, me lo pongo de nuevo”, expresó Arturo Toscanini. Si se quiere comprender al Strauss compositor, se debe comprender al Strauss director, afirma el musicólogo Raymond Holden.
Contemporáneos de Toscanini y Furtwängler fueron Strauss y Mahler, quienes se ganaban la vida más como directores de orquesta que como compositores. Si bien quedan muy pocas imágenes en video que nos permiten apreciar al Strauss director, se conservan sus recomendaciones, no exentas de humor, para ser un competente artista del podio:
- Recuerde que no está haciendo música para su propio placer sino para el de quienes le escuchan.
- No debe sudar mientras dirige. Sólo el público debe sentir calor.
- Dirija Saloméy Elektra como si fueran obras de Mendelssohn: música de hadas.
- Nunca mire animando a los metales; bastará con una rápida mirada para dar una entrada.
- En cambio, vigile constantemente a los cornos y a las maderas. Si puede oírlas, es que están tocando demasiado fuerte.
- Cuando crea que los metales no tocan lo suficientemente fuerte, haga que toquen dos veces más suave.
- Cuando conozca un texto de memoria, recuerde que no es suficiente que usted pueda oír cada una de las palabras pronunciadas por los cantantes. No olvide que la audiencia debe poder seguir el texto sin esfuerzo; si no lo consigue, el público se dormirá.
- Acompañe a los cantantes de forma que puedan cantar siempre sin esfuerzo.
- Cuando crea haber alcanzado el máximo prestissimo, marque el tempo dos veces más de prisa.
- Si sigue estas reglas cuidadosamente, con sus magníficas dotes y su gran capacidad, obtendrá siempre el entusiasmo de su público.
No debe sudar mientras dirige. Sólo el público debe sentir calor.”
RICHARD STRAUSS
Son pocos, realmente muy pocos, los compositores que han tenido a su alcance a un escritor de primera línea que les facilite un libreto para musicalizarlo. Las obras inmortales de Shakespeare, Schiller, Goethe, Cervantes, entre muchos otros genios de la literatura, han proporcionado apasionadas historias y personajes que los libretistas de ópera, en su mayoría escritores de menor importancia, han convertido en dramas que encuentran su mejor lugar cuando son hermosamente musicalizados por un genio de la composición que sublima una pieza capaz de alcanzar el calificativo de obra maestra. ¿Si no fuera por Mozart, recordaríamos con tanta frecuencia a Da Ponte? ¿Si no fuera por Verdi, recordaríamos a Salvatore Cammarano o a Francesco Maria Piave? Cabe aquí mencionar que la tesis profesional de Hofmannsthal –que sin duda sobrevive como uno de los grandes escritores– trató sobre Victor Hugo, curiosamente el único de primera línea que ha escrito un libreto de ópera: La Esmeralda (obviamente adaptación de su novela Nuestra Señora de París), para Louise Bertin (1805-1877), irónicamente una compositora y poeta francesa hoy prácticamente olvidada. Sin embargo, un libretista sabe que su texto tiene como destino fundirse con la música y con ello lograr la excelencia.
Hugo von Hofmannsthal nació en 1874; un año después, nacerían los más famosos Rainer Maria Rilke (en Praga), Thomas Mann (en Lübeck) y Carl Gustav Jung (en Zúrich); ello puede dar una idea del ambiente literario en el que tendrá que sobrevivir. Su cultura era la combinación de diversas influencias: por un lado judía, por otro italiana, y por otro vienesa; educado en los moldes de la Alta Austria. “En su lenguaje, tanto en verso como en prosa, hay tal vez la más alta musicalidad que haya alcanzado la lengua alemana, una fusión armoniosa del genio alemán con el genio latino que sólo podía lograrse con perfección en Austria”, escribió Stefan Zweig, otro escritor célebre con el que Strauss mantendrá una relación de amistad y trabajo.
Poeta de cabecera
“Hofmannsthal sorprendió al ambiente literario vienés con poemas que mostraban un inaudito dominio del idioma y de la métrica”, escribe Juan Villoro. La métrica poética no sólo es herramienta y virtud de escritores, algunos compositores, como Beethoven, también conocían con bastante claridad sus secretos. En el allegretto de su Séptima sinfonía, por ejemplo, encontramos dos ritmos, tipos de “pies” métricos utilizados en el antiguo verso griego y latino conocidos en la Antigüedad con los nombres de dáctilo (una sílaba larga y dos cortas), y espondeo (dos sílabas largas).
Armonía es también lo que resulta del perfecto equilibrio entre lo lejano y lo próximo. “No se trata de volver familiar lo extraño, sino de ver lo que está ahí”.
“No es a causa del azar el que dos hombres como nosotros se encuentren en el mismo período de la historia –le escribe Hofmannsthal a Strauss, en una carta fechada el 20 de enero de 1913, y agrega–, le rogaría no atribuir a un mero capricho creativo ni un sólo paso del camino que tenemos que recorrer juntos ni ninguno que yo haya dado o que usted haya dado conmigo”. Testimonia esta nota, por un lado, la confianza que espera el escritor que el músico deposite en él y, por el otro, la seriedad con la que ha tomado el compromiso de ser su libretista. “Usted debe guiarme y yo debo guiarlo a usted; acaso así alcanzaremos un día regiones enteramente nuevas e inexploradas”, le dice en otra carta fechada sólo diez días después.
Sin embargo, el hecho más emocionante de la alianza entre Hofmannsthal y Strauss es la suave pero irresistible aventura por la que el escritor, más poeta que dramaturgo, guio al compositor a un estilo de levedad transparente, incluso espiritualizada, que era en verdad la visión personal del poeta y que halló su más perfecta realización en Ariadna en Naxos. Hofmannsthal atribuye una importancia esencial tanto al personaje como al acontecimiento: la aventura hace a la figura. Armonía es también lo que resulta del perfecto equilibrio entre lo lejano y lo próximo. “No se trata de volver familiar lo extraño, sino de ver lo que está ahí”, escribe Hofmannsthal. Sólo una mente profunda, a veces oscura y siempre analítica pudo inspirar tanto a Strauss para obtener mucho de lo mejor de él.
Las artes se dividen en artes del tiempo y artes del espacio. La música es un arte del tiempo; oír música implica tiempo, consumir tiempo, que el tiempo pase, pero uno de sus secretos es que, cuando uno oye música, el tiempo se congela, se detiene, incluso retrocede, nos lleva al pasado. Quizá por ello no podemos despegarnos de ella. Su embrujo ha hecho que todas las culturas, en todos los tiempos, acudan a ella, sobre todo ante la muerte, irónicamente la única barrera del tiempo que todos habremos de romper. Como bien dice el personaje del Compositor en el prólogo de la Ariadna cuando llama a su propia ópera: “La huella dejada por lo eterno”.
Me parece que el adjetivo “arqueada”, aplicado a “idea” no es preciso; entiendo que se trata de jugar con el “arco” pero sugiero utilizar un término más adecuado ya que en castellano “arqueado” remite a formar un arco como en las posiciones de yoga donde se pide “arquear la espalda”, o en un mueble desvencijado del que se dice que “está todo arqueado”.