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Artes Visuales

Gilberto Aceves Navarro

Pintar a partir del dolor, la rebeldía y el autoconocimiento marcaron la búsqueda estética de Gilberto Aceves Navarro. En esta conversación, el artista fallecido en 2019, sitúa y aprecia su obra dentro del panorama de la plástica mexicana. Asimismo traza un esbozo autobiográfico, al relatar las dificultades de su vida y cómo esa lucha constante lo llevó a “hurgar en la pintura” tratando de hallar al unicornio. Viva una retrospectiva de los trazos, luces, texturas e invenciones de este innovador de la ruptura.


Por Silvia Cherem

Como una ácida metáfora de lo que sería su trajinar, el pintor Gilberto Aceves Navarro (Ciudad de México, 1931-2019) nació y creció sin nombre. Su veleidosa madre, María Francisca de los Ángeles Navarro, cantante de ópera profesional, lo llamaba simplemente El niño, por haber sido incapaz de atraer con su nacimiento a Juan Aceves, padre también de sus dos hijos mayores, perdido ya para entonces en las faldas de otro hogar. Sólo hasta que cumplió tres años, por presión de la abuela, aceptó registrarlo.

—¿Y cómo le vamos a llamar? —preguntó la juez.

—Ay, me da igual —respondía remilgosa.

—Póngale Gilberto, yo tengo un novio muy querido que así se llama —le aconsejó la funcionaria.

—Pues póngaselo. Y añádale Horacio.

Ya encarrilados, la abuela, que era “rezadora y cabulera”, no quiso quedarse atrás: “A mí me gustan los nombres del santoral. Nació el día de las Mercedes y los Pafnuncios”.

Así, Gilberto Horacio Pafnuncio Aceves Navarro, dejó de ser El niño para cargarse en un instante de irremediables historias de amor y desamor que lo duplicarían, mancharían y negarían, como bien muestran los cientos de autorretratos que ha producido a lo largo de 50 años de vida artística.

“Viví jodido y encabronado con mi nombre. Si la susodicha hubiera estado enamorada de Epigmenio o Epimeteo, así me hubieran puesto”, dice.

A Aceves Navarro nadie sabe dónde ubicarlo. Como colaborador de David Alfaro Siqueiros y miembro del Salón de la Plástica Mexicana, algunos lo situaron como digno sucesor de la Escuela Mexicana de Pintura; otros, valorando su continua búsqueda de libertad, originalidad lúdica y oposición al muralismo panfletario, han preferido incluirlo en el movimiento de la Ruptura. Sin embargo, él no soporta ser constreñido a estilos o corsés, y opta por ser una bisagra capaz de explicar la continuidad del arte mexicano de este siglo.

El Ciclón Veloz, como Alberto Gironella lo apodó por la velocidad con la que crea sus cuadros, pareciera amar las dualidades. Vive una vida doble, fragmentada, incomprensible hasta para los más cercanos. Con Raquel, su mujer desde hace cuarenta años y a la que “nadie” conoce, duerme en un religioso e impoluto hogar burgués, donde se conservan los recuerdos en elegantes vitrinas y se alternan nueve vajillas de porcelana sólo para servir la mesa de ellos dos. Por otro lado, pasa los días y las madrugadas, en su atestado estudio, su verdadero hogar, una explosión de libertad donde todo sucede: pinta, da clases, lee, se enamora, escribe obras de teatro y poesías, y arma reventones en los que corren ríos de pasión, música y alcohol.

En ese estudio, sentados en bancos destartalados, con restiradores de por medio, escuchando el estruendo de los camiones que circulan por la calle de Monterrey, en la colonia Roma, llevamos a cabo las sesiones de entrevista. Sus cuadros tapizan hasta el último rincón de las paredes. Ahí están las escenas de burdeles, su rostro cubierto con sillas, los unicornios acosados por Rembrandt y por el señor cacahuate, el lujurioso Felipe II, y los coloridos brochazos de toda una vida que, por apego, se ha negado a vender. Sus discípulos entran y salen, lo cuidan y apapachan como si veneraran a un apóstol.

Aceves Navarro se desnudó, lloró, se carcajeó, fumó como chacuaco aunque “ya no fuma”, y con su voz de pato fue desmoronando lo frágil y vulnerable: “No sé ni por qué carajos te cuento todo esto”. Aunque se sabe maestro de varias generaciones de pintores mexicanos, y sobre todo artista inconforme, reconoce que ha tenido que zamparse demasiado dolor para llegar hasta el día de hoy, cuando finalmente es ya capaz de renunciar al Aceves, matizar lo que le dio la Navarro, olvidarse de Pafnuncio y del Lacho de Horacio, y darle libertad definitiva a Gilberto para bailotear entre las técnicas y los discursos, regodearse de lo efímero, y crear aquella obra definitiva que le permitirá embelesarse en el Olimpo.

Van Gogh, hablando de Rembrandt, decía que hay que morirse varias veces para poder pintar como él, y eso es cierto. Hay que dedicar la vida entera a esto: morir y morir. Yo he tirado puntas, lanzas, flechas y me he muerto varias veces, pero todavía no estoy satisfecho. Voy a llegar… sólo necesito más tiempo.

El amor a contratiempo

—En tu obra es palpable leer que has pasado la vida buscándote a ti mismo, tratando de hallar a ese “unicornio que es acosado por siete mil razones insólitas”, buscándote en tu rostro nulificado. Dicen tus amigos que prefieres el relajo, la evasión y la carcajada fácil, que ventilar los lacrados cajones de tu soledad.

—He tratado de que mi vida privada sea eso: privada. Los cuadros de Historias y sueños del unicornionacieron como una voz interior. Me pegaron los 65 años y puse en duda todo: mi ser, mi dibujo, mi capacidad. El unicornio, lejos de ser para mí un cursi caballito con cuerno retorcido, surgió como mi nagual, como la dolorosa imagen que expresa mis ansias de libertad. Acepto que tengo una enorme necesidad de reconocimiento. Mi madre me despreció, mi padre me abandonó. Sin embargo, a pesar de que estoy pasando momentos muy difíciles, vivo la mejor época de mi vida. Me siento libre, he podido quitarme de encima el lastre del abandonado, y estoy ahora mucho más cerca que antes de alcanzar lo que busco.

—¿A qué te refieres con “momentos muy difíciles”?

—Mi mujer está muy enferma, tiene lupus en un estado muy avanzado. Antes salía de aquí a las tres de la mañana y ahora, cuando muy tarde, me voy a las nueve. En el medio de los artistas, las relaciones son fugaces y poco solidarias. Aunque Manuel Felguérez no lo sepa, me he inspirado en el recuerdo de cómo cuidó con caballerosidad, amor y dedicación de Lilia Carrillo, hace 30 años, y así, sin quejarme, sin que nadie sepa la gravedad de la situación de Raquel, he pasado los últimos años tratando de atenderla.

—La gente más cercana a ti cuestiona tu relación con ella. Piensan que tu matrimonio con Raquel Rodríguez Brayda Longoria es más un formalismo que te fragmenta, que una sólida relación de pareja. Nadie la conoce, jamás han entrado a tu casa, ella no comparte contigo exposiciones ni reventones y, en 40 años de matrimonio, has vivido en el más absoluto libertinaje…

—Acepto que he sido un hijo de la mañana, pero mi compromiso amoroso ha sido con Raquel. Crecí sin casa ni familia y ella ha sido mi estabilidad. Mi hogar es mi reducto, ahí descanso, dejo de ser el pintor. Ahora que está constreñida a una silla de ruedas, me dedico a alegrarla. Hace poco me dijo: “Ya nada más te doy molestias, vete si quieres”. Y por supuesto, no me iré.

—Leí en una nota de 1961 que Raquel expuso contigo en la galería Schiffman de Los Ángeles. Si era también pintora, ¿por qué se marginó de tu mundo?

—Porque quiso. Cuando vivimos en Estados Unidos hacía unos cuadritos muy bonitos, tenía oficio y sabía dibujar, pero ella, a diferencia de mí, podía prescindir de la pintura y no quiso vivir bajo mi sombra. Su familia materna, la Longoria, es muy reputada en el norte de México, y como niña provinciana bien educadita, decidió que mi mundo no le apetecía. Rechazaba a mis amigos, la locura que traía de borracheras, francachelas, fiestas y cabarets; con los años, acabó recluyéndose con los Testigos de Jehová. Se volvió muy fanática y ahí no había forma de que yo cupiera. Con ese mundo, me ha sido infiel toda la vida. Pero finalmente, la quiero y punto.

El sueño del unicornio, S2.6, acrílico sobre tela, 100 × 120 cm, 1998, México.

 

—Leí que llegaste a destiempo, de chiripazo. Sin saber tu madre que estaba a punto de dar a luz, fue a visitar a su maestro al Conservatorio Nacional y fue arrollada por una manifestación en el Zócalo. Unas mujeres la encontraron tirada y la llevaron al Hospital de Jesús, donde naciste.

Por eso digo que nací de la caridad pública, de manos de mujer y padres desconocidos. Ahora bien, no fui ningún chiripazo. Fui un cálculo de ella. Mi padre, Juan Aceves Jacques, cantante fracasado y bueno para nada, no congenió con mi madre y la abandonó con mis dos hermanos mayores: Juan Ángel y Ramón, para fundar un nuevo hogar con Concha Serrano, la mejor amiga de mi mamá. Mi madre vivía enamorada de él y quería que regresara. Él se aprovechó viviendo en ambos lados, inclusive tuvo dos o tres hijos con la otra mujer antes de que yo naciera.

”Alguna vez escuché a mi madre contar su plan: pensó que si se embarazaba, lo amarraba; pero le falló el cálculo. Cuando regresó del hospital, cargándome en sus brazos, él ya le había quitado hasta la casa. Con tres hijos a cuestas, tuvo que volver a vivir con sus padres. La situación económica de mi abuelo, Leopoldo Navarro, era terrible y, al poco tiempo de que llegamos, mis abuelos le insistieron que mejor jalara por su cuenta. Nos fuimos a vivir a un cuartucho. Para poder trabajar, mi madre nos encerraba con candado.

—¿Es entonces cuando tu madre canta en la y conoce a Ignacio Morales Blumenkron, a quien adoptarías como padre?

Sí, él se enamoró de doña María Francisca, conocida como Ángeles Navarro. Era un loco maravilloso. Para pretenderla se divorció de su mujer, abandonó a sus dos hijos y soportó las negativas de mi madre, que seguía enamorada de Juan Aceves. Nacho estaba perdido. Supo tarde que Ángeles no era “señorita”, sino mamá de tres niños, pero aún así respondió: “Aunque tuviera mil niños, yo me caso con usted”. Como jamás lo quiso, nunca se casaron. Vivieron en un vulgar, terrible, natural y maravilloso amasiato.

”Nacho tenía una personalidad arrolladora. Cuando lo conocimos trabajaba como todólogo en la ; pero un año después, en 1933 o 1934, se hizo dueño de tres estaciones. Vivíamos en la calle de Instituto Técnico, al borde del Río Consulado, en una casa de mampostería en la llanada despoblada, a un costado de las enormes torres de transmisión, junto a la terminal San Rafael, Roma y anexas. Crecí hasta los siete años sin ir a la escuela, conviviendo con la Rata, el Monje y La Media Naranja, gente muy pobre, hijos de los mecánicos y choferes. Era hiperactivo. Desde entonces, recuerdo. Si algo atrapaba mi vista, como por ejemplo una taza, la veía hasta que mis ojos borraban la imagen. Se hacía un vértigo tremendo, casi como en mis cuadros.

—¿Creciste también en los estudios de grabación?

¡Qué va! Casi no me dejaban entrar. Silvestre Revueltas, Higinio Ruvalcaba y Carlos Chávez, quienes llegaban ahí, me trataban a puro coscorrón y no me bajaban de “pinche mocoso latoso”. Como nunca fui muy amiguero, las manualidades contenían mi actividad loca. Aprendí a leer al revés a los cuatro años sentado frente a mis hermanos cuando hacían la tarea.

Autorretrato fragmentado 4, acrílico sobre tablaroca, 240 × 240 cm, 2001, México.
Autorretrato fragmentado 5, acrílico sobre tablaroca, 240 × 240 cm, 2001, México.

 

Fiel a sí mismo

—Tu exposición Ahora que estoy viejo te escribo cartas mamá fue una provocación conceptual que incluyó autorretratos fragmentados, tachonados. ¿Qué mensaje le estabas mandando a tu madre, fallecida en 1990, con esos dibujos rotos y en pedazos? ¿Buscabas saldar la cuenta?

—No, no sé por qué se me ocurrió ese nombre, seguramente me traicionó mi inconsciente. Con mi madre no puedo poner las cuentas en paz. Antes de morir, a sabiendas de que todos los gastos corrían por mi cuenta, me preguntó: “Y de veras, Gilberto, ¿crees que la has hecho?” Nunca me aceptó, nunca entendió que fui fiel a mí mismo. Fue una figura severa, dolorosa, inalcanzable. Llegó a decirme que era un cálculo equivocado, un inútil, el culpable de su fracaso como mujer y cantante.

—Háblame de tu casa, de tu educación.

—Mi casa era muy elegante. Sabíamos manejar impecablemente los cubiertos, los tiempos de la mesa y se respetaban las normas de la buena educación. El Gordo, sin más, corría a las sirvientas feas y a las que pasaban la prueba, las tenía con delantal y guantes. Pero la vida ahí era un infierno.

”Mi madre jamás quiso a Nacho y, como buena soprano, era muy loca. El Gordo también se pasaba de mujeriego y, si siguieron juntos, fue porque le tuvo una devoción tremenda. Ella, cuando ocasionalmente llegaba a cantar, se moría de miedo y explotaba; y él, para protegernos, nos advertía: “Muchachos, Ángeles está de mal humor”. Era la señal para salir huyendo, aunque fuera en sábado y de madrugada. Todos corríamos: desde Nacho hasta el perro. Yo era un niño solitario, la necesitaba, me gustaba hasta físicamente, pero ella ni siquiera me miraba.

”Cuando cumplí 16 años, mi madre corrió al Gordo: “Vete, ya crecieron mis hijos”. Él era de una bonhomía increíble y nunca abandonó el barco, insistía en que la quería pero mi mamá no cedía. Cada semana siguió mandando al chofer con dinero.

Me quedé pasmado ante la luz que entraba por las ventanitas abocinadas, rebotando en las paredes. Quise agarrarla, asirme de ella, fue como un encuentro con los ángeles y los diablos, con la luz infinita. Al salir, supe que quería ser pintor.

—Tu vocación se definiría en aquellos años. Carlos Pellicer, Julio Torri, el neurólogo Rivapalacio y el físico Francisco Villaseñor que eran, entre otros, la crema y la nata de la intelectualidad mexicana, fueron tus maestros en la Secundaria 4. ¿Cómo te impactaron?

—Quien más me marcó fue Pellicer, por el sentimiento con el que hablaba de literatura, política y el mundo griego. Se sabía gran poeta, decía: “Poetas en América somos nones, y no llegamos a tres”. Nos llevó a conocer el convento de Acolman, que a mí me cambió la vida, tanto así que, aun hoy, cuando me siento débil, visito sus crujías para cargarme de energía. En uno de los largos corredores del segundo piso me quedé pasmado ante la luz que entraba por las ventanitas abocinadas, rebotando en las paredes. Quise agarrarla, asirme de ella, fue como un encuentro con los ángeles y los diablos, con la luz infinita. Al salir, supe que quería ser pintor.

—¿Se lo dijiste a alguien?

—No, en mi casa jamás lo hubieran aceptado. Para entonces, dibujaba todo el día o jugaba con una bolita de plastilina con la que modelaba mujeres desnudas. Pellicer me criticó: “Tú sólo sabes hacer encueradas”. “No, maestro, si quiere le hago una virgen griega, nada más dígame cómo”. Me habló del peplo y del mantón, y se la hice. Se quedó pasmado: “Eres un tigre”.

”La clase de Pellicer fue también memorable por otro asunto. Pasó lista el primer día y nombró, después de mí, a un niño nuevo: Aceves Serrano, Julio César. Cuando volteé, me sorprendí, era igualito a mi hermano Ramón. Le conté a mi mamá y sólo respondió: “Es uno tus medios hermanos”. Así supe que existían. A partir de ese momento, dejé de ser mal alumno. Pensé: “Este pendejo no me gana”.

”Por presión de mi familia, decidí estudiar medicina. Cuando fui a inscribirme, me encontré a mi maestro de secundaria, el escultor Juan Cisneros. Cuestionó mi decisión y le confesé que lo que más quería era ser escultor. Me mandó a La Esmeralda y ya nada me detuvo. Cuando mi madre se enteró, lloró; creo que no dejó de llorar toda la vida.

—Háblame de tu hermano Juan, que falleció tempranamente, y de quien has dicho que era a quien más querías.

—Me protegía de los abusos de mi hermano Ramón –que durante la guerra se sentía nazi y se vanagloriaba de las victorias alemanas–, y también, de las palizas de mi madre, que eran de pedir auxilio. Su muerte, en 1947, fue un golpe dolorosísimo.

”Era piloto. Perteneció al grupo de reemplazo del Escuadrón 201. Murió por negligencia, haciendo piruetas en la avioneta descompuesta del jefe del escuadrón, el capitán Gallardo. El día de su muerte, iba caminando por Madero, a la altura del hotel Majestic, y como una de esas extrañas coincidencias de la vida, de lejos vi a un señor vestido de gabardina caqui y pensé: “Ese es mi padre”. Al pasar, oí que le llamaban señor Aceves.

—¿Llegaste a hablar con él?

—Nunca, y me quedé con ganas. Hubiera querido decirle: “A pesar de usted, aquí estoy”.

La Esmeralda y Siqueiros

—A La Esmeralda llegaste en 1950, y dos años después ya te estaban corriendo “por tus ideas políticas”. ¿Qué pasó?

—Era secretario de la Sociedad de Alumnos y me acusaron de ser un alumno incómodo, un alborotador. Colaboraban conmigo Roberto Donís, Naro Badillo, Mauricia Colín y Mario Orozco Rivera. Las peticiones inicialmente eran académicas: que nos regresaran el taller de grabado, que en aquel momento sólo lo impartían a estudiantes extranjeros y a gringos, exmilitares de la guerra de Corea, y que nos dieran un espacio para exponer nuestras obras.

”Las siete galerías de entonces nos estaban vedadas. Como andábamos con la idea de que el arte era para el pueblo y queríamos exponer, se nos ocurrió tomar por asalto los quioscos de la Alameda, pero nos sacaron a patadas. También nos fuimos a parar a lasalida de algunas fábricas y nos corretearon los obreros. Nadie quería escucharnos. Grillamos y acabamos tirando a Antonio Ruiz, que era el director de la escuela, y luego a don Andrés Iduarte, director del . Terminaron por regresarnos el taller y abrir la galería de las Nuevas Generaciones. Además, por nuestra iniciativa, prohijaron el Jardín del Arte. Sin embargo, me cerraron las puertas por revoltoso.

—También tuviste problemas con tu maestro Carlos Orozco Romero, ¿no?

—Fue un gran maestro, pero nunca le caí bien. Los dos éramos tercos, testarudos e insolentes. El salón tenía dos puertas, me corría por una, y yo me metía a fuerzas por la otra. Los pleitos empezaron porque me le pegaba para ver qué les decía a los demás. Como no podía darme más, me sacaba del salón: “¡Váyase, catrín presumido!” Cogía mis cosas y regresaba. Alguna vez dijo: “Este muchacho dibuja como Orozco”, yo lo oí, me inflé como balón, y eso le pudo. Pudo ser un magnífico pintor, pero se aburguesó, se dedicó a hacer dinero: pintaba retratos de señoras, todos igualitos. Posiblemente me tenía envidia.

”A principios de 1952, llegó Luis Arenal a La Esmeralda a buscar a algunos jóvenes que quisieran colaborar en los murales del palacio de gobierno de Chilpancingo, Guerrero. Me ofreció diez pesos diarios y me fui durante tres meses. Cuando regresé, fui a reinscribirme y aprovecharon ese momento para decirme: “Usted ya no entra”.

De Siqueiros aprendí más viéndolo y escuchándolo que hablando con él.

—Y es entonces, a mediados de 1952 y hasta noviembre de 1953, cuando te vas con Siqueiros a pintar los murales de la Rectoría de la . ¿Qué aprendiste de él?

Aprendí más viéndolo y escuchándolo, que hablando con él. Se le notaba cansado, repitiéndose, ni siquiera subía a los andamios. Basta ver esos murales para constatar que ya estaba muerto como pintor.

”En aquel entonces, la única oferta en México era la Escuela Mexicana y, aunque no me tragaba el cuentito de que no había más ruta que la de ellos, aún no tenía la fuerza para decidir cómo emprender un camino diferente. Regresé a escondidas a La Esmeralda para aprender grabado con Isidoro Ocampo. El grabado me encanta. Nunca he enseñado mi trabajo, pero sé que es muy bueno.

 — ¿Recuerdas algún contacto más cercano con Siqueiros?

Yo era una brocha más. Me decía: “Trépate aquí, pinta allá”. La única vez que me atreví a decirle algo, me gritó: “Cállate, pendejo”. Estábamos borrachotes en una cantina en el mercado de San Ángel, yo había ido acompañando al escultor Federico Canessi y, a mis 22 años, me atreví a plantearle un punto de vista diferente. Estaba yo en pleno vigor, él en plena carencia de práctica. Sentí que estaba explotándose comercialmente y que su impulso se había acabado. Respondió iracundo.

”Por soledad me la pasaba en los cabarets y burdeles de obreros. Sobrevivía vendiendo a 300 pesos los cuadritos que hacía en el parque, haciendo rótulos y pintando calendarios para Casa Galas, adonde me llevó Luis Amendolla, un pintor amigo, emprendedor y aventurero.

”Pronto me di cuenta de que lo que me habían enseñado en La Esmeralda no me servía. Me era imposible capturar a la gente en movimiento, sólo sabía dibujar modelos tiesas, aisladas, en un fondo como telón que jamás participaba de la figura. Recurrí a mis maestros y Zúñiga me dio la clave: estudia a Rembrandt, ahí está todo.

—Para 1955, ya estabas exponiendo obra con “mensaje social” en La Esmeralda. Tuvo tal impacto esa exposición que te aplaudieron [Raúl] Anguiano, [Roberto] Montenegro y Ricardo Martínez, y acabaron comprándote cuadros los museos de São Paulo y Helsinki. Para 1957, fuiste merecedor del premio del Salón de la Plástica Mexicana. Parecías el hijo pródigo de la Escuela Mexicana...

Yo no era ningún hijo pródigo. Para cuando expuse, ese discurso ya no me convencía. Tan es cierto, que casi no quedó ni un cuadro de esos porque los repinté.

Cualquier jovencito de 24 años que recibe aplausos a tan temprana edad, difícilmente renuncia a ellos…

Siempre le he tenido miedo al éxito y ha sido saludable. En ese momento no fue eso, te va a sonar petulante, pero después de esa exposición pensé: “si toda esa gente que considero que ya no tiene vigencia, me está elogiando, es porque ya no debo seguir ese camino”. Llámalo intuición o revancha. En México comenzaba a darse un cambio: Soriano había regresado de Europa; Tamayo, de Nueva York, estaban los surrealistas –Alice Rahon, Wolfang Paalen, Leonora Carrington, Remedios Varo, Kati Horna– y, en 1953 o 1954, llegó también Pedro Coronel, un alumno de La Esmeralda que había triunfado en París.

Sin dinero, modelo ni escuela, comencé a pintar en la calle. Salía a las 9 de la mañana con un hato de papel de estraza y un montón de lápices en la bolsa y me echaba a caminar. Paraba primero en el parque México, dibujaba nanas con niños, luego buscaba una construcción, algún mercado, y finalmente terminaba con las prostitutas de la avenida Hidalgo, que eran mis amigas.

”Pedro era un grandote arrollador, bien cabrón. Con su vocezota gangosa de Indio Fernández nos decía: “Muchachitos ‘endejos’, ustedes no entienden nada lo que es la pintura”. Nosotros éramos unos bobitos imbuidos en el cuidado, el aseo y la pulcritud de la academia, preparábamos nuestra tela a la creta, a la media creta y a la vinagreta, y realizábamos dibujos de semanas con pincelito limpio esperando que se fueran secando los colores. Por eso, nos quedamos más que pasmados al ver a este marrano untando la pintura directamente del tubo a la tela y luego haciendo un mazacote, embarrando los colores frescos con pinceles que parecían escobas.

”Nos reunía en su estudio a varios: su hermano Rafael, Leonardo Badillo, Francisco Corzas, Roberto Donís… Tuvo especial predilección por mí y me bebí su aliento. Hay cuadros míos que pudo haberlos pintado él. Fui su perrito faldero y le aguanté el paso de borracheras, abusos y despilfarro. Yo estaba muy jodido, necesitaba afecto y que me lo diera Pedro me parecía maravilloso. Acabó reconociendo que fue un desgraciado conmigo, me voló a mi novia Ana Luisa, y si yo vendía cuadros, me botaba la cuenta de la borrachera y me dejaba llorando sin un quinto.

Tu segunda exposición, en 1958, en la Unión Panamericana en Washington, con un discurso más cercano a los jóvenes de la Ruptura que a la Escuela Mexicana, fue un fracaso. Nunca has querido contar por qué.

José Gómez Sicre, el director de la Unión Panamericana, boicoteó mi exposición. No hubo invitaciones, no llegó nadie, ni siquiera me compraron el cuadro que se obligaban a adquirir. Gómez Sicre trató de justificarse diciendo que mi obra no tenía fuerza, pero curiosamente apareció el agregado cultural de la embajada de Francia y me pidió como 30 retratos. “Usted es un nuevo Picasso”, me dijo. Esa exposición fue un golpe a la vanidad, me costó recuperarme.

Acción plástica: Gilberto Aceves Navarro en plena creación.

 

Tú parecías navegar en dos aguas: por un lado, los muralistas te perdonaban la vida porque habías sido uno de los suyos, pero tu discurso parecía romper de tajo con sus fórmulas gastadas. ¿Por qué no hubo una clara definición de tu parte integrándote a la Ruptura?

—El término la Ruptura se le dio al grupo con el tiempo, jamás hubo ningún manifiesto que unificara a nadie. Además, ni hubo tal ruptura; los muralistas, con su inaudita cerrazón de más de 30 años, se habían encargado de destruirlo todo. Nosotros, más que romper, rescatamos la pintura. Estallamos buscando lenguajes personales, cada uno por nuestro lado, y si pudimos contra los muralistas, fue porque los agarramos cansados. Lo que yo quería era exponer y participaba donde me invitaran: con los del Salón de la Plástica Mexicana o en las exposiciones de Fernando Gamboa con los de la Ruptura.

—Sé que aunque fuiste crítico contra los muralistas, también los admiraste. Como eres el único que no entró en franco conflicto con ellos, quizá te corresponda ponerlos en su justa dimensión...

Adán y Eva según Rembrandt 18, acrílico sobre tela, 110 × 140 cm, 2006, México
Lloronas de la armada invencible, acrílico sobre tela, 140 × 120 cm, 2001, México.

 

—Para mí es una incógnita por qué Rivera, Siqueiros, el Dr. Atl, [Ángel] Zárraga, [Julio] Ruelas y otros que venían del viejo mundo, nutrido entonces de vanguardias, decidieron renunciar al impulso de búsqueda para conformarse con un discurso panfletario. En París, Rivera creó obra cubista espléndida, estuvo además en contacto con el dadaísmo y con Modigliani; Siqueiros, un explorador increíble, estudió en el taller de Anglada Camarasa. Me pregunto: ¿Por qué no trajeron ese impulso a México? ¿Por qué, teniendo tanta capacidad, se paralizaron con un arte discursivo, realista y socialista?

”En la década de los treinta y cuarenta constituyeron una vanguardia y fueron mucho más grandes de lo que hemos querido concederles. Jackson Pollock realizó toda una carpeta de dibujos de El Prometeo de Orozco que está en Pomona College, y Siqueiros y Diego fueron invitados a pintar murales en Estados Unidos.

”Mi reproche es que mantuvieron la receta, que se asfixiaron embelesados con su éxito. El Polimadre[Polifórum] de Siqueiros, es el ejemplo del agotamiento total. Sin embargo, Orozco se salva. En el Hospicio Cabañas uno se va de espaldas y hasta sus últimos dibujos son arrebatos extraordinarios de un enorme poderío. Soy de los que piensan que “los tres grandes fueron dos: O…rozco”.

Nace Giorgio Lanid y el ‘maestro’

En 1964, cuando ya exponías en la galería de Toño Souza, decides irte a Los Ángeles por un conflicto con tu hermano, ¿qué pasó?

Ramón tenía una enorme capacidad de invención, pero conmigo fue terrible. Cuando Juan murió, Ramón trabajaba en una papelería y se dio cuenta de que muchas de las máquinas estaban desvencijadas. Se le ocurrió decir que sabía repararlas y se las dieron. Yo hacía el trabajo y él cobraba. Así empezó nuestra relación sin que nunca me diera un quinto. Para 1958, comencé a decorar cerámica porque quería casarme con Ana Luisa. La empresa en la que trabajaba quebró y se me ocurrió ofrecerle que pusiéramos un taller de cerámica. Invertí 25 000 pesos de lo que había ganado con los cuadros para los calendarios y, aunque vendíamos poco, la fábrica comenzó a crecer. En una feria del hogar llegó un señor a pedirnos que le fabricáramos unos tabiques que sólo se hacían en Noruega e iniciamos la empresa Ceratec.

Para sobrevivir fui puta, hacía cuadros al gusto de la gente. Giorgio, un nombre italiano, y Lanid (need) por la necesidad. No firmé esos cuadros comerciales como Aceves Navarro, los vendía a 40 dólares y ganaba como 2 500 dólares al mes.

”Para 1964, casado con Raquel y ya con mi hijo Juan, hablé con Ramón para aclarar la situación legal de la empresa porque todo lo que ganaba lo seguía reinvirtiendo. Cínicamente me respondió: “¿De qué acciones hablas? Tú no eres socio, eres mi empleado”. Mi mamá lo apoyó sin cuestionar. Les dije que se fueran a la chiflada, que jamás quería volver a verlos. Fui a ver a Miguel Álvarez Acosta, que dirigía promoción cultural en Relaciones Exteriores y me mandó a Los Ángeles con un salario de pobreza, 350 dólares, a cambio de dar clases.

Surge allá Giorgio Lanid…

—Para sobrevivir fui puta, hacía cuadros al gusto de la gente. Giorgio, un nombre italiano, y Lanid (need) por la necesidad. No firmé esos cuadros comerciales como Aceves Navarro, los vendía a 40 dólares y ganaba como 2 500 dólares al mes. A Aceves Navarro lo mantuve vigente en México con exposiciones en la galería de Toño Souza. Esos cuatro años que viví en Los Ángeles estuve feliz. Tenía una casa espléndida, ganaba buena lana y comenzaba a abrirme camino.

—¿Por qué regresaste a México en 1968?

—Porque mi madre me habló llorando que mi hermano había quebrado, me pidió que volviera y no pude negarme. Intenté rescatar las fábricas, pero ya no hubo cómo. Luego me agarró 1968 y me metí a fondo en el Comité de Lucha con Manuel Felguérez. Propuse que nos manifestáramos cargando nuestros cuadros por Paseo de la Reforma hasta llegar al Zócalo cuando Javier Barros Sierra, rector de la , marchó con nosotros en la manifestación del silencio. Estuve después en las pintas alrededor de la estatua de Miguel Alemán y también en el Salón Independiente, creado en franca oposición a la exposición Solar que el Estado organizó.

”El 2 de octubre, ya no asistí. Desde dos semanas antes, con la barrida que nos dio el ejército en el Zócalo, me di cuenta de que el movimiento era insostenible. Mario Orozco Rivera, exaltado y valiente, pero muy torpe, se había quedado cantando con su guitarra atrapado entre los tanques. Teníamos que llegar escondidos a nuestras casas. Varios aconsejamos pararle, pero muy pocos quisieron escuchar. El costo fue muy alto.

”Un año después, para el segundo Salón Independiente, hice Canto triste por Biafra, una de mis obras consentidas. Al ver esta obra, Vicente Rojo me dio un abrazo que aún hoy agradezco. Fue un reconocimiento increíble de un compañero.

—¿Comenzaste a dar clases al llegar a México?

—Lo intenté en La Esmeralda, pero Fernando Castro Pacheco no me aceptó. Dijo que “buscaba maestros, no genios”. Quien me apoyó fue Jaime Saldívar, un pintor aficionado de domingos, que me abrió su casa para dar clases un día a la semana.

”Tenía una imperiosa necesidad de enseñar y en 1971 llegué a San Carlos, donde me quedé como 25 años. Francisco Moreno Capdevila me dejó su grupo de dibujo, una colección de truhanes. Bien pronto me bautizaron El maestro por qué Aceves, porque los cuestionaba a morir. Todo lo que hacían se los tiraba a la basura. Mi intención era enseñarles a ver, que renunciaran al método, que se desprendieran de la academia.

”Con el tiempo me di cuenta de que lo que enseñaba carecía de vigencia porque las escuelas de arte no pueden formar artistas. Se forjan en la soledad, la insatisfacción y el silencio, con una disciplina absoluta hasta en los días de guardar. Por eso, en 1976, decidí invitar a los alumnos con talento a mi estudio para convertirlos en discípulos. Gabriel Macotela, Bety Ezban, Bertha Kolteniuk, Tomás Gómez Robledo, Aníbal Angulo, Carlos Vidal y Francisco Muñoz Villagrán… En un río de alcohol y borracheras, vivieron toda la historia de mis cuadros de la Decapitación de San Juan Bautista, que partió de la descomposición del grabado de Durero, e implicaron un desgaste emocional y físico tremendo. Empezaba a las 4 de la tarde y terminaba de madrugada, muchas veces completamente ebrio.

 —Todos tus alumnos te veneran, reconocen al gran maestro.

 —Aunque en México aún no me ven todavía como pintor, porque no he seguido una secuela lógica, sé que como exigente maestro de casi cuatro generaciones estoy en un pedestal.

La decapitación de SJB 34, óleo sobre tela, 1978, México.

 

El hombre decapitado

A diferencia de todo lo que confesabas antes, encuentro ahora una novedosa capacidad de aceptar tu realidad, ¿te has psicoanalizado?

Sí, duré como seis años, tenía un dolor muy profundo, una sensación de fracaso. Cuando cumplí 60 años, me quedé mudo. Después de La decapitación y la época padrísima de Los pájaros y Los poetas, fui incapaz de pintar, de vivir, caí en un nudo de insatisfacción porque Juanito, nuestro único hijo, de pronto se hundió en la drogadicción. La lucha para sacarlo fue terrible y duró más de una década. Desde La decapitación de San Juan Bautista, que inicié en 1977, mi obra está muy afectada por esa angustia. En algunas épocas, me evadí con una fiesta de color, pero luego el chilladero fue monstruoso. Quetzalcóatl y El descendimiento trágico, ambos de 1994, aluden a ese sufrimiento.

¿Viviste culpa?

—No tanto. Mi dolor vital es en realidad la pintura, esa carrera sin esperanza. He tenido que quemarlo todo para renacer sin ataduras, para seguir buscando, para develar el misterio detrás del rojo o el azul y poder completar mi obra.

La sudadera de Aceves Navarro: auténtica pieza de expresionismo abstracto. Fotografía: Archivo de la Fundación Aceves Navarro.

He tenido que hincarme delante del caballete para rogarle que me deje volver a ser pintor, porque lo único que me interesa es la legitimidad en mi obra, entender cuál es el sentido de mi vida.

”La lucha interna ha sido tremenda, me quiebra constantemente. He tenido que hincarme delante del caballete para rogarle que me deje volver a ser pintor, porque lo único que me interesa es la legitimidad en mi obra, entender cuál es el sentido de mi vida. No creo en Dios, ni en la felicidad, ni en el amor, sólo en seguir hurgando en la pintura.

”En el fondo, quisiera arrancarme las ataduras, seguir siendo el olvidado y el contestatario, el juguetón acomplejado, el que se pierde en el bosque y se sigue arriesgando, el que adora bañarse y tocarse, el de las manías, el que se sulfura si un desconocido lo toca. El pato de los pies planos, las orejas de duende y la nariz de bola que logrará concluir su obra.

”No dejas de sacarme cosas, ¿verdad? Como yo, tú también eres una plaga...



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