A poco menos de una hora de Madrid se levanta la ciudad de Toledo, uno de los destinos turísticos más visitados de España por su interés histórico y atractivo artístico. Antigua capital del reino, tiene también un lugar preponderante en el ámbito de la Iglesia católica, ya que desde hace un milenio es la archidiócesis primada de España. Fascinados por el ambiente de la ciudad, Luis Buñuel, Federico García Lorca y otros escritores y artistas fundaron la Orden de Toledo para solemnizar sus excursiones y peripecias en ella. Pero lo que hace única a esta localidad es que en plena Edad Media, durante siglos, convivieron en ella árabes, judíos y cristianos en paz y con orden, lo que le valió la denominación de la Jerusalén de Occidente.
En este enclave privilegiado, producto de esa convivencia virtuosa, surgió en torno a 1050 la Escuela de Traductores de Toledo, una idea alentada por el arzobispo primado Raimundo de Sauvetat. La riqueza de las bibliotecas toledanas en textos en árabe y el dominio de esta lengua por parte de los cristianos mozárabes lo animaron a recuperar obras perdidas de la Antigüedad clásica, y a fomentar la difusión del conocimiento. Mandó reconstruir el palacio episcopal frente a la antigua mezquita mayor, convertida en Catedral de Santa María, y le cedió a la escuela un ala del edificio como sede.
Tiempo después, como parte de su impulso a las artes y las ciencias, el rey Alfonso X el Sabio introdujo en el siglo XIII importantes avances en la Escuela de Traductores. En primer lugar, solicitó que las obras fueran traducidas de sus idiomas originales al romance, una lengua vulgar, en vez de al latín, una lengua culta, como sucedía hasta entonces. Con ello ponía las obras elegidas al alcance de todos los que supieran leer en su reino, dotando de bases culturales al pueblo castellano; y por otra parte cimentaba su interés por unificar sus dominios, utilizando la lengua como instrumento de cohesión.
Otro cambio importante introducido por el monarca toledano fue la selección de los libros a traducir. Y es que, además de obras literarias, escogió libros filosóficos y científicos, con lo cual Alfonso X amplió sustancialmente los beneficios del trabajo de traducción.
El interés del soberano castellano por la ciencia y el saber en general se tradujo en ofrecer a la población lectora estudios precisos sobre temas como la historia, el derecho, la medicina, la astronomía, la astrología y hasta el entretenimiento, como es el caso de los textos sobre el ajedrez y los dados que se tradujeron al romance.
Esta labor no se limitó a la traducción de obras en su lengua original, sino que hubo casos de interpretación de libros previamente traducidos a otras lenguas. Y algo muy importante también: la traducción de trabajos ya disponibles en romance al francés e incluso al latín, con lo que el conocimiento generado en Castilla se ponía a disposición de otros reinos europeos.
Toda esta ingente labor la patrocinó directamente el soberano toledano, quien estaba al tanto de la selección de los traductores, la formación de los mismos y la organización del trabajo a partir de la conformación de equipos. Convencido de la necesidad de incorporar la riqueza heredada de los árabes a su política cultural de orientación nacionalista, además de seleccionar los libros a traducir, revisaba personalmente los trabajos conforme se iban completando.
“Con su labor, Alfonso X estaba encendiendo una vela cuya luz iluminaría el oscurantismo propio de la Edad Media para dar paso al resplandor que genera el conocimiento cuando se pone al alcance de muchos”.
Con todo ello, el primogénito de Fernando III el Santo estaba empedrando el camino de una empresa cultural colosal: la vinculación “de ida y vuelta” entre Oriente y Occidente; estaba encendiendo una vela cuya luz iluminaría el oscurantismo propio de la Edad Media para dar paso al resplandor que genera el conocimiento cuando se pone al alcance de muchos.
Ejemplo de la aportación de Toledo en la difusión del saber es el nombre del cero, creación de la India incorporada por los árabes a su sistema de numeración, denominándolo çifr, que quiere decir “nulo o nada”. Este çifr se latinizó como zefiro, zepiro, zevero y finalmente zero. La pérdida de la f se explica por la costumbre de la Escuela de Traductores de incorporar modismos hispanos a su léxico en romance.
El claustro de traductores
Como en toda institución académica, lo que hizo sobresaliente el trabajo de la Escuela de Traductores de Toledo fue su claustro de estudiosos y eruditos, que durante varias generaciones puso toda su capacidad y conocimientos al servicio de una empresa verdaderamente ambiciosa: transmitir y compartir el saber acumulado hasta ese momento en todo el mundo conocido.
Es el caso de Marcos de Toledo, miembro de una familia mozárabe instalada en la ciudad del Tajo tras la invasión musulmana, que nació en esta localidad, donde realizó estudios de medicina y se ordenó sacerdote. En 1198 llegó a ocupar el cargo de canónigo de la catedral. Marcos de Toledo tradujo al latín diversos tratados de medicina griega, entre ellos varias obras de Galeno de Pérgamo, como De motibusmembrorum liquidis, De pulsu y De pulsus utilitare. Por encargo del arzobispo don Rodrigo y del archidiácono Mauricio, tradujo el Corán al latín en 1210, con una amplia introducción de su autoría.
En el campo de la astronomía y la astrología destacó Juan Hispalense, obispo sevillano de origen mozárabe que dominaba tanto el árabe como el latín. A él se debe el Libro de algoritmos en aritmética práctica, que contiene la más temprana descripción del sistema de notación posicional, y que más adelante desarrollaría el estudioso aritmético Leonardo de Pisa, mejor conocido como Fibonacci.
Domingo Gundisalvo se ocupó de traducir al latín obras en romance de Juan Hispalense, introduciendo en el debate filosófico el hilemorfismo universal de Avicebrón, la metafísica aviceniana y la división farabiana de las ciencias. Como filósofo, Gundisalvo bebió principalmente de las fuentes de los autores que traducía, y se convirtió en un autor afilado y prolífico. Escribió cinco importantes tratados en los que recoge las principales conclusiones de la reflexión árabe y hebrea, reconduciéndolas a la tradición filosófica latina. Algunos autores lo consideran imprescindible para el desarrollo de la escolástica en el siglo XIII, pues dio inicio a una nueva forma de razonamiento filosófico y teológico, intentando dotar de una base racional a la teología.
“Lo que hizo sobresaliente el trabajo de la Escuela de Traductores fueron sus estudiosos y eruditos que transmitieron el saber acumulado hasta ese momento”.
Gracias a las traducciones de las obras de Avicena, Avicebrón y Algazel, entre otros, estudiosos de toda Europa se trasladaron a Toledo buscando conocer esos libros de autores árabes. Y en dicha ciudad se valían de algún mozárabe o judío para interpretar en romance obras de autores musulmanes. Fue el caso de Yehuda ben Moshe ha-Kohén, médico del mismo Alfonso X, astrónomo y rabino de la sinagoga de Toledo, quien también tradujo para el monarca varias obras del árabe y del hebreo.
Judío igualmente fue Ibn Daud o Avendauth, considerado el primer filósofo hebreo aristotélico, nacido en la Córdoba almorávide hacia 1110. Un tío suyo, juez, rabino y jefe de la escuela talmúdica cordobesa, lo introdujo en la filosofía griega y hebrea. Al producirse la conquista almohade de Córdoba, huyó a Toledo, donde permaneció hasta su muerte. Otros traductores de origen semítico fueron Abraham ben David Halevi, Ibn Waqar Abraham, Rabbi Ishaq ben Sid y Yehuda ben Moshe ha-Kohén.
Desde Escocia, se trasladó a Toledo Miguel Escoto, después de estudiar en París y Oxford. Fue el primero en dar a conocer la filosofía averroísta al mundo latino. Tradujo también las obras de Al-Bitruji, conocido en latín como Alpetragius, quien terminaría inspirando a Johannes Kepler; y el libro de Aristóteles De animalibus. En 1220 se trasladó a Bolonia requerido por el papa Honorio III; y en 1228 a Sicilia, donde Federico II lo nombraría astrólogo de la corte. Por los traslados de Escoto, puede seguirse la ruta iniciada por las obras traducidas en Toledo hacia las primeras universidades europeas.
También de origen anglosajón, filósofo y médico naturalista, fue Alfredo de Sharesel o Alfredus Anglicus. Escribió De motu cordis, libro en el que describe las distintas etapas de la emanación de los seres. Tradujo el De anima, De somnio y De respiratione de Aristóteles, y el Liber de plantis, originalmente atribuido también al filósofo griego, pero cuya autoría corresponde a Nicolás Damasceno.
Igualmente británico y con estancia en Toledo es Adelardo de Bath, filósofo, matemático y astrólogo. Entre 1113 y 1133 escribió las Quaestiones naturales, libro en el que en forma de diálogo, o como una correspondencia, da respuesta a un sobrino que le va preguntando sobre lo aprendido en sus estudios sobre los árabes. En De eodem et diverso se refiere a sus estudios sobre griegos e ingleses, mientras que De avibus tractatus aborda las aves y la cetrería.
La curiosidad y el interés por leer a Ptolomeo llevaron a Gerardo de Cremona a la ciudad del Tajo. Nacido en Lombardía hacia 1114, se sabe que en Toledo formó parte del cabildo y fue diácono. Tradujo el Almagesto de Ptolomeo, tarea que concluyó en 1175. En las bibliotecas toledanas, halló numerosas versiones árabes de clásicos grecolatinos y tratados escritos originalmente en aquella lengua. Su interés por estas obras lo animó a aprender árabe para traducirlas. En el denominado Eulogium, sus discípulos dan cuenta de que tradujo más de setenta libros, entre ellos textos de Aristóteles, Euclides, Avicena, Hipócrates, Al-Juarismi, Al-Farabi y Al-Kindi.
En Toledo, conoció a Daniel de Morley, originario de Norfolk, Inglaterra, y autor del Liber de naturisinferiorum et superiorum, también denominado Philosophia magistri Danielis de Merlac. En dicha obra cita a menudo a autores griegos y árabes, y se muestra convencido de la veracidad de distintas supersticiones astrológicas. Volvió a Inglaterra con una valiosa colección de libros y comenzó a dar clases en Oxford, pero pronto se decepcionó del ambiente académico imperante en las aulas de esa ciudad. No obstante, John de Oxford, obispo de Norwich, lo persuadió para que se quedara.
Los estudiosos afirman que la Escuela de Toledo pareció entrar en decadencia a mediados del siglo XIII, pero Alfonso X consiguió darle nuevo impulso con traductores como Guillermo de Moerbeke y Roberto Grosseteste, que sumaron sus esfuerzos a la empresa del Rey Sabio, aunque no de manera directa. Moerbeke fue un clérigo flamenco, gran erudito, confesor del papa Clemente IV y autor de la primera traducción de la Política de Aristóteles, se dice que a petición de Santo Tomás de Aquino. Interpretó también tratados matemáticos de Arquímedes y Herón de Alejandría. Particularmente importante fue su traducción de los Elementos teológicos de Proclo, una de las fuentes fundamentales del neoplatonismo del siglo XIII. Hay una referencia a él en El nombre de la rosa de Umberto Eco, pues el protagonista, Guillermo de Baskerville, defiende la traducción al latín de la Poética de Aristóteles realizada por Moerbeke, frente a las críticas de Jorge de Burgos, quien la desprecia por ser una “obra de infieles”.
En cuanto a Roberto Grosseteste, eclesiástico y erudito inglés, su obra literaria es copiosísima y está considerado uno de los espíritus más fecundos y enciclopédicos de la Edad Media. Tradujo la Ética nicomáquea de Aristóteles y numerosos escritos sobre historia natural, por ejemplo sobre la luz, los colores, el calor, el movimiento, la presión atmosférica, los cometas, el astrolabio, la nigromancia y hasta la agricultura.
El rey polígrafo
Finalmente, aunque no por ello menos importante, tenemos las obras del propio Alfonso X el Sabio que acrecentaron y dieron lustre al acervo de la Escuela de Traductores. Es necesario explicar que si bien el monarca castellano se servía de colaboradores y eruditos, igualmente se involucraba a fondo en la dirección y redacción de los libros, por lo que nadie le disputa su autoría, con la excepción de las obras que dejó inconclusas y que tuvieron que ser completadas después de su muerte.
Del extenso corpus alfonsino destacan las Tablas alfonsíes, que el Rey Sabio elaboró junto a Rabí Ishâqben Sid, tratado que hasta bien entrado el Renacimiento fue referencia obligada para el cálculo astronómico. Entre sus libros jurídicos, se cuentan las Siete partidas, el Espéculo y el Fuero real de Castilla. De las obras de carácter histórico, sobresalen la General estoria, sobre historia universal, y la Estoria de España, probablemente el libro en el que más se implicó en el plano personal. Conocido también a partir de la edición al cuidado de Ramón Menéndez Pidal como Primera crónica general, representa la primera historia de España que no era una simple traducción del latín. Su contenido abarca desde los orígenes legendarios y bíblicos de España hasta el reinado de Fernando III el Santo (1217-1252).
Las Cantigas de Santa María son una selección de canciones líricas, compuestas en galaico-portugués, en honor a la Virgen María. La mayoría son cantigas que narran milagros sucedidos por la intercesión de la Virgen. Con ello, el Rey Sabio alentaba a poetas y juglares para que glosaran la figura de María, e incluso el monarca fundó la Orden de Caballería de Santa María, a la que dedicó una composición. Completan las obras del soberano el Lapidario, dedicado a las propiedades de los minerales, y el Libro de los juegos, sobre las tablas, los dados y el ajedrez, entretenimiento por entonces de los nobles.
Recuadro: Enclave romano, visigodo, árabe y castellano
Antes de ser la ciudad imperial de Carlos V, la población que se asienta a orillas del río Tajo, de origen carpetano, fue conquistada por los romanos en 193 a. C. Tras las invasiones germánicas, Toledo se convertiría, primeramente, en capital, y después, en sede eclesiástica del reino visigodo. En el año 711, la ciudad fue conquistada por los musulmanes, que ampliaron y mejoraron sustancialmente su trazado. El dominio árabe se extendió durante 374 años hasta la reconquista encabezada por Alfonso VI, en 1085.
Este rey castellano-leonés estableció un régimen de tolerancia con los habitantes de entonces. En esta ciudad se habían refugiado muchos judíos y musulmanes huyendo de almorávides y almohades. En el núcleo urbano se habían asentado comunidades de cristianos y judíos durante el dominio musulmán, que convivían de manera pacífica y que habían terminado adoptando el lenguaje, las costumbres y la cultura árabe.
Con el tratado de capitulación, se concedieron fueros propios a los mozárabes, musulmanes y judíos que vivían en la urbe; leyes que serían aceptadas y unificadas bajo un único fuero por Alfonso VII en 1118. Con ello daría comienzo el periodo de mayor esplendor de Toledo, sobre todo desde el punto de vista cultural.
Los Reyes Católicos pusieron fin a esa convivencia virtuosa con la expulsión de los judíos, en 1492. Isabel y Fernando edificaron en Toledo el monasterio de San Juan de los Reyes, la construcción más importante erigida durante su reinado. Su nieto Carlos V conservó la ciudad como sede de su corte. Se dice que antes de morir, el emperador aconsejó a su hijo Felipe II: “Si quieres conservar tus dominios, deja la corte en Toledo; si deseas aumentarlos, llévala a Lisboa; si no te importa perderlos, ponla en Madrid”. El monarca finalmente instalaría la corte en Madrid por su cercanía con el lugar donde construyó su obra más querida de todas: el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Referencias bibliográficas
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