Charles Baudelaire a partir de un dibujo de Germán Vizulis/ Shutterstock.
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Literatura

La invención de Baudelaire

Para celebrar los 200 años del natalicio de Charles Baudelaire, recordamos, de la mano del poeta Jorge Esquinca, su poesía oscura, su búsqueda de lo invisible, sus caminatas contemplativas por la gran metrópoli parisina durante la noche, la modernidad de sus poemas en prosa y su estar en la fugacidad de la existencia.

 


Hace algunos años, el poeta Francisco Hernández me regaló un libro. Se trata de la antología Un rebaño bajo el sol. Poesía japonesa moderna (1988), editada y traducida por Atsuko Tanabe y Sergio Mondragón. Lo primero que llamó mi atención fue una línea, elegida a manera de epígrafe para encabezar el prólogo:

La vida no vale lo que un verso de Baudelaire.

Más tarde supe que el autor de esa temeraria afirmación, el poeta Ryunosuke Akutagawa, se había quitado la vida a los treinta y cinco años, víctima de un profundo hastío, tal como lo expresa en la nota que dejó escrita: “Mi sistema parece haberse liberado gradualmente de la fuerza animal, teniendo en cuenta el poco interés que me queda por el alimento y las mujeres”. A lo largo de su vida, Charles Baudelaire habría de expresar una afección semejante, el spleen, una suerte de melancolía sin origen definido, cuyo remoto antecedente se encuentra en la medicina griega y en su concepto de la “bilis negra” que, segregada por el bazo, se difundía por el organismo.

Se transforma en tumba el lecho florido,
y las damas, para quienes todo príncipe es bello,
no saben cómo arreglarse y faltar al pudor
para hacer sonreír al joven esqueleto¹.

Quizá lo que en un primer momento me impactó con mayor fuerza en el verso de Akutagawa fue la sensación de que los caminos del espíritu humano entre el cercano Occidente y el lejano Oriente se hallaban de pronto íntimamente entrelazados –por más fúnebre que pudiese resultar la expresión– gracias a la poesía. Poesía capaz de disolver las fronteras, de abolir los tiempos, de tender puentes entre las diversas civilizaciones.

 

“Su obra, a la que finalmente dio por título Las flores del mal, había conocido dos ediciones y un proceso penal por ‘ofensas a la moral y las buenas costumbres’ ”.

Baudelaire, que vivió sólo once años más que su homólogo japonés, murió en París a los 46 años, el 31 de agosto de 1867. No era, en absoluto, un desconocido. Su obra, a la que finalmente dio por título Las flores del mal, había conocido dos ediciones y un proceso penal por “ofensas a la moral y las buenas costumbres” que le costaron al poeta y a su editor Poulet-Malassis una multa de cien francos y una censura sobre seis de los poemas del volumen. En Baudelaire y el artista de la vida moderna (1991), escribe Félix de Azúa: “Nadie alzó la voz para defender el libro censurado. Victor Hugo le escribió una carta deliciosa en la que figura este párrafo: ‘Acaba usted de recibir una de las pocas condecoraciones que pueda otorgar el régimen actual.’ ”. Es también el autor de Los miserables quien le adjudica a Baudelaire un elogio famoso, que suele aplicarse desde entonces para definir a la mejor poesía: “Ha dotado usted al cielo de un rayo macabro. Ha creado un nuevo estremecimiento”.

Frontispicio de la primera edición de Les fleurs du mal con anotaciones del autor, una de las cuales señala: “¿Qué pensaría de suprimir la palabra poesía? En cuanto a mí, esta me choca mucho”. París: Auguste Poulet-Malassis, 1857.

Y será este frisson nouveau el que habría de señalar los trabajos de sus más inmediatos sucesores. En una carta de 1871 escribe Arthur Rimbaud: “Indagar lo invisible y escuchar lo inaudito es distinto a retomar las cosas muertas. Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero dios”. Y no contento, el joven meteoro de la poesía francesa –tiene entonces 17 años– le asesta: “Pero vivió en un medio todavía demasiado artístico, y la forma, tan elogiada en él, es mezquina. Las invenciones de lo desconocido reclaman formas nuevas”. No mucho tiempo antes Baudelaire había acuñado, en el último poema de su libro, este verso como una consigna: “Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”. Sin embargo, apunta Roberto Calasso en La Folie Baudelaire (2011), “Baudelaire aborrecía por lo general lo nuevo que el mundo producía en abundancia en torno a él, a pesar de que lo nuevo era huésped y demonio insoslayable de lo que él escribía. Intolerante a toda escuela, no pudo dejar de convertirse en un fundador. Con él no se puede evitar ese juego que obliga a decir: Fue el primero en […]”. Lo cierto es que en la obra de ambos poetas –herederos incómodos del Romanticismo– está ya el fermento de la poesía moderna, nuevos temas que reclaman nuevas formas, y entre ellas un nuevo vehículo, el poema en prosa que en el prólogo a su libro póstumo, El spleen de París, define Baudelaire:

¿Quién es aquel de nosotros que, en sus días de infancia, no ha soñado el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo y sin rima y lo bastante dócil y contrastada para adaptarse a los movimientos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia? Es sobre todo de la frecuentación de las ciudades enormes, es del entrecruzamiento de sus innumerables relaciones, de donde nace este afán obsesivo.

Si bien Baudelaire establece los cimientos del nuevo género, será Rimbaud con Una temporada en el infierno y después con Iluminaciones quien plantará sobre ellos un poliedro de filos transparentes.

Escribe Octavio Paz en Los hijos del limo (1974):

En la concepción de Baudelaire aparecen dos ideas. La primera es muy antigua y consiste en ver al universo como un lenguaje. No un lenguaje quieto sino en continuo movimiento. […] En su ensayo sobre Wagner vuelve sobre esta idea: no es sorprendente que la verdadera música sugiera ideas análogas en cerebros diferentes; lo sorprendente sería que el sonido no sugiriese el color, que los colores no pudiesen dar la idea de una melodía y que sonidos y colores no pudiesen traducir ideas; las cosas se han expresado siempre por analogía recíproca, desde el día en que Dios profirió al mundo como una indivisible y compleja totalidad.

De aquí se desprende uno de los legados más importantes de Baudelaire para la poesía moderna. Se trata de un sistema de ecos, de hondos reflejos –el vislumbre de una analogía universal– que el poeta deja plasmados en uno de los sonetos inaugurales de Las flores del mal. En este poema Baudelaire nos hace ver a la naturaleza como un entramado de símbolos parlantes, a través de los cuales pasa el poeta, sujeto también a una minuciosa observación, como si insistiera en colocarse ahí: un elemento más dentro de un conjunto enigmático. La versión es de Tomás Segovia:

Correspondencias

La Natura es un templo donde vivos pilares
dejan salir a veces como confusos nombres;
atravesando selvas de símbolos, el hombre
allí pasa, y lo observan miradas familiares.
Igual que largos ecos de lejos confundidos
en una tenebrosa y profunda unidad,
inmensa cual la noche y cual la claridad,
se responden perfumes, colores y sonidos.
Hay perfumes fragantes como carnes de niños,
dulces como el oboe, verdes como los prados,
y hay otros corrompidos, ricos y triunfantes,
que tienen la expansión de cosas infinitas,
como el almizcle, el ámbar, el benjuí y el incienso,
que cantan los transportes del alma y los sentidos.

Lo que Baudelaire anticipa es, precisamente, esa “expansión de las cosas infinitas” que requieren de ser cantadas porque en ellas se encuentran, en plena contemplación, el espíritu y los sentidos. Como si, a través de la materia, el poeta encontrase un camino hacia aquello que se encuentra detrás y que, invisible, compone la sustancia misma de las cosas. Una ebullición gozosa que se manifiesta en buena parte de su poesía en estrecha relación sensual, con el deseo de fundirse, en cuerpo y alma, con la imagen de la mujer amada. Así, por ejemplo, en el poema La cabellera, dedicado a Jeanne Duval, la hermosa mulata con la que vivirá, a lo largo de veinte años, una apasionada relación. Aquí dos estrofas del poema en la versión de José Emilio Pacheco:

Caminaré hasta el sitio de cuerpos vegetales
donde la savia cubre y erige las pasiones.
Que tus trenzas sean olas, impulsos torrenciales;
naveguen, mar de ébano, tus sueños las visiones
de mástiles, remeros, negras embarcaciones:
Una llameante playa donde mi alma ha tomado
las aguas del sonido, el perfume, el color;
en donde los navíos, sobre el tapiz salado
del agua abren los brazos frente a un desaforado
cielo altivo que cubre tu desnudo color.

Charles Baudelaire, retrato fotográfico de Étienne Carjat, 1862. Colección de la Biblioteca Británica.

“Baudelaire hace de sus caminatas por París, que ya comienza a convertirse en la gran metrópoli del siglo XIX , un arte, el arte del flâneur”.

Autorretrato de Charles Baudelaire, acuarela y grafito, 1848. Musée des Monuments français, París.

Baudelaire va en pos de los límites: “¡Qué de extravagancias se encuentra uno en una gran ciudad cuando sabe pasear y mirar! La vida bulle de monstruos inocentes”. Baudelaire hace de sus caminatas por París, que ya comienza a convertirse en la gran metrópoli del siglo XIX, un arte, el arte del flâneur, del paseante que sin oficio alguno y sin mayor rumbo que el del puro antojo se echa a caminar y descubre a la ciudad como tema poético. “En la sección de Las flores del mal titulada ‘Cuadros parisienses’ –anota Manuel J. Santayana, su más reciente traductor a nuestra lengua– se concentra la mayor parte de los poemas en los que la ciudad, observada por el poeta, es escenario de su drama personal y a la vez espectáculo de la miseria humana que su mirada abarca y su comprensión abraza”. La mirada de Baudelaire se detiene en los otros pobladores de la urbe –condenados, como él, a la gravedad terrestre–. Muchedumbre anónima que le ofrece una variedad en alto contraste. Así pasan por la mirada omnívora del poeta una mendiga pelirroja en la que encuentra, enlazadas, “la pobreza y la belleza”; unas viejecitas que “se arrastran, como hacen los animales heridos” y un conjunto de ciegos, que le inspiran horror, “singulares como los sonámbulos”, con los que no puede menos que identificarse, víctima, como ellos, de una muy semejante incomprensión. Una mujer enlutada se atraviesa en su camino y Baudelaire –en la más contemporánea versión de Luis Vicente de Aguinaga– escribe:

A la que pasó

Aullaba en torno a mí la calle atronadora.
De luto, alta, delgada, una mujer pasó,
noble, ágil, de piernas estatuarias,
majestuoso dolor, alzando el dobladillo
y agitando el festón con la mano fastuosa.
En sus ojos, lívido cielo
donde germina el huracán,
yo bebía como un extravagante
el dulzor que fascina, los placeres que matan.
Un relámpago. En seguida la noche.
En tu mirada renací de pronto,
belleza fugitiva:
¿no te veré de nuevo sino en la eternidad?
En otra parte, lejos, tarde, nunca tal vez […]
Pues no sé a dónde huyes, ni tú sabes de mí,
¡oh tú, a quien pude amar, oh tú, que lo sabías!

“Baudelaire –explica Yves Bonnefoy en Lo improbable (1998)– sustituye el arquetipo clásico por una lejana paseante, una mujer real, poco conocida, pero respetada por su fragilidad esencial, su no-necesidad, su misterioso dolor”. Y añade: “He aquí, por otra parte, en torno a esa mujer herida y en la simpatía que despierta, que el mundo, en lugar de anularse como antaño, o de proliferar vanamente como en la poesía pintoresca, abre la perspectiva de todos los seres perdidos, los cautivos, los vencidos”. Es esta, quizás, la más profunda, la más verdadera invención de Baudelaire, la conciencia de estar en el aquí y ahora de la vida, en el más absoluto desamparo, destinado a morir, advirtiendo la fugacidad de la existencia. Puesto que este aquí y ahora –siguiendo a Bonnefoy– “es lo que la poesía debe redescubrir sin cesar […] Porque ese acto esperado de la poesía y al fin realizado por el poeta de Las flores del mal es en primer lugar un acto de amor”. Cae entonces “la noche encantadora” sobre la Ciudad Luz y Baudelaire nos entrega en un poema espléndido los instantes de esa noche que serena los espíritus fatigados del obrero y del sabio, a la vez que hace surgir de aquella atmósfera a los “demonios malsanos”, criaturas que emergen de una más profunda oscuridad. La descripción que sigue, parte medular de Le Crépuscule du soir, no puede menos que hacernos pensar en los desarrollos futuros que este tema –la ciudad anochecida– tendrá en el T. S. Eliot de La tierra baldía o en el Neruda de Residencia en la tierra.

Aquí y allá se escucha un silbar de cocinas,
chillan los teatros, roncan las orquestas;
las mesas donde los clientes preparan sus apuestas
se llenan de putas y de timadores cómplices,
y los ladrones, sin tregua ni piedad,
también ellos comienzan sus labores,
y sigilosos fuerzan las cajas y las puertas
para vestir a sus amantes y vivir un día más.

Charles Baudelaire con cigarro, fotografía de Charles Neyt, 1864.

Vértigo de la metrópoli que por la noche se enciende sin dejar de ser secreta y arroja desde su seno a sus criaturas. Todo se resuelve en la imagen de un cisne que se ha escapado de su jaula y que, cubierto de polvo, arrastra sus alas cerca de un arroyo sin agua. “La forma de una ciudad –exclama– cambia más rápido que el corazón de un mortal”. Más adelante en uno de los poemas en prosa que componen El spleen de París, “Las multitudes”, dirá: “El poeta goza del incomparable privilegio de ser el mismo y otro según desee. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, el poeta entra, cuando quiere, en el personaje de cada uno. […] El paseante solitario y pensativo obtiene una singular embriaguez de esta singular comunión”. Búsqueda afanosa de la otredad, sí, pero también el llamado hacia una reclusión silenciosa, como en aquel relato de Edgar Allan Poe –a quien venera y traduce–, “El hombre de la multitud”, leído como un profundo descenso hacia los sótanos de la existencia, una inmersión en el territorio de los marginados, los desamparados, los excluidos, y del cual el poeta de Boston nos regala la más vívida descripción.

Es Baudelaire poeta de abismos, de paraísos artificiales hacia los que se encaminará resuelto a través del comercio con ciertas sustancias clandestinas: hachís, opio, láudano, ajenjo; es también el que sueña con el viaje hacia las regiones más exóticas y encuentra un remanso siempre provisional en los éxtasis sensuales de un cuerpo femenino poseído con avidez. Visiones, ¿alucinaciones?, que sabe muy bien detectar en Poe –“iluminado y sabio”– porque él también las ha experimentado en cuerpo y alma.

El espacio se profundiza con el opio; el opio confiere un sentido mágico a todos los coloridos y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. En ocasiones, vistas magníficas, colmadas de luz y de color, se abren repentinamente en esos paisajes, y vemos aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas, nebulosas por la distancia, sobre las que el sol lanza lluvias de oro.

(Baudelaire, Edgar Poe, su vida y sus obras, traducido por Carmen Santos)

Félix Nadar efectuó varios retratos de Baudelaire. En el primero de ellos, el poeta posó sentado en la mecedora de la madre de Nadar en el estudio fotográfico ubicado en la calle Saint-Lazare, en París. Colección del Musée de la Vie romantique, París.

Visiones, ciertamente, en el mejor sentido del vocablo, que de inmediato hacen pensar en las que tendrá, no mucho después, el Rimbaud de las Iluminaciones. Poetas, ambos, “malditos” de acuerdo con el concepto acuñado por Paul Verlaine en un libro famoso y que el Diccionario de la Real Academia Española, en su cuarta acepción, define así: “Que va contra las normas establecidas, especialmente en el mundo literario y artístico”. Suele decirse que Verlaine adaptó la expresión a partir del poema inicial de Las flores del mal, titulado “Bendición”. El poema, a grandes rasgos, describe la frustración de una madre al descubrir que ha engendrado a un poeta, el “instrumento maldito” de Dios mismo. Sin embargo, ese niño escogido vive en una casi completa inocencia bajo la custodia de un ángel, se funde con la naturaleza y “se embriaga cantando en el camino de la cruz”. Un largo y muy doloroso camino pues el poema, a lo largo de sus diecinueve estrofas, hace un recuento del destino sufriente del poeta enfrentado a una sociedad hipócrita que, ciega ante ese “eterno designio”, lo rechaza. La mujer amada, a semejanza de una deidad pagana es, en este tránsito, no menos implacable, ya que luego de recibir y hastiarse de ser adorada está lista para arrancarle el corazón. Además de la cruz, en “Bendición” se prodigan los símbolos de la liturgia católica: el pan, el vino, el incienso y la mirra. Así, en las estrofas finales, Baudelaire advierte la condición sacrificial del poeta, reconoce al sufrimiento como un “divino remedio” y pronostica –¿para sí mismo?– en estos cuatro versos:

Bien sé yo que el dolor es la única nobleza
donde nada podrán la tierra y el infierno.
Y hará falta para trenzar mi corona mística
imponer los tiempos y los universos todos.

¿Esperaba el gran Baudelaire, desde el comienzo de su aventura terrestre, esta suerte de gloria póstuma y todavía más, como indica el poema –quizás en un gesto desconsolado e irónico–, un lugar entre los bienaventurados? ¿O vislumbró realmente para él y para otros que le seguirían esa suerte de condición cercana al martirio –privilegio de los santos– que encumbra nuestra mortalidad hacia un sitio “en la eterna fiesta”, entre las legiones de los ángeles y en la más cierta visión de la divinidad?

Adenda

Charles Baudelaire nace en 1821. Cien años después muere, a los 33 años, en la Ciudad de México, Ramón López Velarde. Es probable que el jovencísimo poeta zacatecano hubiese leído por vez primera a su homólogo francés en la Revista Azul, que entre 1894 y 1896 publicaron Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo. Trazar paralelos, líneas de contacto, posibilidades, lo ha hecho con erudición un largo linaje de estupendos poetas e investigadores mexicanos; linaje que comienza con Xavier Villaurrutia y se extiende hasta las más recientes generaciones. Lo cierto es que el nombre del autor de Las flores del mal ha quedado impreso como santo y seña en unos versos del autor de La sangre devota, el primer libro de López Velarde, publicado en 1916:

En abono de mi sinceridad
séame permitido un alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato.

Me animo a decir que las rutas inauguradas por ambos poetas siguen abiertas, y que la poesía de nuestros días no ha dejado de plantear los más interesantes retos para la aventura del espíritu humano. Pues, por más que las búsquedas difieran, pocos escapan a la afirmación de Baudelaire, “amo apasionadamente el misterio porque siempre tengo la esperanza de descifrarlo”.

Charles Baudelaire, heliograbado de Charles Amand-Durand, a partir de un dibujo de Alfred Dehodencq, 1865. Biblioteca de Santa Genoveva, París.

1 - Las traducciones en que no se indica el traductor, son obra de Jorge Esquinca. [N. de la r.]


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