13
Música

Larga es la lista: cinco apuntes alrededor del piano y los pianistas

El musicólogo y pianista Ricardo Miranda aborda la “larga lista” de los grandes pianistas que han cambiado la historia de la música en el siglo xx y reflexiona sobre las inmensas posibilidades de un instrumento que lo tiene todo. También discurre acerca de cómo los escuchas pasivos han empobrecido los conciertos y cómo se valora un virtuosismo vacío en vez de una ejecución más profunda. El piano quizá sea un refugio, dice el ensayista, del “rumor gris e incesante de la vida cotidiana” en esta pandemia.


Por Ricardo Miranda

1. “Del lado de allá”.

“Larga es la lista como largo el teclado”, dijo Julio Cortázar en su imprescindible relato Lucas, sus pianistas. Y sí, nutrido ha de ser el inventario de quienes quieran enumerar a sus pianistas favoritos. Entre los que Cortázar apunta, recuerdo por delante los que también están en mi propia lista: Arthur Rubinstein, Walter Gieseking, Maurizio Pollini, Artur Schnabel, Ingrid Haeblery Friedrich Gulda. El Cronopio también se declaró devoto de las artes de Dinu Lipatti, de Monique Haas y de dos pianistas que causaron furor en su momento, aunque hoy tal vez se escuchan menos devotamente: Wilhelm Backhaus y Alexander Brailovsky. Pero a esa lista le faltan muchos más nombres: el de Vladimir Horowitz, para empezar, y muchos otros imprescindibles: Glenn Gould, Murray Perahia, Alfred Brendel, Sviatoslav Richter o Tatiana Nikoláyeva. Y aún tendríamos que anotar el nombre de ciertos pianistas legendarios. Recordar, por ejemplo, a Mieczysław Horszowski, a quien tuve la suerte de escuchar poco antes de que cumpliera cien años: caminaba con pasos cortos y era, sin duda, una persona frágil. Al escucharlo, quedaba la indeleble sensación de una interpretación del todo depurada, madurada durante décadas. Cada nota, cada frase, cada matiz y todos sus acordes se escuchaban en un estado de inmaculada pureza, como la esencia en el frasco de un alquimista. Pero mientras la memoria se regodea en sus recuerdos pianísticos, la voz de la conciencia dicta nombres y más nombres que no pueden soslayarse: Radu Lupu, Alicia de Larrocha, Martha Argerich, Emil Gilels, Daniel Barenboim… Y cuando la memoria y la conciencia se detienen por un momento, surge también la voz de los amigos: Miguel Ángel Echegaray me recuerda a Vlado Perlemuter, el gran pianista francés cuyas interpretaciones de Beethoven, de Fauré y de los impresionistas entran, como diría Amado Nervo, “en lo imprescindible de la vida”.

Vlado Perlemuter fue el primer pianista que interpretó en público –en 1929– las obras completas para piano de Maurice Ravel. Aquí en el estudio de grabación del sello discográfico Nimbus en Birmingham (Crédito: Nimbus Records).
Martha Argerich a principios de los sesenta en Rolandseck, Remagen. Foto: Sven Simon.
Arturo Benedetti Michelangeli, fotografía de Sergio del Grande, Bolzano, Italia, 1960. Editorial Mondadori. Fuente: Wikimedia.

Dijo Wilfrid Mellers, en alguna página de su imprescindible libro Man and his Music, que con el surgimiento de los primeros grandes pianistas en el siglo XIX, la creciente complejidad de la escritura pianística devino en una forma de mostrar al compositor como demiurgo, a la vez que las complejidades técnicas de la interpretación separaban al pianista-creador de los hoi polloi. Liszt y Chopin llevaron esa noción a su cumbre, aunque después muchos otros compositores fueron también pianistas de primer orden. Rajmáninov, por supuesto; pero también algunos menos conocidos en tal faceta, como Bizet, que sorprendió al propio Liszt, o Benjamin Britten, que se dio el lujo de tocar a cuatro manos con Richter. Entre los pianistas de nuestro tiempo, hubo un gran heredero de aquella tradición inalcanzable. Arturo Benedetti Michelangeli fue famoso por sus pocos ademanes y cara de pocos amigos. No hacía concesiones al público, no tocaba encores y, si podía, evitaba que se repartieran programas para que nadie se distrajese mirando sus páginas. Obsesionado por sus instrumentos, viajaba con ellos y en reiteradas ocasiones canceló presentaciones, lo que le causó una maléfica fama: se podía tener un boleto, se podía estar ya en el vestíbulo de la sala, pero nada garantizaba que el concierto se llevase a cabo. Y cuando sucedía el milagro, cuando comenzaba a tocar, una cierta magia, un poder sobrenatural, salían del instrumento. En su interpretación de Gaspard de la Nuit de Ravel, uno tenía la sensación de escuchar otra cosa, un instrumento desconocido, como si el piano escondiera en su interior ciertos timbres y sonoridades que sólo él podía despertar. Si uno cometía el error de estudiar piano y asistir a uno de sus recitales, la tapa del instrumento propio se quedaba cerrada durante largas semanas, como si se hubiera trabado, como si la llave se hubiese perdido, avergonzada de permitir que algo sonara. ¿Para qué tocar? ¿Acaso semejante nivel es posible? ¿Tiene algún sentido seguir estudiando?

2. “Del lado de acá”.

Tocar el piano es un asunto que requiere cierta disciplina y tenacidad, y sólo por ello merecen nuestro aliento quienes se dedican a su estudio. Digo tocar el piano, no tocar bien, que es un asunto muy diferente. Tocar magistralmente, dominar al instrumento, interpretar con perfección técnica y una fina musicalidad que revele la música como si se escuchara por primera vez son tareas inaccesibles a la gran mayoría, y esa disparidad, esa inalcanzable maestría, puede ser fuente de no pocas tristezas. También Julio Cortázar supo apreciar este otro lado del piano, “el lado de acá”, el lado oscuro del teclado, cuando en Rayuela hizo que Horacio Oliveira se sentase a escuchar el discreto recital de Madame Trépat una lluviosa tarde parisina. Las líneas dedicadas a Berthe Trépat son doblemente tristes de leer para quien sabe de los sinsabores del piano. La figura es un fantasma estrujante: Trépat es una señora de edad madura que nunca logró ser una gran pianista, una maestra de aficionados cuyo único consuelo es creerse pianista-compositora, a quien poco espanta tocar en un discreto lugar ante un público que poco a poco se sale de su concierto. Es en verdad una silueta fantasmagórica, y en ocasiones, he creído adivinar su figura en la penumbra de los pasillos del conservatorio. Pero si acaso el lector desea conocer más sobre ese lado oscuro del teclado, la lectura de El malogrado de Thomas Bernhard le abrirá las puertas del diálogo esquizofrénico que suele habitar la mente de los pianistas en ciernes. En su novela, Bernhard le da voz a un ficticio compañero de estudios de Glenn Gould, que narra en primera persona la historia de cómo asistió al funeral de Wertheimer, el malogrado tercer compañero de la supuesta clase de piano que compartieron con Gould en el Mozarteum de Salzburgo. Wertheimer se había suicidado tras regalar su piano y abominar de sus estudios musicales pues ¿qué sentido tiene ser un joven pianista extraordinario si se tiene por condiscípulo a un verdadero genio? Es una lectura estupenda, pero hay que estar de humor para correr sus amargas y demoledoras páginas donde saltan verdades sin adulterar que pueden desafinar el temple de un lector inadvertido.

Las variaciones Gould. Fotografía de The Glenn Gould Estate.

“En el piano se conjugaban diversos anhelos y ventajas prácticas. A la vez que se podía tener música en casa y convertir la sala de estar en un salón donde solían verificarse pequeñas tertulias musicales, el instrumento era también un poderoso elemento pedagógico”.

 

3. “De otros lados (capítulos prescindibles)”

El piano se convirtió, a lo largo del siglo XIX, en la tierra media, en un mueble-objeto que poco a poco encontró un lugar en todas las casas de la burguesía, de la clase media. Fue, para decirlo con un epíteto de triste moda, un signo aspiracionista. En el piano se conjugaban diversos anhelos y ventajas prácticas. A la vez que se podía tener música en casa y convertir la sala de estar en un salón donde solían verificarse pequeñas tertulias musicales, el instrumento era también un poderoso elemento pedagógico y no es casual que hayan sido largas filas de señoritas las que se dedicaron a estudiar el piano. Al hacerlo, hombres y mujeres se ensayaban en el aprendizaje de la música, y con ello, paulatinamente, fueron forjando un público que estaba involucrado de manera activa en la audición de la música y, por ende, en la apreciación de los grandes virtuosos. De acuerdo con el musicólogo norteamericano Richard Taruskin, la audición pasiva de la música fue, más bien, un fenómeno del siglo XX, alentado por las supuestas clases de “apreciación musical” donde se enseñaba a los escuchas iletrados a “escuchar música”. Aunque, de esos dos grupos, ya el propio Chopin se daba cuenta cuando, como recordó George Sand en sus Impressions et souvenirs (1873), el gran pianista-compositor dijo:

“La belleza del lenguaje musical consiste en apoderarse del corazón o la imaginación, sin estar condenado al razonamiento pedestre. Se mantiene a sí mismo en una esfera ideal donde el escucha que no está educado musicalmente se deleita en su vaguedad, mientras el músico saborea la gran lógica que preside sobre el magnífico pensamiento del maestro...”.

 

Si Chopin lo dijo así, más vale creerlo. Pero en la medida en que mujeres y hombres dejaron de aprender a tocar el piano, y a pesar de que vivieran siempre a la sombra, en el lado oscuro del teclado, el número de escuchas pasivos fue en aumento y la tecnología sólo hizo exponencial ese crecimiento. El incremento de escuchas que no conocen los rudimentos musicales, por más que “se deleiten en la vaguedad”, ha sido, en gran medida, responsable del acartonamiento y sinrazón de nuestros actuales conciertos. Vaya un ejemplo: el pianista sale a escena. Interpreta un concierto imposible, alguno de Brahms, de Ravel, de Rajmáninov. Y el público que ha escuchado vaguedades, quiere más, exige un encore. Si el pianista quiere complacer al respetable, toca algo, cualquier cosa. Un sorbo de Coca-Cola después de una botella de burdeos. O si el pianista era Benedetti Michelangeli, simplemente dejaba parado al público, sin importarle sus aplausos o sus absurdos deseos. Entrevistado por Time, tras volver a los escenarios después de una larga ausencia, Horowitz dijo: “Lo que más me importa es el silencio cuando termino de tocar”.

Retrato de Franz Liszt, litografía de Josef Kriehuber, 1838. Casa museo Franz Liszt, Budapest.

“Cuando sólo admiramos la destreza de un joven pianista, no hacemos sino prolongar la admiración vacía por el virtuosismo”.

 

2 (bis). “Del lado de acá”.

“Como es natural –dice Thomas Bernhard–, queremos tener un trato práctico con los objetos que nos fascinan, porque el trato teórico no nos basta”. Si el piano nos fascina ¿por qué no intentar aprenderlo? Los prejuicios de siempre no necesariamente son ciertos. Que es más fácil aprender en la niñez, sin duda. Pero esos niños prodigios que se han puesto de moda en realidad tocan bastante mal. Acaso poseen una técnica envidiable, pero no tienen la madurez necesaria para tocar musicalmente. Cuando sólo admiramos la destreza de un joven pianista, no hacemos sino prolongar la admiración vacía por el virtuosismo. De nuevo, según Taruskin, Franz Liszt tuvo la culpa, y así como le debemos música excelsa y toda una filosofía que marcó la estética musical de los siglos XIX y XX, también le debemos los fuegos fatuos del virtuosismo. Ha de ser por ello que siempre que Tom (el gato de Jerry) o Bugs Bunny se disfrazan de pianistas, tocan alguna de sus Rapsodias húngaras. Un pianista se puede comer el piano, un niño puede tocar con solvencia técnica; ni uno ni otro son, por ello, pianistas notables. Cuenta Harold C. Schonberg en su imprescindible libro Los grandes pianistas que hubo un loco que tocaba el famoso estudio revolucionario de Chopin de manera endiabladamente compleja: Alexander Dreyschock era capaz de trocar las rápidas escalas de la mano izquierda ¡por octavas!, es decir, por dos notas simultáneas que, para colmo, exigen tocar con la mano abierta. Es un alarde circense, una proeza técnica sorprendente, pero ¿sirve de algo?

Arthur Rubinstein corrigiendo el primer tomo de sus Memorias.
El fabricante norteamericano Chickering le obsequió a Franz Liszt uno de los dos pianos que actualmente se exhiben en la sala donde el compositor impartía sus clases. Fotografía de Robert Kendall. Casa museo Franz Liszt, Budapest.

Por el contrario, no hay que dejar de pensar en el piano como el mejor de los caminos para intentar ese “trato práctico con los objetos que nos fascinan”. Y es por esa razón que más que aplaudirle a un prodigio en quien a menudo sus padres proyectan sus propias frustraciones o sueños, hay que alentar a quienes quieren tocar el piano sin grandes pretensiones ni alardes, por sí y para sí mismos, sin ambiciones ni sueños desmedidos. El piano ha sido, tradicionalmente, el instrumento de los melómanos, un espacio donde resulta posible familiarizarse con los elementos básicos de la música –armonía, ritmo, melodía– y que tiene la ventaja de poseer un sonido prefigurado. En un violín, en un trombón, en el salón de canto, los alumnos que inician tienen la enorme dificultad de tener que encontrar las notas, de afinar cada una de ellas. El piano ya está afinado y eso ayuda a formar un oído de manera inmejorable. Es un instrumento completo, total, donde pueden tocarse varias voces, donde puede reducirse toda una orquesta. Y aún más. Porque si a lo largo de estos meses de encierro y pandemia los habitantes de rascacielos y departamentos se quejaron de la falta de jardines, doy fe de cómo el piano se convirtió en un espacio de serenidad y equilibrio, idóneo para dejar de lado –aunque sea durante los breves minutos de un preludio o una fuga del Clave bien temperado– el rumor gris pero incesante de la vida cotidiana.

Sviatoslav Richter tuvo siempre una gran admiración por Arthur Rubinstein y este por él. La última vez que se vieron fue en 1979, en la casa de Rubinstein en París. Crédito: Annabel Weidenfeld.

Práctica extendida y popular, los pianistas en ciernes del siglo XIX tocaban arreglos a cuatro manos de las obras sinfónicas que rara vez podían escucharse. En ocasiones, las cuatro se convertían en seis manos y entonces, además de hacer música de cámara, las personas se divertían enormemente. Hoy es una forma de pasatiempo en desuso, para pérdida nuestra. Esa forma de hacer música de cámara con un solo instrumento forjó a los grandes públicos “activos” del siglo XIX, y no ha de ser mera casualidad que aquel siglo haya sido, precisamente, el de un auge musical inusitado. Como no lo fue el hecho de que cada gran ciudad europea, esas donde ayer como hoy palpita la mejor vida musical, haya tenido su propia marca de pianos: Viena sus Bösendorfer, Berlín sus Bechstein, Leipzig sus Blüthner, París sus Pleyel, Londres sus Broadwood, Boston sus Chickering y Hamburgo sus Steinway, mismos que, de tan buenos, se robaron para sí neoyorkinos y londinenses.

1 (bis). “Del lado de allá”.

Resulta difícil no confundir al pianista con la música de piano. Adormilados por la práctica de la música popular, donde la figura del intérprete es lo más importante, el mundo del piano y los pianistas suele confundir intérpretes con repertorio. “¡Viene a tocar zutano!”, “¡Mengano va a dar un recital en Bellas Artes!” Sí, muy bien… pero qué van a tocar esos grandes virtuosos es por lo general un asunto secundario. Una vez escuché a Brendel interpretar los Cuadros de una exposición. Contra mi propia convicción (y con el dolor de codo que tales cosas causan en el magro presupuesto de un estudiante), tuve que admitir que aquello no había sido un recital extraordinario. Pero si aquella tarde no fue la mejor de Brendel, la culpa era mía por comprar un boleto pensando en el nombre y no en el repertorio. En cambio, apenas conseguí el último de los asientos para escuchar a Sviatoslav Richter tocar la Sonata en si bemol de Schubert (D. 960). Estaba sentado en la última fila, en el extremo derecho del Festival Hall. Hasta allá voló la sonoridad etérea de ese maravilloso tema que inicia la obra. Richter había tocado unos cuantos compases y yo ya me preguntaba si no sería mejor salirme, quedarme única y para siempre, con la impresión de aquella frase interpretada celestialmente.

Retrato de Sviatoslav Richter al piano, óleo sobre tela de Anna Ivanovna Troyanovskaya, circa 1945, museo Pushkin, San Petersburgo.

Por lo demás, algunos pianistas son expertos en tocar repertorios que sólo ellos conocen, que les "pertenecen" y a menudo suelen tocar repertorios sacados de la manga. Todo el repertorio barroco, las sonatas de Scarlatti tocadas por Horowitz, o las Variaciones Goldberg de RosalynTureck, o las adaptaciones para piano de piezas de órgano de Bach que toca Tatiana Nikoláyevao, más recientemente, Víkingur Ólafsson son inventos, adaptaciones… ¡pero qué bien suenan! Así que cuando Cortázar apunta que aquella tarde lluviosa Berthe Trépat interpretó “la Síntesis Delibes-Saint-Saëns” de Delibes, Saint-Saëns y Trépat, no anda lejos del clavo. Porque hay ejemplos de sobra de cómo, aunque el repertorio no haya sido concebido para el piano, los grandes pianistas son capaces de volar por encima de la versión original, o de pasar por alto las nociones de una interpretación históricamente informada que en ciertos sectores está tan de moda. Y sí, aunque suene a sacrilegio, cuando Horowitz toca a Scarlatti, cuando Perahiainterpreta a Haendel, algunos dejamos felizmente de lado cualquier conciencia histórica, pues ¿qué otra cosa podríamos hacer?

Los días que corren escucho con fascinación las grabaciones de Éric Le Sage tocando la música de Schumann. Además de que esos discos encierran sorpresas extraordinarias, me alegra confirmar que cada generación es capaz de entregar nuevas lecturas del gran repertorio de antaño. Para fortuna nuestra, la tecnología ha logrado que la contribución de los pianistas legendarios pueda convivir, lado al lado, con las revelaciones de ayer. Porque el del piano y los pianistas es un mundo que no se acaba y ya Lucas lo había dejado en claro: larga es la lista como largo el teclado, blancas y negras, marfil y caoba; vida de tonos y semitonos, de pedales fuertes y sordinas



Continúa leyendo esta edición de Liber

Literatura

La Dickinson desconocida

La gran poeta estadounidense Emily Dickinson escribió algunos de sus versos sobre superficies inimaginables: en envoltur...


Te podría interesar

La Dickinson desconocida

La gran poeta estadounidense Emily Dickinson escribió algunos de sus versos sobre superficies inimaginables: en envoltur...

El carnaval de los deseos

¿Sería significativo preguntarse por la identidad sexual del compositor y pianista francés Camille Saint-S...

El alma, en el momento de pedir Roberto Calasso, póstumo

“Si tuviera que buscar una palabra-imán, un centro de gravitación del trabajo de Roberto Calasso, la palabr...

Por Marco Perilli

Calasso en México

El fundador y primer director de la Editorial Sexto Piso, Luis Alberto Ayala Blanco, escribe sobre la gran influencia que ejerc...

La invención de Baudelaire

Para celebrar los 200 años del natalicio de Charles Baudelaire, recordamos, de la mano del poeta Jorge Esquinca, su poes...

El inmenso legado de Alfonso X a la difusión del conocimiento

A 800 años del nacimiento del Rey Sabio, Felipe Jiménez reflexiona sobre el valioso trabajo de Alfonso X en la Es...

Por Felipe Jiménez

Devoción, dolencias y vivencias con la música de las cantigas

Dos expertos en cultura medieval, Carmen Armijo y Manuel Mejía, honran en tándem la memoria de Alfonso X el Sabio...

Por Manuel Mejía Armijo

El reinado de la cultura y la sabiduría: a 800 años del natalicio de Alfonso X el Sabio

Dos expertos en cultura medieval, Carmen Armijo y Manuel Mejía, honran en tándem la memoria de Alfonso X el Sabio...

Por Carmen Elena Armijo

Reyes sabios, lengua española y deberes del Estado. En el 800º aniversario natal de Alfonso X

“Somos lo que hablamos: dime cómo hablas y te diré quién eres”, asevera la académica e ...

Por Concepción Company Company