Artes visuales

La visión fuera de los márgenes A treinta años de la fundación de la revista Viceversa

A treinta años de la fundación de Viceversa, Fernanda Solórzano, reputada crítica de cine, reflexiona sobre la huella que dejó dicha revista en el mundo editorial y cultural de la década de 1990 en México, al tiempo que recuerda anécdotas de su etapa como subdirectora de dicha publicación.


Por Fernanda Solórzano

Soy de una generación que convivió con cosas que ya no existen: teléfonos de disco, videocaseteras, máquinas de fax, mapas en papel. Si algo de esto se ve por ahí, es considerado vintage. Muchos de los nacidos en el nuevo milenio no pueden concebir siquiera que antes el mundo funcionara “así”. Esta colección de objetos de museo está a punto de acoger una nueva cosa del pasado: las revistas en versión impresa. Aunque siguen dando pelea en los puestos de periódicos y en los cada vez más raquíticos estantes de Sanborns (antaño, verdaderas hemerotecas públicas), sus tirajes son cada vez menores.

Todavía habemos fetichistas que seguimos prefiriendo el papel; somos una especie en extinción. Mantenemos activas suscripciones en ese formato, y guardamos cada nuevo ejemplar en colecciones apretadas en espacios imposibles. Acumulan un polvillo que causa una comezón del diablo y es imposible consultar un número sin hacer que el resto de los ejemplares colapse. No “sirven” para nada, pero primero me desharía de un mueble que de los cientos de recuerdos vívidos que me trae cada ejemplar impreso.

A diferencia del teléfono de disco y de los mapas, la revista impresa en México gozó de una vida breve. A mi generación nos tocará ver su declive, pero fue apenas en mi primer trabajo cuando pude atestiguar lo necesarias y ubicuas que eran. No fue hace tantos años que, recién graduada de la carrera de Letras Latinoamericanas, mi compañero Max Ehrsam sugirió que me entrevistara con Fernando Fernández, director de la establecida pero joven revista Viceversa, fundada en 1992. Max me aventajaba por algunos semestres y llevaba varios meses desempeñándose como jefe de redacción.

Es difícil explicar lo que significaba esa entrevista en esa revista, en este país, en esa época (1996). Cuando alguien bien intencionado, pero nacido en la era digital, me pregunta cuál fue mi primer trabajo, me pasa con frecuencia que ante mi respuesta suceda un silencio incómodo. La escena se repite con muy pocas variantes. Hago una pausa dramática, se me hincha el pecho de orgullo y respondo que, recién titulada, me convertí en asistente editorial de la revista Viceversa, y eventualmente en subdirectora editorial. Si en el segundo (o dos) que siguen, noto que su expresión no cambia, agrego que se trató de la primera publicación en México que borró con éxito las líneas entre lo “prestigioso” y lo “popular” (términos que escribo entre comillas porque los uso –y creo que la mayoría ya también– con escepticismo). Lo valioso y lo disfrutable se volvieron parte de la misma dimensión, pero mis interlocutores más jóvenes me miran como si les hablara de algo que no podría concebirse de otra manera por la simple razón de que para ellos siempre ha sido así.

Si se trata de revistas, todos han tenido en sus manos, en versión física o electrónica, títulos que se proponen quitarle a la alta cultura su pátina esnob (que no equivale a simplificarla, como acusan algunos) y, a la vez, desmontan la noción de que toda forma de entretenimiento de masas es, por definición, basura. En este milenio, todos han tenido contacto con productos culturales eclécticos. ¿Cómo explicar que Viceversa fue pionera en lo que hoy es tan común? En ese entonces, quizá sólo el suplemento Sábado del periódico Unomásuno, dirigido por el legendario Huberto Batis, se atrevía a bajar a los intelectuales de sus torres de marfil.

¿Cómo explicar que Viceversa fue pionera en lo que hoy es tan común?

Fiel a su nombre, Viceversa no sólo invirtió los roles de la contradicción. Quienes son mis contemporáneos recuerdan todavía alguno de los artículos publicados, alguna entrevista, los portafolios de fotografía o aquella sección de moda que era más bien una puesta en escena de un concepto arrojado y genial.

Con motivo de este texto, regreso a sus páginas y encuentro en el rol de reseñistas mensuales a personajes que años después serían reseñados por todos. Recuerdo que una de mis primeras consignas fue entrevistar al Negro González Iñárritu, a quien todavía se reconocía sólo como locutor y publicista. Me encaminé a regañadientes, pensando que era una concesión de Fernando a un amigo suyo. Aún durante la entrevista, escuché con escepticismo su confesión, muy de pasada, de que su aspiración era filmar un largometraje. Tres años después, Amores perros cambiaría el rumbo del cine mexicano.

Otros nombres, ya consolidados en ese momento, me parecían intimidantes, pero se autorizaban a relajarse, a dejarse observar desde otro ángulo y a salir de su personaje, aunque fuera sólo para un número de nuestra revista. Muchas veces, eso se apreciaba en la portada misma. Por ejemplo, en la que Carmen Aristegui posó para la lente de Adolfo Pérez Butrón como si estuviera en el shooting de una revista de moda, o aquel close-up del crítico literario Christopher Domínguez Michael, quien le entregó al fotógrafo Héctor Macín una sonrisa que no recuerdo haber visto en otras fotos suyas. Otra portada memorable, también de Pérez Butrón, era la de un hombre y una mujer besándose con cubrebocas: una metáfora del entonces reciente brote de VIH, del cual aún se sabía muy poco. Por la imagen, y porque la portada anunciaba una “Guía del sexo seguro”, algunos comercios exigieron que un plástico cubriera la leyenda e impidiera que la revista se hojeara in situ. Para ilustrar la visión fuera de los márgenes de Viceversa, basta decir que dedicó su primera portada a Alejandra Bogue, en una década en la que las mujeres trans no aparecían ni en interiores. Bogue narra su transición en un texto entrañable titulado “De niño a señorita”.

Luego estaban las anécdotas casi inverosímiles. A los pocos meses de mi llegada, una colaboradora canadiense envió un texto en el que citaba en inglés a Octavio Paz. No citaba la fuente, así que pasé una eternidad buscando, sin éxito, el texto original. Fernando insistía en que telefoneara a Paz, ya sea para que me dijera dónde encontrarlo o para que escuchara mi traducción pedestre de sus ideas hiperlúcidas. Marqué su número varias veces y dejé mi mensaje en su contestadora (otro objeto ya extinto). El día que lo hice por última vez, Paz levantó el teléfono a medio mensaje. Confiada en que no contestaría, no tenía el texto a la mano. El horror. Paciente, el Nobel esperó al teléfono mientras yo buscaba, fuera de mí, la hojita. Luego se tomó el tiempo para buscar entre sus cosas, y al final accedió a escuchar mi traducción. Sin más, dijo que le parecía bien. Esa era el tipo de cosas que pasaban en Viceversa: la idea de algo que sería solemne, ominoso, imponente, se convertía en el encuentro de dos circunstancias atropelladas que se topaban en el accidente.

Eduardo Vázquez Martín y Fernando Fernández, respectivamente subdirector y director de Viceversa, en la presentación del número 11 de la revista, un monográfico sobre el periodista Julio Scherer, fundador de la revista Proceso. Abril de 1994, librería Gernika, Ciudad de México.
Foto: archivo de Viceversa.

Presentaba perspectivas que sólo pueden nacer del contacto humano, de ver a la cara a la otra persona
y reconocerla como un igual.

La disrupción –un término que hoy se ha vuelto casi banal– no tenía el objetivo de escandalizar. Buscaba presentar desde ángulos diferentes, inesperados, de a quienes leemos, escuchamos o admiramos. Presentaba perspectivas que sólo pueden nacer del contacto humano, de ver a la cara a la otra persona y reconocerla como un igual.

La revista misma, su proceso de edición, era evidencia de esa “contradicción”. Un grupo de jóvenes que trabajábamos en una casa acogedora de la colonia Nápoles, pero a quienes Fernando y Mónica Braun –la editora–, y el mismo Max, nos hacían cumplir con los más altos estándares. Portadas meticulosamente trabajadas, editadas a punta de tijeras y Pritt; números que verdaderamente integraban conceptos, plumas y miradas. No existía, por supuesto, la idea del trabajo en casa, ni la desarticulación que viene de trabajos paralelos, más que concatenados. En parte, creo que los grandes nombres que se mostraban dispuestos a exhibirse fuera de su personaje público, lo hacían por la confianza en que haríamos un trabajo de calidad y estricto, pero amable.

La huella de la revista en el mundo editorial es innegable. Su prevalencia es tan incuestionable que cuesta trabajo reconocerle haber sido el primer impulso de aquello que se ha multiplicado por todos lados. Pero la huella personal es indeleble.

Fue el primer espacio en donde conviví con quienes hoy son voces reconocidas en el mundo editorial, de las letras, la imagen, las artes. Voces que se encaminaron hacia sus mejores versiones. Unos se convirtieron en amigos de por vida y otros me invitarían a trabajar con ellos; no son grupos excluyentes. Creo que eso viene no sólo de un proceso de selección afortunado, sino también de que en Viceversa se nos enseñó a lidiar con la circunstancia, asumirla y encararla. No había un reto que se percibiera demasiado grande, ni una personalidad que pudiera aplastarnos. No había miedo al fracaso, pero había tremendo orgullo en la victoria. Nunca se me planteó pensarme como una mujer joven, ni las limitaciones que vienen con ese trayecto. No me paralicé con el miedo de buscar a Paz y reconocer que no estaba preparada para la consulta que quería hacerle.

Aprendí de comunidad y de disciplina. Y de estándares y de ángulos, y aprendí que el mundo es complejo, contradictorio, para bien. Que nunca sabes cuándo alguien te va a dejar ver sus mejores lados, pero que los tienes que buscar, y que seguramente los encontrarás en lugares no planeados.

Pienso en las ganas de cuestionar y criticar y sacudir, y espero que, en alguna casa de alguna colonia de este país, esté un grupo de jóvenes buscando ser la Viceversa de este siglo.

En la nostalgia que me hace pensar en la muerte de la revista impresa, pienso también en el ocaso de esta perspectiva; en la resistencia que empezamos a tener como sociedad a ver los diferentes ángulos; en el impulso de juzgar al todo por sus partes; en las cancelaciones que nos privan de talentos artísticos y humanos placenteros. Pienso en cuánta falta hace quien cuestione las verdades, los personajes y las apreciaciones del mundo, de las dimensiones que tiene el mundo. Pienso en las ganas de cuestionar y criticar y sacudir, y espero que, en alguna casa de alguna colonia de este país, esté un grupo de jóvenes buscando ser la Viceversa de este siglo.

En 1997, Viceversa recibió el Premio al Arte Editorial que otorga la Cámara de la Industria Editorial Mexicana (Caniem). De izquierda a derecha: Roberto Max, Ángeles Zamora, José Luis Silva, Fernando Fernández, Rodrigo Toledo, Fernanda Solórzano, Mónica Braun y Carolina Echeverría.
Foto: archivo de Fernando Fernández.

En el otoño de 2012 se conmemoraron los 20 años de la fundación de Viceversa. De izquierda a derecha: Leonel Sagahón, Mónica Braun, Claudia Muzzi, Fernanda Solórzano, Ángeles Zamora, Soren García Ascot, Rodrigo Toledo, Fernando Fernández, Álvaro Fernández Ros y Rocío Mireles; Casa Refugio Citlaltépetl, Ciudad de México.
Foto: José María Fernández.

Fernanda Solórzano es crítica de cine. Fue subdirectora editorial de Viceversa, jefa de información de Día Siete del periódico El Universal, y coeditora de la revista Letras Libres, donde colabora actualmente y se encarga del videoblog Cine Aparte. Ha publicado textos de crítica cinematográfica en los principales diarios y publicaciones culturales de México así como en otros países. Ha conducido los programas Filmoteca 40, Encuadre y Plano abierto para distintos canales. Actualmente, conduce el programa Encuadre Iberoamericano que se transmite por Canal 22 y distintos canales de Latinoamérica. Es autora del libro Misterios de la sala oscura, publicado en 2017 (Penguin Random House).



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