1.
Según las proyecciones de la Oficina del Censo, los blancos no hispanos serán superados en número por otros grupos étnicos en los Estados Unidos en 2042. Como rezara un estribillo en un cabaret de Chicago: “En 2042 habrá más de nosotros que de usted”. Si Turquía se une a la Unión Europea, entonces en 2030 uno de cada cinco residentes de la unión podría ser musulmán. Esta diversidad es más visible en ciudades como Londres, Ámsterdam, Toronto y Nueva York. Alrededor del 37 % de los neoyorquinos nacen en el extranjero; en Toronto, la cifra se acerca al 50 %. En Londres se hablan trescientos idiomas. Y en Gran Bretaña, uno de cuatro recién nacidos tiene al menos un padre que nació en el extranjero.
En 2042 habrá más de nosotros que de usted”.
No son sólo “inmigrantes”. Cada vez hay más personas “con antecedentes migratorios”, según la clasificación del gobierno alemán, o “posmigrantes”, en la fraseología más fresca de Robert S. Leiken. Durante mucho tiempo se ha observado que los problemas de identidad conflictiva o de esquizofrenia cultural pueden ser más agudos en la segunda o tercera generación. Los viajes aéreos baratos, el internet, la televisión satelital y los teléfonos celulares acercan a las dos patrias más de lo que lo vivieron los inmigrantes irlandeses o italianos en Estados Unidos hace cien años . Más que los italonorteamericanos de comienzos del siglo xx, los turco-alemanes de hoy, junto con los paquistaníes-británicos, los méxico-americanos, los camboyanos-canadienses y los chino-australianos sienten que pertenecen a dos mundos.
Estos nuevos europeos, canadienses, estadounidenses o australianos no pueden caracterizarse simplemente mediante un identificador de grupo; ya sea su cultura, etnia, nacionalidad (“los turcos”), religión (“los musulmanes”) o algún marcador colectivo inventado expresamente, como “hispano” o “afrocaribeño”. En la ciudad inglesa de Birmingham, por ejemplo, se espera que para 2024 los no blancos sean mayoría. Los postmigrantes no serán solo hindúes, sijs o musulmanes, sino también gente de ascendencia punjabi o mirpuri (de Mirpur, en Azad, Cachemira), laboristas, conservadores o votantes demócratas liberales, partidarios de este o aquel club de fútbol, y no menos importante, brummies —término coloquial para residentes de Birmingham—, con su acento distintivo y patriotismo local. Alrededor de un millón de personas se identifican hoy como de etnia “mixta” en Gran Bretaña. En muchos países cada vez hay más personas que son, como lo dijo Barack Obama alguna vez: “mutts like me” [“mestizos como yo”].
En muchos países cada vez hay más personas que son, como lo dijo Barack Obama alguna vez: “mutts like me” [“mestizos como yo”].
Con su tendencia a encasillar personas de acuerdo a su cultura, la literatura multiculturalista fracasa con frecuencia al reconocer la completa diversidad de este mundo cada vez más mezclado. Hoy, más que nunca, debe considerarse la total diversidad dentro de una sola piel, mente y corazón humanos.
2.
El multiculturalismo se ha convertido en un término de definición confusa. ¿Se refiere a una realidad social? ¿Un conjunto de políticas? ¿Una teoría normativa? ¿Una ideología? El año pasado fui miembro de un grupo de trabajo del Consejo de Europa con miembros de otros ocho países europeos. Juntos descubrimos que la palabra significaba algo diferente, y generalmente equívoco, en cada país.
Algunas, aunque no todas, de las políticas descritas como “multiculturalistas” instituidas en los últimos treinta años han tenido consecuencias profundamente antiliberales, permitiendo el desarrollo de “sociedades paralelas” o un “aislamiento subsidiado”. Líderes autoproclamados de diversas comunidades han utilizado fondos públicos para respaldar normas culturales que serían inaceptables en la sociedad en general, especialmente en relación con las mujeres. Todo esto a su vez ha ido oficializando el relativismo cultural y moral. Un efecto perverso ha sido el de restar poder a las voces minoritarias más liberales, seculares y críticas dentro de esas minorías étnica o culturalmente definidas.
Si, por consiguiente, uno desea elaborar una versión de la multiculturalidad genuinamente compatible con el liberalismo, como les gusta hacer a algunos teóricos políticos distinguidos, entonces debemos ocupar páginas y páginas adicionales para acompañar al término con sus respectivas aclaraciones. Y al momento de concluir, la justificación de un nuevo y diferente “ismo” se habrá evaporado. ¿Por qué no hablar simplemente sobre la forma que debería tomar un liberalismo moderno, uno adecuado —es decir, tanto desarrollado como adaptado– a las condiciones de una sociedad contemporánea multicultural?
Cuando los acuerdos del liberalismo se expandieron hasta abarcar la equitativa libertad bajo la ley para las personas de todas las clases sociales, no se consideró necesario hablar de “multiclasismo”; tampoco de “multicolorismo” cuando esa igualdad se extendió a todos los colores de piel; ni de “multigénero” o “multisexualismo” al tratarse de la igualdad de los géneros y de las sexualidades. Aunque esto sea doloroso, especialmente para quienes han dedicado sus carreras académicas al multiculturalismo, el término debería ser desterrado al basurero conceptual de la historia.
Afirmar esto no es respaldar necesariamente un juicio sumario y tosco sobre si el multiculturalismo fue, en la veta paródica de 1066 and all that, algo bueno o malo. Una de las desventajas del término es que, precisamente, abarca algunas cosas muy malas (por ejemplo, los guetos públicamente subsidiados de comunidades iliberales de postmigrantes en las ciudades de Europa occidental) y otras muy buenas (por ejemplo, los esfuerzos para que los vecinos se conozcan culturalmente mejor entre sí).
Para ser claros, este “ismo” ya es cosa del pasado. Aunque el adjetivo reúne de manera discutible y bajo una sola etiqueta aquello que, en realidad, determina a las múltiples diferencias humanas —religión, etnia, idioma, nacionalidad, color, etcétera—, “multicultural” se ha convertido en la abreviatura exclusiva de la diversidad posmigrante de estas sociedades. No hay necesidad de confundir la hierba descriptiva con la maleza prescriptiva.
3.
¿Cómo entonces resumir el desafío planteado, junto con las oportunidades que ofrece, el carácter cada vez más multicultural de estas sociedades sin referirse explícitamente al “multiculturalismo”? Bajo la premisa de que no deberíamos usar términos complicados cuando la sencillez es lo mejor, sugiero “combinar libertad y diversidad”. Esto no significa que libertad y diversidad sean valores de primer orden, equiparables a la paz y la justicia, sin embargo es claro que un incremento en diversidad puede mejorar la libertad; donde no hay diversidad de elección, no hay libertad de elección. Entre más elecciones de las diversas formas de vida tengamos a nuestra disposición, aquí mismo en aras de nuestra gran ciudad, mayor será la libertad efectiva con la que contamos. Aunque en la práctica, esa creciente diversidad también puede constituir un desafío para las libertades existentes, así como para las prácticas sociales y los acuerdos compartidos en que históricamente se han sustentado tales libertades.
Sugiero “combinar libertad y diversidad”. Es claro que un incremento en diversidad puede mejorar la libertad; donde no hay diversidad de elección, no hay libertad de elección.
Desde la decisiva obra de Robert Putnam sobre la erosión de la confianza social hasta la violenta controversia en torno a las viñetas danesas de Mahoma, desde los barrios marginales de las minorías étnicas a la antiliberal ley de inmigración de Arizona, cualquiera con ojos para ver reconocerá que estamos lejos de ser una feliz nación arcoíris (término para describir a la Sudáfrica posterior al apartheid).
Cuando digo “combinar libertad y diversidad”, me refiero sobre todo a la diversidad como una realidad. Por ello la frase podría analizarse con mayor amplitud como: “de qué modo defender y mejorar las libertades de una sociedad abierta en condiciones de creciente diversidad”. Esto requiere una atención especial a los detalles de la política sobre educación, vivienda, mercado de trabajo, bienestar, cultura, representación política, etcétera. El nivel local es tan importante como el nacional y, en Europa, supranacional. Lo que funciona para los paquistaníes en Bradford puede no funcionar para los turcos en Berlín o los bereberes en Rotterdam, y mucho menos para los mexicanos en Los Ángeles o los camboyanos en Toronto.
El carácter de las interacciones cotidianas afectará las actitudes de los migrantes. Pequeñas ofensas separan, pequeñas cortesías integran.
Tampoco es sólo una tarea para las política públicas. Es responsabilidad personal de cada uno de nosotros, quienes vivimos en este tipo de sociedades. El carácter de las interacciones cotidianas, en la escuela, en el trabajo, en la calle, en el café, afectará las actitudes de los migrantes y postmigrantes, al menos tanto como cualquier política general. Pequeñas ofensas separan, pequeñas cortesías integran.
Propongo un pentagrama de virtudes liberales: inclusión, claridad, consistencia, firmeza y liberalidad. Teóricamente, éstas pueden entenderse como expresiones del intento de Isaiah Berlin y otros de mezclar liberalismo con pluralismo.
4.
Un resumen de “lo que debe hacerse” llenaría una enciclopedia. Aquí sólo puedo bosquejar ciertas cualidades que deberían aparecer e informar tanto las políticas públicas como la conducta personal. Propongo un pentagrama de virtudes liberales: inclusión, claridad, consistencia, firmeza y liberalidad. Teóricamente, éstas pueden entenderse como expresiones del intento de Isaiah Berlin y otros de mezclar liberalismo con pluralismo. De manera práctica, extraen lecciones de medio siglo de prueba y error. Huelga decir que estas cinco virtudes pluralistas liberales son efectivas sólo en conjunto, de ahí la imagen de un pentagrama.
Inclusión
En un elevado nivel de abstracción se puede argumentar que restringir la inmigración hacia los países ricos y libres es antiliberal. En la vida real, limitar tal inmigración es una precondición para mantener una sociedad liberal (dejemos que quienes lo deseen ingresen a Suiza y veremos lo que sucederá). Lo que el liberalismo necesita, sin embargo, es que todos los que ingresan a un determinado espacio jurídico-político —ya sea un sólo Estado, el territorio de la Unión Europea o la Europa más extensa del Consejo de Europa— deben mantener sus derechos humanos, incluso si están allí breve e ilegalmente. Es necesario también que quienes viven allí legalmente y por periodos más largos, tengan derecho a un “respeto y cuidado” más pleno y equitativo, lo que Ronald Dworkin prescribe como el deber del Estado liberal hacia todos sus ciudadanos.
Durante el último medio siglo, muchos países de Europa occidental han fallado en ambos aspectos. Han permitido el ingreso de un gran número de personas mediante una combinación de migración deliberadamente generosa, aunque administrada de manera caótica, con una clara inmigración ilegal. Países como Noruega, sin experiencia moderna en inmigración a gran escala, han experimentado un ingreso próximo a las proporciones récord de inmigración en los Estados Unidos anterior a la Primera Guerra Mundial. Hasta fechas recientes, sin embargo, la mayoría de los Estados europeos habían hecho muy poco para integrar a los nuevos o a los no tan recién llegados y sus hijos —es decir, para que se sientan en casa, como miembros con pleno derecho de las sociedades en las que viven.
Renunciar a cualquier otra ciudadanía podría considerarse irrazonable en un mundo en el que cada vez más posmigrantes se encuentran firmemente vinculados a dos patrias.
En un famoso artículo titulado The multicultural drama, publicado en 2000, el escritor político holandés Paul Scheffer criticó la política de los Países Bajos de “admisión liberal e integración limitada”. Por “liberal” probablemente aludía a “generoso”, aunque en verdad, como argumenta en su excelente libro Immigrant nations, esta combinación no fue liberal en absoluto. En Alemania, por ejemplo, en 1994, más de siete millones de habitantes de un total de ochenta millones, estaban registrados oficialmente como “extranjeros”. Entre ellos se incluyó a turcos que habían vivido en Colonia o en Berlín Occidental durante treinta años.
La mayoría de los países de Europa Occidental, incluida Alemania, ha ido cambiando de parecer y ahora se muestra en favor de la concesión de la ciudadanía a residentes de larga duración, aunque una reconsideración de ley de ciudadanía de Alemania aún exige renunciar a cualquier otra ciudadanía. Esto es cada vez menos realista y podría considerarse irrazonable en un mundo en el que cada vez más posmigrantes se encuentran firmemente vinculados a dos patrias. Como dijo una mujer en la ciudad británica de Bradford: “Pakistán es nuestro país. Gran Bretaña también”.
Pakistán es nuestro país. Gran Bretaña también”.
Conceder la ciudadanía es sólo el comienzo de la inclusión. En estos días, muchos países de Europa Occidental han comenzado a aplicar exámenes y ceremonias de ciudadanía. Las preguntas en esos exámenes sobre historia nacional pueden tener un carácter un tanto aleatorio y ser reprobadas por personas cuyas familias han vivido en el país por generaciones. (Para cierto regocijo en Gran Bretaña, incluso el primer ministro David Cameron no pudo responder con prontitud al presentador del programa de entrevistas norteamericano David Letterman, qué significaba en inglés “Carta Magna”, ni quién compuso Rule, Britannia.) Por su parte, las ceremonias pueden ser superficiales o estar al borde de la autoparodia (té y sándwiches acompañados por un pianista tocando Land of hope and glory, mientras la lluvia cae sobre el techo del salón de una aldea inglesa). No obstante, los nuevos ciudadanos con los que he hablado consideran estas ceremonias emotivas, o al menos “agradables”.
Más allá de esa única afirmación festiva de pertenencia cívica, la dura rutina de inclusión ocurre en múltiples entornos: educación, vivienda, entorno laboral, medios, política, entretenimiento y deporte. Pocas cosas ayudan más que la mezcla cotidiana e inconsciente de personas en el hogar, la escuela y el trabajo. La novelista Zadie Smith recuerda que creció en un Londres de niñas vestidas de hijab, niños judíos con kipás e hindúes con bindis en la frente: “reunidos dentro de las mismas escuelas primarias, no estábamos hipnotizados ni especialmente asustados por nuestras diferencias”.
Estudios pormenorizados han demostrado la existencia en el mercado laboral francés de una discriminación severa contra personas con nombres extranjeros en general y musulmanes en particular.
En Francia, pese a su gran tradición republicana de integración de la diferencia a través de la escolarización, el problema de la segregación educativa persiste debido a que los posmigrantes se concentran en barrios especiales de la ciudad. Estudios pormenorizados han demostrado la existencia en el mercado laboral francés de una discriminación severa contra personas con nombres extranjeros en general y musulmanes en particular.
En el periodismo existe un doble desafío de representación: presentar las vidas de personas de diferentes culturas con precisión y comprensión y, por otra parte, hacer que personas de origen distinto sean visibles y audibles en la televisión, la prensa y en los medios electrónicos. No es necesario que ambos tipos de representación coincidan. No se requiere que los afroamericanos informen siempre sobre afroamericanos, los musulmanes sobre musulmanes, las mujeres sobre mujeres. En política es deseable la representación perceptible tanto de los rostros como de los intereses de las minorías significativas; y, nuevamente, ambas no necesitan coincidir. Cem Özdemir, un líder del Partido Verde de Alemania, se dirige a los votantes con una preocupación especial sobre el medio ambiente, no sólo para sus compatriotas alemanes turcos y turcos alemanes.
Probablemente el entretenimiento y el deporte tienen mayor impacto en la percepción de un público más amplio. La mayoría de los equipos de fútbol europeos cuentan con una gran presencia de jugadores de origen inmigrante: el legendario jugador francés Zinedine Zidane, ahora retirado, el delantero italiano Mario Barwuah Balotelli y el ex capitán de Inglaterra, Sol Campbell, por nombrar solo tres. La magia en sus botines ha hecho más por el surgimiento de “un nuevo nosotros”, que cualquier otra cosa hecha por cualquier político.
Claridad
En las sociedades multiculturales, los principios y valores básicos de la comunidad política, incluidos los derechos y deberes del ciudadano, deben explicarse con mayor claridad. La mayoría de los países europeos con altos niveles de inmigración se han movido en esta dirección. Italia, por ejemplo, produjo una Carta de Valores en 2007. La Unión Europea tiene una lista de once "principios básicos comunes sobre integración" que, si bien son necesariamente generales, son por igual claros y liberales.
Al respecto es importante distinguir entre los elementos liberales imprescindibles, aquellos que no admiten componenda, y las partes de la vida cívica en las que la negociación y el convenio resultan posibles y deseables. Un error cometido por muchas sociedades europeas en la última década ha sido gastar grandes cantidades de tiempo e indignación en lo que es probable sean asuntos secundarios —la cuestión de si el minarete de la mezquita de Colonia puede ser más alto que la aguja de la catedral de Colonia, un referéndum sobre la prohibición de minaretes en Suiza, las interminables controversias en torno al hijab, el niqab y la burka— y, a la vez, permitiendo grandes concesiones en asuntos donde no debería haber ninguno, como la igualdad bajo la ley, la libertad de expresión y los derechos fundamentales de la mujer.
Así estas sociedades han sido innecesariamente intransigentes con lo no esencial y peligrosamente negligentes con lo imprescindible. En 2008, por ejemplo, las autoridades británicas recibieron informes de unos 1600 matrimonios presuntamente forzados, en tanto que la policía calculó que los llamados asesinatos de “honor” se ejecutaban a un promedio de uno por mes (los números reales en ambos casos quizá sean más altos). Cifras espeluznantes para cualquier país, especialmente para uno que se enorgullece de ser “la patria de la libertad”.
Jonathan Laurence, cuyo estudio sobre los recientes acercamientos de los gobiernos europeos a sus poblaciones musulmanas recurre a la experiencia histórica de otras minorías en Europa, nos señala que el preámbulo del acuerdo de Napoleón con la comunidad franco-judía incluyó una referencia explícita al principio talmúdico dina demalchuta dina —“la ley de la tierra es la ley”—. La forma en que las personas de diferentes religiones y culturas coinciden en este punto es asunto propio, pero deben llegar a él o los cimientos de una sociedad libre se verán fracturados. Un corolario esencial es que los ciudadanos de cualquier origen tengan la misma oportunidad de trabajar para cambiar esa “ley de la tierra”, mediante una legislatura elegida democráticamente.
Consistencia
Los Estados liberales seculares modernos afirman otorgar a sus ciudadanos el mismo trato bajo una sola ley. La llegada de personas de diversas culturas, religiones y países expone esta pretensión a pruebas que la respalden. ¿Por qué, por ejemplo, hay leyes sobre la blasfemia que protegen sólo al cristianismo? ¿Escuelas de fe sólo para algunas religiones pero no para todas? ¿Leyes de la memoria que cubren sólo ciertos genocidios, como el Holocausto? ¿Huecos de excepcionalidad legal solo para algunas comunidades, como los amish en los Estados Unidos? “¡Doble moral!”, exclaman los representantes de las nuevas minorías —y tienen razón.
Los Estados liberales seculares modernos afirman otorgar a sus ciudadanos el mismo trato bajo una sola ley. La llegada de personas de diversas culturas, religiones y países expone esta pretensión a pruebas que la respalden.
Detengámonos entonces en la encrucijada del camino. Podemos multiplicar las prohibiciones para que los miembros de todas las comunidades y religiones estén igualmente protegidos, o bien, desmantelar tabúes antes incuestionables para avanzar hacia un liberalismo con mayor consistencia en la igualdad. Representantes de minorías posmigrantes, socialmente más conservadoras, a menudo preferirían que tomásemos la ruta anterior. Así por ejemplo, los musulmanes británicos cabildearon a principios de la década pasada, no para abolir la ley británica sobre el sacrilegio, sino para que ésta se extienda y otorgue igual protección al Islam. Lo que sucedió es que Gran Bretaña revocó esa ley reemplazándola con un nuevo delito por “incitación al odio religioso”. Sin embargo, tras una campaña de los defensores de la libertad de expresión, ese delito fue acotado por lo que se conoce como “la cláusula del pen inglés”, la cual protege las “críticas o expresiones de antipatía, aversión, mofa, injuria u ofensa” de las creencias y prácticas religiosas. El resultado neto marcó un avance hacia un liberalismo más consistente, aunque estuvo muy reñido.
Sin duda es poco realista esperar una consistencia total. En una carta notable, dirigida al erudito legal alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde en 2004, el hombre que entonces era el cardenal Joseph Ratzinger y que luego se convertiría en el papa Benedicto XVI, insistió lastimeramente que el domingo debía ser un día de descanso —un punto práctico bastante razonable–. Sin embargo, continuó argumentando que un Estado no podía separarse por completo de sus raíces culturales, para convertirse en lo que llamó un reiner Vernunftstaat, es decir, un Estado erigido sobre la pura racionalidad.
El desafío de nuestro tiempo consiste precisamente en construir sobre valores defendibles a la luz de la razón y que puedan encontrarse en todas las culturas.
Señalo todo lo anterior para elidir dos puntos: la afirmación de que un Estado laico y liberal necesita idénticos valores compartidos que lo sustenten y la afirmación de que tales valores deben estar vinculados a una cultura particular. El desafío de nuestro tiempo consiste precisamente en construir sobre valores defendibles a la luz de la razón y que puedan encontrarse en todas las culturas. “Créanme”, insiste el filósofo Almut Bruckstein Çoruh, “los valores básicos de la constitución alemana (Ley Básica), pueden muy bien justificarse desde las tradiciones judía e islámica”.
Firmeza
Los elementos liberales fundamentales, hacia los que un país libre exige respeto por parte de todos sus ciudadanos y residentes, deben estar claramente definidos y ser de alcance limitado, pero defendidos sin vacilación alguna. Esto requiere nuevas respuestas a los nuevos desafíos. Así, por ejemplo, Gran Bretaña tiene ahora una Unidad de Matrimonios Forzados, resultado de una iniciativa conjunta entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio del Interior, pues —en este mundo de patrias duales— muchos de los matrimonios forzosos tienen lugar en países como Pakistán. En 2007, el Parlamento británico aprobó una Ley de Matrimonio Forzado. La policía ha desarrollado una estrategia de amplio alcance para combatir lo que ellos definen como “violencia basada en el honor”, la cual contempla matrimonios forzados, asesinatos y mutilación genital femenina. Como precisan con atingencia: “No existe honor en la ejecución de asesinatos, violaciones, secuestros y muchos otros actos, comportamientos y conductas que constituyen ‘violencia en nombre del llamado honor’”.
No existe honor en la ejecución de asesinatos, violaciones, secuestros y muchos otros actos, comportamientos y conductas que constituyen ‘violencia en nombre del llamado honor’.”
En nuestros tiempos, una de las mayores amenazas a las libertades proviene de la intimidación violenta para disuadir la libertad de expresión. En un proyecto de investigación de la Universidad de Oxford sobre libertad de expresión (www.freespeechdebate.com), hemos formulado un principio fundamental: “Ni amenazamos con violencia ni aceptamos la intimidación violenta”. Estos son los dos lados de una misma moneda. Ceder a la intimidación violenta es, en efecto, alentar a quienes han cometido amenazas de violencia, y a otros a seguirlos.
Se trata de un desafío al que muchas sociedades europeas no han podido enfrentar en los últimos veinte años. Lo que en la literatura de la libertad de expresión estadounidense se conoce como “the heckler's veto” (el veto del abucheador), hoy en día se ha convertido en el veto del asesino. Ciertamente, hay decenas (probablemente cientos) de individuos en Europa (o aquellos que habitan en Europa) amenazados de muerte sólo por los pensamientos o sentimientos que han expresado por escrito en un discurso, en una obra de teatro o en las artes visuales. Esto incluye no sólo a críticos no musulmanes y exmusulmanes del Islam, sino también a los musulmanes que han criticado lo que se hace en nombre de su propia fe. Sijs, hindúes y otros también han sentido el filo violento de la intimidación.
Ceder a la intimidación violenta es, en efecto, alentar a quienes han cometido amenazas de violencia, y a otros a seguirlos.
Con demasiada frecuencia las fuerzas de la ley y el orden han tratado de suprimir las formas de expresión ofensivas en lugar de enfocarse en las amenazas de violencia. Ante las manifestaciones violentas, la policía británica pidió a quienes representaban la obra Behzti —en la cual se muestra una imagen mordazmente negativa de la vida de la comunidad sij en Gran Bretaña— detener la producción. Si bien las acciones del Estado son de importancia secundaria en algunas otras áreas, como el entretenimiento y el deporte, en este terreno el papel del Estado es vital, pues tiene el monopolio legítimo de la violencia. Una sociedad cada vez más diversa está obligada a manifestar puntos de vista cada vez más opuestos. El trabajo del Estado liberal no es reducir, y mucho menos eliminar ese conflicto, sino garantizar que permanezca dentro de límites pacíficos.
Jeremy Waldron ha argumentado recientemente que las leyes al estilo europeo contra el “discurso de odio” deberían ser consideradas seriamente en los Estados Unidos, pues protegen la dignidad de las minorías vulnerables. Mi opinión es que Europa debería avanzar más bien en dirección de la Primera Enmienda. En Europa podemos aprender de la manera en que Estados Unidos ha utilizado tradicionalmente la libertad de expresión para, precisamente, vivir con diversidad. Como observó el presidente Obama en la Asamblea General de la onu, al reflexionar sobre la controversia desatada por el video de Youtube “Innocence of Muslims”, en la que dijo: “en una sociedad diversa, los esfuerzos para restringir el discurso pueden convertirse rápidamente en una herramienta para silenciar a los críticos y oprimir a las minorías”. En una democracia liberal, un tuit odioso se combate mejor con la condena popular y la presión social —que las redes sociales también permiten y magnifican—, en lugar de desperdiciar el tiempo de la policía, que tiene cosas más importantes que hacer.
Las personas amenazadas necesitan de la solidaridad de la sociedad en general. Deberían poder sentir que existen personas a las que pueden recurrir para obtener protección y apoyo.
El Estado necesita intervenir decisivamente en ese punto donde el “discurso del odio” se convierte en lo que Susan Benesch llama “discurso peligroso”. Como argumenta Benesch, determinar cuándo se cruza esa línea requiere un análisis cuidadoso de las circunstancias específicas del hablante y de la audiencia. Pero, el “si dices eso, te mataremos” —cuando se dice en serio—, a todas luces califica como un discurso peligroso. Sin embargo, la lucha contra la intimidación violenta no debe dejarse sólo a la policía y a los tribunales. Las personas amenazadas, ya sea una escritora famosa o una joven desconocida en una comunidad oprimida, necesitan de la solidaridad de la sociedad en general. Deberían poder sentir que existen personas a las que pueden recurrir para obtener protección y apoyo. (Tal solidaridad, sin embargo, no exige frenar las críticas a los puntos de vista de aquellas personas. La autocensura no es una buena forma de defender la libertad de expresión).
Las instituciones, como los partidos políticos, los sindicatos, las escuelas, las universidades y las editoriales, deben participar. Por ejemplo, es lamentable que la Editorial Universitaria de Yale (mi editorial estadounidense) decidiera no publicar el libro de la erudita danesa Jytte Klausen, sobre la controversia en torno de las caricaturas danesas de Mahoma, con las ilustraciones aunque estuvieran consideradas. Como resultado, en el esmerado libro académico titulado The cartoons that shook the world, lo único que no podemos ver son las caricaturas que sacudieron al mundo.
En este momento, el enfrentar la intimidación violenta es el ejemplo más importante, aunque no el único, de una firmeza liberal básica. Se requiere asimismo firmeza frente a la histeria popular sensacionalista (el “¡hay que hacer algo!”), el cabildeo abierto y encubierto por parte de los intereses de los ricos y poderosos en el país y en el extranjero (de Rupert Murdoch a todo tipo de creencias étnicas y de fe, pasando por las autoridades de Arabia Saudita y de China), y cualquier otra presión para prevenir o pervertir la aplicación continua de normas explícitas para todos los miembros de una sociedad multicultural.
Liberalidad
El enfoque pluralista se toma en serio la tarea de que podemos comprender, apreciar y aprender de los demás, incluso si tenemos profundos desacuerdos con ellos.
Describo el último punto del pentagrama con una palabra que recoge algunas connotaciones antiguas, ahora medio enterradas, de “liberal”. Los significados de “liberalidad” incluyen generosidad, apertura de mente y carencia de prejuicios. Evoca la línea del liberalismo que asume un interés generoso, curioso e imaginativo en otras culturas, filosofías y formas de vida. Representado insuperablemente por Isaiah Berlin, este enfoque pluralista va más allá de la simple afirmación de que las sociedades liberales no exigen que todos sus ciudadanos sean liberales. Se toma en serio la tarea de que podemos comprender, apreciar y aprender de los demás, incluso si tenemos profundos desacuerdos con ellos. Sus cualidades se acuñan en frases como “mente liberal”, “espíritu liberal” y La imaginación liberal de Lionel Trilling.
Martha Nussbaum habla elocuentemente por —y continúa— esta tradición en su libro La nueva intolerancia religiosa. Ella aboga por el ejercicio de nuestros “ojos interiores”, por esa “imaginación curiosa y comprensiva” proclive al “reconocimiento de una humanidad con indumentarias exóticas”. Al igual que Trilling, Nussbaum ilustra esta imaginación liberal por medio de obras literarias –que en su caso van desde Nathan, el Sabio de Gotthold Ephraim Lessing, a los libros infantiles de Marguerite de Angeli. No todos podemos ser novelistas o poetas, pero algunas de sus habilidades imaginativas son esenciales si queremos conjuntar los severos, y a la vez singulares, requisitos jurídicos y políticos de la libertad equitativa con, por otro lado, la realidad holgada y polifónica de la diversidad social y cultural.
El Concejo de Europa promueve ahora lo que llama educación y comprensión “intercultural”. Sin embargo, el conocimiento en el papel es inútil sin la imaginación para participar de él. Con un poco de imaginación y contacto humano, pronto descubriremos la humanidad compartida bajo un atuendo y una lengua desconocidos.
Decir “una [...] imaginación curiosa” implica que uno hace algo más para conocer a nuestros vecinos. Esto es fundamental pues, según observa la escritora Devla Murphy, “si no sabes nada de un pueblo puedes creer cualquier cosa”. El Concejo de Europa promueve ahora lo que llama educación y comprensión “intercultural”. Sin embargo, el conocimiento en el papel es inútil sin la imaginación para participar de él. Con un poco de imaginación y contacto humano, pronto descubriremos la humanidad compartida bajo un atuendo y una lengua desconocidos. Este es el tema de muchas novelas y poemas pero también, como recuerda Zadie Smith, la experiencia cotidiana de compañeros de clase y vecinos que participan en actividades conjuntas, que no tiene nada que ver con conocer otras culturas, como fumar tu primer cigarrillo detrás del gimnasio de la escuela, por ejemplo, o haciendo campaña en favor de una nueva ruta del autobús local.
Cerrar filas en la defensa de los valores básicos y de los derechos humanos no requiere, ni debe conducir, a la clausura de las mentes.
Detrás de la cortina del idioma extranjero encontraremos asimismo ideas que podemos reconocer como valiosas y verdaderas. Aunque, según hemos visto, este no siempre será el caso pues ocasionalmente existen conflictos inextirpables, que requieren sólo tolerancia en la frontera de los elementos esenciales liberales y una firmeza de hierro en esa frontera. (La intimidación violenta a la libertad de expresión, los asesinatos de honor y los matrimonios forzados son ejemplos muy reales). Con todo, cerrar filas en la defensa de los valores básicos y de los derechos humanos no requiere, ni debe conducir, a la clausura de las mentes.
Reflexionando sobre el debate a veces histérico en torno al Islam en Europa, en un ensayo originalmente titulado Dialéctica de la secularización, Jürgen Habermas insiste en que, puesto que los conciudadanos deben “tomarse en serio como contemporáneos modernos”, entonces “se espera que los ciudadanos seculares no excluyan a fortiori la posibilidad de descubrir —incluso en expresiones religiosas— contenidos semánticos e intuiciones encubiertas que puedan traducirse e introducirse en un discurso laico”.
En la Europa occidental contemporánea esta recomendación se dirige a una mayoría secular, si no es que atea. En Estados Unidos se debe reenfocar la perspectiva, atendiendo a la expectativa de una mayoría religiosa con respecto a una minoría atea, pero como señala el mismo Habermas, no es un mero llamado a una mayoría en específico.
Como una persona cuyos antepasados, a juzgar por el fragmentario árbol genealógico que se remonta hacia el pasado, siempre tuvieron por casa a Inglaterra, me siento especialmente obligado a tender la mano, en un espíritu análogo a la hospitalidad, para ayudar a los recién llegados a sentirse como en casa en Inglaterra. Pero si tomamos en serio la aspiración de crear un “nuevo nosotros”, tiene que haber un momento en que aquellos cuyas familias llegaron un poco más recientemente sean tan anfitriones como yo. Tratarlos como invitados —o, peor, como gastarbeiter (trabajadores inmigrantes)—, es precisamente lo menos liberal que se puede hacer.
Por otra parte, aunque los posmigrantes continúan siendo una minoría en el conjunto de los países occidentales, hay barrios londinenses en los que ya son mayoría y ciudades enteras inglesas en las que pronto lo serán. Para entonces la propia distinción entre mayoría y minoría se volverá inadecuada. Mientras tanto, el “nosotros” y “ellos”, con ayuda del amor y la atracción sensual, se ven cada vez más gloriosamente mezclados.
Así, la exigencia de liberalidad se extiende a la totalidad de una sociedad multicultural, no solo a sus mayorías actuales. Si se convoca al ateo a que admita la posibilidad de un valor velado “incluso en expresiones religiosas”, por su parte, el cristiano, el musulmán, el hindú, el sij o el fundamentalista se ven igualmente convocados a tener la imaginativa generosidad de espíritu para comprender los valores de un ateo homosexual, por ejemplo. Si bien la liberalidad no puede compilarse en la ley, sin hablar de los departamentos gubernamentales, se trata del quinto y vital ingrediente en la combinación de libertad y diversidad.
Al llegar a la última esquina del pentagrama, un lector indiferente podría quejarse diciendo: “pero aquí no hay nada nuevo, solo viejas y familiares virtudes liberales aplicadas y adaptadas a las nuevas circunstancias de las sociedades multiculturales”. Precisamente.