En un contexto en el que las antiguas tradiciones religiosas influyen fuertemente en la geopolítica de Europa del Este, el libro Una guerra ortodoxa: Rusia, Ucrania y la religión, 1988-2024 de Jean Meyer no solo narra un periodo crucial, sino que invita a reflexionar sobre el papel de la religión en la dinámica actual entre Rusia y Ucrania. Más allá de ser una cronología de eventos, el libro explora cómo la Iglesia ortodoxa ha sido un pilar esencial de la identidad rusa; al tiempo que muestra cómo la religión no solo acompaña la política, sino que resulta un componente esencial de lo que significa afirmarse como ruso; un factor determinante en el ámbito político de la reivindicación de la Iglesia ortodoxa rusa.
¿Cómo ha influido la Iglesia ortodoxa en la construcción de una identidad nacional que perdura a lo largo del tiempo? ¿Cuáles son los paralelismos entre la historia religiosa y el actual conflicto político? ¿De qué manera la trayectoria de la Iglesia refleja las tensiones modernas? Y, en última instancia, ¿cómo el reconocimiento de estas conexiones puede transformar nuestra comprensión de los eventos actuales en la región?
Dada la vasta trayectoria de Jean Meyer –con más de cincuenta años de investigación de campo y una profunda experiencia en el tema–, esta entrevista se concibe como una agradable conversación en lugar de un mero interrogatorio. Nos proponemos no solo explorar posibles respuestas a estas interrogantes, sino abrir un diálogo que nos permita entender mejor las complejas interacciones entre la Iglesia ortodoxa rusa (IOR) y el conflicto en un mundo en constante cambio. Sumergirnos en una conversación profunda que reconcilie el pasado con las inquietudes del presente.

Leía una entrevista que dio en el marco de la publicación de Rusia y sus Imperios (1894-1991), el primer tomo de esta obra, donde, al final, mencionaba que este volumen representa un punto de inflexión en lo que parecía un rayo de esperanza y consideraba que en el segundo tomo la historia tomaría un giro trágico. ¿Qué tenía usted en mente al considerar este segundo tomo de esta forma?
Agradezco mucho cómo planteas el problema, que va más allá de la entrevista, tocando temas como el lugar de Rusia en el mundo y la posición de los cristianos rusos. En casi todas las entrevistas me han preguntado sobre la guerra y Ucrania, pero casi nunca se menciona que el 80 o 90% del libro trata sobre sociología religiosa, específicamente, sobre la reconstrucción de la Iglesia ortodoxa rusa tras la perestroika de Gorbachov.
“Cuando un príncipe adoptaba una religión, su pueblo debía adoptarla también, incluso bajo pena de muerte”.
No sé si Gorbachov personalmente era partidario o creyente, pero fue un hombre que le apostó sinceramente a lo que llamamos “la democracia”; una democracia sin adjetivos. Y esto implicaba la libertad religiosa. Este fue un momento clave y el parteaguas de 1988, que además conmemora el milenario de la “opción religiosa” del Gran Príncipe Vladimir de Kiev, enmarcada en una alianza con Constantinopla. Este evento tiene gran relevancia histórica, ya que, en esa época, cuando un príncipe adoptaba una religión, su pueblo debía adoptarla también, incluso bajo pena de muerte. Entonces el primer tomo abarca la historia de la cristiandad eslava desde 988 hasta 1988. Este segundo tomo se centra en lo que ocurrió después: la desaparición de la URSS, la exitosa reconstrucción institucional durante Borís Yeltsin, quien, aunque agnóstico, consideraba el cristianismo.
A partir del 2000, Putin, ya como presidente, se presenta como cristiano practicante. No tiene sentido especular sobre su sinceridad, ya que su fe no cambia su rol público como presidente ortodoxo, o “zar Vladimir” para sus seguidores. Desde los años sesenta, cuando comencé a investigar sobre Rusia, me di cuenta de que, aunque hubo tres patriarcas, fue en 1988 cuando Kirill –actual patriarca de Moscú y de todas las Rusias y por ello cabeza de la Iglesia ortodoxa rusa y – asumió un rol clave como mano derecha de Pimen I, en ese entonces patriarca de Moscú y de todas las Rusias.

Esto no resta importancia a los dos patriarcas previos, especialmente a Alexei II, de origen báltico, pero desde ese momento, Kirill ha dirigido efectivamente la Iglesia ortodoxa. Cuando el patriarca Kirill se encuentra con el zar Vladimir, ambos comparten una visión de que Rusia es mucho más grande que Rusia misma. Vladimir declara que “la gran tragedia del siglo XX fue la desaparición de la URSS”, mientras que el patriarca Kirill afirma: “Yo soy patriarca de Moscú y de todas las Rusias”.
En su análisis sobre la reactivación de elementos soviéticos y figuras históricas, destaca la relación dinámica entre la Iglesia ortodoxa rusa (IOR) y el Estado, más allá de un simple retorno al pasado. Esto plantea dudas sobre la presión de Kirill y Putin sobre la institucionalidad eclesiástica, especialmente respecto a la libertad religiosa. ¿Cómo concilia la aspiración de unificación de la IOR con la diversidad de identidades que componen las “muchas Rusias”?
Lo que pasa es que tardamos muchísimo tiempo en descubrir a Ucrania. Hace unos años, después de la desaparición de la URSS, cuando estaba escribiendo mi libro Historia de Rusia y sus Imperios, me di cuenta de que en mi biblioteca personal tenía en ese momento 100 libros de Rusia y solo uno con el título de Ucrania. Un libro del 2003, una traducción al francés de un historiador ucraniano contemporáneo. Me di cuenta de que para nosotros Ucrania no existía. Existía una Ucrania contemporánea, pero como un meteorito que cayó del cielo. Con la brevísima excepción del tiempo de la guerra civil de 1917, nunca había existido un Estado ucraniano. Y no solo en nuestra visión política de los mapas: para nosotros Ucrania no existía o si acaso era solo un capítulo dentro del libro de Rusia.

Todos los historiadores cometieron ese error de aceptar el discurso del siglo XIX cuando nace la historiografía rusa. Es cuando se inventa eso –que no es fácil de traducir al español– de la “Gran Rusia” y sus habitantes, que son los “grandes rusos”; luego está “la pequeña Rusia”, que es Ucrania; y también la Rusia blanca, que hoy en día es Bielorrusia. Incluso hay una pequeña Rusia, que se llama “la Rusia roja”. La historiografía europea acepta eso. Todo eso es Rusia.
Sin embargo, mucha gente todavía no lo entiende porque el mismo discurso nacionalista ruso de hoy y el discurso ucraniano de hoy nos ciegan al presentarnos dos versiones, entre las cuales uno debe escoger. En una versión, la de Moscú, Rusia nace en Kiev en 988 con el Gran Príncipe Vladimir y, en la segunda versión, la de Ucrania, Ucrania nace en 988 con el Gran Príncipe Volodímir.
Esto permite entender el surgimiento, que puede parecer sorprendente y artificial, de una corriente religiosa en Ucrania que quiere tener una Iglesia ortodoxa ucraniana. Esto con el problema de que, desde fines del siglo XVII, el naciente imperio ruso empezó a devorar tierra ucraniana, aun cuando no existía el Estado ucraniano: estaba incluido en lo que fue la Rzeczpospolita, que comprendía a Polonia, Lituania y Ucrania.
“Cuando Ucrania reclamó su independencia, hubo obispos y sacerdotes ucranianos que proclamaron la independencia de la Iglesia de Ucrania”.
Cuando el Gran Príncipe de Moscú, que adoptó el nombre de “zar”, fue bautizado y se fundó la Iglesia ortodoxa de Kiev, logra del patriarcado de Constantinopla el grado de metropolita, que significa “arzobispo”, un cargo inferior al de patriarca. Esto se mantuvo hasta finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando el zar de Moscú logró que Constantinopla quedara sujeta a la autoridad del arzobispo de Moscú, quien recibió el rango de patriarca. Hasta el siglo XVII había existido una Iglesia independiente de Kiev, cosa que los ucranianos nunca olvidaron. Tan es así que, tras la caída de la URSS, cuando Ucrania reclamó su independencia, hubo obispos y sacerdotes ucranianos que proclamaron la independencia de la Iglesia de Ucrania.

El pleito entre Kiev y Moscú comenzó con Borís Yeltsin, justo después de la disolución de la Unión Soviética. Al tiempo que la URSS se desmoronaba, en Ucrania surgieron obispos y sacerdotes que proclamaban la independencia religiosa. Este acto fue inaceptable para el patriarcado de Moscú.
El patriarcado de Moscú considera que su territorio abarca la antigua Unión Soviética: Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, los países bálticos con minorías rusas ortodoxas y todas las repúblicas de Asia Central”.
Este conflicto no tiene tanto que ver con la teología, sino con el derecho canónico. Un concepto fundamental, aunque complejo, es el de “territorio canónico”, el cual se remonta a los primeros años del cristianismo. Aunque el cristianismo es único, existen varias metrópolis, conocidas como “patriarcados”: Jerusalén, Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Roma. Todos iguales en autoridad.
Al obispo de Roma, que con el tiempo sería conocido como el “papa”, se le concedió una primacía de honor, siendo “primero entre iguales”. Es una estructura similar a la de una confederación, donde cada patriarca tiene su territorio y no puede interferir en los demás. Con el tiempo, Constantinopla se convirtió en el centro más importante del cristianismo en Oriente, hasta que ocurrió el famoso cisma que cortó las comunicaciones entre los patriarcados.

El patriarcado de Moscú considera que su territorio abarca la antigua Unión Soviética: Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, los países bálticos con minorías rusas ortodoxas y todas las repúblicas de Asia Central. Incluso, extiende su autoridad a algunas áreas de China y Japón, donde hay refugiados rusos y conversos ortodoxos. Sin embargo, tras la victoria de los bolcheviques, más de dos millones y medio de rusos huyeron del país, lo que llevó a la fundación en Europa de Iglesias ortodoxas anticomunistas, que buscaban la protección del patriarca de Constantinopla. Así, en el siglo XXI, el patriarcado de Moscú comenzó a competir por las iglesias europeas, tratando de arrebatarle la autoridad a Constantinopla. Esta última tiene una gran influencia moral, no solo en el mundo ortodoxo, sino también en el católico, especialmente después del famoso abrazo entre el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras de Constantinopla, que marcó un acercamiento entre el Vaticano y Constantinopla.
La competencia entre ambos patriarcados tiene raíces históricas, en parte debido a la decisión de Stalin de revivir la Iglesia ortodoxa y recrear el patriarcado de Moscú. La estrategia de Stalin era convertir el patriarcado de Moscú en la autoridad del mundo ortodoxo y en un instrumento clave en la política exterior de la Unión Soviética; un objetivo que, en gran medida, logró.
Kirill retomó esta ambición al buscar que la Iglesia rusa fuera la más grande del mundo ortodoxo, apoyado por su estrecha amistad con Putin. Putin puede decir que la Iglesia no domina el Estado. Como el famoso concepto bizantino de la “sinfonía”, podría decirse que ambos tocan la misma partitura, pero cada uno con su propio instrumento.
“La idea del ‘mundo ruso’ se alinea con el objetivo de convertir a Moscú en el Vaticano del mundo ortodoxo”.
La idea del “mundo ruso” se alinea con el objetivo de convertir a Moscú en el Vaticano del mundo ortodoxo. En un principio, Constantinopla no quería inmiscuirse, sin embargo, ante la intransigencia de Moscú, esta postura ha comenzado a cambiar. La gota que derramó el vaso fue, sin duda, en 2016, cuando se vio saboteado lo que iba a ser el Concilio Universal Ortodoxo –que se soñaba y se preparaba desde hacía casi cien años.
Una semana antes de la apertura del concilio, las iglesias de Serbia y Georgia anunciaron su retiro y al día siguiente hizo lo mismo el patriarcado de Moscú. Las primeras lo hicieron siguiendo órdenes de Moscú, que se oponía a la realización del concilio porque, inevitablemente, se abordaría el tema de Ucrania. Este contexto, sumado a la guerra del Donbás, terminó de convencer al patriarcado de Constantinopla de que Ucrania, para consolidar su independencia, necesitaba una Iglesia nacional propia.
Por eso, dos años más tarde, a fines de 2018, el patriarcado de Constantinopla proclamó, reconoció y acogió bajo su protección a la Iglesia de Kiev. Aunque no le otorgó el rango de patriarcado, sí la reconoció como una Iglesia nacional autónoma, con un territorio canónico bajo la jurisdicción de Constantinopla. He intentado simplificar este proceso para el lector, sin omitir lo esencial, aunque reconozco que el tema puede resultar complejo.

Usted menciona en su libro que la veracidad de la fe que Putin dice profesar no afecta su imagen y también destaca que la IOR se presenta como más influyente de lo que realmente es, a pesar de sus bajas tasas de práctica religiosa. Dado que Rusia, no obstante que es un Estado laico, reconoce constitucionalmente a la IOR como la Iglesia principal y que Putin actúa como un zar y aliado de la Iglesia, ¿cómo conciliamos estos hechos?
Además, al observar el paralelismo entre las trayectorias de Putin y Kirill, ¿podría explicarnos cómo ambos han creado una estructura que permite que el patriarcado de Moscú y el Kremlin funcionen en conjunto como pilares de la política de Rusia? ¿Es su peso en esta “sinfonía” solo fruto de sus personalidades, o realmente lograron entrelazar con éxito los engranajes de la Iglesia y el Estado?
El caso de Kirill es claro: hijo y nieto de sacerdotes, fue un joven seminarista brillante, lo que llamó la atención de la KGB. En lugar de reprimir a la Iglesia, el régimen apostó por infiltrarla y controlarla desde dentro. Según documentos desclasificados, Kirill fue reclutado por la KGB a los 29 años y, un año después, fue nombrado obispo y enviado al Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra. Allí se destacó y, tras la perestroika, regresó a Moscú como director de Relaciones Exteriores del patriarcado. Desde esa posición, reorganizó la Iglesia, multiplicando las diócesis y debilitando el poder de los obispos. Hoy, la Iglesia ortodoxa rusa cuenta con más de doscientos obispos, frente a los 50 de 1988. Además, nombra obispos muy jóvenes, con lo que asegura un fuerte control del aparato eclesiástico, lo que dificultará la elección de un sucesor, pues no ha dejado que nadie crezca a su sombra.
Con Putin ocurre algo similar. En 1995, durante un viaje a Rusia, visité a un amigo muy cercano de mi adolescencia, un pequeño empresario que tenía una fábrica de reciclaje de plásticos cerca de Marsella. En tiempos de la URSS, una delegación soviética visitó su planta y lo invitó a trasladar su proyecto a Rusia. Recuerdo que en su casa, sobre el suelo, tenía varios cuadros dispersos: algunos de Kandinsky, otros de realismo socialista. Empezamos a hablar de política. En un momento me dijo: “Borís Yeltsin... pobre diablo, un títere. Aquí siempre ha mandado la KGB. Hay un grupo en la sombra que son los verdaderos dueños del país. El día que ya no quieran a Yeltsin, lo jubilan”. Era el momento todavía esperanzador de la naciente, balbuceante democracia rusa. Pero años después, cuando Yeltsin, de la nada, nombró a Putin como su sucesor y este pasó una noche con sus comandos en Chechenia, en cuclillas junto a ellos, entendí que mi amigo tenía razón.
“Hoy, la Iglesia ortodoxa rusa cuenta con más de doscientos obispos, frente a los 50 de 1988. Además, nombra obispos muy jóvenes, con lo que asegura un fuerte control del aparato eclesiástico, lo que dificulta la elección del sucesor de Kirill”.
Putin es, al mismo tiempo, todopoderoso y parte de un acuerdo colectivo. Pero en gran parte esa reelección constante, que fue un poco el callejón sin salida del porfiriato, es porque no encuentran cómo terminar. Como dijo el general Obregón: “El único defecto del general Díaz fue llegar a viejo”. Ambos fueron, en sus respectivos contextos, seleccionados y promovidos por un grupo de poder que buscaba un ejecutor eficaz de sus intereses. Me dirán que en la historia pasa lo mismo. El joven Bonaparte fue escogido por el directorio, que es el equivalente del grupo en la sombra, para ser su brazo armado.

Para cerrar esta entrevista: ¿qué elementos clave invitaría a los lectores a tener en cuenta al acercarse a este libro?
Mi punto clave sería de sociología religiosa. El punto clave es que Rusia, con sus enormes diferencias con Europa occidental o las Américas, ha conocido el mismo fenómeno de secularización. Es decir, de alejamiento de la práctica religiosa cristiana: 80% de los rusos se definen como ortodoxos, pero la práctica religiosa, es decir, la de quienes acuden al templo en domingo, oscila entre el 1% y el 4%. Estamos en un mundo postcristiano. Esto no quiere decir que la gente no tenga inclinaciones religiosas. El único sector religioso que sigue creciendo en Rusia son los evangélicos, como en México y en todo el mundo. Y tenemos a Ucrania con una práctica del 30% al 35%. Para mí eso es fundamental porque confirma que Ucrania no es Rusia. La Ucrania actual y su forma estatal nacieron en 1944, cuando el Ejército rojo derrotó a los alemanes de Ucrania occidental.
Es un mundo que vivió la ola europea de la Edad Media y el Renacimiento, con las universidades, con las órdenes religiosas, con la competencia religiosa entre católicos y protestantes, que, desde finales del siglo XIX, tienen esos territorios y esa práctica electoral de partidos políticos. Ucrania tenía la mayoría ortodoxa, una fuerte presencia católica, una presencia protestante y una enorme comunidad judía. Para ser completo, hay que mencionar a los musulmanes de Crimea: los tártaros.
Sin embargo, la famosa crisis de vocación del mundo católico, donde no hay seminaristas y nadie quiere ser sacerdote, no existe en Ucrania. Ucrania exporta sacerdotes. Casi la mitad de las Iglesias ortodoxas se encuentra en Ucrania. Esto explica por qué Ucrania es tan importante para el patriarcado de Moscú: aproximadamente la mitad del clero ortodoxo –incluidos arzobispos influyentes– es de origen ucraniano. Entonces, para Kirill, la guerra iniciada por su aliado y amigo Putin representa una oportunidad: “Si Putin gana, no solo eliminamos a esa Iglesia, sino que también debilitamos a Constantinopla”.
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Lejos de limitarse a una crónica de guerra, Una guerra ortodoxa: Rusia, Ucrania y la religión, 1988-2024 se revela como una herramienta esencial para entender la estrecha relación entre religión, poder e identidad en el mundo postsoviético.
Al cerrar esta entrevista, la reflexión de Meyer nos recuerda que los conflictos contemporáneos no surgen en un vacío, sino que son el resultado de una compleja historia de fe, poder y relaciones. La relación entre la Iglesia ortodoxa rusa y el Estado es solo un reflejo de cómo las creencias religiosas siguen influyendo en las decisiones políticas, aun en tiempos de secularización.