Si bien la tragedia clásica consiste en revelar el implacable cumplimiento de un destino, Hamlet se separa de esta tradición al someter la necesidad de venganza a las postergaciones de la duda; y su realización, a la arbitrariedad de los accidentes. El tiempo de la obra no es el que marca el progreso de lo inevitable, sino el que cada disyuntiva o cada suceso fragmenta y suspende, convirtiendo la temporalidad implacable del drama clásico en un dispositivo dentro del cual solo parecen regir el ritmo y la intensidad de los altibajos del protagonista. Hamlet es el primer personaje teatral literalmente abandonado a sí mismo en virtud de la incomunicabilidad de un simulacro sobrenatural (la aparición del espectro de su padre), del cual no solo habrá de dudar, además de no poder divulgar su mensaje, sino que por ello también deberá fingirse loco, con tal de disimular ambas cosas. Inevitablemente, todo cuanto sucede a su alrededor habrá de cimbrarlo de pies a cabeza, forzándolo durante casi tres actos a sentirse escindido entre el asedio de las dudas a las que se ha visto orillado y la necesidad de encontrar una salida que esté a la altura de los motivos que se la impiden o que, por lo menos, contribuya a brindarle algún cauce a la irresolución que lo inmoviliza. Esta imagen primera de Hamlet ha sido tan poderosa que hasta hoy subsiste la tendencia a calificar sus copiosas interrogaciones como las de una víctima de la delectación morosa, cuando esta opinión, más bien, denotaría la fijación de una impaciencia igual de patológica entre quienes parecen no haberse enterado del resto de la obra.
Este aparente estancamiento de Hamlet, que amplifica el reiterado recurso a monólogos reflexivos, productos de las preguntas sin respuesta que le impiden pasar al acto y lo obligan a postergar cualquier resolución, es, en realidad, la impresión que provoca una mente en constante ebullición, que, al moverse con tanta rapidez por las fulgurantes ráfagas de pensamiento, evoca la inmovilidad aparente de una rueda que girara sobre su eje a toda velocidad. Como esta rueda, arrancará bruscamente apenas sea puesta en contacto con una superficie en la que pueda adherirse y desplazarse. Esta superficie la ofrecerá el teatro mismo, único dispositivo mental a la medida del íntimo desdoblamiento de Hamlet, encarnado por los actores que llegan a Elsinore y que esa misma noche representarán para la corte una obra en la que figurará el reflejo preciso del acto criminal de Claudio, tal y como se lo describió a Hamlet el espectro de su padre. Sus anhelados efectos en el aún presunto asesino no se harán esperar, y lo harán caer en la trampa que en ese instante aligerará a Hamlet de lo más pesado de sus dudas, con lo que finalmente encontrará una certidumbre en la cual apoyarse. Gracias a ella, tan solo le quedará esperar el momento más idóneo para llevar a cabo su venganza “sin mancillar el alma” –evitar matar a Claudio a sangre fría–, en una circunstancia que, para colmo, parecería responder a un móvil de orden político, puesto que su derecho a la Corona danesa tan solo reforzaría esta acusación. No sin ironía, justo en la escena siguiente, se le presenta la oportunidad anhelada cuando sorprende a Claudio rezando a solas, si bien vuelve a caer en una nueva postergación al negarse a mandarlo al cielo por matarlo en esta situación confesional, y, en cambio, se ve reducido a seguir acechándolo “en espera de una circunstancia más odiosa”. Con una dosis aún mayor de ironía, esta parece presentarse inmediatamente en la siguiente escena, cuando las alarmas de la reina Gertrudis ante la ira de su hijo provocan los gritos del viejo Polonio, oculto, como es su costumbre, detrás de los cortinajes con el fin de espiar la escena, cuyo bulto Hamlet atraviesa con su espada, convencido de que mata al mismísimo Claudio, al fin sorprendido en una situación que justificaría el crimen, pues sería en defensa de la reina.
“La violencia se tornará cada vez más insostenible, al grado de que todas las muertes serán accidentales, salvo la referida por el espectro, causa primera, aunque claramente indirecta, de las demás”.

La ironía se torna amarga ante este primer acto de sangre, que no por ser accidental deja de romper en añicos el ritmo sordo y contenido de los primeros actos, al precipitar los acontecimientos y transformar la reserva de Hamlet en provocación; y su indecisión, en arrojo. Del mismo modo, la violencia se tornará cada vez más insostenible, al grado de que todas las muertes serán accidentales, salvo la referida por el espectro, causa primera, aunque claramente indirecta, de las demás, ya que hasta la tan premeditada venganza de Hamlet llegará finalmente en medio de una orgía de sangre y muerte, pues se produce en un arrebato incontenible de la misma violencia que habrá de aniquilarlo.
Respecto a los diversos niveles y formas del tiempo, la imagen que arrojan estas instancias de la obra consistiría básicamente en un diseño rítmico pausado, que avanza a paso lento hasta casi la mitad de la obra y que, a partir de ahí, se acelera paulatinamente para culminar en la atropellada escena del duelo final. Durante la primera mitad, nadie muere. En la segunda, todos los personajes habrán de perecer, salvo Horacio, al que un Hamlet agonizante le prohíbe suicidarse y morir con él, pidiéndole que sobreviva para reivindicar su memoria. En suma, se trataría de una especie de díptico, cuyas mitades son del todo contrastantes respecto al ritmo de la acción; o, si se prefiere, podría evocarse la lenta deriva de una roca que va resbalando erráticamente por la nieve hasta que, de repente, choca con otra y desencadena una avalancha, que, a medida que se despeña, se acelera.

Al inicio de este derrumbe se encuentra el extraño tratamiento temporal al que se someten los datos de la memoria y, muy particularmente, el tiempo transcurrido para Hamlet entre la muerte de su padre y el matrimonio de su madre. Junto a la figura retórica que busca realza la inusitada contigüidad entre las exequias del rey Hamlet y la boda de su hermano Claudio con la reina Gertrudis (empleada tanto por Claudio: “…con un ojo brillante y el otro abatido, con alegría en el funeral y un réquiem en la boda…”, como por Hamlet: “Las deliciosas viandas que humearon en ocasión del velorio fueron las carnes frías que se sirvieron en el banquete de bodas”), Hamlet repite dicha vaguedad varias veces al referirse al tiempo pasado desde la muerte de su padre: “dos meses […], ni siquiera dos meses […], hace dos horas”, lo cual Ofelia complicará todavía más: “No, mi señor, ya son dos veces dos meses”. Pero, al asociarla al tiempo transcurrido entre funeral y boda (“Y, sin embargo, apenas en un mes […] ¡Ni un mesecillo, ni siquiera como para que el par de zapatos con los que siguió al cuerpo de mi pobre padre, cual Níobe envuelta en lágrimas, pudiera desgastarse tan sólo un poco!”), lo que se pone de manifiesto es que estas incertidumbres temporales tienen todo que ver con la mezcla de indignación y desconcierto que ha despertado semejante premura tras la muerte del rey Hamlet: “¡Menos de un mes! ¡Antes de que la sal de su llanto mentiroso hubiese dejado de enrojecer sus ojos hinchados, ya contraía nupcias! ¡Ay, endemoniada prisa, con qué puntería los mandaste al incestuoso lecho!”. En esta misma escena, en medio de estas consideraciones y a raíz del reencuentro entre Hamlet y Horacio, se disparará el primer flechazo de temporalidad vertical, que de golpe vendrá a ceñir lo recordado o lo estimado al tiempo de la acción del drama: “HOR –Lo vi una vez. Era un rey como pocos. / H –Era un hombre como pocos y creo que jamás volveré a ver a otro como él. / HOR –Creo, señor, haberlo visto anoche”.
“En estas alusiones al tiempo, algo se repite y convierte a cada una de las formas de contar el tiempo en una variante de las demás; y al conjunto en una especie de tejido fantasmal, tan apremiante como el espectro del padre de Hamlet”.

El uso de un criterio analógico quizá sea el más adecuado para abrir el abanico temporal que, a la distancia, mantiene unidos enunciados en apariencia diferentes, cuando no opuestos, como si los unos solo se ubicaran en función de los otros con tal de mantener desplegado el arco que los agrupa y los distingue. Acaso el que mejor se presta para ilustrar esta condición sea el que conjunta las maneras de contar el tiempo. Para patentizar su importancia, bastaría tenerlas en mente cuando aparecen, aunque hacia esto tiende justamente la tarea ordenadora del abanico, tan pronto se repara en los ecos que, a pesar de sus aparentes contrastes, dejan unas en otras. En estas alusiones al tiempo, algo se repite y convierte a cada una de las formas de contar el tiempo en una variante de las demás; y al conjunto en una especie de tejido fantasmal, tan apremiante como el espectro del padre de Hamlet. A fuerza de esta repercusión se instalará una dimensión temporal “flotante”, por así decirlo. Por este motivo, como respuesta y vía de escape ante el espectro de esta fantasmagoría envolvente, la velocidad del brusco cambio de registro surgido entre una y otra adoptará la temporalidad vertical, la cual se manifiesta por la irrupción de cualquier circunstancia que requiera conjugarse en tiempo presente.

Este abanico es vasto y se despliega desde el extremo de la ampulosidad poética con la que el Rey Comediante cuenta el tiempo que lleva casado (“Al menos treinta veces el carro de Febo ha circundado / el salado reino de Neptuno y la esfera de Terio, / y con sus fulgores recibido treinta docenas de lunas, / que, girando por el universo, han contado doce treintenas, / desde que, con sagrados lazos, Amor e Himeneo han unido en nosotros dos corazones y cuatro manos”), hasta el otro extremo, que representa la afirmación del momento presente por Hamlet (“Es la hora embrujada […] En este instante, yo podría beber sangre caliente […]”). Entre dichos extremos, se escalonan diferentes medidas numéricas y grados afectivos con relación a la cuenta del tiempo. Una buena manera de distinguirlos consiste en partir de los que se caracterizan por su vaguedad y que son fundamentalmente los ya citados de Hamlet respecto al tiempo transcurrido desde el deceso de su padre, para oponerlos a los que, por referirse a la materialidad de la muerte, adoptan un aspecto cada vez más preciso y crudamente objetivo.
Desde este punto de vista, la escena del cementerio resulta propiamente vertiginosa, ya que en ella todos se encuentran enunciados, formando a su vez un arco particular, que parte del mítico fin del tiempo en una dimensión futura para culminar en el tiempo dilatado de otra dimensión análoga, aunque imaginada esta vez a partir de un lejano pasado histórico. La primera mención se da cuando uno de los sepultureros le lanza al otro una ingeniosa adivinanza: “¿Quién construye más sólidamente que el albañil, que el carpintero o que el que fabrica barcos?”. Su colega contestará mordazmente: “El que construye patíbulos, ya que se trata de un armazón que dura más que mil inquilinos”. Aunque primero alaba la ocurrencia, la refuta fácilmente al hacerle ver al segundo que una iglesia puede ser más sólida y, ante la falta de otra respuesta, termina por decirle: “[…] Cuando alguien te lo vuelva a preguntar, habrás de contestar: el sepulturero, porque las moradas que construye duran hasta el juicio final”.
“Hubo un tiempo en que esta calavera tuvo lengua y podía cantar [...]. Mucho costó que estos huesos crecieran y ahoratan solo sirven para jugar a los bolos”.

Esta primera medida, que une dos dimensiones únicamente articulables para la imaginación cristiana, se reduce bruscamente para ceder su lugar a la humilde tonadilla que canturrea a solas este mismo sepulturero mientras sigue cavando, metido dentro de la tumba destinada a Ofelia: “Amor y más amor tenía cuando era joven […] Pero la edad, paso pasito, / me agarró del cuello para embarcarme rumbo a su comarca, / ¡como si nunca hubiera sido jo-o-ven!”. Mientras tanto, han llegado Hamlet y Horacio, quienes se han disimulado para observar su labor. De golpe, este canto desencantado salta literalmente a la superficie cuando, desde el interior de la fosa, el sepulturero arroja una calavera. Hamlet exclama de inmediato: “Hubo un tiempoen que esta calavera tuvo lengua y podía cantar […]”, mientras multiplica desaforadamente tanto las diferentes identidades y oficios que el cadáver pudo haber tenido en vida, como la inevitable fragilidad de sus atributos más poderosos frente a la muerte y al humillante trato póstumo deparado a sus restos: “Mucho costó que estos huesos crecieran y ahora tan solo sirven para jugar a los bolos”. Hamlet y Horacio se dejan ver y hablan con el sepulturero para averiguar la identidad del destinatario de la fosa. Tras una serie de escaramuzas verbales, cuando la pregunta sea debidamente formulada, el sepulturero responderá finalmente: “H –¿A quién van a enterrar en ella? / S –A una que fue mujer, pero, que descanse en paz su alma, ahora está muerta”, lo cual desencadena otra serie de consideraciones por parte de Hamlet, en las que incluso el tiempo mismo pasará a ser el tema explícito de esta macabra conversación: “¡Qué preciso es el bribón! […] En nombre de Dios, Horacio, ya hace tres añosque lo vengo observando: […] ¿Cuánto hace que eres sepulturero? / S –Mi primer día de trabajo fue aquel en que nuestro difunto rey Hamlet venció a Fortimbrás. / H –¿Cuánto hace de eso? / S –¿No lo sabéis? No hay tonto que no lo sepa: fue el mismo día en que nació el joven Hamlet […]”, a lo cual, un poco más adelante, añade: “Acabo de cumplir treinta años de sepulturero, empecé desde muy joven”. En este punto, acaso porque él mismo, con sus treinta años de edad, se ha convertido en la unidad de medida del tiempo dedicado al diario comercio con la muerte, Hamlet no duda en inquirir sobre el escabroso recuento del tiempo después de la muerte: “¿Cuánto tiempo puede yacer un hombre en tierra antes de pudrirse?”. La precisión sarcástica del sepulturero vale la cita completa:
A fe mía, si no está ya podrido antes de morir –y en la actualidad son muchos los cuerpos carcomidos por la sífilis que apenas si alcanzan a ser enterrados con un semblante aceptable– puede durar sus ocho o nueve años. Un curtidor puede llegar a nueve.
H –¿Por qué él más que los otros?
S –Pues, señor, porque tiene el cuero tan curtido por su oficio que el agua tarda más en penetrarlo, y el agua es el mayor enemigo de estos malditos cadáveres. Por ejemplo, ¿veis esta calavera? Fue enterrada hace veintitrés años.

Las cuentas del tiempo en torno a la muerte se han vuelto tan crudas y precisas como la evidencia física de los restos óseos que salpican la escena. Pero esta evidencia impersonal está destinada a fundirse de nuevo con la persona misma de Hamlet, ya que ahora se trata de la calavera de su querido Yorick, el bufón de su padre, a quien evoca mientras sostiene su cráneo: “[…] Mil veces me cargó sobre sus hombros. Y ahora, ¡cuán abominable me es imaginarlo! Me da náuseas verlo. ¡Aquí pendían los labios que tantas veces besé […]”.
Este estrecho abrazo entre el recuerdo de la vida y la evidencia física de la muerte produce en Hamlet un repentino brinco mental, mediante el cual cuentas y calaveras de cementerio se ven proyectadas hacia otra dimensión, mucho más dilatada de los efectos del tiempo después de la muerte:
H –¿Crees tú que Alejandro tenía este aspecto bajo tierra?
Hor –El mismo.
H —¿Y este olor? ¡Puah!
Hor —El mismo, mi señor.
H. —¡Cuán bajo podemos caer, Horacio! Pues, ¿acaso no puede la imaginación seguir los nobles restos de Alejandro hasta encontrarlos sirviendo para tapar la boca de un barril?
Hor. —Me parece una meditación demasiado rebuscada.
H —Para nada; por el contrario, tan sólo consiste en seguirle la pista hasta ahí, sin exagerar nada ni exceder la verosimilitud. Por ejemplo: Alejandro muere, Alejandro es sepultado, Alejandro vuelve al polvo: el polvo es tierra; de la tierra hacemos arcilla y, ¿por qué, con esta arcilla en la que se ha convertido, no podríamos sellar un barril de cerveza? El poderoso César, muerto y convertido en barro, bien podría tapar un agujero para evitar que el viento se cuele. ¡Sí, imagina que este barro que sembraba el espanto por toda la tierra haya servido para resanar una pared y protegernos del viento invernal!
Amén de abarcar una temporalidad análoga a la de la adivinanza del sepulturero, los dos últimos ejemplos aducidos por Hamlet también se relacionan estrechamente con la irónica causalidad de la que hiciera gala cuando compareció ante Claudio a raíz de la muerte de Polonio. Una vez más, la evidencia física de la muerte que atestigua la calavera de Yorick ha sido el resorte que vuelve a dispararla, como lo fue en su momento la carga del asesinato de Polonio. En ambos casos, el trabajo del tiempo, su fino tejido invisible, es el sostén que permite a Hamlet asociar eventos separados en el tiempo y en el espacio, como si los ligara una relación de causa a efecto tan tangible y sucesiva que no duda en referirlos en modo presente. Así, ante el apremio de Claudio por saber dónde ha escondido el cadáver de Polonio, Hamlet se da el lujo de responder que se encuentra en una cena: “Se trata de una cena en la que él no come, sino que es comido; cierta asamblea de gusanos políticos anda muy atareada en ello. Porque si de banquetes se trata, el máximo emperador es el gusano: cebamos a todas las criaturas para que a su vez nos ceben y a nosotros nos toca cebar a los gusanos”.
Esta declaración, cínicamente agresiva, puesto que es dirigida a un monarca, similar en tono y forma a las que Hamlet luego pondrá a consideración de Horacio en el cementerio, denota que la presencia cada vez más insistente de la muerte ha cambiado el discurso de Hamlet. Las interrogaciones suspendidas de sus monólogos han sido obligadas a amoldarse a los cauces irreversibles que marcan los imprevisibles acontecimientos que se van sucediendo a un ritmo cada vez más acelerado. Sin embargo, la velocidad mental a la que Hamlet recurrió desde el principio para ser capaz de fingir locura con tal de preservar su secreto, lo ha preparado para poder mantenerse en equilibrio sin importar las turbulencias que lo rodean, al grado de darse el lujo de hacer alarde de estos malabarismos mentales sin el menor titubeo ni la menor huella del rebuscamiento un tanto forzado de sus primeros fingimientos.
“El trabajo del tiempo, su fino tejido invisible, es el sostén que permite a Hamlet asociar eventos separados en el tiempo y en el espacio, como si los ligara una relación de causa a efecto tan tangible y sucesiva que no duda en referirlos en modo presente”.
Aquí conviene recalcar la importancia de otra dimensión temporal muy poco observada, acaso porque su relevancia atentaría contra la imagen de un Hamlet más frágil, especulativo e irresuelto que resistente, lúcido y activo. A tono con su consejo a Horacio (“Previsión, Horacio, previsión […]”), se trata muy simplemente de su clara decisión de anticiparse a los peligros que lo amenazan, aunque es indispensable distinguir entre la serie de posibles anticipaciones, justamente especulativas e irresueltas, que sustentan esta imagen a través de los monólogos, y la de aquellas que no solo declara sino que efectivamente lleva a cabo. Sutilmente ambigua al grado de confundirse con esta irresolución especulativa, la primera de ellas es declarada desde el principio de la obra. Tras haber escuchado al espectro de su padre, pedirá a sus acompañantes no alarmarse ante las rarezas que habrán de modificar su comportamiento, ya que le será indispensable fingirlas para proteger el secreto que se niega a compartirles, más allá de haberles hecho jurar que no dirán nada de los acontecimientos de esa noche. ¿Qué duda puede caber de que habrá de cumplir su promesa sin tregua, hasta que los efectos causados por la puesta en escena del simulacro del crimen de Claudio aplaquen en Hamlet su necesidad imperiosa de fingir locura?

La segunda anticipación comprende todo el dispositivo escénico y dramatúrgico que Hamlet premedita, prepara y emprende, gracias a la visita de los comediantes, con el fin de cerciorarse de la culpabilidad de Claudio y de la veracidad del espectro, la cual no solo es llevada a cabo sino que cumple a cabalidad con lo que de ella se esperaba.
La tercera, y acaso la menos observada, se presenta al final de la escena entre Hamlet y su madre Gertrudis cuando, a punto de despedirse, Hamlet le recuerda que, por órdenes de Claudio, debe embarcarse rumbo a Inglaterra: “Selladas están las cartas y mis dos condiscípulos [Rosencrantz y Guildenstern], en los que confío como en dos colmillos de víbora, son los portadores de las órdenes; deben despejar el camino y conducirme a la emboscada. […] ¡Ah, qué felicidad será ver cómo en una misma ruta dos navíos coinciden! […]”. Más claro no puede estar: de algún modo, Hamlet presiente o se ha enterado de los negros propósitos de Claudio al mandarlo a Inglaterra (no hay que olvidar que esta es una obra en la que se espía mucho, y si alguien tiene motivos sobrados para hacerlo es Hamlet), y declara que “en una misma ruta dos navíos coinciden”. Con ello indica que ha contratado los servicios de los piratas que habrán de rescatarlo bajo pretexto de atacar su navío y secuestrarlo en alta mar. Su modificación de la carta oficial, que Claudio remite a los ingleses, no será más que la sorpresa que lo esperaba a bordo, lo que Hamlet aprovechará para mandar al patíbulo, en vez de a él, a los “colmillos de víbora” encargados de escoltarlo. En cambio, la prueba de que esta declaración a su madre era del todo verdadera es que, en la carta que recibe Horacio, Hamlet le pide que conduzca al portador ante el rey. Dicho mensajero es uno de los piratas secuestradores, quien ha venido a exigir un rescate a cambio de la libertad de Hamlet. Conducido ante Claudio, se presenta como un mensajero con la encomienda de entregar las cartas de Hamlet al rey por propia mano. Extrañamente, esta anticipación y este paso al acto de Hamlet suelen ser tan desdeñados que muchos directores de escena suprimen estos versos del último parlamento que Hamlet dirige a Gertrudis. Probablemente esperen que el respetable no repare demasiado en la transformación del pirata en mensajero ni tampoco en que la carta dirigida al rey no tendrá nada que ver con el pago del anunciado rescate. Por si no fuera suficiente, Claudio intuye la cuarta y última anticipación de Hamlet cuando, con el fin de azuzar el interés de Laertes, confiesa ante Horacio, a quien intenta tranquilizar respecto a su inminente duelo, que se ha preparado en secreto con el deseo de al menos igualar a Laertes en esta especialidad: “[…] no ha habido día en que no me haya entrenado […]”. La destreza que demuestra en el duelo, que orilla a Laertes a herirlo a la mala, parece demostrar que decía la verdad y no que pretendía jactarse o convencer y calmar a Horacio con tal de poder enfrentarse a Laertes. En suma, tras estas cuatro claras menciones, resulta patente que la dimensión temporal dibujada por el concepto de anticipación también extiende su arco a lo largo de toda la obra. Tal circunstancia modifica la relevancia y la proporción que guardan entre sí los atributos de carácter patológico a los que se ha querido reducir el personaje de Hamlet. Con ello, se manifiesta la omisión de una evidente lucidez pragmática, la cual resulta particularmente incómoda para cualquier hipótesis de tipo valetudinario.

La noción de anticipación es asimismo indispensable para abordar la última manifestación de peso que adopta la temporalidad en la segunda parte de la obra y, sobre todo, ya cerca de su desenlace. Una vez disipadas las dudas que aquejaban a Hamlet respecto a la culpabilidad de Claudio y a la veracidad del espectro, el ritmo y la tensión aumentan en función directa del efecto causado por las muertes de Polonio y de Ofelia, sin contar con el descubrimiento, por parte de Hamlet, del fallido complot de Claudio en contra suya. En este momento de la obra, cuyo punto culminante es la escena del cementerio, sucede un cambio radical en la actitud de Hamlet. El acecho de la muerte, omnipresente bajo todas sus formas, alcanza su paroxismo cuando se ve impelido a abandonar de nuevo su escondite, sin importarle aparecer ante el rey y la reina, para enfrentarse súbitamente con Laertes. Cae en la fosa en la que ya ha sido depositado el cuerpo de Ofelia, a la cual previamente se ha arrojado su hermano Laertes gritando furiosamente a los cuatro vientos, indignado por el miserable simulacro de entierro cristiano que se le dio a la pobre suicida, mientras grandilocuentemente declara que está dispuesto a que lo sepulten junto a dicho cadáver, lo que desencadena la indignada furia de Hamlet. Tras el breve zafarrancho en el que se enfrascan dentro de la tumba, el cual interrumpen los espectadores que los rescatan, Hamlet declara su amor por Ofelia antes de adoptar un tono semejante al de Laertes y retarlo a llevar a cabo acciones tan descabelladas como las que en ese momento se le ocurren en nombre de su propio dolor:
Muéstrame lo que eres capaz de hacer. ¿Qué? ¿Quieres llorar? ¿Pelear? ¿Ayunar? ¿Descuartizarte? ¿Beber vinagre? ¿Comerte un cocodrilo? Yo sí lo haré. ¿Has venido aquí a lloriquear y a retarme tirándote en su fosa? Pide que te entierren vivo con ella y yo también lo haré; y, puesto que tanto evocas a las montañas, ¡que nos sepulten bajo millones de fanegas, hasta que nuestra tierra, quemada desde su centro ardiente, convierta a la Osa Mayor en una simple verruga! Si pretendes impresionar con tus lamentos, me dedicaré a declamar como tú.
La forma vigorosamente retadora de este parlamento, realzada por la conjugación en tiempo futuro, pone de manifiesto la dimensión propiamente mimética en la que Hamlet se ha visto bruscamente captado por la figura de Laertes: “Muéstrame lo que eres capaz de hacer […] Yo sí lo haré […] ¿Has venido a retarme? […] Pide que te entierren […] y yo también lo haré […] me dedicaré a declamar como tú”. Dicho sentimiento no surge de la nada, como luego lo precisará el propio Hamlet al asociar rivalidad con identificación: “[…] mucho lamento haberme propasado con Laertes, porque no puedo dejar de ver en la figura de mi causa el retrato de la suya”. En su siguiente parlamento, Hamlet se encarga de recordar que siempre ha puesto a Laertes en un lugar aparte: “[…] ¿Por qué razón me tratáis así? Yo siempre os tuve afecto […]”. Más adelante, ya listo para el duelo, mientras se esfuerza por describir el divorcio entre su sensatez y su locura, pedirá a Laertes una disculpa, en un sutil alegato que sería impensable que dirigiera a alguien más. Ante estas evidencias y a pesar de haber reiterado ante Horacio su deber de matar a Claudio, es ineludible percatarse de que la disposición de ánimo de Hamlet ha cambiado bruscamente desde que Laertes apareció en la escena del cementerio. Por ello, su actitud ha efectuado un giro tan radical que no solo acepta la iniciativa de Claudio para que ambos midan sus habilidades con el florete, sino que ni siquiera parece molestarle que el rey haya apostado a su favor, cuando habría sido sencillamente impensable, antes del regreso de Laertes, verlo otorgar el menor beneplácito a cualquier sugerencia de Claudio y mucho menos fungir como representante de sus intereses. La fascinación mimética por identificarse y medirse con el único caballero al que considera a su altura tiene todos los visos de haberse adueñado de su espíritu y en particular a desplazar el lugar que tenía su venganza, por lo pronto de nuevo aplazada, pero ahora sin que ni siquiera haya querido justificar esta postergación. Esta actitud sería incomprensible a menos de considerar que si, para Hamlet, la figura de Laertes ha venido a interponerse entre él y Claudio, su decisión de enfrentarlo en vez de ajusticiar al rey no significaría que ha renunciado a hacerlo, sino que está dispuesto a llevar a cabo ambas cosas.
“No dispongo de mucho tiempo, pero este tiempo me pertenece y la vida de un hombre bien puede durar solamente lo que tarda uno en pronunciar la palabra ‘Uno’ ”. HAMLET
En efecto, resulta imposible no percatarse de que este cambio radical se expresa de un modo que significa la superación de todos los desbalances, desfases, escisiones o desdoblamientos padecidos por Hamlet desde el principio. La percepción temporal que surge del simulacro teatral urdido para desenmascarar al criminal sentado en el trono, capaz de ponerlo a la disposición del instante presente tras la conquista de su primera certidumbre, habrá de madurar hasta volverse el punto de llegada alcanzado por Hamlet a través de la obra, es decir, a lo largo del periplo temporal de Hamlet entre las distintas vertientes de la anticipación y la postergación para llegar a la conjugación en tiempo presente tanto de la lucidez como de la decisión: “No dispongo de mucho tiempo, pero este tiempo me pertenece y la vida de un hombre bien puede durar solamente lo que tarda uno en pronunciar la palabra ‘Uno’ ”. Refuerza tal idea:
Si ha de ser ahora, no será más tarde; si no va a ser más tarde, ahora tiene que ser y, si no es para hoy, algún díallegará. Lo único que importa es estar listo. Si no podemos llevarnos nada de lo que vamos a dejar, ¿qué importa si nos adelantamos? ¡Que sea lo que Dios quiera!” y, finalmente, ya vislumbrando su muerte inminente: “[…] Y a vosotros que, pálidos y en silencio, miráis esta aventura, mudos actores o simples espectadores de este drama, si me quedara tiempo suficiente… Pero la muerte, cruelmente inmortal, cumple de manera muy estricta con sus obligaciones… ¡Ah!, podría deciros… Pero, ¿ya para qué? […].

Sirviéndose del atractivo de Laertes para estimular el atrevimiento que suele inspirar la seducción, esta muerte, a la que finalmente Hamlet termina por entregarse, habrá logrado, a pesar de todo, adoptar el rostro vengador y justiciero de la tragedia clásica, aunque para ello también habrá tenido que dejar ver su cara oculta: ese otro rostro dibujado por la nefasta concatenación de las contingencias desafortunadas que, en este drama singularmente sangriento, harán que paguen tanto justos como culpables. En todo caso, fundiéndose ambos rostros en las facciones del suyo, Hamlet no solo alcanzará a vengar la muerte de su padre matando por fin a su tío criminal, sino que el asedio constante y cada vez más ceñido de la muerte lo habrá obligado a recorrer y agotar los rodeos temporales de su verbalidad, al extremo de haber tenido que atravesarlos con el ciego acero del arrojo, punto cero de toda especulación.
“ ‘El resto es silencio…’. Si algo de lo visto a lo largo de la representación estuviera destinado a quedar en el silencio, esta postrera resignación, eco de ‘¡Ah! Podría deciros... Pero, ¿ya para qué?’, bien podría estar indicando que las acciones en apariencia más relevantes de lo sucedido no constituyen necesariamente ni su única ni su verdadera sustancia”.
A partir de ahí, una nueva lucidez conquistada lo dejará flotar con toda libertad sin que pierda la verticalidad, pues él y su palabra habrán llegado al fin a ser una sola y misma cosa, con lo que está preparado para enfrentar lo que fuere, listo para lo que viniere, firme y ligero como cada instante que le queda por respirar. Sus enunciados más íntimos podrán al fin ser conjugados en tiempo presente, con lo que habrá cumplido, por lo menos en su persona, con la difícil encomienda de enderezar aquellos tiempos descoyuntados, cuya carga se había echado a cuestas desde el inicio de la obra. El rostro oficial de la tragedia, aquel al que el público se ha acostumbrado, dará a entender que derramar tanta sangre no fue en balde, gracias a la venturosa llegada del príncipe Fortimbrás, de algún modo doble de Hamlet y de Laertes, encargado más circunstancial que natural de convertirse en el nuevo rey de una nueva era en Dinamarca. Queda Horacio como portavoz responsable de reivindicar el honor y la nobleza de un joven príncipe que, atrapado entre el apremio de una misión personal inconfesable y una nefasta concatenación de accidentes, complots y venganzas, logró, con la ofrenda de su vida, saldar una deuda que se antojaba impagable. Sin embargo, como toda versión oficial, esta explicación de la configuración trágica de Hamlet se apoya en la visión que otorga la apreciación a posteriori del desenlace, forzosamente orientada hacia la valoración de sus aspectos morales. Tan es así que Shakespeare no dudó en anticiparse a esta reducción cuando el moribundo Hamlet prohíbe a Horacio suicidarse y desaparecer junto con él, justamente con el fin de encomendarle relatar lo sucedido, reservándose para sí la inédita verdad del otro rostro de la tragedia al expirar con estas palabras: “El resto es silencio…”. Si algo de lo visto a lo largo de la representación estuviera destinado a quedar en el silencio, esta postrera resignación, eco de “¡Ah! Podría deciros… Pero, ¿ya para qué?”, bien podría estar indicando que las acciones en apariencia más relevantes de lo sucedido no constituyen necesariamente ni su única ni su verdadera sustancia.
Una de las posibles razones de la desazón dramática que esta obra produce, por lo menos hasta la muerte de Polonio, residiría en que a quien se desvive por lograr lo contrario, nada parece sucederle, lo cual agrava la pregunta que formula su entorno acerca de lo que ha podido sucederle a quien padece un estado tan alarmante como inexplicable, con lo cual se duplican los motivos de esta suspensión equívoca de la acción. Este planteamiento evocaría algunos rasgos característicos de la comedia de enredo, si no fuera porque estos enredos no tienen cómo desenredarse sin enredarse aún más, lo que crea una tensión de la cual los monólogos de Hamlet son el síntoma más elocuente, al remitir la posibilidad de un alivio a la intervención de una eventualidad.

Por lo mismo, si todo cuanto llega a suceder en Hamlet se distingue por ser producto de la casualidad, su ámbito enrarecido tiende a convertir el menor accidente en incidente; así la suspicacia de los personajes no sabría ver de otra manera, con lo cual esta apretada madeja solo puede enredarse aún más, aumentando el grado de tensión y desconcierto en el que todos se bañan. La sensación de una atmósfera casi onírica provocada por este estancamiento se verá a su vez acentuada por la imposibilidad de determinar entre escena y escena cuánto tiempo ha transcurrido o qué se ha dicho y quién lo ha escuchado, de lo que se tendrán luego indicios explícitos (el espionaje de Polonio) o implícitos (Hamlet y los piratas). Aprovechando la accidental visita de los actores a la corte, Hamlet se dará el lujo de invertirla al pretender ante Claudio que el incidente teatral, planeado bajo el nombre de “La ratonera”, tan solo fue el resultado de una mera casualidad escénica intitulada “El asesinato de Gonzago”, tal y como Claudio argumentó que lo había sido la llegada a la corte de Rosencrantz y Guildenstern. De inmediato, Hamlet desmiente tal afirmación al revelar la culpa del usurpador durante la representación. Con ello, el primer incidente se convierte en antesala del segundo.
A partir de este punto, los sucesos dramáticos adoptarán dos cauces simultáneos y totalmente distintos, figuración anticipada de las dos caras que son el verdadero rostro de la obra. Por un lado, la cadena de trágicos accidentes y los planes cada vez más desesperados de Claudio para eliminar en la persona de Hamlet al supuesto culpable de estos males, condenándose a llevar el crimen y la mentira hasta sus últimas consecuencias. Por el otro, la actitud consecuente con dichas circunstancias de un Hamlet liberado de la incertidumbre que lo paralizaba y cada vez más consciente del peligro de muerte en el que se encuentra. Todo parece ser cuestión de tiempo, ya sea que el veneno de Claudio y Laertes logre terminar con la vida de Hamlet, de manera aparentemente accidental, ya sea que la espada de Hamlet encuentre cómo matar a Claudio, también de un modo aparentemente accidental. En todo caso, aunque perceptible desde el principio de la obra, hay algo que se ha instalado y que ya no tiene vuelta de hoja: cuando se busca que los incidentes parezcan accidentes, todos los accidentes tienden a convertirse en incidentes. De esta manera, los sucesos por venir y, por supuesto, hasta el último detalle de la escena final, serán también accidentes convertidos en incidentes intencionales, ya que la justificación mediante el accidente no solo se habrá vuelto inoperante frente a la culpabilidad probable detrás del incidente (la muerte de Ofelia, accidental según Gertrudis, será juzgada como un suicidio por los prelados), sino que la verdadera naturaleza accidental de un imprevisto ya solo agravará o descoyuntará la premeditación del acontecimiento, alterado por su irrupción, como lo sugiere Hamlet al decirle a Horacio: “[…] por mucho que lo tengamos todo muy bien dispuesto, siempre interviene una divinidad que todo lo decide”. Una frase tan equívoca en sí misma que hasta Edipo habría podido pronunciarla en el contexto de su tragedia, pero que en la de Hamlet solo puede tener significado en cuanto opuesta a la noción de un cumplimiento inevitable del destino.
“ ‘[...] por mucho que lo tengamos todo muy bien dispuesto, siempre interviene una divinidad que todo lo decide’. Una frase tan equívoca en sí misma que hasta Edipo habría podido pronunciarla en el contexto de su tragedia, pero que en la de Hamlet solo puede tener significado en cuanto opuesta a la noción de un cumplimiento inevitable del destino”.

La vorágine de violencia ciega desatada por esta nefasta confusión habrá de arrastrar a los personajes que aún quedaban vivos, sin que tenga el menor sentido hacer diferencias entre quienes merecían morir y quienes fueron víctimas de un cruel accidente. El horror que expresan Fortimbrás y el embajador de Inglaterra ante el espectáculo de este amasijo de cadáveres no podría ser más elocuente. Pero aun así, no hay que engañarse sobre el alcance del testimonio que el moribundo Hamlet ha encomendado a Horacio, reducido a restablecer la verdad en honor a una justicia finalmente destinada a entregar la Corona danesa al victorioso Fortimbrás, y con ello recobrar algo de una credibilidad tan desprestigiada como el monarca que se complacía en despreciarla. Sin embargo, más allá de esta limitación de orden teatral, hay que tomar en cuenta que cada espectador del drama es otro Horacio, a quien seguramente le tendrá sin cuidado el destino del trono de Dinamarca o de sus instituciones, mientras bien podría llegar a quitarle el sueño la encomienda de dilucidar lo que en verdad ha acontecido ante sus ojos. Por ello, hay que pensar en ese resto que es silencio, como lo susurra en el último suspiro quien pasa por ser el personaje teatral más palabrero de la historia, Hamlet, actor de esa versión que se limita a ofrendar la venganza y el castigo de los culpables ante el rostro tradicional de la tragedia clásica, pero asimismo protagonista de la que pormenoriza el horror no menos trágico de los equívocos y los accidentes vueltos destino, que no lo son por haberse coludido con los poderes de la justicia divina, sino más bien por haberla extraviado al inmiscuirla en el desenfreno de las ambiciones y de los actos más ruines. Si no tuviese en la mira la sangrienta arbitrariedad de esta violencia ciega, ¿hacia qué otro horizonte podría apuntar este último y doloroso suspiro de Hamlet?